Qué dirá el Santo Padre

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Su madre, paralizada por su pavor al abandono, aceptaba la violencia de ese hombre que le había jurado protegerla hasta la muerte. Y Rose le había creído. La llegada de Lucas al mundo le hizo sentir lo contrario de lo que esperaba y su temor al abandono creció imaginándose ahora navegando sin rumbo en la soledad, y con un crío en sus brazos. Sin hacerlo consciente, Paul olió el miedo de Rose y le sacó partido: machismo exacerbado, infidelidades, humillaciones, golpes, gritos y desprecio. Eso era todo lo que conocía Lucas a sus 6 años, aceptando que así era la vida, dura. Intuitivamente concluyó que no quería seguir la opción de su madre, la debilidad, pero tampoco quería tener la fuerza bruta como su padrastro. A su corta edad no tenía ningún referente positivo que le hiciera ver un horizonte feliz y sus juegos así lo denunciaban sin que nadie lo advirtiera. A menudo soñaba con vengarse y salvar a su madre de aquel monstruo. Se veía al pie de la gigantesca grúa que operaba Paul, cerrando los ojos con fuerza para obligar a la grúa que se desplomara con estrépito, haciendo desaparecer al monstruo entre los escombros y la polvareda. Abría los ojos y nada había sucedido, lo observaba en lo más alto del mundo, inaccesible, y la impotencia le hacía llorar hasta que su madre le abrazaba diciéndole que sólo era un mal sueño, sin atreverse a preguntarle qué había soñado. Fue, tras una de esas pesadillas y mientras simulaba dormir, que el pequeño Lucas tomó su primera decisión consciente: cuando grande seré fuerte, muy fuerte, y así nadie se atreverá a hacerme daño, se juró con los puños apretados. Tres años después llegó Anita, su hermana de rulos rubios, y a Lucas le sobrevino un extraño sentimiento, lleno de contradicción. Lamentó que fuera niñita y que fuera a correr la misma suerte que su madre y, simultáneamente, sintió una irrefrenable necesidad de protegerla, decisión que le valió varias golpizas pero que nunca le hicieron retroceder, mostrándose desafiante y ocultando las lágrimas y el dolor de los correazos. En cada recreo del colegio, Lucas corría al patio de los pequeños para comprobar que Anita estaba bien y que no corría peligro. Anita sonreía y Lucas se tranquilizaba, pero una mañana, la cara de angustia de su hermana y una mirada que apuntaba a Hans, un macizo rubio de cabeza romboidal y poco cuello, le dispararon toda la ira que es posible en un ser humano. Se abalanzó contra Hans y de un solo golpe lo tumbó inconsciente. Nunca se arrepintió, ni frente a Paul ni al director del colegio y tampoco pediría perdón. Los castigos le hicieron reflexionar y descartó ser militar, le pareció que los políticos y sacerdotes eran más inteligentes, que hacían lo que querían y nadie los golpeaba, más bien eran admirados. El día en que tuvo que decidir de qué iría disfrazado a una fiesta del colegio, teniendo ya 11 años, marcó su destino: ir de Presidente, con terno y corbata era como estar disfrazado de oficinista, se dijo. En cambio, ir vestido de Papa será diferente, no habrá ninguna confusión. Su madre le coció una sábana blanca a modo de sotana, y el pequeño Lucas se sintió poderoso, abrió los brazos como lo hacía su párroco en la eucaristía y juró proteger a los débiles. Se imaginó la Parroquia o, mejor, desde el Vaticano, se dijo. Nunca contó de sus ambiciones a sus padres y menos a los que fueran sus compañeros de seminario, aunque allí comenzó a comprender cómo los poderosos manejan los hilos. De hecho, siendo aún seminarista, amenazó a su padrastro con la excomunión si no respetaba a su madre y a Anita y, sorprendido comprobó que funcionaba. Sabía que debería esforzarse mucho pero también supo que la astucia es a veces más eficaz que los conocimientos. Así todo, eligió intuitivamente el bastión más poderoso de la Iglesia Católica, y allí decidió habitar: el Catecismo, la Doctrina de la Fe. A la sombra del Director de Seminario, el Obispo Shaw, se forjó el teólogo y a la vez el político, compartiendo junto a otros once seminaristas, el grupo de los elegidos. Todos se ordenaron sacerdotes, salvo Gian que abandonó la nave de la Santa Madre Iglesia. ¡Pobre Gian!! Exclamó Lucas cuando Gian salió por la puerta del seminario, al parecer avergonzado y con una pequeña maleta marrón.

