Qué dirá el Santo Padre

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Debora estaba encargada de darle seguimiento, de espiar, al Proyecto Consciencia Global, que dirigía el Dr. Roger D. Nelson, desde 1998, a fin de encontrar una relación entre la Consciencia y el mundo físico, específicamente el de las computadoras. Cuando se aproximaba el cambio de siglo y las computadoras debían adaptarse a otros algoritmos, Colin le encargó a Debora que eligiera al mejor hacker para mantener monitoreado aquel proyecto y comprobar si realmente funcionaba. De ser así, significaría que existe una Consciencia común entre todos los humanos y, quizás, entre todos los seres vivos. Sesenta computadoras en todo el planeta, las famosas EEGs, han venido registrando desde 1998, minuto a minuto, la actividad humana a través de unos y ceros aleatorios que, curiosamente, se “ordenan” cuando un evento mundial está por producirse o convoca la atención de muchas Consciencias. Tal “energía” o manifestación de una Consciencia Global, es captada por las computadoras del Proyecto. Así quedó demostrado con el ataque a las Torres Gemelas, con el Tsunami de Japón, en las elecciones Presidenciales en México entre otros muchos fenómenos colectivos. Esas eran las conclusiones, hasta el momento, que Debora tenía entre manos.

Pero una cosa es comprobar que existe algo, una Consciencia que une a todos los seres humanos y que a veces se manifiesta e incluso se puede medir, y otra cosa es la capacidad de utilizar tal energía, controlarla y sobre todo poseerla: Así se lo había repetido muchas veces a Debora que lo escuchaba con devoción. Colin había juntado mucha información sobre el poder de la mente y tenía claro que un alto porcentaje de enfermedades provienen de allí, de una mente deprimida, de una autoestima baja o de un duelo no resuelto. También creía que algunos milagros o remisiones en enfermos terminales tenían relación con la mente, y todo eso lo tenía bien documentado en una carpeta, en su casa. Aunque sus jefes siempre eludieron sus preguntas sobre los experimentos realizados con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, Mc Gregor había investigado extraoficialmente, llegando a la conclusión que el fracaso de varios experimentos era el motivo del silencio y la vergüenza de sus superiores: sabía de los experimentos con telepatía con fines militares; del uso de médiums para localizar emplazamiento de misiles; también tenía rumores sobre la manipulación de la mente para construir soldados suicidas, y nada de eso había funcionado. Saber que existe esa gran consciencia no había servido de mucho, aunque la expectativa de que algún día se pudiera controlar, como lo habían hecho con la hipnosis en el interrogatorio de prisioneros o con el suero de la verdad, garantizaría una superioridad militar evidente y, potencialmente, permitiría el control del terrorismo, de los insurgentes o de opositores recalcitrantes. Colin Mc Gregor tenía claro que, si no era el Ejército ni la CIA, alguna Universidad avanzaría en la investigación de la Consciencia Colectiva que pudiera derivar en el uso práctico, con tecnología aún desconocida. En ese afán, mantenía un hackeo permanente al Proyecto de Consciencia Global y en particular a su entusiasta investigador. Colin sabía que Glenn Bradford había despertado, hacía ya 33 años, de un estado de coma de nueve años, tras un accidente en moto, en las cercanías de la Universidad de California, donde hoy, a sus 58, dedicaba todos sus minutos a investigar sobre la Consciencia. En esos nueve años de vida vegetal, como decía el artículo, Glenn vivió innumerables experiencias que no pertenecían a su archivo de memoria y también escuchó muchas conversaciones sobre su situación, pudo oír el dolor de sus familiares y de su novia Sue, decía, pudo constatar que él no sufría y que estaba fuera de la dimensión del tiempo. Lo que ocurrió en ese paréntesis de Consciencia era, sin duda, otra forma de ser consciente, obviamente desconectada de lo que llamamos estar consciente, concluyó - y eso marcó para siempre la carrera científica de Glenn. Su obsesión por desentrañar lo que había “vivido” lo condujo, no sólo a formar parte del equipo de científicos de la Universidad de California que se abocaban a esta investigación, sino que también a participar en la creación del Proyecto Consciencia Global.

