Baila hermosa soledad

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Javier quedó solo. Ya no tenía tanto calor, pero sen­tía la angustia co­mo una es­pe­cie de amigdalitis que se ha­cía enorme para su garganta y le pre­­sio­na­ba los ojos y los pul­mo­­nes. Se sentía aplastado por todo lo que Ramón le ha­bía con­ta­do, por la percepción del su­fri­mien­­to de la Cata y de Ismael y que­­­dó muy nervioso por lo que Ramón le anticipó para con­tar­le des­pués.

Marisa entró silenciosa y lo observó. Se le veía tris­te y can­­sado, de pie mi­ran­do por la ven­tana, las manos en los bolsillos, ausente del mundo, sin moverse cuando ella se acer­­có y se ins­taló a su lado, muy cerca, sin que diera signos de percibir su pre­sencia, su cuer­po, su res­pi­ra­ción, su aroma.

− ¿Pasó algo, Javier?

Despertando de su silencio, la miró larga y pro­fun­­da­men­te. Sin de­cir una pa­labra, ca­­minó dos o tres pasos y se sentó dando un lar­go suspiro. Ha­bló sua­vemente, en tono y vo­­lu­men que en otra cir­cuns­tancia habría sido sim­ple­­mente des­gano, pero que ahora era angustia y pena, de ésas que lle­nan el al­ma y el cuerpo, recorren las venas, se alojan en las ro­dillas, hacen perder las fuer­zas.

− Si, Marisa, detuvieron a Ismael. Anoche.

Cuando lo dijo se dio cuenta que ésa no era la úni­ca causa de su pe­­sa­dum­bre. Por pri­­mera vez tomaba plena con­cien­cia que vivía en un mundo ais­­la­do, lleno de comodidad, aje­­no a la realidad de muchos, a gran parte del país. Ejercía la pro­fesión de­fen­dien­do los intereses de sus clien­tes, intereses eco­­nómicos casi siempre. No como otros abo­­gados, tan cris­tia­nos como él, por la jus­ticia, por los débiles, por los problemas con­­cre­tos de hom­bres y mujeres. Al­gu­na vez pensó ejercer la pro­fesión como de­­fensor de los débiles, pero no co­no­cía las po­bla­ciones salvo de nom­bre y se había orientado hacia ac­ti­vi­da­des com­­ple­­tamente diferentes, bus­can­do una forma cómoda pa­ra vivir, sabiendo que podía haber he­cho mu­cho más por los demás. Estaba agobiado.

− ¿Quieres que te acompañe?

− No gracias, Marisa, me voy.

Ella insistió, si querían se iban juntos, a él le ha­ría bien un mo­men­to de re­la­jo, una comida rica, preparada con cariño. Marisa sentía que no era un buen momento para que Javier estuviera solo, que quizás necesitaría ha­blar, con­tar algo de lo que le estaba pa­san­do por dentro y que Marisa per­­ci­bía va­gamente. Ama­ble­men­te, dejando ver la pena que lo afec­taba, Javier rechazó la oferta, prometiendo lla­marla en la no­che, aunque ella sabía que él no lo ha­ría, que no pediría ayu­da para su so­­ledad y sus miedos, que huiría de la po­si­bi­li­dad de que ella le mani­fes­ta­ra su cariño de un mo­do más profundo, al­go más que la simpatía de to­dos los días o un instante de in­ti­mi­dad pa­sa­je­ra, no quería nada que pu­die­ra comprometerlo afec­tivamente, nada que lo hiciera de­pen­der de otros. Lo vio po­nerse la chaqueta y abandonar lentamente la ofi­cina, do­lo­ro­­sa­mente solo, tan solo como ella, tan triste co­mo ella, aunque por razones muy dis­tin­tas, y sa­bía que como no la llamaría en la n­o­che, ella pasaría una noche de angustias, de so­le­dad, de pe­nas de amor. Una más.

