Novelas completas

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Capítulo V

Muy cerca de Longbourn habitaba una familia con la que los Bennet tenían especial amistad. Sir William Lucas había poseído con anterioridad negocios en Meryton, donde había hecho una apreciable fortuna y se había elevado a la categoría de caballero por petición al rey durante su alcaldía5. Esta distinción se le había subido un poco a la cabeza y empezó a no tolerar tener que dedicarse a los negocios y vivir en una pequeña ciudad comercial; así que abandonando ambos se trasladó con su familia a una casa a una milla de Meryton, denominada a partir de entonces Lucas Lodge, donde pudo dedicarse a pensar con placer en su propio valer, y desvinculado de sus negocios, ocuparse únicamente de ser agradable con todo el mundo. Porque aunque estaba orgulloso de su posición, no se había vuelto presuntuoso; por el contrario, era todo atenciones para con todo el mundo. De naturaleza pacífica, sociable y servicial, su presentación en St. James6 le había hecho además, cortés.

La señora Lucas era una buena mujer aunque no lo suficientemente inteligente para que la señora Bennet la considerase una vecina meritoria. Tenían varios hijos. La mayor, una joven inteligente y juiciosa de unos veinte años, era la amiga íntima de Elizabeth.

Que las Lucas y las Bennet se reuniesen para charlar después de un baile, era algo totalmente ineludible, y la mañana después de la fiesta, las Lucas fueron a Longbourn para cambiar impresiones.

—Tú empezaste bien la noche, Charlotte —dijo la señora Bennet fingiendo toda cortesía posible hacia la señorita Lucas—. Fuiste la primera que escogió el señor Bingley.

—Sí, pero pareció preferir más la segunda.

—¡Oh! Te refieres a Jane, supongo, porque bailó con ella dos veces. Sí, parece que le gustó; sí, creo que sí. Oí algo, no sé, algo sobre el señor Robinson.

—Quizá se refiera a lo que oí entre él y el señor Robinson, ¿no se lo he contado? El señor Robinson le preguntó si le complacían las fiestas de Meryton, si no creía que había muchachas muy hermosas en el salón y cuál le parecía la más atractiva de todas. Su respuesta a esta última pregunta fue sin titubeos: “La mayor de las Bennet, sin discusión. No puede haber más que una opinión sobre ese particular”.

—¡No me digas! Parece decidido a... Es como si... Pero, en fin, todo puede acabar en nada.

—Lo que yo oí fue más positivo que lo que oíste tú, ¿verdad, Elizabeth? —dijo Charlotte—. Merece más crédito oír al señor Bingley que al señor Darcy, ¿no opinas así? ¡Pobre Eliza! Decir solo: “No está mal”.

—Te suplico que no le metas en la cabeza a Lizzy que se disguste por Darcy. Es un hombre tan odioso que la desgracia sería gustarle. La señora Long me dijo que había estado sentado a su lado y que no había articulado palabra.

—¿Estás segura, mamá? ¿No te equivocas? Yo vi al señor Darcy platicar con ella.

—Sí, claro; porque ella al final le preguntó si le gustaba Netherfield, y él no tuvo más remedio que responder; pero la señora Long dijo que a él no le satisfizo que le dirigiese la palabra.

—La señorita Bingley me dijo —comentó Jane— que él no solía hablar mucho, a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es inimaginablemente simpático.

—No me creo una palabra, querida. Si fuese tan simpático habría hablado con la señora Long. Pero ya me imagino qué pasó. Todo el mundo dice que el orgullo no le cabe en el cuerpo, y me jugaría lo que fuera a que oyó que la señora Long no tiene coche y que fue al baile en uno de alquiler 7.

—A mí tanto me da que no haya hablado con la señora Long —dijo la señorita Lucas—, pero me hubiera gustado que hubiese bailado con Eliza.

—Yo que tú, Lizzy —agregó la madre—, no bailaría con él jamás.

—Creo, mamá, que puedo prometerte que jamás bailaré con él.

—El orgullo —dijo la señorita Lucas— ofende siempre, pero a mí el suyo no me lo resulta tanto. Él posee coartadas. Es lógico que un hombre apuesto, con familia, fortuna y todo a su favor posea un alto valor de sí mismo. Por decirlo de algún modo, tiene derecho a ser orgulloso.

—Es verdad —replicó Elizabeth—, podría perdonarle fácilmente su orgullo si no hubiese mortificado el mío.

