Baila hermosa soledad

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TRES

Los sones del himno nacional acompañaban la ima­gen de la ban­de­ra que se veía en las pantallas, so­bre un fondo celeste, al­ternándose con la ima­gen del General. Una voz en off, la misma que se escucharía por las ra­dios con diferencia de segundos, anun­ció que estaba trasmitiendo la Di­vi­sión Nacional de Co­mu­ni­­ca­ción S­o­cial y proclamó el nombre del Se­cre­ta­rio General de Gobierno, quien lee­ría una declaración oficial. Los que veían la televisión pudieron observar al Ministro, con aspecto más ju­ve­nil de lo que realmente era, modales muy preparados, muy compuesto, muy formal, equilibrado con su voz que tam­bién so­naba como parte de los libretos estudiados con esmero, to­do frío e im­per­so­nal, sin ma­ni­fes­­tar alteración alguna, como si nada fuera realmente im­por­tante o gra­ve, co­mo si jamás na­da pudiera excitarlo lo suficiente co­mo pa­ra que él cam­biara el co­lor de su cara, levantara la voz, endureciera la bo­ca o mos­­tra­ra los ojos apa­sio­nados.

Era el hombre ideal para el pa­pel que ju­ga­ba: un vocero, una especie de “cara de pa­lo” oficial para un go­bierno que jamás po­­dría explicar todo lo que habría si­do ne­ce­sario ex­pli­car. Este hombre de hie­lo, de rostro impenetrable, inac­ce­si­ble, podría anunciar cual­quier co­sa con la misma en­to­nación: desde un saludo a los bomberos en el día de su ani­ver­sario, has­ta su propio suicidio por or­den del Señor Ge­neral, cual­quier cosa ciertamente, sin ninguna emo­ción. Y no pa­re­cía fuer­te o duro, sino solamente frío, porque era débil según su as­pec­to físico, sua­ve, aunque algunos decían que en rea­li­dad no era más que un man­­to para ta­par su profunda crueldad. Re­cién producido el golpe, había aprovechado la dic­­ta­du­ra pa­ra ganar dinero en cargos pú­blicos de poca relevancia y en al­gu­nas actividades pri­va­das como abo­gado. Era su rostro, su apa­riencia fí­sica, la que traía a los ciudadanos pensamientos o sen­saciones so­bre el Se­cretario Ge­ne­ral, pero los auditores de ra­dio no tenían tiempo ni es­tí­mu­lo, sino que sim­ple­mente se en­­contraron con la voz lenta, parsi­mo­niosa y gélida del fun­cio­nario.

“Buenas noches. Desde la intervención militar del año 1973, cuan­do las Fuer­zas Armadas y de Orden, de acuer­do con su más pro­fundo sentido de res­ponsabilidad y amor por la patria respondieron al clamor popular y pu­sie­ron fin a la agre­sión del marxismo inter­na­cio­nal y a los intentos de apo­de­rar­­se del país, el Supremo Gobierno se en­cuentra empeñado en consolidar la li­beración y alcanzar una de­mo­cra­cia plena, só­lida y estable, en un cli­ma de li­ber­tad y desarrollo, que ga­ran­tice a todos los ciudadanos y las fu­tu­ras ge­ne­ra­cio­nes un bie­nes­tar creciente.”

“La tarea ha sido muy dura, puesto que la acción subversiva del co­mu­nis­mo no cesa ni se ate­núa con el trans­­cur­so del tiempo, llevando ade­lante todo tipo de cam­pa­ñas en contra del país, di­rec­­ta­men­te o por medio de los políticos u otros elementos desorientados que se convierten en úti­­les a sus ob­­je­ti­vos. Ellos han desatado una enorme cam­paña in­­ter­na­cio­nal pa­ra des­pres­tigiar al país y sus Fuerzas Ar­ma­das y de Orden y evitar que avan­ce­mos hacia la con­quista del de­sarrollo económico.”

“La crisis internacional, que ha afectado a todas las na­cio­nes del mun­do, in­clu­yendo las más poderosas y de­sa­rro­lladas, también pro­dujo un cier­to re­troceso en el sos­te­nido cre­cimiento de la economía na­cional. El clima de pros­peridad se ha visto afectado por la irres­pon­sa­bi­lidad de grupos em­pre­sa­­­riales y la sostenida campaña exterior. Pese a to­do ello, el Su­pre­mo Gobierno ha sa­bi­do evi­tar las do­lo­ro­sas con­­secuencias que para otras naciones tra­jo la cri­sis económica y en estos mo­men­tos la patria entera ha estado lu­chan­do unida por superar las ad­ver­si­dades, con el ple­no conven­ci­mien­to que así como fueron derrotados el mar­xis­mo y sus aliados ha­ce trece años, hoy el conjunto de los ciu­da­danos se­rá capaz de obtener el éxito en esta dura em­presa, pese a las traiciones.”