Javier recorrió las cuatro cuadras que lo se­pa­ra­ban del es­ta­cio­na­mien­to con pa­so cal­mo, observando a la gen­te. No sabía si era la pro­yección de su pro­pio sentimiento o efec­­ti­va­­mente todos se veían un po­co nerviosos, cami­nan­do rá­pido, más personas que lo habitual, co­mo si todos hubieran de­cidido par­tir al mismo tiempo, como si todos es­tu­vie­ran preo­cu­­pa­dos por la suerte de Is­mael y quisieran ver a la Ca­ta, los ros­tros serios y ceñudos, al tiempo en que em­pezaba a levan­tar­se un suave viento caliente, presagio de lluvia en épocas nor­­­ma­les y no co­mo ahora, en que ya nada se puede predecir y pa­­ra muestra es­te tiem­­po en el que da lo mismo que sea Mayo o Septiembre. Y recordó ese Sep­tiembre de hace tantos años, de esas tardes previas al golpe mi­litar, to­do parecido, has­ta el aroma, aun­que la situación ahora era todavía mu­cho peor de lo que él ima­gi­na­ba o de lo que era capaz de apre­ciar desde su pri­vi­le­gia­da posición.

Co­men­zó su severa autocrítica mental, sin­tién­do­­se un aco­mo­dado, egoís­ta, con una situación de vida fácil en la que había re­ci­bi­do mucho sin res­pon­der como era de­bido. ¿La pa­rábola de los talentos?

La llegada al estacionamiento lo sal­vó de seguir con este juicio, su pro­pio juicio, pues Rodrigo Concha y Ramón lo estaban es­pe­rando. Los tres se sa­ludaron y luego man­tu­vie­ron silencio has­ta que el auto de Javier salió del centro.

Ramón les contó que la agitación ya llevaba bas­tan­te tiem­po. Con­ve­nía mi­rar las co­sas con perspectiva y no só­lo de los últimos días o del propio he­­cho del atentado que en rea­­lidad era una deto­na­ción, pero no una cir­cuns­tan­cia ais­la­da.

Ya desde hacía casi un año y me­dio, en pleno Es­ta­do de Si­tio, la agi­tación se había generalizado. Allanamientos ma­sivos en las po­blaciones, más de dos mil relegados, muchos en­cerrados en campos de concentración, de­­te­ni­dos y vi­gi­lan­cias diaria, allana­miento de ofi­ci­nas y casas de los di­ri­gen­tes, ame­nazas por todos lados. Todo era terri­ble.