Y los caminos de los seminaristas Lucas, Tomás y Gian se separaron por décadas, hasta el 2016, cuando el destino, o los planes de Aum los llamaron a escena. Pero Aum, ni siquiera pudo imaginar ese 2003, cuando Bush invadía Irak, que sus preocupaciones intelectuales relacionadas con la Consciencia y la espiritualidad le conducirían 14 años después al secuestro de un Cardenal. Colin Mc Gregor, en otro lado del planeta, también se ocupaba de la Consciencia Global, pero movido por su eterna beligerancia con Powell y ganar peldaños en la CIA. ¿Cómo podrían adivinar que el destino, ese 2003 comenzaba a reunirlos?

17 marzo, 2003.

Ante la inminente invasión a Irak, Colin Mc Gregor le dio especial importancia al seguimiento que secretamente hacía de rutina al Proyecto de Consciencia Global. Era una nueva oportunidad para confirmar que la Consciencia colectiva es sensible a acontecimientos de cierta envergadura, que implican cambios de rumbo en la historia humana, para bien o para mal. Tenía información de que la flota de los Estados Unidos estaba ya en posiciones de ataque en el Mediterráneo y en el Golfo Pérsico, en las cercanías de Baréin y con el beneplácito de Arabia Saudita, su aliado en aquellas tierras de desierto y petróleo. Mientras llovía sin piedad en Washington, Debora entregaba secretamente los últimos informes hackeados sobre la actividad mental de los humanos en torno al inevitable conflicto con Sadam Hussein. La curva de actividad de la Consciencia Colectiva mostraba, en ceros y unos, la inquietud mundial ante un evento bélico que, quizás, traería cola. ¿Cómo sabe la especie humana que como tal podría estar en peligro? ¿Cómo se irradia esa energía a tal punto que las 200 computadoras del Proyecto Consciencia Global pueden captarla?, eran las preguntas que mantenían a Colin con la curiosidad viva y que, a veces compartía con Berta antes de dormir, esperando, quizás, que algún comentario de ellas pudiera desentrañar el misterio.

Aquella noche, Colin se desveló y tras varios intentos fallidos por dormir, decidió levantarse silenciosamente, a oscuras, para no despertar a Berta que dormía con una tranquilidad pasmosa. Se acercó al ventanal para observar las luces de la ciudad, pero la lluvia que resbalaba por los vidrios las deformaba, convirtiéndola en destellos impredecibles. Imaginó el resplandor de los bombardeos a Bagdad, que ocurrirían en cualquier momento, en medio de la oscuridad. Encendió la cocina a gas para calentar agua y hacerse una valeriana que le devolviera el sueño. Sabía que, al llegar a su oficina, debía olvidar el tema de la Consciencia Global y abocarse en temas por los cuales recibía un suculento sueldo. Debería sondear, a través de sus agentes en casi todo el mundo, el clima político que se entremezclara con lo religioso, especialmente en el mundo musulmán.