“Los dirigentes políticos, los mismos que llevaron al país al des­calabro, están de­sesperados por los logros ob­je­ti­vos alcanzados por el esfuerzo de todos, ca­na­li­za­dos por el Go­bier­no. Haciendo primar sus mezquinos in­te­re­ses e in­fil­tran­do el movimiento so­cial, han hecho pri­mar una alianza espuria con elementos terroristas provenientes del ex­­te­rior y del in­terior. Pese al per­ma­nente y consistente repudio ciu­da­da­­no, per­­sis­ten en sus em­pe­­ños, cons­pi­ran­do incesantemente para el lo­gro de sus pro­pó­sitos subversivos. Han lla­ma­do a paros, han provocado desórdenes, saqueos, robos, asaltos; co­meten actos te­rro­ris­­tas y amparan a los violentistas que re­gre­san al país luego de haber seguido cursos en Cuba y otros paí­ses. Han pretendido sem­brar el caos para retornar al pa­sado.”

“La debilidad de las democracias occidentales para en­fren­tar al ene­migo co­mu­nis­ta ha permitido que países tra­di­cio­nalmente de­mó­cratas y ami­gos del nuestro, se sumen a las cam­pañas inter­na­cio­na­les, financiando ac­ti­vi­­da­des sub­ver­si­vas y alentando los peores pro­­pó­si­tos conspirativos. El Su­pre­mo Gobierno observa con alarma que las gran­des potencias occi­­dentales no han apren­dido la lección después de tantas y tan graves derrotas frente al comu­nismo.”

“La superación de las condiciones económicas im­pues­tas por la cri­sis in­ter­na­­cional constituye un desafío para to­do el país. Aun­que con cierta len­titud, se está avan­zando, me­diante una política sana y con profundo sentido de la rea­li­dad. El terrorismo y sus aliados de­sa­ta­ron una nueva campaña pa­ra al­­te­rar la tranquilidad pública, que hizo ne­cesario de­cre­tar hace algunos me­ses el Estado de Sitio en todo el país y res­trin­gir la amplia libertad de pren­sa que exis­te. En ello se enmarca el cierre de revistas que, financiadas desde el ex­te­rior, faltaban gra­­vemente a la ver­dad y alentaban a los dirigentes en sus ob­je­tivos de pro­po­ner el al­za­miento en contra del orden cons­ti­tu­cional y cuya tuición y consolidación han encomendado a las Fuer­zas Armadas y de Or­den, prin­ci­pal­men­te al Se­ñor Ca­pitán General.”

“En un claro intento por buscar la re­con­ci­lia­ción tan so­li­ci­tada por la Iglesia Ca­tó­li­ca, se levantó los estados de excepción, pero de inmediato los mis­mos ele­mentos po­lí­ti­cos y sub­versivos reiniciaron su actividad disgrega­do­ra. Con los paros y las ma­ni­fes­ta­cio­nes no autorizadas, han es­tado per­­ma­nen­temente provocando a la autoridad en busca de si­tua­­ciones que los haga apa­recer como víctimas ante ese mun­­do internacional que les ha fi­nan­ciado y apoyado sus ac­ti­vi­dades durante todos estos años.

“El atentado en contra de la vida de Su Excelencia el Señor Pre­si­den­te de la Re­­pú­bli­ca, Capitán General y Co­man­dan­te en Jefe del Ejér­cito, ha si­do parte de un plan te­rrorista ela­­borado por elementos mar­xistas y sus aliados den­­tro y fuera del territorio na­cional, que con­tem­plaba la eliminación de ofi­cia­­les de las Fuerzas Armadas y de Orden, de sus fa­mi­lia­res más cercanos y personalidades del Poder Judi­cial y de la em­presa, todo ello con el ob­­je­to de poner fin al Gobierno de las Fuer­zas Armadas y al régimen de li­ber­tades ins­­tau­ra­do desde 1973.”