Mirando al Negro Concha, que sabía mu­cho me­nos que Ja­vier de todo esto, les contó que los allanamientos a las poblaciones tenían cierta rutina de ho­rror. A las cinco de la mañana, un poco antes que se levantara el to­que de queda, la po­bla­ción era rodeada por efectivos militares que se ins­­ta­la­ban en pi­quetes en las esquinas de las calles y pasajes, en hi­le­ras frente a los edificios de departamentos, de a uno tras los ár­bo­­les de las plazas, mien­tras grupos mix­tos de soldados y hom­bres de civil iban re­co­rriendo las ca­­sas obligando a los hom­­­bres a salir a la calle. Con par­lantes se despertaba a los po­bla­do­res, ex­­pli­can­do que ésta era una ope­ración rastrillo para cap­turar a los de­lin­cuentes co­mu­nes, ordenando que los pobladores de­bían permanecer tranquilos y era la obligación de to­dos co­la­bo­rar para con­seguir que esto resultara fácil. Todos los hom­bres ma­yo­res de quince años debían salir a la calle in­me­dia­ta­men­te. Los so­plo­nes ac­tua­ban junto con los civiles, se­ña­lán­do­les las casas de los más des­tacados opo­si­to­res del sector o los más activos po­líticamente, para que los agentes en­­traran rom­­pien­do puertas, golpeando, ame­nazando a los moradores, pa­tean­do los mue­bles y luego detener al de­nun­ciado y arras­trar­lo hasta la calle en las con­di­cio­nes en que estuviera y ha­­cien­do lo mismo con los otros hombres de la casa. Esas casas y al­gu­nas otras ele­­gidas al azar eran revisadas con mayor mi­nu­cio­si­dad, dando vuelta ca­mas y col­chones, rajando sillones, rom­­pien­do a golpes los ta­biques, abrien­do los entretechos si es que ha­bía, maniobras des­ti­na­das no só­lo a amedrentar a los ha­bi­tan­tes, sino también a encontrar panfletos, re­vis­tas, fo­­lle­tos u otras cosas que a sus ojos pudieran parecer subversivas o sos­pe­cho­sas de actividad po­lí­tica. Cuando todos los hombres ya es­ta­ban en la calle, los mi­li­ta­res los obligaban a formarse y mar­char hacia al­gún sitio eriazo o la cancha de fút­bol, donde los des­nudaban, sepa­rán­do­los por grupos, unos forzados a man­te­ner­­­se de pie y otros a estar sen­ta­dos. Lentamente, con más de­mo­ra incluso que la ne­cesaria, los mili­ta­res iban tomando a los gru­pos y se interrogaba a ca­da uno de los po­bla­do­res. Primero era un interrogatorio rutinario y se fichaba al su­jeto, pero si aca­so al agen­te interrogador le parecía necesario o había una de­­­nun­­cia específica de algunos de los sa­pos locales, el detenido de turno po­día ser pr­e­guntado más duramente sobre cualquier co­sa, has­ta exas­perarlo. Pobre de aquél al que se le conocieran an­te­cedentes po­lí­ti­cos, an­­teriores de­­ten­cio­nes o re­legaciones, pues entonces el trato resultaba mu­cho más du­ro y se le des­ti­na­­ba a una sección especial. Miles de hom­bres sometidos a ese ve­­­ja­men du­rante todo el día, has­ta que al final de la jornada se les permitía ves­tirse y algunos de ellos era subidos a bu­ses o ca­miones militares y el resto quedaba en libertad, con se­veras ad­­­ver­tencias respecto de la ne­ce­si­dad de mantener patriótico si­len­cio y mu­cho cui­dado con recurrir a la Vi­ca­ría o a los cu­ras, que ésos son to­dos comunistas y a no ol­vi­dar­se de in­­for­mar a la autoridad sobre los de­lin­cuen­tes o extremistas que pu­die­ran lle­gar a la po­blación.

Mientras duraba el ope­ra­ti­vo, debidamente ad­ver­ti­dos por al­gún lla­mado anónimo, llegaban hasta los cordones mi­litares o po­li­cia­les, nubes de pe­riodistas extran­jeros que pre­senciaban todo esto desde lejos y un poco más cer­ca veían a las mujeres de los detenidos discutir con los oficiales de ca­ra­bi­ne­ros que ayudaban a los mi­litares en el operativo. En una po­bla­­ción de­tuvieron por varias horas a los sacerdotes y les die­ron el mismo tra­ta­mien­to. En otra de­tu­vieron al presidente del Co­legio de Pe­rio­distas y a di­­ri­gen­tes del Colegio Mé­di­co que lle­ga­ron hasta el sector para constatar lo que estaba su­ce­dien­do.

− El hecho mismo no puede ocultarse, agregó Ramón, pero la in­­formación se en­tre­­ga en forma com­pletamente distinta, es­pe­cial­men­te por la censura de pren­­sa. No falta la declaración, y us­te­des deben haberla leído, que explica que el alla­­namiento fue pedido por los pobladores pa­ra ser liberados de los de­­lin­cuen­­­tes o que proclama que grupos de mujeres aplaudían a los mi­­­­li­ta­res cuan­do pasaban y les agradecían a gritos su acción. La verdad es que los grupos de mu­­­­jeres estaban, pero hacían exac­tamente lo contrario.