Como todo Imperio, el norteamericano, necesitaba saber que estaba ocurriendo dentro de sus fronteras y sobre todo fuera de ellas, de tal modo que la CIA le encargó a Colin que sistematizara aquello que ya venía haciéndose durante la Guerra Fría. ¿Cómo tener Agentes en todo el Mundo, al menor costo posible y con el menor riesgo de Inteligencia? Esta había sido la pregunta que catapultó al empleado Mc Gregor al cargo de director de un nuevo Departamento Secreto, que reportaba directamente al Departamento de Estado, sin pasar por el de Defensa. La segunda pregunta lúcida fue: ¿Qué Estado, que pueda ser un aliado, tiene esos informantes en el mundo? La imagen de la Cúpula Vaticana se hizo presente en la mente de Colin. Sólo debía elegir bien al jefe de tantos agentes involuntarios, que no sabían que estaban siendo utilizados, que nada podrían confesar, que no eran potenciales torturados ni prisioneros para Guantánamo, sólo inocentes espías que velaban por la estabilidad de la institución Vaticana. Cada Obispo, reuniendo la información de cada párroco, una red perfecta e invisible.

En relación al Islam, la otra cara del mundo, no le sería tan fácil a Colin: debía elegir a un contacto Sunita, que representan el 87% del mundo islámico, pero también a un Chiita. Mal que mal, los Chiitas habían hecho la Revolución Islámica en 1979 en Irán, aunque en Irak eran los Sunitas, apoyados por Sadam Hussein, quienes controlaban la vida religiosa-política. A Mc Gregor no le bastaban sus conocimientos sobre el Islam, requería informantes que vivieran culturalmente esa creencia. Al menos sabía que los Chiitas esperan la llegada del 12° Imán, el Mesías, para instalar el Reino de Alá en esta tierra pecaminosa; en cambio, los Sunitas promueven una relación directa con Alá. A nivel institucional, Colin Mc Gregor debía ocuparse de vigilar que la estabilidad y equilibrio mundial entre las religiones no se rompiera, un ámbito más bien diplomático pero que, a veces, tomaba otro cariz menos delicado cuando se trataba de extremistas, de algunos que operaban controlando el dinero y el poder, el Opus Dei, Legionarios de Cristo y, otros que lo hacían a través del terrorismo fundamentalista. Aunque un porcentaje muy menor entre los Chiitas, Hezbolah hacía su ruido, pero en el bloque Sunita no lo hacían peor, proliferaban más grupos fundamentalistas: Al Qaeda, Hamas, Talibanes, Estado Islámico, los Hermanos Musulmanes.

Colin Mc Gregor debía tener más precauciones con el mundo islámico, dada la fusión entre religión y política que impera en las tierras de Mahoma y el petróleo. Pero la red de informantes, extensa, impecable, era sólo la herramienta para una política de alto vuelo: La CIA se había propuesto mantener el equilibrio político en el mundo, el justo y necesario para promover las inversiones en un ambiente de paz, y con la necesaria amenaza del poderoso de ampliar el imperio, ya no como antes, ganando territorios, sino que ganando mercados y consumidores. El equilibrio entre Cristianismo e Islamismo era crucial: la clave sería el evitar cualquier intentona Ecuménica que rompiera la histórica beligerancia religiosa, amenazando el liderazgo del Imperio y que, simultáneamente, promoviera un inofensivo antagonismo, obviamente dentro de los márgenes que fueran controlables.

 

A su vez, Mc Gregor, había sido reclutado por sus meticulosos estudios sobre religiones comparadas, asunto que copaba cada minuto de una existencia solitaria desde que entrara, como becado, a la Universidad de Leipzig, en medio de las turbulencias ideológicas de los años 60: Vaticano II, Maciel y sus Legionarios, Opus Dei, La Teología de la Liberación que decantó en los Cristianos por el Socialismo, en fin, y muchas otras tendencias, acogidas al interior de la Santa Madre Iglesia, controladas, con parcelas de poder acotadas, a fin de no romper la unidad institucional. El mandato de que la Iglesia no debería cometer, nunca más, el craso error de haber excomulgado a Lutero era una deducción que Colin tenía por cierta: El enemigo adentro, controlable, comprable, es mejor que un enemigo externo, ese había sido el aprendizaje que parecía imperar. No más Inquisición, pero si una férrea Doctrina de la Fe. Lo mismo, pero sin tortura, sin escándalo, en silencio, más eficiente, concluyó Colin Mc Gregor, relacionando esto con la misma estrategia que observaba en el mundo político tras la guerra fría: “no persecución a los marxistas, transformémoslos en consumidores compulsivos”. Es más rentable. Y así lo estaban haciendo, día a día y en silencio, sin alboroto.

