Baila hermosa soledad

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Las galletas y la leche le die­­ron la oportunidad de re­­lajarse en la terraza y, por primera vez en mu­chas horas, sentirse tranquilo, pro­te­gi­do. Para eludir pensar, re­corrió con su men­te cada parte de su cuerpo, bus­can­do la má­xima relajación, partiendo por el cuello y avan­zando por las ex­tre­mi­dades. To­mó una decisión: no pe­di­ría teléfono ni pen­saría en nada con­cre­to so­bre su futuro in­mediato has­ta que pudiera hablar con su amiga. Por­que en­ton­ces sabría a qué atenerse. Con las manos en las piernas, relajándose, se que­dó dormido.

Despertó sobresaltado, pero abrió los ojos len­ta­men­te. Vio a su lado a una her­mosa mu­jer, de rasgos va­ga­mente co­no­cidos. Demoró algunos segundos en darse cuenta donde es­ta­ba y descubrir que una muchacha desconocida lo mi­raba fi­ja­men­te, con una sonrisa si­len­cio­sa, desde otra silla en el patio de la casa de Margarita. Pelo liso de color castaño cla­ro, que le caía livia­na­men­te so­bre los hombros desnudos. Lo miraba con de­tención, como si él fuera un ani­mal de zoo­ló­gico, reco­rrién­do­lo entero con la cara llena de risa con­te­ni­da.

− Hola.

Nada más, no preguntó nada ni suspendió la ob­ser­va­ción. Ella tenía una galleta en la mano y otra en la boca. Ra­fael se enderezó y respondió con un ho­la si­mi­lar, carente de en­­to­na­ción, alisando su pelo con la mano y luego bus­can­do la bar­ba que se había cortado la noche an­­terior, después de die­cio­cho años, pa­ra que nadie lo pudiera re­co­nocer. Se miraron fi­jamente du­rante un ra­to. La muchacha se divertía y sus ojos re­flejaban que entendía que éste era un juego simpático, con un animal desgreñado y sor­pren­di­do que despertaba de un sue­ño plá­ci­do en el patio de su ca­sa. Concluyendo que era una mu­­chacha muy bella, se in­corporó en la si­lla, repitió un hola, pero con mayor in­tensidad, de­jando en claro que estaba dis­pues­to a ini­ciar un diálogo. Pero ella lo siguió mi­rando en si­len­cio, con la son­risa llena de galletas.

− ¿Eres Fernanda?

Ella dijo que sí con la cabeza, sin hablar, con una es­pecie de rugido y la misma inmutable actitud.

Era Fer­nan­da, la hija de Margarita y el aviador in­ge­niero. Bonita mu­jer de die­cisiete años, re­pre­sen­ta­dora como di­cen las viejas, es decir, atrac­tiva y más desarrollada de lo que se es­pe­ra­ba de una niña de su edad, tan atra­yen­te que sin du­da él la habría mirado al pasar a su lado en la calle, pe­ro pre­firió no haberla visto en la calle, sino allí para tener cer­te­za que sólo de­bía mirarla como una niña, como la hija de su ami­ga, como una especie de so­brinita postiza, una hija por apro­­xi­mación y no como la mujer de pechos fuertes, aspecto sa­luda­ble, hom­bros suaves y muy cautivadora, que resultaba ser.

− Tú debes ser Rafael.

No era una pregunta, sino una afirmación. Otra sor­pre­sa más en un día lleno de sorpresas. Ella lo había re­co­­no­ci­do. La pequeña Fer­nan­da, que nun­ca lo había visto sin barba, por­que él se la dejó crecer an­tes que ella naciera, lo había re­co­nocido. Tal vez ella había visto fo­tos suyas de muchacho. Por eso su sorpresa, ya que cuando se miró al es­pe­jo después de cor­tarse la barba, Rafael se encontró viejo y muy dis­tinto, pe­ro Fernanda que no lo había vis­to ja­más, lo había reco­no­ci­do.

Si, él era Rafael, así de simple, un Rafael que en die­ci­siete años só­lo ha­bía pasado fugaz frente a la niña, ya mujer.