Aquel día, cuando Debora le informa que Glenn Bradford viaja de California a París para encontrarse con un tal Aum para hablar sobre un Experimento, sin especificar nada más, la mente de Colin se pone en estado de alerta máxima. ¡Tan secreto debiera ser ese Experimento que la reunión no sería en la Universidad sino en París! La adrenalina recorrió cada rincón de su cerebro, anunciando que algo sabroso se cocinaba. Comenzó a imaginar su ascenso y la ampliación de su Departamento, ahora asesorando al Ministerio de Defensa y al Ejército de los Estados Unidos de Norteamérica. Dio un paseo sin rumbo por su oficina y se detuvo frente a la ventana y mientras bebía un sorbo de café, recordó un Paper, en la revista Science de algunos meses atrás, en que se menciona, como hipótesis, que la mente podría, algún día, crear materia orgánica. Ya le había interesado la idea, pensando que podría apuntarse otro logro, dejando en ridículo a Powell, que atareado y obseso trabajaba con la NASA en el Proyecto Mars, nada menos que la colonización de Marte, donde obviamente no había vida orgánica, cero alimentos. Buscó el Paper para saber quién lo firmaba: ¡Aum! – leyó – ¡Quién mierda es Aum, y por qué Glenn Bradford lo visita en París!!! – exclamó.

Había esperado noticias de Massimo hasta las 0:48, divagando y aún más lleno de ansiedad, cuando decidió ir a casa. Necesitaba descansar y hablar algo con Berta. A las 9:03, tras una noche inquieta, estaba a punto de entrar al ascensor que le llevaría a su oficina, deseando que Debora le tuviera noticias de Massimo, cuando, a boca de jarro, se topa con Allan Powell, que usando su mejor sonrisa burlona le dice:

–Mi estimado Colin, no subas a tu oficina, ¡te podrían fumigar!

–Siempre tan delicado. –dijo con sorna, ya harto de los aires de grandeza de Powell.

–Delicado, pero sólo con las cucarachas. – aclaró – No me las mates Colin, las necesito para llevarlas a Marte. No te olvides que resisten todo, la radioactividad, los rayos cósmicos y la ingravidez de un largo viaje – dijo, alejándose como pavo real en dirección a la salida.

El Agente Mc Gregor tragó saliva y luego carraspeó convencido de que su venganza estaba más cerca, y oprimió el botón del ascensor inteligente. Debora lo esperaba con una mascarilla y una nota en sus manos. Por el brillo de los ojitos que asomaban sobre la máscara, Colin dedujo que había buenas noticias.


Cuando el despertador sonó, le costó girarse en la cama para apagarlo. Rogó que no fuera el cíclico lumbago que le había perseguido por años. ¡No por favor, el mismo día del secuestro! Pero no, sólo estaba entumecido por una noche insomne y por un colchón demasiado blando para un anciano. Automáticamente, abrió su celular por si había noticias de Gian pero todo parecía transcurrir normalmente, como había sido planeado. El mail del Padre Tomás, que ocultaba su nombre por razones de seguridad bajo el sugestivo apodo de “Ver para Creer, aludiendo a la incredulidad de Tomás, y que había prometido abrir después del secuestro, le ganó:

De: “Ver para Creer”

Para: Aum

Sigo observando e investigando. Hoy pondré mi atención en el Cardenal Shaw. Lo mantendré informado. Saludos.


El secuestro, aquel sábado 8 de abril del 2017, como todo en la vida, se había cuajado a fuego lento y cada uno de los que confluyeron en este insólito hecho habían recorrido largas distancias, algunas plagadas de sufrimiento, o de encono, de tal forma que sin notarlo y sin proponérselo, cada uno fue conduciendo sus vidas hasta que ese sábado, y los días sucesivos les ocurrieran sucesos difíciles de entender para quien no hubiera conocido cómo comenzó a fraguarse en 1984, en el Seminario Pontificio de Boston.