Hizo una pausa antes de continuar con el relato. Les habló de los alla­­na­mien­t­os a las oficinas de los dirigentes po­líticos, la vigi­lan­cia sobre sus ca­s­as, las amenazas por te­lé­fo­no o por papeles que lle­ga­ban de las más dis­tin­tas maneras, las gol­pizas que daban a otros, las de­ten­ciones de los di­ri­gen­tes de ba­se, de dirigentes sindicales, todos por el so­lo hecho de ser di­­si­­den­tes. Les re­cordó los asesinatos de Parada, Guerrero y Na­tti­no (y Javier no pudo evitar pen­sar que había conocido a Pa­rada y a Guerrero, que ambos eran simpáticos e in­teligentes, se acordó de la mujer de Parada, ¿Estela?, tan bonita y que le cau­­só tanta pena verla de ne­gro y con los ojos hundidos por el do­lor), el se­cues­tro de la sicóloga, que Javier se calló re­cor­dar que era la hermana de Jai­me, el del Colegio, el mismo de los poe­mas y de la barra en los cam­peonatos in­te­rescolares, para evi­tar que lo miraran con reproche. Así fue avan­zan­do en tiem­­po, recordando cada paso de los muchos que se ha­bía dado has­­ta la for­ma­ción de la Asam­blea de la Civilidad, esa enorme con­­cer­ta­ción de gremios y de po­líticos, del paro de dos días, les re­cordó de la Car­men Gloria y de Rodrigo, a quie­nes los quemó una patrulla militar. Con mucha claridad les fue mostrando los dis­­­­tin­tos aspectos de la realidad que revelaban con precisión sin­gular el cli­­ma que se vivía en el país y les habló de la rea­li­dad eco­nó­mica, que ellos la sa­bían, pero los buenos sueldos y las ma­­ravillas de los su­per­mer­cados fa­ci­li­taban el olvido, de las dificultades de los más pobres, de la crisis de los no tanto, de la fal­ta de expectativas de los sectores me­dios, de las de­ses­pe­ran­­­­zas de los jó­ve­nes, de esas medidas erráticas que no estaban sien­do su­fi­cien­tes para que se cum­pliera el repunte de que tan­to se ha­bla­ba.

 

El cuadro de agitación había sido creciente, con la su­ma de más y más sec­to­res so­­­ciales. La presión internacional es­taba en au­men­to y hasta los ame­­ri­ca­nos optaron por pre­sio­­nar para una salida pac­ta­da, enviando casi se­ma­­nal­mente a pe­riodistas importantes, par­la­men­­­tarios republicanos o de­mó­cra­­tas y hasta importantes funcionarios del Depar­ta­men­to de Es­­­tado y del Pen­tágono. El embajador americano, dijo Ra­món, ha­bía afirmado ante varios tes­ti­gos que la historia de la dic­ta­du­­ra podía dividirse entre antes y después del paro de dos días. La salida pactada les era urgente para dar una apa­riencia de­mo­crática que ga­ran­ti­­zara la mantención del esquema y la per­­manencia del General al­gunos años más. El pacto de­­bía con­siderar el ais­la­miento de los co­mu­nis­tas y su margi­na­ción de la vida política, crean­do un mar­co de to­le­ran­cia hasta sec­to­res de centro izquierda, moderados, según su con­cep­to de mo­de­ra­dos. Pero el General, cada vez más convencido que él es el sal­­vador del país y un ver­dadero faro para el mundo occi­den­tal, no acep­­tó la solución así sugerida, de­safió a todo el mundo, lla­mó a sus ge­ne­rales que debieron ir un día muy temprano has­ta la Escuela Militar, pa­ra jurarle leal­tad a toda costa, or­ga­ni­zó actos cívicos, retó pública y pri­vadamente a los di­ri­gentes de­rechistas que es­ta­ban dispuestos a en­tre­garlo a cambio del re­­conocimiento de la Constitución, su propia Cons­titución, por par­te de al­gu­nos opositores y, convencido que tenía que agu­di­zar la re­pre­sión, lo hizo.

− Y así se ha movido la cosa, les dijo Ramón, durante los últimos me­­ses, con el Ge­­ne­ral re­pri­miendo, los pobladores protestando y los po­líti­cos activando sus cua­dros y sus orga­ni­za­cio­nes para ha­cer más efi­cien­te la lucha. Ustedes han es­cu­chado que se ha­bla de algunos aten­ta­dos contra carabineros, pero en ver­dad hay muchas más bombas por todas partes, asaltos y otros, pe­ro la pren­sa se silencia. Los folletos de los partidos o de otros gru­pos están rom­pien­do el cerco que esa censura y la au­to­cen­su­ra han levantado y cir­cu­lan cada vez con mayor pro­fusión; cuan­do allanan un lugar e in­cau­tan una imprentita, el folleto si­gue sa­liendo en otra parte.