—El orgullo —observó Mary, que se preciaba mucho de la solidez de sus juicios—, es un defecto muy generalizado. Por todo lo que he leído, estoy convencida de que en realidad es muy corriente que la naturaleza humana sea especialmente entregada a él, hay muy pocos que no posean un sentimiento de autosuficiencia por una u otra razón, ya sea real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas diferentes, aunque muchas veces se empleen como sinónimos. El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos; la vanidad, con lo que desearíamos que los demás pensaran de nosotros.

—Si yo fuese tan rico como el señor Darcy, —exclamó el joven Lucas que había venido con sus hermanas—, no me importaría ser orgulloso. Poseería una jauría de perros de caza, y bebería una botella de vino al día.

—Pues beberías mucho más de lo debido —dijo la señora Bennet— y si yo te viese te quitaría la botella rápidamente.

El niño dijo que no se atrevería, ella que sí, y así siguieron polemizando hasta que se dio por finalizada la visita.

El alcalde (elegido anualmente) presentaba un saludo de lealtad al Rey cuando este visitaba la ciudad o se lo enviaba a Londres con motivo de una celebración real o nacional.

Significa su presentación en la Corte Real del palacio de St. James, en Londres, para ser nombrado caballero personalmente por el Rey. En la actualidad, tales ceremonias se llevan a cabo en el palacio de Buckingham, pero se sigue utilizando la expresión «Corte de St. James» desde los tiempos en los que el palacio de St. James era la residencia oficial de los Reyes.

La señora Bennet consideraba que era una muestra de categoría social inferior acudir a un baile en coche de alquiler en vez de en uno propio.

Capítulo VI

Las señoras de Longbourn no tardaron en ir a visitar a las de Netherfield, y estas devolvieron la visita como es corriente. El atractivo de la señorita Bennet aumentó la estima que la señora Hurst y la señorita Bingley sentían por ella; y aunque se dieron cuenta de que la madre era inaguantable y que no valía la pena dirigir la palabra a las hermanas menores, expresaron el deseo de profundizar las relaciones con ellas en atención a las dos mayores. Esta atención fue recibida por Jane con gusto, pero Elizabeth seguía viendo arrogancia en su trato con lo demás, exceptuando, con reparos, a su hermana; no podían agradarle. Aunque valoraba su cortesía con Jane, sabía que probablemente se debía a la influencia de la admiración que el hermano sentía por ella. Era notorio, dondequiera que se encontrasen, que Bingley admiraba a Jane; y para Elizabeth también era notorio que en su hermana aumentaba la inclinación que desde el principio sintió por él, lo que la predisponía a enamorarse de él; pero se daba cuenta, con gran placer, de que la gente no podría notarlo, puesto que Jane uniría a la fuerza de sus sentimientos moderación y una constante alegría, que ahuyentaría las sospechas de los impertinentes. Así se lo confesó a su amiga, la señorita Lucas.

—Tal vez sea mejor en este caso —replicó Charlotte— poder escapar al cotilleo de la gente; pero a veces es malo ser tan introvertida. Si una mujer disimula su afecto al objeto del mismo, puede perder la ocasión de conquistarle; y entonces es un pobre alivio pensar que los demás están en la misma ignorancia. Hay tanto de gratitud y vanidad en casi todos los cariños, que no es nada bueno abandonarlos a la deriva. Normalmente todos empezamos por una ligera preferencia, y eso sí puede ser simplemente porque sí, sin causa; pero hay muy pocos que tengan tanto corazón como para enamorarse sin haber sido animados. En nueve de cada diez casos, una mujer debe mostrar más cariño del que profesa. A Bingley le gusta tu hermana, indudablemente; pero si ella no le estimula, la cosa no pasará de ahí.

—Ella le estimula tanto como se lo permite su forma de ser. Si yo puedo notar su cariño hacia él, él, desde luego, sería necio si no se diera cuenta.

—Recuerda, Eliza, que él no conoce el carácter de Jane como tú.

—Pero si una mujer está interesada por un hombre y no trata de esconderlo, él tendrá que acabar por descubrirlo.

—Tal vez sí, si él la ve lo suficiente. Pero aunque Bingley y Jane están juntos con frecuencia, nunca es por mucho tiempo; y además como solo se ven en fiestas con mucha gente, no pueden hablar a solas. Así que Jane debería aprovechar al máximo cada minuto en el que pueda llamar su atención. Y cuando lo tenga en el bote, ya tendrá tiempo para enamorarse de él todo lo que desee.