Las calles estaban aún mojadas pero el sol tímido auguraba un día menos frío de lo habitual en marzo. Al entrar a su oficina, sin siquiera tomar el café que Debora le preparaba cuando el encargado del estacionamiento le avisaba que el BMW X6 de su jefe estaba entrando, se topa con una noticia que le hizo levantar las cejas: “A 48 hrs. de Bagdad. Confidencial”.

Eran las 21: 48 y Colin Mc Gregor estaba tomando las llaves de su auto para ir a casa, después de un día largo y agotador. Había coordinado a sus agentes de campo sin precisar la hora del ataque; había chequeado todos los sistemas de comunicación encriptada y los enlaces con los satélites militares; había preparado algunas fake news en caso de que se necesitaran; un comunicado de prensa lo más ambiguo posible con las consabidas fotos que sus superiores le facilitaron para demostrar la existencia de armas de destrucción masiva de Sadam, todo preparado. Pero uno de sus contactos respondió con algo inesperado.

La nota era de su contacto en el Vaticano, a quien había reclutado hacía ya un año, después de una minuciosa selección, y de una oferta a la que no pudo resistirse. La noticia encriptada era aterrante y de alto impacto político:

“El Papa Juan Pablo II viajará mañana, secretamente, a Bagdad con la intención de impedir el bombardeo”.


Aquella madrugada, del 19 de marzo del 2003, debería ser perentorio al transmitir la orden, recién recibida de Colin Mc Gregor, para Juan Pablo II. El mensaje encriptado había llegado a las 4 de la madrugada, pero su salida había sido en otro huso horario, a las 22:04 del 18 de marzo. El Cardenal Bullbridge no dudó en interrumpir el sueño, siempre liviano, del líder de más de 2.200 millones de católicos, algo más que los 1.600 que aglutinaba el Islam.

El escuchar el bip bip en su celular, supo que había llegado información encriptada de regreso. Se puso la sotana directamente sobre el pijama, se mojó la cara y se lavó los dientes para borrar la huella de la noche. Hablar con el Papa exigía buen aliento, respeto y ponderación. Lo último, difícil de llevar a cabo en una misión como la que Mc Gregor lo estaba embarcando.

–Usted no debe ir a Bagdad, su Santidad. –debía decir el Cardenal Bullbridge, en tono firme, controlado y con el debido respeto.

Esa frase lapidaria que podría poner fin al viaje a Bagdad para reunir a los máximos representantes de más del 50% de la humanidad creyente, no sólo sería el fracaso de un acto ecuménico de gran significación universal, todo un hito, sino que también echaba por tierra la posibilidad de revertir las presiones internas en el Vaticano, que al Papa le apretaban como un torniquete. De no lograrse aquel encuentro ecuménico, el creciente desprestigio que, tanto los escándalos financieros como los múltiples casos de pedofilia, estaba socavando más allá de la cuenta las piedras basales de la Santa Sede Romana, continuaría acrecentándose hasta convertirse en un evento irreversible, único en la historia vaticana.