Recordó con ternura el primer contacto. Te­nía só­lo un año y Ga­briela, la her­mana segunda de Margarita, había sa­cado a pasear a su so­­brina, como lo ha­cen muchas tías sol­te­ras, demostrando públicamente su instinto ma­ter­nal, con la inconsciente finalidad de enternecer hom­bres proclives al ma­tri­monio. Se en­contraron accidentalmente en el par­que que es­ta­ba detrás de la Casa de la Cul­tu­ra de Ñuñoa y Rafael supo desde lue­go, sin haber ne­ce­si­tado ser inteligente, que esa niña era la hija de Mar­garita, el fru­to del amor de su amada con otro hom­bre, la que no debió haber na­ci­do como pre­mio a su personal fe­li­ci­dad, la que ha­bría sido otra si hu­bie­ra sido suya, la que en­ton­ces no existiría pues él no es­ta­ba en con­di­­cio­nes de casarse, ya que recién ingresaba a la uni­ver­sidad. Pese a no ser suya, de­bió reconocer que la niña era her­mosa y estuvo con ella va­rias horas, ju­gando en el pasto, sin­­tiendo que la ternura lo em­­bar­gaba por completo, dan­do vueltas por el suelo y con ella so­­bre su pe­cho, rien­do como ríen los niños, sin poner jamás los ojos tristes. Gabriela, que sabía del amor de Rafael por su her­­mana mayor, miraba con evi­den­te contento este es­pec­tá­cu­lo. Ella lo quería mucho y siempre lo amó y esa escena de ter­nura se le grabó en la mente y la re­cordaba cuan­do ima­gi­na­ba que ellos podían casarse, aunque él no la quisiera tanto co­­mo ella, una es­pecie de cadena trágicamente traslapada, con un sen­ti­mien­to soli­da­rio, fiel, fraternal, en el que no ca­bían otras fan­ta­sías que las de una es­po­sa compañera y paciente, lle­­na de hi­jos como su pro­pia ma­dre, que ten­dría contento a es­te marido con mirada de santo y ge­ne­roso en ternura con los ni­ños, sintiéndose ca­paz de hacerle superar este amor impo­si­ble ha­cia su hermana.

Después de esa tarde en el parque, Rafael no vol­vió a estar con Fer­nan­da, sal­vo en un saludo superficial o en un en­cuentro casual o tal vez sin sa­ber que era ella. Pero du­rante diez años, sistemá­tica­men­te, le enviaba una flor para el día de su cumpleaños y una barra de cho­co­lates con al­mendras para la Na­vidad, con una tarjeta que decía “Con to­do mi cariño, Ra­fael”. Nunca na­die le agradeció los envíos y nadie re­cla­mó cuan­do dejaron de lle­gar. Nunca Mar­­garita lo llamó para pre­gun­­tarle por qué le enviaba regalos a la niña y no a ella en su cum­­pleaños, día que él no podía ol­vi­dar, salvo que hubiera ol­vi­dado el su­yo pro­pio que era un día antes, llamada que habría si­do estu­pen­da para que él pu­diera re­clamar por qué ella nun­ca lo llamaba para su cum­­pleaños y una vez más involucrarla en un lamento de amor que pa­re­ce­ría argumento de ra­dio­­tea­tro, años antes que empezaran las telenovelas.

− Eres igualito a las fotos.

Con eso Fernanda contestó la primera pregunta no for­­mu­la­da. Algún día se da­ría cuen­ta que Fernanda tenía ca­pa­cidad desusada pa­ra responder las pre­­guntas que no se for­mu­­la­ban en voz alta, con una in­tuición que la vol­vería pe­­li­gro­sa con el correr de los años. Rafael no dijo nada, aun­­que tal vez de­­­bió de­cir muchas gra­cias, porque eso sig­nificaba que se­guía tan joven como a los quin­ce años. Pe­ro ella, adivinando otra vez, lo bajó bruscamente del pedestal de vani­dad en que co­men­­za­ba a subirse:

− Me refiero a la mirada. ¿Debo decirte “tío Rafael”?

− No, Fernanda, dime Rafael no más.

Ella fue a traer más galletas y leche. Rafael pudo apre­ciar toda la be­lle­za y el des­plan­te de ese cuerpo joven y bien formado.

¿Cómo era posible que él se sintiera tan joven y es­ta mu­jer fuera la hi­ja de su amada de la infancia?