—Tu plan es bueno —respondió Elizabeth—, cuando el problema se trate solo de casarse bien; y si yo estuviese decidida a lograr un marido rico, o cualquier marido, casi puedo decir que lo seguiría. Pero esos no son los sentimientos de Jane, ella no actúa con premeditación. Todavía no puede estar segura de hasta qué punto le atrae, ni el porqué. Solo hace quince días que le conoce. Bailó cuatro veces con él en Meryton; le vio una mañana en su casa, y desde entonces ha cenado en su compañía cuatro veces. Esto no es bastante para que ella descubra su carácter.

—No tal y como tú lo planteas. Si solamente hubiese cenado con él no habría concluido que si tiene buen apetito o no; pero debes recordar que pasaron cuatro veladas juntos; y cuatro veladas pueden significar mucho.

 

—Sí; en esas cuatro veladas lo único que pudieron hacer es descubrir qué clase de bailes les gustaba a cada uno, pero no creo que hayan podido averiguar las cosas realmente importantes de su carácter.

—Bueno —dijo Charlotte—. Deseo de todo corazón que a Jane le salgan las cosas bien; y si se casase con él mañana, creo que tendría más posibilidades de ser feliz que si se dedica a analizar su carácter durante doce meses. La felicidad en el matrimonio es solo cuestión de suerte. El que una pareja crea que son iguales o se conozcan bien de antemano, no les va a traer la felicidad en absoluto. Las diferencias se van acentuando cada vez más hasta hacerse incompatibles; siempre es mejor saber lo menos posible de la persona con la que vas a compartir tu vida.

—Me haces reír, Charlotte; es absurdo. Sabes que es absurdo; además tú jamás obrarías de esa manera.

Ocupada en observar las atenciones de Bingley para con su hermana, Elizabeth estaba lejos de sospechar que también estaba siendo objeto de interés a los ojos del amigo de Bingley. Al principio, el señor Darcy casi no se dignó admitir que era bonita; no había demostrado ninguna admiración por ella en el baile; y la siguiente vez que se vieron, él solo se fijó en ella para criticarla. Pero tan pronto como dejó claro ante sí mismo y ante sus amigos que los rasgos de su cara apenas le atraían, empezó a darse cuenta de que la bella expresión de sus ojos oscuros le daba un aire de extraordinaria inteligencia. A este hallazgo siguieron otros también mortificantes. Aunque detectó con ojo crítico más de un fallo en la perfecta simetría de sus formas, tuvo que admitir que su figura era grácil y esbelta; y a pesar de que afirmaba que sus maneras no eran las de la gente refinada, se sentía atraído por su espontaneidad y optimismo. De este asunto ella no tenía la más remota idea. Para ella Darcy era el hombre que se hacía antipático donde quiera que fuese y el hombre que no la había considerado lo bastante atractiva como para sacarla a bailar.

Darcy empezó a querer conocerla mejor. Como paso preparatorio para hablar con ella, se dedicó a escucharla hablar con los demás. Este hecho llamó la atención de Elizabeth. Ocurrió un día en casa de sir Lucas donde se había reunido un amplio grupo de gente.

—¿Qué pretenderá el señor Darcy —le dijo ella a Charlotte—, que ha estado escuchando mi conversación con el coronel Forster?

—Esa es una pregunta que solo el señor Darcy puede responder.

—Si lo vuelve a realizar le daré a entender que sé lo que intenta. Es muy satírico, y si no empiezo siendo impertinente yo, acabaré por temerle.

Poco después se les volvió a acercar, y aunque no parecía tener el propósito de hablar, la señorita Lucas desafió a su amiga para que le mencionase el tema, lo que acto seguido provocó a Elizabeth, que se volvió a él y le dijo:

—¿No opina usted, señor Darcy, que me expresé claramente hace un instante, cuando le insistía al coronel Forster para que nos ofreciese un baile en Meryton?

—Con gran tesón; pero ese es un tema que siempre llena de tesón a las mujeres.

—Es usted duro con nosotras.

—Ahora nos toca insistirte a ti —dijo la señorita Lucas—. Voy a abrir el piano y ya sabes lo que continúa, Eliza.