El Negro se acor­dó, sorprendido, de ese mi­meó­gra­fo ma­nual que una vez regaló a unos amigos estudiantes uni­ver­sitarios e ima­­­ginó el uso que se le estaría dando.

El pueblo estaba deso­be­de­ciendo a la au­to­ri­dad, que res­pon­día in­cre­men­tando la violencia.

− Ustedes saben, dijo Ramón a sus amigos que lo escuchaban ex­tasiados, que en es­tos días hu­bo varios paros y ahora estaba en preparación el paro na­cio­nal. Ahora sí que debía venir.

Estaban ya muy cerca de la casa de Catalina y Ja­vier de­tu­vo el au­to, pues que­ría escuchar completo el relato de su amigo antes de llegar. Es cier­to que mucho ya lo sabían, pe­­ro la claridad con que ha­bla­ba, la crudeza de los de­ta­lles, los per­sonajes del mundo político que apa­recían con una fa­mi­lia­ri­dad no imaginada, la evidente tozudez del Ge­neral, todo ello ad­quiría a sus ojos una fuerza diferente. Ramón hizo una nue­va pau­­sa cuando el auto frenó, pa­ra aco­modarse mejor y se­guir entregando la in­formación que sus amigos espe­ra­ban ávi­dos.

Durante la semana anterior hubo una serie de ru­mo­res, que co­men­za­ron cuando se denunció el aparecimiento de arsenales secretos en el norte. Los rumores más parecían fru­to de los deseos de algunos, que pro­ve­nien­tes de la realidad: que los ameri­canos estaban pro­mo­vien­­do un golpe con­tra el Ge­ne­ral, que había generales presos pues habían sido des­cu­bier­tos com­­­plotando, que se había alzado un re­gi­miento en el sur, que había re­da­das y se temía una ma­­tanza. La cosa se ha­bía puesto muy seria el viernes último, cuando el en­­­cargado de la or­ga­nización del Co­man­do entregó in­for­ma­ción so­bre cierta agi­tación en cuarteles. Era información y no rumores.

− Yo estaba ahí, por el par­tido y pude ver que la cosa era en se­rio. Y se habló también del aten­­ta­­do, que habría un atentado en preparación. Cuando Rafael, el secretario del Co­man­do, ter­mi­nó de en­tre­gar su información, se hizo un largo silencio. Lo rom­pieron algunos que di­je­ron que no creían nada y que estas eran maniobras para dis­traer la atención de lo central: la pre­pa­ración del paro. Se trabó una dis­cusión que quedó sus­pen­di­da hasta la reunión si­guien­te. Pero cuando se fueron, quedó al­go flotando en el ambiente y yo me fi­jé que Rafael se en­ce­rró a trabajar con el equipo de organización. Ha­bía que pre­pa­rar­se.

El General se había ido a pasar el fin de semana a su casa de la cor­dillera. El do­min­go en la tarde bajó a la ciudad. A los pocos me­tros de haber cru­zado el río la comitiva fue in­ter­ceptada por un nu­me­roso grupo armado. La ba­lacera fue in­tensa y los atacantes y los agen­tes combatieron por largo ra­to, quedando bajas de ambos lados. No se había logrado sa­ber has­ta la noche qué ha­bía pasado con el General, pe­ro un auto de la comitiva que pudo se­guir fun­cio­nando, había re­gre­sa­do al recinto amurallado y poco después hubo in­ten­so tráfico de he­li­cóp­te­­ros.

La información del hecho se había conocido por los muchos san­tia­gui­nos que regresaban a la ciu­dad ese atar­de­cer. Luego lo dio la televisión.

Junto a las noticias co­men­za­ron a circular los ru­mo­res, por qué si y por qué no, respecto de los si­lencios ofi­cia­les más pro­lon­gados que lo que con­ve­nía para el clima de es­ta­bi­lidad que necesitaba crearse. Algo más podía estar pa­­san­do.

