Baila hermosa soledad

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Después de dejar la oficina manejó cuida­dosa­men­te, por la llu­via, ca­mino a su ca­sa. Los días de invierno agu­di­zan la melancolía y las dificultades fi­­nan­cie­ras son fuente de an­gustia para cierto tipo de per­sonas, como por ejem­­plo Carlos Alberto. No veía a Patricia des­de ha­cía muchos días. Su última con­­versación había sido muy desa­gradable y ter­mi­na­do abrup­­ta­men­te, cuando ella salió dando un portazo, des­pués de ad­ver­tirle que le llegaría el momento de llorar. Un desahogo emo­cional de la muchacha. El golpe de es­tado la había afec­tado mucho, pues se le tronchaban sus aspi­ra­cio­nes políticas, per­so­nales y, en ge­­ne­ral, las referidas a su visión de la so­cie­dad. Ella creía ver­da­de­ra­men­te que todo esto que se vivía era me­jor y que el caos eco­nó­mico y social era fru­to de la campaña del im­perialismo y de los an­ti­pa­trio­tas, de los reaccio­narios, de los fascistas. El día de su último encuentro an­tes de esa tarde de Julio, ella fue a casa de sus padres porque se sentía es­pe­cial­mente triste. Habían detenido a uno de sus mejores amigos, un poeta que vivía en el mismo edificio, que no ma­taba una mos­­ca. Se enojó mucho cuando Carlos Alberto le dijo que todo te­nía explicación, que quizás en qué estaría me­tido, pero ella tenía miedo que lo tor­turaran, que lo mataran o que le pasara al­go muy es­pan­toso, algunas de esas barbaridades −pensó Carlos Alberto− que según los comunistas y el Car­de­nal es­ta­ban pa­san­do en Chile, todo lo que por su­pues­to debía ser com­ple­ta­men­te falso, porque este país no es la Ale­mania nazi, ni Viet­nam ni Rusia y las Fuerzas Armadas son com­ple­ta­mente dis­tin­tas a las otras fuerzas armadas de América Latina, pero la dis­cu­sión fue su­biendo de tono y él, muy ape­nado por su hija, no fue capaz de mos­trar­le afecto co­mo ella necesitaba, sino sólo co­mo él sa­­bía, lo que no resultaba suficiente, por­que las mu­jeres son tan sensibles y quizás anda en uno de esos días “es­pe­cial­mente sensibles”, reflexionó él.

Patricia había querido independizarse.

Nada me molesta, mamá, había di­cho a So­nia, pero me quie­ro in­de­pendizar. Ex­plicó que ella ya podía tra­bajar, que le faltaba po­co pa­ra re­ci­bir­se y que podría pagar una pie­za. Car­los Al­ber­to le en­con­tró razón, pero, como siem­­pre, hizo las cosas a su mo­do, lo que a Pa­tri­cia la violentó, pero no tuvo más camino que acep­tar. Así, la mu­cha­cha se tras­ladó al de­par­tamento que Car­los Alberto tenía de­so­cu­pa­do. El com­­­pro­mi­so era que ella pagaría sus gas­tos, pero Carlos Al­ber­to y So­nia la lle­naban de re­ga­los, lo que fue un pre­cio por su de­­recho a vivir sin la tuición inmediata de sus padres. Has­ta el golpe com­­par­tió el de­partamento con una amiga que los padres ja­más co­no­cie­ron y que se fue al acercarse la Navidad de ese año. Siguió vi­vien­do so­­la, aunque ca­da vez le era más difícil tener dinero, porque la ha­bían des­pedido del tra­bajo y en­­ton­ces tuvo ne­ce­sidad de recibir esa me­sa­da que su padre siem­pre había que­ri­do darle. No quiso regresar don­de los pa­­dres y Carlos Al­ber­to en eso fue un aliado, aunque Patricia debió re­sis­­tir con ener­gía el empeño de que lle­va­ra a vivir con ella a la prima Ber­­ta que había venido a San­tia­go a es­tu­diar. Oca­sio­nal­mente se que­da­ban con ella algunas amigas y tuvo co­mo gran com­­pa­ñía al poeta del de­­par­ta­men­to del lado.