Boston

Massachusetts

27 enero, 1984.

La temperatura durante todo el día no había superado los dos grados. Un día gris, cerrado, con nubes que no tenían ninguna intención de retirarse, a pesar de que en la última semana habían caído 55 milímetros de lluvia implacable.

A las 19 horas, avisadas a las 18:45 con siete campanazos que se hacían escuchar en cada rincón del Seminario Pontificio, los aspirantes al sacerdocio se reunieron en la capilla como cada atardecer para hacer las oraciones que cerraban el día. El órgano con un sonido de frecuencias bajas llenaba toda la nave y a los 15 minutos exactos se hacía el silencio que marcaría el inicio del Kirie, cantado a capella por 36 seminaristas que manejaban a la perfección la polifonía, tal y como la concibiera Giovanni Pierluigi da Palestrina, el Maestro del coro de la Cappella Giulia del Vaticano durante el Papado de Julio III. Al Director del Seminario, el Obispo Shaw, le atraía particularmente este estilo que aunaba la grandiosidad que se hacía sentir en medio de coros celestiales, una mezcla perfecta que daba sentido de grupo y de ekklisía, como afirmaba. Para ese anochecer, había elegido el Kirie eleison de la Misa al Papa Marcelli, quien por esos tiempos se esmeraba por sostener la Contrareforma y detener los avances de Lutero. Sin duda alguna, para el Obispo Shaw, la música polifónica de Palestrina era la expresión musical de la Doctrina de la Fe que debiera preservarse hasta el fin de los tiempos. Además de enseñar el camino, decía, esta música transmite el infinito amor de Dios de una manera inigualable, toda una invitación a la Santidad que proclamaba como la más grande aspiración de un Seminarista formado bajo su tutela: Kirie eleison, Christe eleison, Kirie eleison, Señor ten piedad, Cristo ten piedad, Señor ten piedad, sonaba a varias voces que se mezclaban en una polifonía impecable que, sumadas a los destellos de los primeros relámpagos a través de los vitrales, no dejaban dudas sobre el poder de Dios. La vela del Santísimo, eterna, temblaba con las voces. Desde su despacho, el Obispo Shaw seguía la música que llegaba atravesando un patio de cipreses añosos que ondulaban con un viento que ululaba entre las columnas románicas del corredor. Dos o tres truenos, no pudo identificar, interrumpieron las voces del coro de seminaristas, voces juveniles y aún inocentes de lo que realmente significaría ser un sacerdote. La amplia oficina del rectorado vivía en una permanente penumbra, día y noche, y el tiempo sólo parecía sostenerse en las palabras del Obispo, que se escuchaba a sí mismo con santa devoción. Un sofá de tres cuerpos, en cuero marrón, brillante, asomaba desde las sombras, delineado por la luz de una farola del corredor, intrusa y amarillenta. Una larga mesa, que oficiaba como comedor privado del Director, era la protagonista de ese espacio, centrada y austera, y podía albergar a doce personas, seis y seis, y una cabecera que daba la espalda al escritorio del Obispo. Atrás, un muro atiborrado de libros, que los seminaristas observaban de reojo con la desazón propia del ignorante, como si nunca pudieran alcanzar tanta sabiduría, era el testimonio de la trayectoria como teólogo especializado en la Doctrina de la Fe: compendio de encíclicas papales; teologías de diverso pelaje; documentos conciliares; Los pecados según Evragio de Ponto; Santo Tomás; Rerum Novarum; la Teología de la Liberación, eran algunos títulos que los seminaristas elegidos pudieron leer a hurtadillas entre penumbra y discurso del Director, y que eran motivo de comentarios secretos y de una admiración desbordante. En medio de la biblioteca, una puerta de madera que se mimetizaba con las estanterías, comunicaba con los aposentos del Obispo, un departamento amplio alfombrado , una cama enorme con un dosel ornamentado, un armario de tres cuerpos con espejos ovalados, con bisel, una descomunal reproducción del El Jardín de las Delicias, de Hieronymus Bosch, un bergère aterciopelado color vino enfrentando a una salamandra bullente de lenguas de fuego que serpenteaban haciendo oscilar las sombras de una lámpara de lágrimas sobre un artesonado en madera de roble americano. Adjunta, una sala de baño envuelta en mosaicos con algunos motivos del cristianismo arcaico, peces entrecruzados y cruces del calvario, todo en azul y blanco.