—¿Qué clase de amiga eres? Siempre deseas que cante y que toque delante de todo el mundo. Si me hubiese llamado Dios por la vocación musical, serías una amiga de inapreciable valor; pero como no es así, preferiría no tocar delante de gente que debe estar acostumbrada a escuchar a los mejores intérpretes —pero como la señorita Lucas insistía, añadió—: Muy bien, si no tengo más remedio —y mirando fríamente a Darcy dijo—: Hay un viejo refrán que aquí todo el mundo sabe muy bien, “guárdate el aire para enfriar la sopa”, y yo lo guardaré para mi canción8.

El concierto de Elizabeth fue placentero, pero no magnífico. Después de una o dos canciones y antes de que pudiese satisfacer las peticiones de algunos que deseaban que cantase otra vez, fue reemplazada al piano por su hermana Mary, que como era la menos brillante de la familia, trabajaba duramente para adquirir conocimientos y habilidades que siempre estaba impaciente por demostrar.

Mary no poseía ni talento ni gusto; y aunque el orgullo la había hecho aplicada, también le había dado un aire pedante y modales afectados que deslucirían cualquier brillantez superior a la que ella había conseguido. A Elizabeth, aunque había tocado la mitad de bien, la habían escuchado con más agrado por su desenvoltura y sencillez; Mary, al final de su largo concierto, no consiguió más que unos cuantos elogios por las melodías escocesas e irlandesas que había tocado a instancias de sus hermanas menores que, con alguna de las Lucas y dos o tres oficiales, bailaban alegremente en un extremo del salón.

Darcy, a quien le fastidiaba aquella forma de pasar la velada, estaba en silencio y sin humor para hablar; se hallaba tan enfrascado en sus propios pensamientos que no reparó en que sir William Lucas se encontraba a su lado, hasta que este se dirigió a él.

—¡Qué encantadora diversión para la juventud, señor Darcy! Pensándolo bien, no hay nada como el baile. Lo considero como uno de los mejores entretenimientos de las sociedades más refinadas.

—En verdad, señor, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades no tan distinguidas del mundo; todos los salvajes bailan.

Sir William inició una sonrisa.

—Su amigo baila como los ángeles —sigue tras una pausa al ver a Bingley unirse al grupo— y no dudo, señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la materia.

—Me vio bailar en Meryton, creo, señor.

—Desde luego que sí, y me causó un gran gusto verle. ¿Baila usted con frecuencia en Saint James?

—Jamás, señor.

—¿No cree que sería una deferencia para con ese lugar?

—Es una deferencia que nunca concedo en ningún lugar, si puedo evitarlo.

—Creo que tiene una casa en la capital —el señor Darcy asintió con la cabeza.

—Pensé algunas veces en instalar mi residencia en la ciudad, porque me encanta la alta sociedad; pero no estaba seguro de que el aire de Londres le sentase bien a lady Lucas.

Sir William se detuvo con la esperanza de una contestación, pero su acompañante no estaba dispuesto a conceder ninguna. Al comprobar que Elizabeth se les acercaba, se le ocurrió hacer algo que le pareció muy galante de su parte y la llamó.

—Mi querida señorita Eliza, ¿por qué no está bailando? Señor Darcy, permítame que le presente a esta joven que puede ser una excelente pareja. Estoy seguro de que no puede negarse a bailar cuando tiene ante usted tanta belleza.

Tomó a Elizabeth de la mano con la intención de pasársela a Darcy; quien, aunque con gran asombro, no iba a rechazarla; pero Elizabeth le volvió la espalda y le dijo a sir William un tanto alterada:

—De veras, señor, no tenía la más mínima intención de bailar. Le ruego que no piense que he venido hasta aquí para buscar pareja.

El señor Darcy, con toda corrección le pidió que le concediese el honor de bailar con él, pero fue inútil. Elizabeth estaba decidida, y ni siquiera sir William, con todos sus argumentos, pudo persuadirla.

—Usted es maravillosa en el baile, señorita Eliza, y es muy cruel por su parte negarme la satisfacción de verla; y aunque a este caballero no le plazca este entretenimiento, estoy seguro de que no tendría inconveniente en darnos satisfacción durante media hora.

—El señor Darcy es muy cortés —dijo Elizabeth sonriendo.

—Lo es, en efecto; pero considerando lo que le induce, querida Eliza, no podemos dudar de su educación; porque, ¿quién podría rechazar una pareja tan atractiva?