Ya casi un mes había sido la pelea con su hija y a Carlos Alberto le pareció oportuno apro­ve­char la melancolía de los días de lluvia para irse al Colonia a tomar un cho­co­late con leche, ca­len­ti­to y dulce, con un buen pedazo de kuchen de nueces, con crema, que a los dos les gustaba tan­­­­to.

Desvió el auto, regresó al tráfico. No tuvo certeza de qué fue, pero al­go le había hecho cambiar brus­camente el estado de áni­mo. En realidad, tuvo una urgente necesidad de ver a su hija ma­yor. Per­dió la flacidez de la me­lan­co­lía y tensó los músculos del rostro, mordiendo fuer­te diente con diente, tal co­mo el dentista le decía que no debía hacerlo, mi­rando molesto a los au­to­mo­vi­lis­tas que hacían maniobras torpes. El pa­vi­men­to mojado, la lluvia, el barro que las gotas suaves de la llovizna no conseguían eliminar del parabrisas, todo le fue per­turbando cre­cien­temente, más y más, y aceleró, tocó la bo­ci­na, se abrió paso para llegar pronto. No sabía en­tonces el mo­tivo de la urgen­cia, pero po­co rato después descubriría que era ese don de an­ti­cipación o de percepción especial de los pa­dres cuan­do los hijos tienen problemas, pe­ro en ese momento pensó que era sólo por la hora, pues si no llegaba luego, Pa­tri­cia le diría que no po­día ir, que ya era muy tarde, tal vez por­que llegaría el tal Moncho a verla, ese tipo chico y ra­­ro, del partido se­guramente, clandestino tal vez, que era una es­­pe­cie de po­lolo y ella querría esperarlo en lugar de salir un ra­to con su pa­dre y si no llegaba lue­go, pensó, en lugar de recon­ci­lia­ción iban a tener otra pe­lea, así es que más rápido, más rá­pi­do, con cier­ta im­­pru­den­cia, la que los due­ños de autos grandes y potentes, ase­gu­rados por aña­­di­dura, se pueden per­mi­tir. No quería ver a ese Mon­cho, tipo callado y sin apellido y menos aun ver que le arrebataba a su Patita.

Carlos Alberto nunca corría, sólo tenía el paso lar­go y enér­­gico de un ju­ga­dor de golf, única revelación de sus apuros. Con las lla­ves en la mano y abro­­chándose el abrigo su­bió la escalera. Sus piernas largas y el excelente es­tado físico le permiten subir hasta el cuar­to pi­so de modo constante y rítmico, sin detenerse en los in­ter­medios, sin cansarse, sin que se agi­te el pecho salvo por la ansiedad de en­contrar a su Pa­tita, a su niña, convertida en mujer in­de­pen­diente, la an­siedad de encontrarla sola y que ella aceptara ir a tomar cho­co­­late con le­che, de ése que llena de calorcito el cuerpo en las tardes de frío y re­­conforta el espíritu cuando empieza a anidar la angustia o la me­lan­co­lía...

O la sorpresa.

La puerta estaba abierta y desde el pasillo vio el de­sorden. Entró: los muebles del living fuera de su posición, los cuadros torcidos, el bergère que había sido de su madre, ra­jado de arriba a abajo, el florero en el suelo y las siem­pre­vi­vas esparcidas, como si un huracán hubiera pasado por allí. Lla­mó a su hija en voz alta, pero sin gritar. Avanzó has­ta el dor­mitorio, empujó la puerta y el espectáculo fue aun peor: la cama deshecha, el col­chón en el suelo, el closet abierto y de­sor­denado. El otro dor­mi­torio estaba igual y los li­bros del es­tan­te esparcidos por el suelo y encima de la mesa-escritorio.

Su desconcierto se fue convirtiendo en certeza.

Él había escuchado de las de­ten­cio­­nes, la propia Pa­tricia se lo ha­bía contado, pero esto era demasiado. ¿Qué ha­bía pasado? ¿Por qué todo es­ta­ba así? ¿No sería quizás una pelea?

Aceptó la idea de que habían llegado a de­tener a otra persona, no a su Pata, al Moncho ése, seguro, que debe es­tar metido quizás en qué cosas, ca­­ra­jo, el muy ca­ra­jo, entonces se debía haber resistido y los habían llevado a los dos. Ese mi­se­­ra­ble de mierda, ese tipejo, la había involucrado.

Por la misma mierda, que estas cosas le pa­sen a otros, pero no a él, no a su hija, a su familia.