“La ciudadanía puede estar tranquila, pues la si­tua­ción se en­cuen­tra per­fec­ta­mente controlada y, pese a la gra­­vedad y com­ple­ji­dad de los he­chos, los ser­vicios polici­a­les y de seguridad han logrado de­terminar con pre­ci­sión a los au­to­res del plan y en cues­tión de ho­ras se­rán detenidos los par­ti­ci­pantes di­rectos del hecho criminal en contra de la per­sona del presidente de la Re­pú­blica. El Supremo Gobierno ra­ti­fic­a su decisión de preservar el clima de paz y tranquilidad en el que nuestro país se ha desenvuelto desde que ini­cia­ra el pro­ce­so de li­be­­ra­ción na­cio­nal y está dispuesto a llegar hasta las últimas con­­­se­cuen­cias. Consciente de su deber, por instrucciones del Ex­ce­lentísimo Se­ñor Pre­si­­dente de la Re­pública, Capitán Ge­ne­ral, Co­man­dan­te en jefe del Ejército y Ge­ne­ralísimo de las Fuer­zas Armadas, el Gobierno ha dispuesto”:

“Primero: Declarar bajo Estado de Sitio todo el te­rri­torio na­cio­nal, ra­tifi­cando la de­claración provisionalmente for­mulada el do­mingo último en el mismo sen­tido.”

“Segundo: Aplicar, con todo el rigor de la ley, las fa­cultades pre­vis­tas en la Cons­­titución Política a todos los res­pon­sables como au­to­res, insti­ga­do­res, cóm­plices y en­cu­bri­do­res de esta conspiración. Con tal objeto se ha or­de­na­do que, de acuer­do con el decreto ley ochenta y uno de mil novecientos se­ten­ta y tres se pre­­sen­­ten ante la autoridad, en el cuar­tel de policía más cercano, los diri­gen­tes políticos in­vo­lu­­cra­dos en los he­chos y demás personas respecto de quie­nes hay antece­den­tes de haber par­ti­ci­pa­do en ellos. En el ca­so de no ha­cerlo así, se entenderá que asu­men una actitud de re­bel­día fren­­te a la ley y a la Constitución Política del Es­ta­do. La lista completa se­rá informada con pos­te­rioridad a este co­­­municado y se­rá obligación de todos los ciudadanos dar avi­so de in­me­dia­to a las au­to­ridades sobre el paradero de las per­so­nas que son res­ponsables de tan gra­ves conductas delictuales. La ciudadanía sabe que la co­laboración u ocul­­tamiento de los ex­tremistas cuyo arresto se ha ordenado, es san­cio­na­do con la mis­ma penalidad que la que corresponde a los autores del de­li­to.”

“Tercero: Todos los señores corresponsales que han de­di­ca­do sus es­fuerzos a la di­fusión de noticias falsas so­bre la realidad chi­le­na, con la in­ten­ción de desprestigiar al país y fa­cilitar la conspiración extremista, serán ex­pul­sa­dos del territorio nacional en las pró­ximas ho­ras. Se advierte que aque­llos co­­rres­ponsales extranjeros que están en ese caso de­­be­rán facilitar el cum­pli­mien­to de las medidas. Del mismo mo­do, todos los extranjeros que fa­ci­li­ta­ren in­formación falsa al ex­­te­rior o colaboraren directa o indirectamente con ele­­men­­tos te­rro­ris­tas, sin importar la profesión o la actividad que es­tén de­sem­peñando en el país, serán ex­pul­sados sin dilación. Re­cordamos que el in­te­rés de la ciudadanía y la se­guridad na­cio­nal está por sobre las con­si­de­ra­cio­nes par­ticulares que pue­dan esgri­mirse.”

 

La voz del Secretario General de Gobierno no se al­teraba, ni si­quiera cuando de­bió ratificar las prohibiciones en virtud del Estado de Sitio, las cadenas de ra­dioemisoras o la de­bida atención a las instrucciones de los Jefes de Plaza a cu­ya au­toridad debía someterse la población. Su llamado final fue ate­rrador para muchos de los que veían o escuchaban el dis­cur­so.

“El Supremo Gobierno, siempre consciente de su res­ponsabilidad, lla­­ma a la población a colaborar en la man­ten­ción del orden público, de­nun­cian­do ­a los ex­tre­mis­tas y los he­chos o circunstancias que pu­die­ren atentar con­tra la ne­ce­sa­ria tran­quilidad pública, en la seguridad de que los ene­mi­gos de la patria, ven­gan de donde vengan, serán de­rrotados y san­cionados con el má­ximo rigor.”