Elizabeth les miró con coquetería y se retiró. Su resistencia no le había perjudicado nada a los ojos del caballero, que estaba pensando en ella con placer cuando fue interrumpido por la señorita Bingley.

—Adivino por qué está tan pensativo.

—Creo que no.

—Está pensando en lo insoportable que le sería pasar más veladas de esta manera, en una sociedad como esta; y por supuesto, soy de su misma opinión. Nunca he estado más molesta. ¡Qué gente tan insípida y qué alboroto arman! Con lo insignificantes que son y qué importancia se dan. Daría algo por oír sus críticas sobre ellos.

—Sus elucubraciones son totalmente equivocadas. Mi mente estaba ocupada en cosas más placenteras. Estaba meditando sobre el gran placer que pueden proporcionar un par de ojos bonitos en el rostro de una mujer agraciada.

La señorita Bingley le miró fijamente deseando que le dijese qué dama había inspirado tales pensamientos. El señor Darcy, valiente, respondió:

—La señorita Elizabeth Bennet.

—¡La señorita Bennet! Me deja perpleja. ¿Desde cuándo es su favorita? Y dígame, ¿cuándo tendré que felicitarle?

—Esa es precisamente la pregunta que esperaba que me realizara. La imaginación de una dama va muy rápido y salta de la admiración al amor y del amor al matrimonio en un abrir y cerrar de ojos. Sabía que me daría la enhorabuena.

—Si lo toma tan en serio, creeré que es ya cosa hecha. Tendrá usted una suegra encantadora, de veras, y ni que decir tiene que estará siempre en Pemberley con ustedes.

Él la escuchaba con auténtica indiferencia, mientras ella seguía disfrutando con las cosas que le decía; y al comprobar, por la actitud de Darcy, que todo estaba a salvo, dejó correr su ingenio durante largo rato.

Traducción del dicho popular inglés «keep your breath to cool your porridge», que aún se utiliza en Inglaterra y que se atribuye a personas que hablan demasiado irritando a los demás.

Capítulo VII

La propiedad del señor Bennet consistía casi por completo en una hacienda de dos mil libras al año, la cual, por desgracia para sus hijas, estaba destinada, por falta de herederos varones, a un pariente lejano9; y la fortuna de la madre, aunque abundante para su posición, difícilmente podía sustituir a la de su marido. Su padre había sido abogado en Meryton y le había legado cuatro mil libras.

La señora Bennet tenía una hermana casada con un tal señor Phillips que había sido empleado de su padre y le había sucedido en los negocios, y un hermano en Londres que tenía una privilegiada situación en el comercio.

El pueblo de Longbourn distaba solo una milla de Meryton, espacio muy adecuado para las señoritas, que normalmente tenían la tentación de ir por allí tres o cuatro veces a la semana para visitar a su tía y, de camino, detenerse en una sombrerería que había cerca de su casa. Las más asiduas a Meryton eran las dos menores, Catherine y Lydia, que solían estar más ociosas que sus hermanas, y cuando no se les ofrecía nada mejor, decidían que un paseíto a la ciudad era necesario para pasar bien la mañana y así tener conversación para la tarde; porque, aunque las noticias no acostumbraban a proliferar en el campo, su tía siempre tenía algo que cotillear. De momento estaban bien provistas de chismes y de alegría ante la reciente llegada de un regimiento militar que iba a permanecer todo el invierno y tenía en Meryton su cuartel general.

Ahora las visitas a la señora Phillips proporcionaban una información de primera mano. Cada día conocían algo más a lo que ya sabían sobre los nombres y las familias de los oficiales. El lugar donde pernoctaban ya no era un secreto y enseguida empezaron a conocer a los oficiales directamente.

El señor Phillips los conocía a todos, lo que constituía para sus sobrinas una fuente de satisfacción inenarrable. No se refería a otra cosa que no fuera de oficiales. La gran fortuna del señor Bingley, de la que tanto le gustaba alardear su madre, ya no era noticia comparada con el uniforme de un alférez.

Tras escuchar una mañana el entusiasmo con el que sus hijas se referían al tema, el señor Bennet observó con indiferencia:

—Por todo lo que puedo sacar en claro de vuestra manera de hablar debéis de ser las muchachas más necias de todo el país. Ya había tenido mis sospechas en ocasiones, pero ahora no me equivoco.