No era posible.

Sonia lloró cuando se lo dijo y Juan Alberto su­gi­rió ir al día si­guiente al Co­mité de la Paz, porque ahí ayudan, di­jo, presentan recursos y todo eso, pero Car­los Alberto, mo­les­to por la proposición de su hijo, que calificó de im­pertinente, pre­tendió ser práctico y llamó inmediatamente a Francisco Jo­sé, quien fue pololo de Patricia por tantos años, para que tú co­mo abogado nos ayu­des, pero él con­tes­tó fría­men­te, demasiado fríamente aun para él, que us­ted sabe, señor, que yo no soy de los abo­gados que se dedican a esas cosas, tal vez mañana le pueda dar algún nombre y aunque acep­tó que había varios ami­gos suyos cumpliendo funciones en el Ministerio del In­te­rior le di­jo que no po­día molestarlos para esto, pues ellos cum­plen sus obligaciones bien precisas, don Carlos Alberto y cosas como estas están a cargo de los servicios de se­gu­ri­dad y quizás en qué estaría metida Patricia, usted sabe, señor, disculpe, con esos amigos que tiene ahora y su partido y el centro de alum­nos, pero es cosa de tener paciencia, si no está metida en nada la van a sol­tar, hay que te­ner con­fianza en las Fuerzas Ar­madas que hacen todo a conciencia.

Chi­qui­llo de mier­da, pensó Carlos Alberto, no es problema de confianza sino de encontrar a Pa­tricia. Mu­chas gracias y punto, eso era todo lo que podía esperar del que de­cía que tanto la amaba.

Quedaron los tres solos. Pasaron toda la noche entre los ataques de llan­to Sonia y las acusaciones de “tú tienes la culpa, Carlos Alberto, porque la ayu­daste a irse de la casa” y la respuesta de “no me hables así, Sonia, porque ella se fue porque tú le hacías la vi­da imposible y a todos por igual, que ya estamos hasta aquí contigo”, mientras Juan Alberto, el hermano, simplemente se entristecía en toda la profundidad posible.

Habló con todos sus conocidos. Incluso consiguió que lo re­ci­biera el Al­mi­ran­te. Una vez habían estado juntos ju­gando al golf. To­dos prometieron ha­cer algo, pronto se va a sa­ber. Habló con las más va­ria­das personas: co­ro­ne­les, ge­ne­ra­les, miembros del poder judicial, abo­­­gados. Todos le re­co­men­­da­ban no presentar recurso de amparo, no ar­­mar es­cán­da­los, no de­cir una pa­la­bra en público, ya que si recurría a las Cortes o al Comité del Cardenal, las co­sas se pondrían peor. Con­­si­guió que un obispo de cuya lealtad no se podía dudar, se in­­­te­re­sa­ra pri­va­damente en la situación. A los pocos días los re­cibió, en esos ai­res costeros cerca de la capital, para ex­plicarles que, efectivamente Patricia ha­bía sido detenida, pues había una de­nun­cia sobre actividades políticas sub­ver­sivas, pero que pronto podrían vi­si­tarla y con los antecedentes de los pa­dres todo se acla­ra­ría rápidamente. Mientras tanto no ha­bía que decir nada ni ha­cer escándalos.

 

Sonia estaba desesperada y Carlos Alberto le in­­sistía en la ne­ce­si­dad de confiar, había que tener paciencia y confianza, ellos no eran cua­les­quie­ra, pero los días, las se­ma­nas y los meses pasaron y, después del aniversario del golpe de estado, en muchas partes se co­men­zó a hablar de personas que de­saparecían o que habían sido detenidos y los ejecutaban sin proceso o no se sabía más de ellos.

Hasta su oficina lle­ga­ron algunas mujeres, di­cién­dole que habían sa­bido que su hija estaba detenida y que se­ría con­veniente que se presentara un recurso de amparo, que ése era el camino para saber al­go y que así las co­sas se­rían mejores. El las olió de inmediato, se dio cuen­ta que eran co­­mu­nis­tas y como ellas guardaron silencio cuando les pre­guntó si habían solucionado su pro­blema con el recurso de am­paro, con el Comité de la Paz, el obispo luterano, el cardenal y todo eso, las des­­pi­dió y resolvió no recibirlas más, pues, tal co­mo le había dicho el Co­ronel en la entrevista que le habían conseguido, esas son injurias y pa­trañas inventadas por los co­munistas y la Igle­sia, manejada por los de­mócrata cris­tia­nos, que se han em­peñado en una tarea in­ter­na­cio­nal de des­pres­tigio y lo de la niña se arre­glará, es cosa de unos días o al­go así, no se preo­cupe, había dicho al alto oficial, que todo se arre­glará, tenga confianza. Se notaba que el Coronel tenía po­der, que era más importante incluso que varios generales.