 

A las 20:15, los elegidos entraron al comedor trayendo platos, cubiertos y fuentes con la cena. Como un acto de humildad, los seminaristas deben traer la comida desde la cocina porque no están para ser servidos sino para servir, repetía el Obispo Shaw cada cierto tiempo. Pero, en realidad no quería que el cocinero entrara a su comedor, donde departiría una cena y una intimidad que cultivaba en cada detalle. Los 12 elegidos no eran precisamente aquellos seminaristas con las mejores calificaciones. El gran misterio para ellos era descubrir el por qué estaban entre los privilegiados, o al menos así lo sentían, como un honor merecedor de una lealtad irrestricta. Como cada cena, el Obispo aparecía desde sus aposentos apenas sonaba una campanilla aguda que le anunciaba que todos ya estaban de pie junto a su silla, con las manos apoyadas en el respaldo. Abría la puerta y se detenía brevemente en el dintel, se sobaba sus manos algo regordetas, recorría a cada uno con la mirada y, abriendo los brazos en señal de bienvenida amorosa, decía lo que decía cada noche, con una genuina simpatía:

–¿Cómo están mis ovejas descarriadas? –Y con su clásico balanceo corporal, se acercaba a su sitial– Hoy quiero que se sienten junto a mí: Lucas, un evangelista y dos apóstoles: Tomás y Juan, aunque Juan quiera llamarse Gian – bromeó, tocándole el cuello y haciendo entrar sus dedos bajo el pelo de la nuca. Los doce seminaristas se reordenaron según los deseos del Obispo y Gian quedó a la diestra y Tomás a su izquierda.

Lucas, entendiendo los mensajes ocultos del Director Shaw, comenzó a servir los platos de sus compañeros, aprendiendo que la humildad te hace poderoso, o al menos, admirable. Lentejas humeantes con tocino para una noche que prometía frio y lluvia. Tras repasar lo que el día había significado para cada uno, el Obispo entraba en materia comenzando por alguna anécdota de su juventud pecadora. Demostraba, de paso, que el pecado puede ser superado y, obviamente, él lo había logrado.

–¿Para qué hemos venido revisando estas últimas semanas el tema de los pecados, bajo la luz del monje Evragio de Ponto? –preguntó, recorriendo a cada seminarista, a la espera de una respuesta inteligente, según dictaba su mirada escrutadora. El tímido Bertrand se atrevió a responder cuando sintió que su superior le sostenía la mirada:

–Para orientar a nuestros futuros feligreses…

–¿Cómo? –inquirió el Obispo– ¿Cómo Bertrand?

Conociendo a fondo mis pecados, mis debilidades y cómo los superaré – dijo, como si el texto no hubiera estado grabado a sangre y fuego sino en barro y vergüenza.

–¡Bien Bertrand! –exclamó, reposando ambas manos en las nucas de Tomás y de Gian, para reforzar el sentido de grupo y su alegría de tenerlos en su comedor privado– Lucas, sirva a sus compañeros una media copa de vino, sólo media, para celebrar los avances que están teniendo en este espinoso camino del sacerdocio. –Hizo una pausa larga, ceremoniosa, repasando con su lengua la humedad que le había dejado el vino y dijo:

–Esta noche abordaremos el pecado, capital por cierto según…– y apunto con su índice, recorriéndolos hasta que el irlandés respondió:

–San Gregorio Magno, en el 590 DC. –respondió automáticamente Irving, el único seminarista pelirrojo de la promoción.