El locutor oficial ocupó la escena de los te­le­vi­so­res y su voz sonó muy fuerte en las radios: con parsimonia y ener­gía dio a conocer primero las ins­­truccio­nes sobre el to­que de queda, luego leyó las disposiciones legales que afec­taban a los colaboradores de los ex­tremistas y que es­ta­ble­cían la obli­gación de denunciar personas y hechos sos­pe­cho­sos, hizo lo mismo con la nómina de los señores Generales de las Fuerzas Ar­ma­das y de Orden a cargo de la se­gu­ridad de las respectivas pro­vincias y regiones con sus títulos de Jefes de la Zo­na en Es­ta­do de Sitio; y, por último, dio lectura a la larga lista de per­so­nas, que en virtud de un decreto de­bían presentarse de in­me­dia­to ante las au­toridades po­liciales o militares, anunciando que el lla­mado se repetiría cada una hora.

Mientras en las radios, que seguían en cadena, co­men­zaba a sonar mú­sica criolla, esas tonaditas o cuecas de la zo­na central, folclore de labo­ra­to­rio, en las pantallas de los te­levisores apareció el anuncio de una antigua pe­lí­cula de Jerry Le­wis, con Dean Martin, por supuesto.

CUATRO

Tal vez fue una sorpresa. Se levantó de su sillón con lentitud y ca­mi­nó hasta apagar el televisor. Otra vez el dis­cur­so de la campaña in­ter­na­cio­nal, pero ahora en un tono más cohe­­ren­te, con algo que hacía más creíble el in­for­me. No se tra­­ta­ba de aquellas fra­ses hechas o monsergas elaboradas por los teó­ricos de la pro­paganda pa­ra justificar hechos pun­tua­les. Esta era una ma­nio­bra en gran escala, de­ri­va­da del aten­ta­do, pero que se estaba apro­ve­chan­do para dar un nuevo gol­pe de Estado, con las mis­mas carac­te­rís­ti­cas del anterior, aun­que ahora se da­ba desde la Moneda y con un país en una realidad muy di­fe­ren­te.

Parecía cierto que se había atentado contra el General, esa era la noticia, pe­ro todo lo que se hacía y las de­cisiones que se tomaba eran de­masiado trascen­dentales como para pen­sar que ésta era una ope­ración política o militar más.

Quiso sacarse la idea de la cabeza, pensando que tal vez se ha­bía pues­to de­ma­sia­do suspicaz en los últimos años, des­de que su po­si­ción había cam­biado. Cuando supo, con cer­te­za, que muchos “enfren­ta­mien­tos” no eran si­no asesinatos con un barniz de legalidad y que las ar­mas y los panfletos eran lle­vados a los lugares allanados por los pro­pios agentes, em­pezó a poner en du­da todas las otras cosas que había creído siem­pre. Había creído hasta que supo lo de Pa­tri­cia.

Mientras se servía un café con un poco de leche fría, pre­pa­rán­do­se pa­ra lo que ven­dría, des­­car­tó que en esto hubiera exage­ra­­ción. Por el contrario, tuvo la sen­sación de que el Se­cre­ta­rio General de Go­bierno había sido demasiado cal­mo, exce­si­va­men­te tranquilo y que en realidad lo que estaba haciendo era mi­­ni­­mi­zar una situación mu­chí­si­mo más tur­bu­len­ta.

¿Qué estaría tramando el General?

Carlos Alberto estaba sorprendido.

Aunque en los días previos había es­cu­chado los ru­­mores: que los yan­quis, que la plata de Francia, que los es­pa­ñoles, que el envío interceptado, que iban a detener a los pe­ces gor­dos, que había un autoatentado preparado. El Se­­cre­ta­rio General de Go­bierno hablaba de que se había descubierto una compleja cons­pi­ra­ción: entonces, ¿fue atentado o au­toa­ten­tado? La sorpresa para Car­los Alberto era que hubiera ver­dad en los ru­mo­­res, que no se tratara sólo de nue­vas maniobras del Go­bierno o de ver­sio­nes antojadizas in­ven­­tadas y difundidas por esos revolucionarios de pa­si­llo y de café que siempre es­ta­ban con­tan­do en voz baja que el General es­ta­ba a punto de caer. Ahora, por lo que estaba su­ce­dien­do, pa­­recía que las co­sas eran de verdad y no sólo esos rumores a los que se había acos­tumbrado.