Poco antes de Navidad se presentó en la casa de Car­los Alberto y Sonia un grupo de hombres vestidos de civil. El que hacía las veces de jefe fue muy amable. Dijo que lo de Pa­tricia estaba en conformidad e iba a quedar en li­­ber­tad, que ya to­do estaba arreglado y que necesitaban llevarse ropa suya. So­nia pidió permiso para enviar una carta, en la que sólo le ex­presó que la que­rían mucho y la estaban esperando. Dos o tres días después se pre­sentó un ofi­cial, esta vez vestido de uni­forme. Pidió hablar a solas con Car­los Alberto y en un tono excesivamente solemne, le dijo que su hija ha­bía quedado en libertad, pe­ro no había aceptado que la enviaran donde sus pa­dres, sino que quiso irse de inmediato al extranjero por lo que la ha­bían de­jado en una micro que iba a Men­doza. Parecía que ami­gos suyos la iban a ayu­dar con dinero. Solamente man­dó un recado, que para mí señor, es muy do­loroso darle a su es­po­sa. Ella di­jo que nunca más regresaría a vi­vir con pa­dres que no la querían y no com­par­tían sus ideas. Perdone, señor, pero eso es. No, el oficial no ha­bía hablado con ella, pero el Coronel si y era él quien había enviado tal recado. El Coronel.

Carlos Alberto estaba completamente descon­cer­ta­do. Hizo todo ti­po de ges­tio­nes para ubicar a su hija en Ar­gentina, pero alguien vinculado a los mi­­li­ta­res de allá le hizo sa­ber que había tomado el avión con destino a Cuba.

Al poco tiempo se dejó de nombrarla, por pre­cau­ción o por miedo y cuando, un año después, se publicó en Ar­gentina la lista de muer­tos en un en­fren­ta­mien­to, todos chilenos, ellos buscaron con avi­dez, pero como no figuraba en­tre esas ciento diecinueve personas, acep­taron la versión de que estaba en Cuba. Las re­­la­ciones en­tre Sonia y Carlos Alberto fueron cada vez peores, hasta que can­­sa­do de tantas recrimi­naciones, Carlos Alberto decidió se­pa­rarse. Total, ya no tenía sentido que siguieran juntos: Pa­tri­cia estaba en Cuba y Juan Alberto en Estados Unidos, al pa­re­cer ambos para no regresar jamás.

Así fue todo hasta aquel día de marzo de mil novecientos ochenta y dos.

Había ido a pasar unos días a Con­cón, la casa que era el único re­si­duo del matrimonio con Sonia, pues la com­par­tían ami­ga­ble­mente. Ella todo el ve­rano, para sí misma o pa­ra arrendarla. El, desde marzo a diciembre, para ir los fines de semana, con tus amiguitas, le había dicho Sonia, entre ce­lo­sa y contenta de sa­ber que su hom­bre, el que había sido de ella cuan­do joven, el que siendo tan atractivo la ha­bía elegido, to­davía fuera interesante para mu­chas mujeres más jó­ve­nes que ella. Al comenzar marzo, ya no que­daban ve­ra­nean­tes y era el me­jor tiempo, un poco me­­nos caluroso que el verano, la playa dis­puesta para él, para asolearse y caminar. La primera se­ma­na de mar­zo la pa­saba sólo y lue­go, a veces, invitaba a alguien a compartir su descanso.

El cuidador le entregó un sobre. Se lo había de­ja­do una señorita “que venía en un au­tito chico, don Carlos Al­ber­to”. Abrió el sobre, sorprendido. Se en­­con­tró con un papel sen­ci­­llo, que decía simplemente que tenía un recado de Pa­­tricia y lo esperaba esa misma tar­de a las siete en la terraza de la playa. Car­los Alberto se percató que tenía poco tiempo, lo suficiente para cambiar de ro­pa y tomar el auto. No quiso pensar en nada, si­no que dejó sentir la emoción de des­cubrir que su hija aun se acor­daba de él. Tal vez era ella misma quien lo vería y había ingresado clan­destinamente al país. Tal vez era una de las mu­jeres que el Gobierno calificaba de ex­tre­mis­tas y de las que ponen bombas. Na­da de eso le im­portaba. Sintió una enorme excitación.