–…el pecado de la Lu-ju-ria. Se habrán fijado, y sólo porque son los elegidos, que en mi dormitorio hay un cuadro magnífico de Bosch, llamado el Jardín de las Delicias, que representa este pecado en particular. ¿Intuyen por qué Bosch lo tituló con la palabra Delicias? –Volvió a hacer una pausa larga para mantenerlos atrapados por la pregunta y por el temor a responder mal. Ya con el control total de su audiencia, terminó la idea. – Simplemente porque es delicioso y, ¡cuidado!! muy difícil de superar.

Por más de cuarenta minutos, el Obispo se explayó sobre la lujuria, interrumpiéndose, cada varios minutos, para subrayar la idea que todo aquello serviría para ayudar en el confesionario o en la preparación para el matrimonio de sus feligreses. Relacionó la tentación del pecar, con el placer, con la culpa y luego con la vergüenza. Con un sacro silencio, los elegidos estaban deslumbrados con la sabiduría de quien sería, a todas luces, un Santo reconocido por el Vaticano, donde viajaba sistemáticamente dos veces por año para asesorar sobre asuntos de la Doctrina de la Fe.

Durante el postre, unas peras cocidas, dio la palabra para que cada seminarista relatara sus tentaciones asociadas al pecado de la lujuria. A aquellos que abrían su intimidad, el Obispo celebraba y animaba a continuar la lucha contra la tentación.

–¿Alguna pregunta mis queridas ovejas descarriadas? –y soltó una carcajada. El silencio fue elocuente y dio paso a la pregunta de cada noche: ¿Quién será el elegido esta noche lluviosa? –Los doce se miraron sin adivinar la respuesta, esperando que el Obispo pronunciara un nombre, con la solemnidad de siempre. –Gian, dijo con parsimonia mirándolo a los ojos con una sonrisa confusa.

Todos se pusieron de pie y comenzaron a levantar la mesa en silencio. Tomás, quizás el más retraído de todos los elegidos, permaneció sentado unos segundos más, temeroso, observando con sus enormes ojos celeste el balanceo del Obispo mientras se dirigía a su dormitorio, seguido de Gian. Tomás no había tenido una infancia fácil y ese temor que estaba sintiendo no era extraño. Su madre le asustaba con sus gritos y aún podía escucharla en su mente:

¡A comer Tomás, a comer!, decía su madre por enésima vez sin que el pequeño Tomás, recién asomado a sus seis años, siquiera acusara recibo. Absorto con sus sellos que había heredado de su padrino recién fallecido, los revisaba uno a uno, ordenándolos por la imagen. Las pinzas casi escapaban de sus manos pequeñas, obligándolo a tomarlas por la punta para resistir la presión por abrirse y ya, con esa seguridad, apoyaba el codo para que no le temblara el pulso. Eran momentos de silencio y concentración que Tomás reclamaba como su único refugio que le protegía de la ruidosa e invasiva voz de su madre, siempre tan preocupada de todo. Los sellos encerraban historias, personajes, acontecimientos importantes y todo aquello era más importante que un presente sin mayor brillo. Antes de su obsesión filatélica, Tomás no había encontrado nada apasionante que le sacara de su exilio involuntario. Ya, con sólo cuatro años, sentado por largo rato en el borde de la cama, con sus flacuchas piernecitas colgando y la mirada puesta hacia adentro, Tomás se preguntaba, sin saber que estaba filosofando, por el sentido de su existencia: todo aquello que ocurría fuera de su mente le parecía estúpido, absurdo, vacuo. Escuchaba deambular a sus hermanos, pelearse por un juguete, gritos y llamados a ir al colegio, como si ocurrieran en otra dimensión, sin tiempo. Le sobraba el cuerpo y su conexión con el mundo físico era exigua, al punto de no sentir hambre, ni necesidad de moverse. Parecía que aún no había encarnado y sólo su sonrisa abierta y simpática daban testimonio de que estaba vivo. Había aprendido a sonreír con encanto para evitar que le preguntaran algo, cualquier cosa. Ese aire de misterio no era una pose, era simplemente un misterio, que todos querían romper utilizando las más insospechadas estrategias: No hablarle hasta que Tomás hablara; molestarlo hasta que reaccionara; adoptarlo como un peluche al que sólo hay que querer; cuidarlo y protegerlo con la esperanza de que algún día bajaría al planeta. Ninguna funcionaba. Tomás continuaba creciendo y continuaba haciéndose preguntas. A veces evaluaba la posibilidad de no existir, pero luego la desechaba por ser una salida poco inteligente. Sería mejor investigar sobre lo que pasa dentro de mi cabeza – se decía a veces - ya que todo ocurría allí, como si fuera una gigantesca ciudad llena de calles por caminar, pero sin caminar, siempre acotaba a sus pensamientos de turista mental. A sus seis años quería tener cincuenta, haber vivido, tener ideas grandes y mucha experiencia. Por el momento, creía que no entendía sobre nada, pero secretamente, sentía que era más inteligente que la mayoría de la humanidad, que por cierto aún no tenía gran población conocida. Su madre, sus hermanos no contaban, eran abiertamente descartables. Su tío Arnaldo, el de los sellos, era el único que parecía asomarse para mirar más allá de sus manos. Además de los dulces de anís que traía cada vez que aparecía en casa, también llegaba con relatos de algún viaje. Pero Tomás escuchaba conversaciones, veía noticieros, presenciaba discusiones y nada le parecía muy relevante, más bien estúpido. A esa corta edad, se percató que le gustaban las arrugas de los viejos, las canas y, en cierta forma, el paso del tiempo con la consabida flaccidez de la piel y los órganos. Veía a los ancianos como portadores de experiencia, de algo que valía la pena tener, de sabiduría, de historia. Todo lo nuevo carecía de esos atributos, incluidos los niños, y el mismo.

A los siete años, sentía repulsa por los niños gritones y se juraba que nunca tendría hijos ya que, y lo había comprobado, todos gritan, pero lo que más le irritaba era que no aportaran nada, ni reflexión ni ideas, sólo se movían y gritaban, pero no pensaban. Los adultos si pensaban, pensaba, pero piensan mal, sin lógica y se dejan llevar por sus emociones, y hablan mucho, son redundantes, repiten todo. Salvo los viejitos.

Simplemente, Tomás no encajaba en este mundo, era todavía un ser en proceso de encarnarse en el planeta tierra, de adaptarse al flujo del tiempo y de tomar consciencia de que tenía un cuerpo que come, duerme, se ríe, y no sólo es aquel laberinto fascinante, lleno de pensamientos y conceptos bullendo, armando teorías que explicaran lo indescifrable. Poco a poco se dio cuenta que no tenía otra alternativa que adaptarse a ciertos hábitos, simular que atendía en clases, comer porque hay que comer, y paulatinamente dividió su vida en dos: lo misterioso, lo único posible, que ocurría en su mente y lo demás: insulso y banal. El puente que conectaba su mente con el mundo exterior era su insaciable curiosidad por saber y saber más, con una vaga esperanza de comprender algo incierto. El conocimiento era el alimento y su mente los intestinos que absorbían los nutrientes.