Lo que fueran unos brillantes y astutos ojos, ahora iban desapareciendo sumidos en bolsas adiposas y párpados caídos, daban un cierto aire siniestro al anciano Papa. Sus rasgados ojos polacos se contrajeron para disimular la desazón, mientras esperaba que su mente, su querida mente, le susurrara alguna idea digna de su cargo. Su aspecto a esas horas de la madrugada no le acompañaba: su pelo blanco desordenado por la noche inquieta, un camisón hasta los tobillos que enmarcaban unos pies blancos y artríticos, y unas uñas que amarilleaban por la edad, no eran la mejor imagen para el momento, y menos frente al Cardenal Bullbridge, que intentaba focalizar su mirada en el rostro del anciano pontífice, para no avergonzarlo. La maleta para el viaje reposaba abierta aún sobre un mullido mueble tapizado en terciopelo burdeos, a la espera de los útiles de aseo personal y de la inevitable cajita de remedios para la hipertensión, y más allá, recortada sobre un gobelino español, una impecable vestimenta Papal, de un blanco iridiscente y de una tela liviana para soportar los embates del calor de Bagdad, configuraban una escenografía de la frustración. Todo se había preparado con meticulosidad extrema, con el sigilo que imponen ciertas acciones de Estado. Sólo dos personas en el Vaticano, el Padre Tomás como gestor de la idea y el Cardenal Bullbridge, su asesor más cercano, sabían que el vuelo que despegaría a las 9:00 de esa mañana, con una comitiva reducida, pero con una espectacular cobertura de prensa sumada a una sofisticada tecnología satelital, que el propio Vaticano luciría por primera vez en público, no iría a Jerusalén sino a 878 kilómetros más lejos, unos 66 minutos de un vuelo sobre Jordania, adentrándose en territorio Iraquí para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Bagdad a las 13:00, y de allí hacer los 16 kilómetros por tierra hasta entrar en la capital. Ni el Padre Tomás ni el Cardenal podrían haber filtrado la información, se preguntaba mientras su mano apretaba la columna del dosel, que parecía oficiar de baldaquín, dejando blancos y transparentes sus nudillos.

Tras un largo silencio, un hilo de voz Papal obligó al Cardenal a acercarse alcanzando a escuchar la palabra Bagdad. Había mascullado adrede para incordiar, como hacen los viejos aprovechándose de la edad. Se giró sin dejar espacio a preguntas y abrió los postigos de una ventana enorme para romper la oscuridad y así deslumbrar al Cardenal, pero la noche romana le traicionó. Sólo una amarillenta luz de una farola entró por la ventana, la suficiente como para que su propia imagen esmirriada, a contraluz, le confiriera autoridad y grandeza. Desde ese escenario de luz pálida, repitió la pregunta, ahora con una firmeza casi desafiante.

–¿Y…por qué no debo ir a Bagdad? –dijo, levantando una amenazante ceja derecha y apuntando con el mentón.

–Ellos dicen que…

–¿A ver, quienes son “ellos”? –dijo, dando un paso adelante. El Cardenal mostró sus dos palmas e inclinó levemente su cabeza, señalando que sólo era un mensajero:

–El Departamento de Defensa de los Estados Unidos, su Santidad. Al menos así se identificaron, disculpándose de no hablar personalmente con usted.

–Y… ¿Cómo sabe que “ellos” son “ellos”?

– Obviamente su Santidad, atendí la llamada en la sala de seguridad y el identificador de llamadas me indicó que ellos eran ellos. En temas de Estado hay que ser desconfiado, desgraciadamente.

–Y…? –dijo, arqueando la boca con un gesto de cierta indolencia.

–Dicen que su “visita” a Bagdad, horas previas al bombardeo a los poseedores de armas de destrucción masiva…

–…supuestos poseedores, Cardenal. No tome partido –refunfuño el Papa, levantando ambos índices en señal de advertencia que el Cardenal Bullbridge recogió con dignidad.

–…continúo –dijo con aplomo, sin reconocer su desliz– Su visita bien podría ser interpretada mundialmente como una argucia de Sadam Hussein, quien le habría utilizado para impedir el ataque…

–Sí, es una posible interpretación que he barajado, Cardenal, pero estratégicamente hay otra: ¡Por fin el Papa arriesga su vida en nombre de la Paz!! – hizo una pausa para darle solemnidad a su frase, y continuó: Todos ganan mi estimado Bull, ganan los iraquíes, al no ser masacrados, y también gana el Vaticano con el fortalecimiento de la figura Papal. O ¿no, Bull?

Solía decirle Bull al Cardenal Bullbridge parodiando su corpulencia de toro de competición, pero también para ponerlo a prueba en su proceso como aprendiz de jerarca, y para llegar a ser un potencial papabile, aunque sus 51 años todavía le harían esperar.