Fue.

Detiene el auto frente a la terraza de la playa. A esa hora aun no se ha puesto el sol. Pare­ce verano, por el brillo del mar y la temperatura agra­­da­ble. Baja con la mis­ma par­simonia de siempre. Luego de cerrar el auto mi­ra hacia el mar y per­cibe el enorme pino de siempre y tras él, el sol que se va, len­ta­mente, al mismo ritmo que Carlos Al­ber­to avan­za. Treinta años y el pino sigue igual, como si nada pasara, cuando en rea­li­dad es lo úni­co vigente de aquellos tiem­pos, pues los demás lugares, la Parker, el Astoria, la casa de los Aguirre, to­do ha ido dejando el paso a enormes edificios de de­par­ta­mentos y ahora son otras las familias que vienen. No ve a nadie y de­ci­de cumplir su ritual de caminar de lado a la­do por la terraza. Llegó con dos o tres minutos de adelanto y salvo el ven­­de­dor de re­vis­tas nadie queda en el sector. La te­rra­za, con sus ban­qui­tos para mirar la pues­ta de sol, tiene casi tres­cien­tos metros haciendo re­co­ve­cos y rincones apropiados pa­ra que se instalen los ena­mo­ra­dos o des­can­sen las mamás de re­greso de la playa. Muchos años recorriendo de ex­tre­mo a ex­tre­­mo la te­rra­za, tran­cos largos de golfista, manos atrás mi­ran­do ca­da detalle que se le pre­­sentara. El ri­to empezó en los años de papá joven, cuando traía a Pa­tricia recién nacida y en su coche a to­mar el fresco de la tarde y desde ese momento pa­ra siempre, sólo o acompañado, leyendo o mi­rando. Pa­­ra él, es­te lugar sig­ni­fica­ba in­me­dia­tamente paseo en las tardes y to­dos quie­­nes lo conocían sabían que era el lugar ideal para en­con­­trarlo.

− Buenas tardes, señor.

Al primer vistazo le parece una muchachita, pe­ro luego, al verla de cerca, ve que ya no es una niña, sino de­be tener por lo menos treinta años. Rubia, muy bajita y me­nuda, de una delgadez que le arrebata sen­sua­li­dad, pero le añade ternura a su rostro alar­ga­do. Su vestido blanco, de fal­da am­plia, muy liviano, como para que el vien­to lo moviera igual que a su me­lena do­rada, le da un aire ange­lical. Bonita, se di­jo, con su costumbre de ob­ser­var­lo todo y calificarlo de in­me­dia­to, sintiendo simpatía por este ser que le hi­zo pensar en una aparición, como las que estaban de moda por aquel en­ton­ces.

− Soy Teresa. Yo le envié el papel.

Es decir, no era un ángel ni una aparición. La sa­lu­dó muy for­mal­men­te y no pudo evitar ponerse nervioso, pre­sintiendo que este en­cuentro se­ría muy importante. Le pre­­gun­tó si querría acom­pa­ñar­lo a la casa o ir a algún lugar a tomar un trago o un ca­fé, pero ella le respondió que prefería ca­mi­nar, sin agregar que allí sentía que estaba más segura, pues no sabía cómo iba a reaccio­nar él cuando le di­jera lo que tenía que decirle. Sólo le comentó este mie­do de esa tarde varios me­ses después cuan­do, un día en forma inesperada volvieron a en­con­trarse en la ca­sa del poeta, el mismo que ha­bía sido tan ami­go de Patricia.

− Yo lo invité a venir. Le tengo un recado de su hija, de Pa­tricia. Quizás ten­ga mu­chas cosas que contarle, que le pueden in­teresar.

Hace una pausa y traga saliva. Le dice que para ella esto es muy difícil.

− Le rue­go que no me interrumpa, señor, si me deja contarle todo, después pue­do contestarle sus preguntas.

Lo miraba con algo de asustada y mucho de fuer­za interior.