 

La idea de Dios se le apareció a los cinco años mientras jugaba solo a despegarse de su propia sombra un día de calor veraniego. No lograba separar su pie de su propia sombra. Lo intentaba, sacudía su pierna derecha en el aire logrando que la sombra se alejara, pero su pierna izquierda estaba aún pegoteada a esa sombra que se movía ágilmente para no desprenderse. Lo intentaba al revés, pero pasaba lo mismo, la simbiosis era inevitable. Tengo algo que atrae a mi sombra, se decía, y se culpaba por ello. Hasta que, sin querer, se subió a la escalerilla de un juego infantil y allí logró el desapego, y entendió con su cuerpo la presencia de otro, siendo el mismo. Dos en uno, pensó, ¡extraño! Más tarde pensó en el tres en uno, a los diez años, cuando un sacerdote intentaba explicarle la Trinidad, extraño pero cierto, se dijo de nuevo para sí, en silencio: Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres y una sola persona, Dios. Sin duda, un misterio que la lógica nunca podría resolver pero que servía para explicar la encarnación de Jesús como legítimo Dios hecho hombre y también para explicar la Anunciación y, en consecuencia, la virginidad de la Virgen María. Además, por cierto, de la aparición de las lenguas de fuego después de la Resurrección de Jesús, justificando la existencia del Espíritu Santo.

A Tomás, le pareció una historia espectacular, mágica e intrincadamente misteriosa, digna de dedicarle la vida entera y encarnar el mensaje de Jesús en cada minuto. No tenía ni la edad, ni los conocimientos ni la experiencia para visualizar los tintes de politeísmo que representaba la Trinidad, aunque los teólogos lo habían resuelto con el misterio de tres en Un solo Dios. Ya a fines de la etapa escolar, en clases de catecismo, conoció un nuevo concepto que lo conmocionó: el cuerpo místico. Con ello, Tomás se sintió partícipe del Todo y comenzó a pensar que todos somos Uno, agrupados en el cuerpo místico. Aquella tranquilidad y sentido de pertenencia a la humanidad y a la divinidad, le ayudaron a salir de su aislamiento natural y le dieron alas para comprender el segundo concepto que se transmitía en clases de catecismo: Una Iglesia Misionera. Llevar la buena nueva se transformó, en silencio y mientras sus compañeros jugaban futbol o se vanagloriaban de alguna conquista sexual, en una verdadera obsesión. Al fin sentía que su vida cobraba sentido y vislumbraba que, al salir de su cascarón mental, podría sentirse parte de este mundo. Sus recurrentes preguntas y las naturales desconfianzas hacia algunos pasajes de la Biblia, llamaron la atención de su director espiritual, quien lo encaminó suavemente hacia el sacerdocio para salvar a un posible descarriado. Lo misionero y el mensaje de amor prevalecieron por sobre algunas dudas teológicas, que lo acompañarían hasta el presente.

En el entendido de que los Sacerdotes y más aún los Obispos y Cardenales eran los legítimos representantes de Dios, bajo la infalibilidad Papal, por supuesto, Tomás intentaba no caer en teorizaciones teológicas, que le atraían como imán, para volcarse en una actitud de servicio, asunto totalmente nuevo en su trayectoria vital. Pero sus intentos de obediencia nunca lograrían superar su atracción por el conocimiento y la investigación. Aprovechaba cualquier momento para leer, aunque tenía un lugar preferido bajo un enorme ficus, en un rincón del patio central del imponente edificio donde se cuajaban las vocaciones sacerdotales. Buscando el silencio, Tomás visitaba la Capilla, pero no se hincaba a rezar, recorría cada uno de los sombríos cuadros religiosos, atraído por las pinceladas y los claroscuros que sugerían algo, a diferencia de las temáticas de los cuadros que eran de una evidencia repulsiva, pedestre, para personas incapaces de completar la historia que la pintura podría proponerles, pensaba. El arte figurativo no era para él, era obvio, sólo una mera representación, algunas con evidente afán propagandístico. Allí, en su cuarto de seminarista, Tomás comenzó a interesarse, en el silencio de la noche, por el expresionismo alemán, que le dejaba espacio para terminar la obra dentro de su mente o al menos, barajar finales abiertos, llenos de incertidumbre. En el arte, Tomás encontraba la grandeza de lo humano, descomunal, pero sin tomar contacto con los humanos. En la obra, sólo habita lo sublime, después de haber ganado la batalla a todo lo trivial que pujaba por inmiscuirse en la tela, o en el mármol o en las partituras.