-Rá­pi­da­men­te, decía Ramón con una voz lenta y profunda, re­ci­bimos ci­ta­ción y cuando recién ha­bían pasado dos horas de es­to, ya algunos de los en­car­gados de partidos lle­gábamos a la reu­­nión.

No todos llegaron. Algunos no lle­garían nunca. La reu­nión fue muy ten­sa. Junto el re­la­to de los hechos, que el mis­mo Rafael resumió con enorme fa­cilidad, empezó la ola de ru­­mo­­res. Según al­gunos ya había oficiales del Ejér­ci­to de­te­ni­dos. Según otros se ha­bía le­van­­ta­do un regimiento en el Norte. Los que no habían creído la noticia el día viernes se veían tre­men­damente asus­ta­dos y pronosticaron muer­tes, atentados y otras bar­ba­ri­da­des. Todos estaban se­­gu­ros que el General se ha­bía salvado, pues era un hom­­bre de mucha suer­te. En todos es­taba la duda, no ya de la veracidad de la operación pues ha­bía de­ma­­sia­dos tes­ti­gos, sino que por si era un au­toa­ten­ta­do, un atentado de su pro­pia gente, un aten­tado de los americanos o de la izquierda. Todos te­nían ar­gu­men­tos abun­dan­tes para de­fen­der cada una de las posiciones y los mismos ser­vían pa­ra de­fender las tesis con­tra­rias. Por ejem­plo, el del fracaso en re­la­ción con la muerte del General, era esgrimido por los que de­­cían que ésta era una ad­­vertencia de los americanos, los que afir­maban que era la típica in­com­pe­ten­cia de la izquierda y los que sostenían que eran los propios militares que qui­sieron arres­tarlo, pero no matarlo.

Nada se sabía en esos momentos. Pasaron varias ho­ras an­tes que el Secretario Ge­neral de Gobierno apareciera con alguna infor­ma­ción coherente, aunque no nece­sa­ria­men­te creí­ble.

− Recibimos ciertas instrucciones y pautas de carácter ge­ne­ral, algunas orien­ta­cio­nes de se­gu­ri­dad, sin perjuicio de las nor­mas de cada Partido. Me fui a reu­nir con mi Secretario Ge­ne­ral, que me descolgó de inme­dia­to. No te metas en na­da más, chi­co, me dijo, hasta que nos con­tac­te­mos contigo nue­va­men­te. La ins­trucción era hacer vida común y corriente y por nin­gún mo­tivo intentar to­mar contacto con el Partido o con el Co­­man­do, aunque mi Partido es chi­co y no nos van a dar mu­cha impor­tancia.

Ramón se aceleró para contar lo que había su­ce­di­do des­pués. La mis­ma no­che del do­mingo salieron los agentes co­mo de­sa­fo­ra­dos, llenaron la ciu­dad, ce­rraron los caminos y co­­men­zaron a detener a cualquier cantidad de gente. Por lo que se sabía, que era muy poco, va­rios regimientos habían lle­ga­do a con­centrarse en Santiago, se había allanado cientos de casas y muchos di­ri­gen­­tes sociales y políticos es­ta­ban siendo de­tenidos.

No se sabe nada de ellos y los mecanismos de se­gu­ri­dad ela­bo­ra­dos con tanto esmero han fracasado casi por com­ple­­to, porque parece que han caído hasta los de la segunda lí­nea. Ojalá que no sea cierto, pensaron.

Rodrigo preguntó por nombres de detenidos, tal vez para me­dir la im­­por­tan­cia de lo que estaba sucediendo y Ra­món mencionó a los más des­ta­ca­dos di­ri­gen­tes, incluso aque­llos que pa­re­cían tener fuero es­pe­cial para hacer tan­tas co­sas, los presidentes de los partidos, los di­ri­gen­tes sindicales, los de los colegios profesionales.

− También Ismael.

Llegaron a la casa de Ismael y Catalina. Ella les abrió la puerta y ca­si sin saludarlos los hizo pasar.

− Apúrense que está empezando una cadena. Van a leer un co­mu­nicado oficial.