–Cierto, pero los norteamericanos pierden, su Santidad –argumentó con la certeza que otorga su experiencia en asuntos internacionales. Actitud que logró enervar a Juan Pablo II, quien comenzó a caminar por el dormitorio agitando en alto sus brazos:

–Si quieren venganza del 11/9 debieran buscar a Bin Laden y no a Sadam Hussein. –amenazó con esa obviedad.

–Disculpe su Santidad, quieren el petróleo y eso lo tiene Sadam. –dijo levantando los hombros al momento de estirar sus diez dedos.

–Usted Bull es más pragmático de lo que creía. –exclamó, apuntando con picardía con su dedo artrítico, como si hubiera descubierto algo nuevo en el Cardenal.

–Considere, Su Santidad, que si G.W.Bush no ataca, tendría dos problemas: no podría ir a la reelección…

–Cierto. –confirmó Karol Wojtyla.

–Y, en el plano emocional, Bush hijo perdería la oportunidad de vengarse de Sadam Hussein por la humillación a su padre en la guerra del Golfo.

–Buen análisis Bull, se ve que ha reflexionado en profundidad, –y aplaudió torpemente– pero iré a Bagdad sí o sí.

–Puede quedar aislado, su Santidad…

–Tengo el apoyo de más de 3 millones de personas que se manifestaron, hace unos días, en contra de la invasión norteamericana a Irak, la más grande manifestación antibelicista en toda la historia de la humanidad, mi estimado Bull. Con ese respaldo puedo ir a Bagdad o a donde sea. Este Papa viajero todavía vuela. –dijo, ya molesto con la argumentación del Cardenal Bullbridge, que más que un Cardenal parecía el Jefe del Estado Mayor del Vaticano o un viejo político con ojos de lechuza.

–Ellos me hicieron saber que usted no cejaría en su decisión, que comprendían que usted necesitara reforzar su liderazgo interno para librarse de presiones que han ido afectando a la popularidad de la iglesia, de una manera nunca antes vista en la historia.

–¡Qué comprensivos!!! –Ironizó, agregando un “absurdalne” en su lengua natal, cuando algo le parecía totalmente absurdo.

–Me insinuaron, su Santidad, que su condición de fragilidad, por la cual está atravesando, podría verse agravada por un rebrote de los sucesos de Boston….

–Ajá, ¿Amenazando con la pedofilia de algunos sacerdotes?

–200 su Santidad…no es menor…

–Ya estoy tomando las medidas pertinentes. El Cardenal Ratzinger está manejando muy bien estos asuntos…

–Ellos se refieren, injustamente, por cierto, a una postura ambigua, así lo dijeron, con esa palabra…

–El Cardenal Ratzinger está actuando con prudencia, pensando en toda la Iglesia. –farfulló de mala gana mientras se apoyaba en un reclinatorio de terciopelo desgastado por los años de oración que había acumulado.

El Cardenal Bullbridge hizo una pausa para dejar que la amenaza, que le estaba tocando transmitir, decantara; y se paseó lentamente por la alcoba Papal, rodeándolo como depredador, sin ansiedad, y luego agregó:

–En el fondo, le están pidiendo que les devuelva el favor, cuando le apoyaron en un momento difícil.

 

–Ahora se trata de un asunto político, de la Paz mundial o al menos de un equilibrio de fuerzas, y no de unos cuantos sacerdotes descarriados. ¡No tienen visión estos norteamericanos!!!

–Disculpe, su Santidad y lo digo con el máximo de respeto por usted, pero aquí no interesa lo que yo piense o lo que usted mismo piense, con todo respeto repito, sino de lo que opinarán más de 2200 millones de católicos. Ellos, Bush y sus aliados europeos, atacarán de todos modos, quizás en Ramadi o en Mosul, y lo dejarán haciendo el ridículo en Bagdad para luego “bombardearlo” a usted con cientos de casos de abusos a menores que usted, según ellos, no denunció a tiempo.