No sería sorpresa un nuevo montaje.

Si, en cambio, que el atentado fuera real.

Es cierto que se había escuchado mucho desde el pa­ro y des­de que fueron descubiertos los arsenales en el norte, pero poca gente cre­yó que esos ha­llaz­­gos fueran reales. Muchos, in­cluidos Carlos Al­berto, pensaron que se trataba de un mon­ta­je más de los servicios. Él creía es­tar bien in­for­ma­do o algo más, pe­ro no había sabido ni escuchado desde la izquierda que se estuviera pla­nean­do aten­tado alguno: ni un plan, ni un mo­vi­miento, sino por el contrario, la veía cada vez más in­vo­lu­cra­da en la estrategia de la movilización social y po­lí­ti­ca. Si real­mente había algo, él de­bió haberse enterado. Recordó el ase­­si­nato del Intendente, que fue ejecutado por militantes de la izquierda, pero la orden fue pro­ducto de una infiltración de man­dos intermedios por parte de CNI. O el famoso COVEMA, integrado por agentes de la policía.

Está impávido: sentado en la cocina tomando su ca­fé, con el cigarrillo con­sumiéndose en la mano, co­mo si simple­men­te esperara la hora de ir a la oficina o que lo pa­saran a buscar para el próximo desafío de golf. No siente mie­do ni desesperación. Ni an­gus­tia

Una vez más todos los sentimientos han sido pos­ter­­ga­dos a un segundo pla­no. O ter­cero, quizás. Solo él, con su ca­fé y su ciga­rri­llo, sorbiendo la sor­pre­sa y tratando de ana­li­zar, co­mo si fuera un es­pectador imparcial, el anun­cio de este Se­cretario General de Go­bier­no, hom­bre mediocre, arri­bis­ta, am­bicioso, aprovechador, que él co­no­cía con tanta per­fección en sus ba­je­zas. Como si acaso todo esto le fuera com­pletamente aje­no, en una actitud que por tanto tiempo le fue sin­ce­ra y que desde hacía unos años no era más que una pose ne­ce­saria, co­­mo si él mismo, con toda su elegancia, portador de una bue­na cuota de po­­der, en­vuel­to en un manto de riqueza personal, in­­merso en una so­le­dad de se­parado serio y pru­den­te, no fue­ra uno de los ac­tores de esta tra­gedia que estaba em­pe­zando a de­sarrollarse.

Para Carlos Alberto no fue sorpresa escuchar su nom­bre en la lista de quienes debían presentarse o serían detenidos.

Pero sería sorpresa para muchos.

Al­gún día ten­drían que des­cu­brirlo, pero no pudo imaginar jamás, pese a su enor­­­me capacidad pa­ra in­ven­­tar, crear, especular, que lle­ga­ría el día en que un per­so­ne­ro de gobierno, de este go­bierno cu­­yo inicio había celebrado in­ten­sa­men­te, pronunciaría su nom­­bre en una lista de personas que es­ta­ban obli­gadas a pre­sen­tarse en los cuarteles, acusadas de estar in­vo­lu­cra­das en un plan para derrocar y asesinar al propio General.

Todo esto lo com­pli­caba, pues él sabía que no era par­te de esa cons­piración, así es que se con­venció de que la vin­cu­lación de los di­ri­gen­tes po­líticos en el presunto aten­ta­do no era más que un montaje, pero siguió pensando que el res­to podía ser todo real, que tal vez en verdad hubiera sucedido algo.

¿Una re­be­lión militar tal vez?

Alguno de sus amigos pensaría que se trataba de un al­can­ce de nom­bres y no daría importancia a la lista. Es de­cir, lo más seguro era que sus ami­gos hubieran apagado el te­le­visor después de que habló el Secretario Ge­ne­ral de Go­bier­no y que no les interesara sa­ber los nom­bres de los cons­pi­ra­do­res, unos porque eran los que podían su­po­ner­se −los po­lí­ti­cos de siempre− y los otros porque les resultarían com­ple­ta­men­te desconocidos. A sus amigos les bas­taría con que se reor­de­­na­ra la situación, con que se pusiera fin a las pro­tes­tas y a los paros, que se cas­tigara a los culpables de toda la agitación, se con­trolara a los curas y que se acabara por fin este clima en que la opo­si­ción mantenía su­mi­do al país.

Se sintió solo.