− Antes de hablarle he averiguado muchas cosas respecto de us­ted y de su fa­mi­lia, porque siempre me sorprendió que Pa­tricia no estuviera en las lis­tas de los detenidos desa­parecidos y no leer jamás su nombre en las cam­pa­ñas que se ha hecho en todo el mundo en favor de las per­sonas de­tenidas.

Ella necesitó saber qué clase de personas eran éstas que no decían na­da ante el do­lor y la pérdida de un ser querido. Sabía que había cientos de fa­mi­lias que habían si­len­cia­do su condición de vícti­mas de esta dictadura ho­rro­rosa, tal vez como una vergüenza, tal vez por miedo, pero nunca había co­no­ci­do ninguna de cerca.

Carlos Alberto la mira con atención. Teresa ha­bla­ muy rápido, casi sin res­­pi­rar, con un tono suave, como debía ser su pelo rubio; rápido, muy rá­pido, temiendo ser in­te­rrum­pida. El hombre había aceptado una con­di­ción de no interrumpir el relato, no pre­gun­tar nada hasta que hu­bie­ra ter­minado, pero ella no sabía si él cumpliría su pa­la­bra y que es­ta­ba en­tre­nado por su trabajo para es­cu­char mucho y ha­blar sólo lo ne­ce­sa­rio, co­mo te­nía que ser entre per­sonas que se dedican a los negocios y sa­ben ga­nar siempre.

Teresa le dijo que como fruto de sus averigua­cio­nes se ha­bía en­te­ra­do que a la fa­milia, a los padres de Patricia, se les dijo que la mu­chacha ha­bía que­da­do en libertad a fines del setenta y cuatro y se había ido a Ar­gen­tina y luego a Cu­ba y que luego de esperar por mucho tiempo que ella escribiera, habían to­ma­do la actitud de olvidarse que existía, lo que en­tendía que era im­posible, pues un padre jamás puede olvidarse de un hi­jo.

− Eso lo sabemos todos, incluso yo, se­ñor, porque tuve un hijo que mu­rió cuan­do tenía un año y lo sigo re­cor­dando, aunque des­­pués he te­ni­do otros, así es que sé que usted tiene que se­guir preguntándose por ella.

Él la mira con los ojos fijos.

− Lo que pasa, dice levantando los ojos y enronqueciendo la voz, que no es ver­dad lo que les contaron. Patricia nunca fue dejada en libertad, si­no que murió en prisión.

Fueron detenidas el mismo día. Cuando tomaron a Teresa, los agen­tes la se­pa­raron de su marido −que era a quien buscaban− y la llevaron con los ojos ven­dados hasta un lugar cerca de la cordillera. La sentaron en el sue­lo de una habi­ta­ción y al poco rato se dio cuenta que no estaba sola, pero no hi­­zo na­da, no pudo hacer nada, ni hablar ni mo­ver­se, pues te­nía mucho miedo y no sabía si había guardias mi­rán­do­la. Pasó mucho rato en esa posición, pre­sa de un terror que le do­mi­na­ba to­do el cuerpo, su frágil cuerpo, pensó Carlos Al­berto, hasta que la puer­­ta se abrió y la obligaron a levantarse. Luego hi­cie­ron po­nerse de pie a la otra persona, las esposaron juntas.

− Me di cuen­ta que era mujer y caminamos a través de pasillos y es­ca­le­ras has­­ta lle­gar a una pieza en la que nos sentaron, es­ta vez en si­llas de ma­de­ra. Era una especie de oficina de in­gre­so, en la que un hombre de voz du­­ra y pre­­po­tente nos pre­guntó los nombres y otros datos personales.

Allí su­po que la otra persona detenida junto a ella, era Pa­tricia.

− Su hija, señor, a la que conocía de nom­bre y de vista co­mo di­rigente de la Uni­versidad, pero ella no me conocía a mí. Ni de nom­bre.

El sol se ha puesto, la brisa playera se levanta, discreta y tibia.

− Para qué le voy a contar mi historia. Me trataron pésimo, me some­tie­ron a mu­chas torturas, las más brutales que se pueda imaginar. Querían hacerme confesar todo tipo de cosas sobre mi marido, querían que diera nombres de otros compañeros, pero yo no sabía casi nada de lo que me preguntaban y has­ta ahora tengo dudas sobre si acaso habría cedido a las presiones o no, en caso de saber algo de todo eso, por supuesto.