Catherine se quedó desconcertada y no respondió. Lydia, con absoluta indiferencia, siguió expresando su admiración por el capitán Carter, y dijo que esperaba verle aquel mismo día, pues a la mañana siguiente partía para Londres.

—Me deja asombrada, querido —dijo la señora Bennet—, lo dispuesto que siempre estás a creer que tus hijas son necias. Si yo despreciase a alguien, sería a las hijas de los demás, no a las mías.

 

—Si mis hijas son necias, lo menos que puedo hacer es reconocerlo.

—Sí, pero ya ves, resulta que son muy despiertas.

—Presumo que ese es el único punto en el que no coincidimos. Siempre aspiré a estar de acuerdo contigo en todo, pero en esto no estoy de acuerdo, porque nuestras dos hijas menores son tontas de capirote.

—Mi querido señor Bennet, no pretenderás que estas niñas .tengan tanto juicio como sus padres. Cuando tengan nuestra edad me jugaría lo que quieras a que piensan en oficiales tanto como nosotros. Me acuerdo de una época en la que me gustó mucho una casaca roja10, y ciertamente es que todavía lo llevo en mi corazón. Y si un joven coronel con cinco o seis mil libras anuales pretendiera a una de mis hijas, no se la negaría. Encontré de buen talante al coronel Forster la otra noche en casa de sir William.

—Mamá —dijo Lydia—, la tía dice que el coronel Forster y el capitán Carter ya no frecuentan tanto la casa de los Watson como antes. Ahora los ve mucho en la biblioteca de Clarke.

La señora Bennet no pudo responder al ser interrumpida por la entrada de un lacayo que traía una misiva para la señorita Bennet; venía de Netherfield y el criado aguardaba respuesta. Los ojos de la señora Bennet brillaban de contento y estaba inquieta porque su hija acabase de leer.

—Bien, Jane, ¿de quién es?, ¿de qué se trata?, ¿qué dice? Acaba de leer y dinos, date prisa, cariño.

—Es de la señorita Bingley —reveló Jane, y entonces leyó en voz alta:

«Mi querida amiga:

»Si tienes piedad de nosotras, ven a cenar hoy con Louisa y conmigo, si no, estaremos en peligro de odiarnos la una a la otra lo que queda de nuestras vidas, porque dos mujeres juntas todo el día no pueden acabar sin ir a la greña. Ven tan pronto como te sea posible, después de recibir esta nota. Mi hermano y los otros señores cenarán con los oficiales.

»Mis respetos,

Caroline Bingley.»

—¡Con los oficiales! —exclamó Lydia—. ¡Qué extraño que la tía no nos lo haya dicho!

—¡Cenar fuera! —dijo la señora Bennet—. ¡Qué desgracia!

—¿Puedo llevar el carruaje? —preguntó Jane.

—No, querida; es mejor que vayas a caballo, porque parece que amenaza tormenta y así tendrás que quedarte a pasar la noche.

—Sería un buen plan —dijo Elizabeth—, si estuvieras segura de que no se van a ofrecer para devolverla a casa.

—Oh, los señores llevarán el landó del señor Bingley a Meryton y los Hurst no tienen caballos propios.

—Preferiría ir en el carruaje.

—Pero querida, tu padre no puede prestarte los caballos. No hay alternativa. Se necesitan en la granja. ¿No es así, señor Bennet?

—Se necesitan más en la granja de lo que yo puedo prestarlos.

—Si puedes prestarlos hoy —dijo Elizabeth—, los deseos de mi madre se verán satisfechos.

Al final animó al padre para que manifestase que los caballos estaban ocupados. Y, por fin, Jane se vio en la necesidad de ir a caballo. Su madre la acompañó hasta la puerta pronosticando muy satisfecha un día horrible.

Sus esperanzas se cumplieron; no hacía mucho que se había marchado Jane, cuando empezó a llover a cántaros. Las hermanas se quedaron intranquilas por ella, pero su madre estaba gozosa. No paró de llover en toda la tarde; era lógico que Jane no podría regresar...

—En verdad, que di en el clavo —repetía la señora Bennet.

Sin embargo, hasta la mañana siguiente no conoció nada del resultado de su oportuna estratagema. Apenas había acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield trajo la siguiente nota para Elizabeth:

«Mi querida Lizzy:

»No me encuentro muy bien esta mañana, lo que, supongo, se debe a que ayer llegué calada hasta los huesos. Mis amables amigas no desean ni oírme hablar de volver a casa hasta que no esté recuperada. Insisten en que me vea el señor Jones; por lo tanto, no os alarméis si os enteráis de que ha venido a visitarme. No tengo nada más que dolor de garganta y dolor de cabeza.