El Papa se alejó del Cardenal dándole la espalda, agobiado con argumentos que reconocía válidos pero que le desagradaba escuchar. Apoyó su mano huesuda en un bergère de terciopelo granate y de volteó para seguir escuchando con dignidad y aplomo, aunque la última frase se había escabullido de su mente mientras se preguntaba qué debería hacer. Pero la voz incisiva de Bullbridge se hizo sentir nuevamente:

–Le recordarán también a Marcial Maciel y sus Legionarios, le recordarán al hermano del Cardenal, a Georg Ratzinger y su coro en Ratisbona, le recordarán también al Arzobispo Bernard Shaw. Todo esto es un asunto político Su Santidad y debe ser manejado desde esa perspectiva. Es mi sincera opinión, pensando en el bien de nuestra Madre Iglesia, por supuesto.

El Cardenal Bullbridge tenía plena consciencia de que estaba interviniendo justo en el borde de sus atribuciones y que no podía poner en peligro los años que le había significado ganarse la confianza del Sumo Pontífice, pero también debía dar muestras de la fortaleza y determinación que exige el construir, día a día, el camino al Papado: una delgada línea que, hasta el momento, había manejado a la perfección y, de paso, no debía defraudar a Mc Gregor.

El Papa caminó dos pasos hasta que sus pies desnudos se posaron sobre una alfombra. Al parecer tenía frio ya que se sobaba las manos con disimulo.

–Pero ¿cómo se enteraron? El factor sorpresa era la clave. Imagine los titulares del mundo: “Bush y sus Aliados ordenan el bombardeo a Irak, pero el Papa Juan Pablo II, junto a una Mezquita, ofrece su vida para impedir la masacre de los musulmanes”.

–Cuando digo que es un asunto político, Su Santidad, no sólo me refiero a los intereses norteamericanos, me refiero también a la fusión entre religión y política que hay en Irak, como usted bien lo sabe. Los Ayatolás son políticos, la Asamblea Suprema Islámica es política, hay sunitas y chiitas y usted no puede adivinar quién capitalizaría su gesto ecuménico.

–Usted Bull es un excelente estratega, debo reconocerle esa habilidad.

Se sentó en su cama y las desordenadas sábanas se fundieron con su camisón como la túnica de un emperador, pero dejando a la vista unas pantorrillas lampiñas y unas piernas arqueadas por la edad. La artritis de su rodilla derecha venía presagiando, desde el 2002 que, quizás pronto, ya no podría caminar. Debía estar bien para celebrar la Cuaresma en España ese 3 de mayo. Al sentarse, su cuerpo ya estaba anunciando su derrota y el Cardenal Bullbridge así lo entendió. Un profundo suspiro anticipó su decisión, pero con firmeza y dignidad sentenció:

–Es un riesgo, es verdad. Pero creo que el Discurso que tenía preparado despejaba esas inquietudes. Pero ya es tarde Cardenal, como en el ajedrez, perdimos un tiempo, y hay que saber perder: Responda que no habrá viaje a Bagdad.

El Cardenal disimuló a la perfección su sensación de éxito y, juntando sus manos y bajando la mirada en actitud de una obediencia meramente protocolar, puntualizó, pausadamente:

–Por cierto, el anunciado viaje a Jerusalén, que encubría al de Bagdad, lo cancelé. Quizás, podría ser interpretado como un respaldo a los judíos, en desmedro de los árabes, quizás –dijo compungido, sabiendo que se había sobrepasado en sus atribuciones.

–Y… ¿por qué lo canceló antes de conocer mi decisión, estimado Cardenal? –ironizó el Papa, entre molesto y al mismo tiempo orgulloso de tener un Cardenal que oficiaba como Primer Ministro.

–Creo conocerlo Su Santidad. –Esperó una leve sonrisa del Papa y continuó– Y por ello, argumenté problemas renales para cancelar su viaje.