Siempre con la parsimonia que lo caracterizaba, fue hasta su dor­mi­torio para cam­­biarse de ropa: había que pre­pararse para la de­ten­ción, para ir a algún lugar del norte o del sur, vivir en un cam­pa­mento especial con vi­gi­lan­­cia mi­li­tar o tal vez ser expulsado del país.

Pensó que lo mejor que le po­día suceder era que lo en­via­ran al nor­te. A él le hacía bien el clima seco del Nor­­­te Gran­de, aunque fue­ra cerca de la costa. La humedad y el frío del sur le afectaban di­rec­ta­mente a la salud, es­pe­cialmente aho­ra que ya había cum­­­­pli­­­do los se­sen­ta años, aunque no se no­ta­ran a simple vista. Conocía pal­mo a palmo el país y en el nor­te había zo­nas her­mosísimas, con esos pai­­sa­­jes tan pe­­­cu­lia­res que los hombres del sur no sabían apreciar. Más de una vez ha­bía discutido con personas que sostenían que en el nor­te era todo igual, todo café y puros desierto y cerros, desierto y ce­­rros, de pronto un ar­bus­tito y más arena por todos lados. Car­los Alberto in­sis­tía en que ha­bía que saber mirar los ce­rros y el desierto para descubrir esos ma­­ti­ces de som­bra y sol, de minerales que la tierra lanzaba a los ojos de los hom­­bres co­­mo una especie de provocación o anticipo de sus secretos pro­fun­dos, esos brillos tan especiales de las rocas bajo el sol, to­dos los días diferentes, todas las horas dis­tintas, con una am­pli­tud mágica que da­ba una nueva pers­pec­­ti­va a la vista hu­ma­na, con to­dos esos tonos que mez­claban azules y negros con las variedades más infinitas del marrón, con más estrellas en las noches que las que se puede ver en ninguna otra parte, su­perior in­clu­so a los cielos bri­­llantes de Lonquimay, en esas no­ches largas y frías, muy frías le ha­bían con­­tado, ya que no lo sabía porque nunca había debido pernoctar en el de­sier­to mis­mo sino que había transitado por él, pues se alojaba siem­pre en có­modos hoteles o en las casas de hués­­pedes de las sa­li­tre­ras o las minas de cobre o al­guna vez en los regimientos o cuar­teles. Si las noches eran tan frías, como ha­bía escuchado de­cir, tal vez le convendría que lo enviaran a al­gún lugar cos­tero o a la zona sur, pero no muy al sur, por Parral, por ejem­plo, cerquita de las ter­mas de Catillo.

Lo iban a detener. Esta misma noche, se­gu­ra­men­te. No le im­por­ta­ba mucho, era un riesgo aceptado desde que se embarcó en todo este asunto y creía con certeza que ésta era la única forma que tenía de ser leal con Patricia, de re­cu­pe­rarla de alguna manera, de res­ca­tar en su interior las ho­ras per­di­das, el cariño que quedó a la espera, a la espera de la na­da. No le importó ser de­tenido y aceptó la idea de ir él mis­mo a en­tregarse, porque así podría ele­­gir en qué manos cae­ría y no se­rían los agentes del General, con su bru­ta­li­dad co­no­cida, los que lo arrestarían y lo llevarían con los ojos ven­da­dos hasta sus cuar­te­les se­cre­tos.

Se sintió solo.

Porque estaba solo. No tenía a quien llamar para de­cirle: “me van a de­te­ner o me voy a entregar, aquí están las lla­ves del auto y el li­breto de che­­ques, cuida el dinero, vigila el re­­frigerador, apaga las lu­ces”. Su men­te pa­só rápida re­vis­ta: los amigos habituales no, ellos no sólo no po­drían com­pren­­der, sino que se sentirían traicionados y se negarían a ayu­­darlo, no lo­gra­­­­­rían jamás aceptar que él, Carlos Al­ber­to, su compañero de partidas de golf o de empresas lucrativas, el que com­partía la mesa en el club y los pla­­ceres de la con­ver­sa­­ción y de la bue­na comida, estuviera complicado en un aten­ta­do con­tra el Ge­ne­ral. Tam­po­co al­guna de las mujeres que lo ha­bían acompañado, porque to­­das ellas qui­sie­­ron llevarlo al ma­­tri­mo­nio y cuando él se resistió, partieron de su vida con re­sen­ti­mientos inolvidables, para no volver a ver­lo, salvo Ro­sa­lía, pe­ro ella se­guía muy formalmente casada y no había tenido interés en rom­­per su matrimonio ni él se lo ha­bía pe­dido, pues así resultaba más có­mo­do y am­bos en­ten­dían que el juego había sido sim­ple­men­te irse a la ca­ma una vez cada dos o tres semanas, un audaz y furtivo encuentro en Bue­­nos Ai­res, en­tretención de la rica, simplemente aven­tu­ra en todo el sentido de pa­la­bra, placer. Nadie.