Quedó muy mal después de las sesiones de tor­tu­ras. Sólo des­pués de varios días le permitieron descansar.

 

− Me enviaron a una es­pe­cie de sala de recuperación en la que pu­­de sa­carme la venda, au­to­ri­zada, señor. Casi enceguecí de la impresión al recibir un poco más de luz, no mucha, porque era una celda ubicada en un semisubterráneo al que le en­tra­ba algo de luz na­tural, muy fría, muy húmeda, con seis ca­mas y una me­sa.

Había col­cho­ne­tas y frazadas so­bre las camas, tos­cas, grises, ás­pe­ras. No estaba sola. Estaba Pa­tricia. Tendida so­bre una cama, en muy mal es­ta­do, en una especie de som­no­len­cia, pálida. Tenía fiebre.

La voz se le aceleró aun más cuando contó que se acercó a ella, le di­jo que la co­no­cía y que también estaba de­te­ni­da como ella.

− Pa­tri­cia no me creyó, señor, pensó que era una del equipo de tor­­tu­ra­dores, porque siempre hacen el juego del bueno y del malo.

Durante va­­rios días no la dejaron dormir. La in­te­rro­garon mucho, duramente, le preguntaron por mu­cha gen­te, algunos de los cuales parece que ya habían sido detenidos y que­rían comprobar de­claraciones.

− Después de todos esos días, estaba peor, mucho peor que yo.

Teresa describió a Carlos Alberto las torturas que re­cibió Patricia. Pri­mero los golpes en el rostro y en el es­tó­ma­go. Luego los interrogatorios de pie, hasta que las pier­nas se hincharon. No la dejaban ir al baño y ella ya no re­sistía los dolores en la vejiga. En me­dio de una golpiza se orinó, lo que apro­vecharon para humillarla. El grupo de torturadores se in­te­gró con mu­je­res cuando tocó el turno de la electricidad.

− En los pies, en las axilas, en los ge­nitales, introduciendo alam­bres por la vagina y por el ano, señor, usted no puede ima­ginar lo que es eso, a mí también me lo hicieron y después en los pezones.

Horas y horas amarrada en la parrilla. Siempre des­nuda, la habían colgado de los pulgares teniendo los brazos atados a la espalda.

− El descanso que nos dieron duró tres días. Nos hicimos muy ami­gas. Ha­bla­mos de todo, nos contamos la vida entera, des­cu­bri­mos pun­tos co­mu­nes, ami­gos, conocidos, fiestas, ale­grías, terrores.

Patricia se re­cuperó mucho, pero le per­sistió un dolor muy fuerte bajo el es­tó­ma­go. Les daban algo de comer ca­da cierto tiempo, pero ella no re­te­nía na­da y botaba mucha san­gre.

− Me con­tó de ustedes, de la familia, de los re­sen­timientos pen­dien­tes y de las peleas. So­bre todo se acordaba de usted.

Al cuarto día empezó una nueva etapa de torturas pa­ra ella. Re­gre­só a la celda dos días después, en un estado peor que el an­te­rior.

− Fue terrible, do­lo­­ro­­so verla, más aún cuando ya la sentía mi ami­­ga.

Teresa habla, mientras Car­­­los Alberto siente un bulto que le gi­ra­ por el tórax.

− Dijo que se iba a morir, que no soportaría el terrible su­fri­miento.

La brisa es menos tibia, las estrellas están lejos, demasiado lejos.

− Me habló de su amigo poeta, de sus otros amigos, de la gente que más quería. Esa noche, de­­ben haber sido como las tres de la mañana, la sentí quejarse. Me acer­qué y tomó mis ma­nos con mucha fuerza. Eso me pa­reció buen signo, pero me dijo que se moría. Me muero, Te­resa, me voy a morir. Y entonces me pidió este favor. Teresa, me dijo, si es que al­gu­na vez sales de aquí, anda a ver a mi pa­dre, no a mi madre, a mi padre, y le cuentas todo esto que has visto. Di­le que le he tenido rencor porque siem­pre estuvo lejos de mí, pero que en rea­lidad lo quie­ro mucho, que siempre lo quise mucho y que lo he per­do­na­do. Dile que me perdone él a mí, por lo malo que le hice, yo só­lo quise ser leal con mi con­ciencia, quise ser honrada, jamás qui­­se dañarlo. Dile que nunca he hecho nada de lo que él tenga que avergonzarse y que to­do lo que le puedan decir de mí es men­tira. Anda, me dijo, y se lo dices en persona. Nunca lo es­cri­bas. Debes estar segura que él se entere, aunque pasen mu­chos años.