Todo iba de maravilla en el Seminario Pontificio, estudios, canto gregoriano y una desbordante alegría de pertenecer a la Iglesia y a su descomunal misión, hasta que la mano del Obispo Shaw se posó en su muslo, a los pies del Jardín de las Delicias. Era el año 1987, otoño, y los vidrios estaban empañados.

Desde que, por primera vez enfrentara la tentación con la ayuda del Obispo Shaw, su mente estaba confusa, atiborrada de imágenes, olores, y una mezcla extraña de placer y culpa. Necesito superar este desafío, se decía. A pesar de la noche avanzada, debía preparar solo, sin la ayuda de nadie, el tema de la Lujuria para la cena del día siguiente. Los once elegidos ya dormían hace rato. Gian todavía no había regresado a su dormitorio. Sobre su escritorio un post-it fosforescente destacaba: “Fortaleza, Tomás”. Reconoció la letra de Lucas.


Antes de apagar la luz y dejar que el sonido de la lluvia le adormilara, Lucas agradeció que su sueño se estaba cumpliendo a cabalidad bajo la sombra protectora del Obispo Shaw. Su tenacidad, disciplina y esfuerzo eran virtudes que el Obispo había detectado y que en cada detalle las potenciaba, enseñándole aquella mezcla infalible entre seducción y fortaleza que le quería heredar. Los 12 elegidos sabían que, entre los elegidos, Lucas descollaba sin aspavientos, desde una astuta y deliberada sumisión.

O militar, o político o sacerdote. No había más opciones para Lucas, a sus 6 años. Esas son personas poderosas, fuertes, de quienes nadie osaría aprovecharse. Después del abuso de su padrastro y la silenciosa complicidad de su madre, el pequeño Lucas intentó ser un niño bueno, correcto, educado, algo servil, pero con ello sólo consiguió que el abuso se hiciera más frecuente. Se le aceleraba el corazón cuando sentía que la mirada lasciva de Paul lo baboseaba jadeante, sabiendo que esa noche lo visitaría, ahogando sus gemidos y su angustia con un almohadón. Poco a poco, la impotencia se fue mezclando con una profunda ira y los deseos de muerte de su padrastro le hacían sentir culpable. La cena transcurría en silencio, a veces interrumpida por un manotazo en la mesa que hacía saltar los platos en señal de protesta por una comida fría o muy caliente, nunca se sabía. El rostro de su madre sólo indicaba que no había salida y que toda la vida sería así, llena de miedo y de ira contenida. Comer se transformó en sinónimo de tensión y el estómago se cerraba automáticamente. Así, comer poco o dejar comida en el plato se transformó en un motivo más de rabieta para el furibundo Paul, que permanecía en la mesa hasta que Lucas terminaba hasta la última migaja. Sobreponiéndose a su miedo y estimulado por la rabia, Lucas decidió aquella noche que comería todo y rápido, a pesar de las arcadas y la angustia. Terminó la comida con una sensación de triunfo, había dejado al torturador sin habla. Pero no fue así: ¿Te gustó?, inquirió Paul y con un movimiento de cabeza de arriba abajo, Lucas asintió para evitar el castigo, pero también para sellar su pequeña victoria, que no duró mucho. Rose, dijo, si le gustó que se repita, ¿no te parece? Y Rose llenó el plato de Lucas mientras una disimulada lágrima corría por su mejilla, una sola lágrima que discurría oculta de la visión de Paul. Lucas nunca olvidaría aquel episodio de crueldad y abuso de poder, sin saber aún que eso tenía esos nombres tan rimbombantes.