 

Sólo Sonia.

Se miró al espejo: a pesar de los sesenta años aun te­nía las carnes apre­ta­das, se mantenía delgado y sano, bien pa­recido en su desnudez, no como sus amigos, que d­i­si­mu­la­ban la vejez y la decadencia del cuerpo con la ayuda de bue­nos sastres o la ropa fina, pero que evitaban mostrarse en tra­je de baño en la playa y sólo exhibían la desnudez en la sauna.

Sonia siempre le auguraba un estupendo por­ve­nir físico y quizás esa misma profecía, tan­tas veces pro­nun­cia­da, le incentivó a mantenerse es­bel­to y sano.

Ella se sorprendería cuando él la llamara.

Con toda seguridad no se había en­terado de nada. Lo más pro­ba­ble era que no hubiera escuchado las no­ti­cias y que tampoco le im­­portara nada de esto. La detención de Patricia la había afec­­ta­do demasiado y des­de entonces usaba una coraza para to­da ocupación que no fueran las tri­vialidades de una vida có­mo­­da, con pla­ce­­res tan pequeños co­mo la ro­pa, las joyas o el pei­nado. Aquello los distanció, aunque pen­­sa­ban igual en asuntos políticos, sal­vo que mu­tuamente se lanzaban cargos y culpas, re­pro­ches y agresiones, no comprendiendo nin­gu­no de ellos jamás, has­ta ahora pro­bablemente, que el asunto era ine­vi­table y que ella era ella y no una de­pen­dencia particular de sus padres. Las acusaciones recíprocas eran tan graves que ya ca­si no se hablaban y, cuando empezó efec­ti­vamente a creer que era su­ya una buena dosis de cul­pas, él decidió que debían se­pararse, aunque So­nia no aceptara nada de la que le co­rres­pon­día.

Luego de vein­ticinco años de matrimonio se se­pa­ra­ron, ven­dieron la casa y compraron dos departamentos de lujo. El le fijó una mesada, hasta que ella reclamó que quería ha­cer algo y no seguir como una man­tenida, que se estaba muriendo en vida y, luego de renunciar a esa pensión pactada muy so­­lem­ne­mente, Carlos Alberto le entregó el dinero para abrir una tienda en el nue­­vo centro comercial que ha­bría de causar sensación en el barrio alto. Com­pró el local a nombre de Sonia y lo entregó lleno de mercadería. Como bue­na hi­ja de árabes, Sonia fue capaz de conducir su negocio con efi­­ciencia y nunca más volvió a pedirle dinero, por lo que sus contactos se reducían a oca­sio­­na­les visitas que él hacía a la tienda, por el simple deseo de con­ser­var algo que lo uniera con Patricia, una conversación liviana, una fra­se sim­pá­ti­ca de ella sobre su estado físico, una pu­lla con sorna sobre las tantas mu­je­res que tendría, una consulta sobre algún asunto fi­nan­cie­ro, sobre el precio del dó­lar tan fluctuante, so­bre el banco más se­guro y só­lo muy oca­sio­nal­mente un comentario sobre Juan Alberto, el hi­jo me­nor que un día par­tió a los Es­ta­dos Uni­dos para de­di­car­se a la fí­si­ca y que, inmerso en ese mundo cien­tí­fi­co, sólo se acordaba de sus pa­dres unas pocas veces en el año y le es­cri­bía a Sonia, enviando en el mis­­mo so­­bre una carta más breve para Car­los Al­ber­to, revelando con ello que no acep­taba que se hubieran separado y que no estaba dis­pues­to a cam­biar su cos­tumbre por el hecho que ellos no fueran capaces de en­fren­tar su ve­jez jun­tos. En las cartas de Juan Alberto jamás había una men­ción pa­ra Pa­tri­cia, no por­que no le tuviera cariño, sino porque pa­re­cía entender que no había que rea­­brir he­ridas o alen­tar esperanzas inú­ti­les.

Carlos Alberto se sintió solo.

Le pareció que no tenía sentido llamar a Sonia.