Ya está oscuro y ellos sentados en el banco, frente al pino le­gen­da­rio de Concón. Carlos Alberto, el pecho com­pungido, incrédulo mirando a la mu­­chacha, ambos emo­cio­nados y ella con la vista en la profundidad de las es­trellas, sintiendo el frescor de la noche que ya caía, agra­de­cien­do aliviada que este hombre hubiera sido capaz de man­te­ner­se en silencio du­rante su largo dis­curso. Retomó el aire y siguió contando.

− Poco después Pa­tri­cia perdió el conocimiento, pero mantenía su mano en las de Teresa, res­piraba cortito y rá­pi­do. Una o dos ho­ras después empezó a que­jarse, arrugó el rostro y la vi que se iba a morir. Me puse a gritar para que vi­nie­ran los guar­dias y llamaran a un médico. Vino un guardia, me hi­zo callar pe­ro no obedecí y luego lle­ga­ron otros más, hasta que por fin trajeron una ca­milla pa­ra lle­vár­sela. No puedo asegurarlo, señor, pero creo que cuando se la llevaron ya había muerto.

A Teresa la cambiaron de lugar de encierro.

La llevaron de una a otra parte, la tor­turaron nue­va­men­te, otros in­te­rro­gadores, otros expertos en inte­rro­ga­torios políticos, otros hom­bres y mu­jeres, que la insultaron, la amenazaron, la dañaron, la fusilaron fingidamente dos ve­ces. Uno de los agentes le contó que su hijo había muerto, pero ella no lo creyó.

− Es­taba convencida, se­ñor, que no era sino una maniobra para quebrarme, pa­ra debilitarme, pe­­ro resultó que fue la única verdad que los canallas me di­je­ron en to­do el tiempo que per­ma­necí en sus manos.

Tuvo suerte: estaba destinada a morir porque ha­bía visto de­ma­sia­do, pe­ro un fiscal militar creyó ne­ce­sario lle­varla a prestar declaración en un proceso que cul­mi­na­ría en Consejo de Guerra. La dejaron recuperarse, la aco­modaron y la llevaron a las Fiscalías. Guardias y oficinas, mucha gente por todas partes, hasta que la sentaron frente a una mujer muy amable, con cara bonachona que la interrogó por largo tiem­po y le convidó una taza de té. Cuan­do ter­minó la di­li­gen­cia, el Fiscal consideró que no tenía nada que ver en el pro­­ceso y no había razón para mantenerla detenida, por lo que or­de­nó su libertad por fal­ta de méritos. Ella sabía que tenían que de­volverla al lugar don­­de estaba prisionera y temía que entonces la mataran. La ac­tuaria también.

− Con sus ojos cálidos me dijo, “para el taxi” y me en­tre­gó un po­co de dinero, llamó al gen­­­­­darme y le dijo que yo estaba en li­ber­tad, que me iba desde ahí mismo y me hizo salir por una puerta dis­tin­ta, mientras al interior del edificio que­daban es­pe­rando los agentes que me habían traído.

Teresa estaba libre, libre, caminó rá­pi­do y tomó el primer taxi que apareció.

− Esa noche mis padres me llevaron a una embajada. Estuve fuera hasta Di­ciem­bre del año pasado. Ahora me autorizaron a re­gresar y aquí estoy, cum­pli­do ya el encargo. Eso es todo.

El silencio parece un alivio. Mira a Carlos Al­ber­to y lo ve llorar, muy sua­ve durante mucho tiempo y luego más y más, con sollozos e hi­pos, con so­nidos agudos y el rostro descompuesto, llora como no podía re­cor­dar ha­berlo hecho jamás. Hace frío y ella misma le sugiere que se vaya a casa dis­puesta a acompañarlo. Llegan y él sigue llorando. Te­­resa se instala a su la­­­do y lo acompaña, acariciándole el pe­lo, suavemente, hasta que se que­da dor­mido sobre el sillón. Ella sale en puntillas, silenciosamente, ante la sor­pre­sa del cui­da­dor que creyó que había venido a dormir con el patrón.

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