–Una piedra en el riñón es mejor que una piedra en el zapato. –Bromeó un disminuido Papa, intentando darle alguna dignidad a su fracaso.

La pesada puerta de tres metros de altura se cerró con un escueto sonido bajo, y los pasos del Cardenal Bullbridge se fueron apagando mientras se dirigía a la sala de Seguridad para comunicarse con Mc Gregor, y confirmar lo que le prometiera una hora atrás: No hay viaje.

Mc Gregor, como Director de Asuntos Religiosos de la CIA, no había querido informar del viaje Papal al Departamento de Defensa y había preferido manejar el tema con total discreción, entre él y el Cardenal, siempre y cuando no se saliera de las manos.

Con un suspiro hondo, el Papa dio por cerrado el episodio, concluyendo, le decía su mente, que nada había ocurrido, que nadie sabía de sus intenciones y que, por tanto, de nada había que preocuparse. Unos segundos más tarde se regañaba con esa supuesta despreocupación, acusándose de ingenuo, de negador de su evidente fragilidad dentro del Vaticano, a pesar de una imagen mundial digna de canonización. Sabía por experiencia directa que en palacio todo se sabe y que no tardaría más de 48 horas para que todos los Cardenales murmuraran y comentaran sobre su desliz, refunfuñando ofendidos por no haber sido consultados sobre el viaje ecuménico a Bagdad y, otros, acusándolo de traición a la Doctrina de la Fe, de la cual se vanagloriaban. La rabia dio paso a una tristeza milenaria, con la fatídica convicción de que el acto de no ir a Bagdad había sido su última carta para fortalecer la figura papal. Era lo que Jesús hubiera hecho, ÉL hubiera ido. Sólo ese acto hubiera borrado todos los años en que, preocupado obsesivamente del Dogma, no había hecho nada como Jesús, y esa oportunidad se acababa de esfumar. Él hubiera ido, se repetía en los intervalos que le dejaba el llanto, y que no aflojó hasta que el sol asomara en Roma, a las 6:14, a sólo 20 horas de que 40 misiles cayeran sobre Bagdad. Era el 20 de marzo del 2003.

En París, Aum terminaba de ducharse en el Hotel Saint André Des Artes mientras el televisor daba la noticia: La invasión a Irak, aquella madrugada del 20 de marzo del 2003, sacudió a Aum a pocas horas de haber dado su Conferencia sobre el Origen de la Personalidad, tema que le había tomado varios años de investigación. El revuelo de la noticia y las imágenes que CNN transmitía, en la pantalla del salón, tenían a todos los pasajeros del hotel en vilos, silenciosos, apenas interrumpidos por el choque de una taza o un plato fuera de control. El primer sorbo de café del día, sagrado, había pasado desapercibido en la garganta de Aum, y los esperados croissants parisinos no tuvieron la gracia de siempre. Después de su Conferencia, al atardecer de un día que prometía lluvia, había quedado con Alex para cenar, un encuentro cuya coordinación había tomado meses: hacer coincidir agendas tan intensas y encontrarse en un lugar equidistante de Europa, había sido una odisea. Sin duda, revisarían el fallido intento de ambos, aquel 11/9, de cambiar el discurso de G.W.B. por un texto que abordaba el tema de fondo sobre el terrorismo. La idea era buena: sorprender con un discurso que haría inviable la vendetta que estaba en la mente de G.W.Bush. Recordar ese episodio era parte de la complicidad que siempre habían tenido, y reconocer que había sido un acto infantil y temerario era insoslayable. Aum siempre había sostenido que los cambios en la sociedad, además de muy lentos, sólo se producirían desde un cambio interior, como el resultado de un proceso de consciencia creciente, y esa visión era la que permanentemente entraba en choque con la de Alex, quien, ya agotado por sus fallidas experiencias políticas y revolucionarias, barajaba la Teoría de la Avalancha: detonar un hecho, suficientemente significativo e impactante, para desencadenar un cambio en el escenario mundial. En este caso, una solución política y no militar.