Por primera vez en la noche com­pro­bó que la noticia de su pró­xi­ma prisión lo había afectado y el sen­ti­mien­to de soledad se hi­zo más agudo.

Patricia, en aquella última vez que con­ver­saron, le re­pro­chó su apa­rente frial­dad para todo, esa seriedad, esa so­­lem­nidad, esa pos­tura de prín­ci­pe renacentista que man­­te­nía una sonrisa aje­­na fren­te a todo lo que ocu­rriera en el mun­do, como si nada lo to­c­ara de ver­­dad, sin gritar, sin exal­tarse, manifestando sus enojos con castigos se­ve­ros ex­presados de un modo que casi pa­recía cortés, esa carencia de contacto fí­sico, lo que ella llamaba in­ca­pa­ci­dad pa­ra expresar cariño, para amar y, tratando de exaltarlo sin conseguirlo, le decía las co­sas más duras que se puede decir a un padre, para ter­­minar lan­zando al ai­re o al futuro ese grito do­lo­roso de que algún día, papá, al­gún día quiero verte llo­rar, de­san­grar­­te en lágrimas, implorar, para saber que eres hu­ma­no, na­da más, un día, papá, sufrirás mu­­cho, su­fri­rás y no ten­drás a nadie, no es­taré yo a tu lado y sólo espero que no sea de­­­ma­­sia­do tar­de para que te con­viertas en un hombre, un hom­bre de verdad y no esta especie de máquina para la vida social. Para Carlos Al­ber­to no había sido demasiado tarde el momento, pero si para su re­la­ción con su hija mayor, porque hacía dos o tres años, ¿ tres?, se había re­conciliado con el llanto y esta de­ten­ción inmi­nen­te era justamente porque había dado curso a su ser más profundo, aunque para ello debió asumir como ac­tor consumado, capaz de hacerle creer a todos que él seguía sien­do el mismo de antes, pese a que en realidad hu­biera cam­biado tanto, tan profundamente como había sido el terremoto ex­­perimentado en su vida aquella vez.

Carlos Alberto no fue capaz de poner fecha de ini­cio al dra­ma en su memo­ria. Siempre creyó ser un buen pa­dre, como eran todos, marcando sólo la di­ferencia en el he­cho que jamás golpeaba a sus hijos. Los quería mucho, los pu­­­so en los mejores colegios, les dio vacaciones largas y compró la ca­sa de Con­cón porque les gustaba tanto.

¿Cuándo empezó el dra­ma? ¿Acaso cuan­do Pa­tri­cia entró a la Universidad? ¿Tal vez cuando rompió su largo po­loleo que todos esperaban, incluso el pololo, que terminara en ma­tri­mo­nio? ¿O fue cuando in­gre­só al Partido, ese partido de mierda, que ni siquiera se atre­ven a ser co­mu­nistas le dijo él, en la época de la elección del Doctor como Presidente? ¿O cuando fue elegida presidente del Centro de Alum­nos?

¿O fue esa tarde de Julio de 1974, que ahora Carlos Alberto re­cuer­da con la garganta seca?

Era un día muy frío. Durante casi una semana ha­bía caído la lluvia so­bre la ciudad y esa mañana amaneció des­pejado y con mucha helada, un día de sol, hermoso, pero al co­rrer de las horas las nubes habían regresado an­ti­ci­pando una nueva lluvia para esa noche. Las co­sas no se habían dado muy bien, por­que las medidas económicas recién anunciadas por el ge­­neral que ocu­pa­ba el Ministerio de Hacienda habían pro­vo­ca­do cierto pánico en esferas fi­nan­cieras. Se suponía que de­bía darse una cierta estabilidad para recuperar al país des­pués de tres años de caos y socialismo, pero este segundo mi­nis­tro en me­nos de un año tomaba nue­vas líneas en su acción, los anun­cios pa­ra el fomento del desarrollo industrial no se con­cre­taban y todo indicaba que este nuevo cam­bio de política eco­nómica sería profundo. Su ol­fa­to le se­ña­laba que lo más con­veniente era no invertir, mantener su dinero en ban­cos ex­tran­jeros y tal vez iniciar algunas exploraciones en el co­mercio ex­te­rior. Se decía que bajarían los aranceles, que se con­gelaría el dólar, pero muy pocos creían que eso pu­die­ra su­ce­der. Este se­guía siendo el país del rumor y no existían mu­chas po­si­bi­li­dades de planear seriamente el futuro.