»Tuya siempre,

Jane.»

—Bien, querida —dijo el señor Bennet una vez Elizabeth hubo leído la nota en voz alta—, si Jane contrajera una enfermedad grave o falleciese sería una disculpa saber que todo fue por conseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.

—¡Oh! No tengo miedo de que se muera. La gente no se muere por pequeños resfriados sin importancia. Tendrá buenos cuidados. Mientras esté allí todo irá de maravilla. Iría a verla, si pudiese disponer del coche.

Elizabeth, que estaba ciertamente preocupada, tomó la resolución de ir a verla. Como no podía contar con el carruaje y no era una experta amazona, caminar era su única salida. Y declaró su voluntad.

—¿Cómo puedes ser tan necia? —exclamó su madre—. ¿Cómo se te puede ocurrir tal locura? ¡Con el barro que hay! ¡Llegarías hecha una calamidad, no estarías presentable!

—Estaría presentable para estar con Jane que es todo lo que yo quiero.

—¿Es una indirecta para que envíe a buscar los caballos, Lizzy? —dijo su padre.

—No, de ningún modo. No me importa caminar. No hay distancias cuando existe un motivo. Son solo tres millas. Estaré de vuelta a la hora de cenar.

—Admiro la actividad de tu benevolencia —observó Mary—; pero todo impulso del sentimiento debe estar dirigido por el cerebro, y en mi opinión, el esfuerzo debe ser proporcional a lo que se intenta.

—Iremos contigo hasta Meryton —dijeron Catherine y Lydia.

Elizabeth aceptó su compañía y las tres jóvenes marcharon juntas.

—Si nos damos prisa —dijo Lydia mientras caminaba—, tal vez podamos ver al capitán Carter antes de que se marche.

En Meryton se separaron; las dos menores se encaminaron a casa de la esposa de uno de los oficiales y Elizabeth continuó su ruta sola. Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltó cercas y sorteó charcos con angustia hasta que por fin se encontró ante la casa, con los tobillos chorreando, las medias sucias y el rostro acalorado por el ejercicio.

La introdujeron en el comedor donde estaban todos reunidos menos Jane, y donde su presencia causó gran sorpresa. La señora Hurst y la señorita Bingley no daban crédito a que hubiese caminado tres millas sola, tan temprano y con un tiempo tan desapacible. Elizabeth quedó convencida de que la despreciaron por ello. Sin embargo, la recibieron con mucha cortesía, pero en la actitud del hermano había algo más que deferencia: había buen talante y amabilidad. El señor Darcy habló poco y el señor Hurst menos. El primero fluctuaba entre la admiración por la luminosidad que el ejercicio le había dado a su rostro y la duda de si la ocasión justificaba el que hubiese venido sola desde tan lejos. El segundo solo pensaba en su desayuno.

Las preguntas que Elizabeth hizo acerca de su hermana no fueron contestadas como ella deseaba. La señorita Bennet había dormido mal, y, aunque se había levantado, tenía mucha fiebre y no estaba en condiciones de salir de su habitación. Elizabeth se alegró de que la llevasen a verla enseguida; y Jane, que se había contenido de expresar en su nota cómo deseaba esa visita, por miedo a ser inconveniente o a alarmarlos, estuvo contentísima al verla entrar. Aunque no tenía ánimo para mucha conversación. Cuando la señorita Bingley las dejó solas, no pudo formular más que gratitud por la maravillosa amabilidad con que la trataban en aquella casa. Elizabeth la escuchó en silencio.

Cuando acabó el desayuno, las hermanas Bingley se reunieron con ellas; y a Elizabeth empezaron a parecerle simpáticas al comprobar el afecto y el interés que mostraban por Jane. Vino el médico y examinó a la paciente, declarando, como era de pensar, que había cogido un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por cuidarla. Le recomendó que se metiese otra vez en la cama y le recetó algunas medicinas. Siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre había crecido y el dolor de cabeza era más fuerte. Elizabeth no abandonó la habitación ni un solo momento y las otras señoras tampoco se ausentaban por mucho rato. Los señores estaban fuera porque lo cierto es que nada tenían que hacer allí.