Sintió de nuevo las palpitaciones en el pe­cho y las sie­nes cuando se dio cuenta que ya eran las seis y cuarto y que pron­to se en­con­tra­ría cara a cara con Margarita. Otra vez las du­das, las preguntas acerca de cómo debía en­fren­­tar la si­tua­ción, cómo contarle lo que había que contar sin rom­per con la se­gu­ri­dad. Es de­cir, ¿cómo conseguir seguridad sin romper con las normas de se­gu­ri­dad que él mismo había con­­tribuido a ela­borar? Se acordó del pre­si­dente del Partido y pensó en qui­zás cuántos de­te­ni­dos más habría por to­das par­tes. Tal vez fue­ra el único dirigente del Partido que to­da­vía no es­ta­ba en ma­nos de los agentes, producto de una ver­dadera casualidad. El úni­co en libertad, pen­só, si es que esta situación puede ser ca­li­ficada de libertad.

Quiso ir al baño. Cuando Fer­nan­da regresó lo guio a tra­vés de la casa y lo dejó en un baño alto y estrecho, sin luz na­tural. Vi­no a su me­moria la torre de Villa Grimaldi, descrita por tantos detenidos y que él tuvo la suer­te de no co­nocer por su experiencia personal. De cara an­te el espejo pasó sus de­dos por los surcos del rostro, por la piel más cla­ra y áspera porque los pe­li­tos em­pe­za­ban a crecer de nuevo. Orinó lar­ga­men­te, con pla­cer, experi­men­tan­do un alivio pro­fundo en todo su cuer­­po, co­mo si esta evacuación fuera su única ocupación y no pasara nada más en el mundo. Se lavó len­tamente, mo­jando la ca­ra para re­frescarse del calor hú­medo y atosigante, des­pe­jan­do el so­por propio de una sies­­ta no programada y poco a po­co fue recuperando la ener­gía y todo su or­ga­nis­mo se inundó de esa necesaria li­vian­dad que conseguía antes de las jor­na­das di­fíciles. No te­nía ro­pa ni cepillo de dientes, ni siquiera má­qui­na de afei­tar. Si resolvía el problema del alo­ja­miento ten­dría que bus­car la solución a estas di­ficultades que para al­gu­nos podrían pa­re­­cer menores, pero no para él que era tan exi­gen­te, tan dependiente de su lim­pie­za per­sonal.

Al salir del baño se percató que la casa ya estaba en una semi­pe­num­bra. La puer­ta de la terraza estaba ce­rrada y Fer­nanda había entrado los va­sos, para luego echar­se so­bre un asiento, con descuido, teniendo de trasfondo el sua­ve canto de una voz conocida pe­ro que era in­capaz de iden­tificar. La pie­­za era espaciosa, con sillones grandes y co­jines mu­­llidos, de mu­­cho gusto to­do, las telas suaves, las lám­paras de sobremesa tra­dicionales, muchos ceni­ce­ros y ador­­nos de porcelana por to­dos los rincones. La mesa de centro era un gran cris­tal sobre una ro­ca de color rojizo y allí esperaban los vasos de le­che y las ga­­lle­tas. En los mu­ros había va­rios cuadros y re­pro­duccio­nes de obras co­no­ci­das. Miró todo con mu­cho detalle, sin sen­tar­se, sa­biéndose bajo la observación de Fernanda, evitando ha­blar, pues no quería recurrir a in­tras­­cen­dencias o ha­bi­­tua­li­dades de ésas que llenan vacíos y mi­nutos, que­ría eludir las pre­­guntas y las respuestas, quería esperar para hablar só­lo una vez desde adentro de sí mis­mo, sin pensar en nada por aho­ra, pos­ter­gando, siem­pre pos­ter­gando, hasta que llegara el mo­mento de com­pro­meterse en alma y cuerpo, como lo hacía en to­dos los órdenes de la vida, postergando el mi­nuto para con­tar lo que Fer­nan­da está es­pe­rando que cuente, para ha­blar de esas cosas que verdaderamente im­portan cuando un pró­­fu­go de la poli­cía política de la dictadura llega de sor­pre­sa a la casa de un antiguo amor.

 

A sus espaldas se abrió la puerta.

Rafael giró con lentitud y pudo ver entre las sombras de la sala el es­pectáculo de Margarita de pie, con la cartera col­gando del hombro, las lla­ves en una mano y los anteojos en la otra.

Ahí estaba, con pantalones blancos y un blusón azul que le caía suel­to, su pelo ne­­gro, largo y libre como apa­­re­cía en sus recuerdos, sus ojos tan ver­des y lu­minosos como él quería verlos, tan delgada como el día en que la vio des­pués de la muerte de su madre, tan sorprendida de ver­lo como es­ta­ba él de ha­ber ido a parar allí en medio de su fu­ga en pleno es­ta­do de sitio, la mis­­ma Margarita de siem­pre en un día que pa­sa­ría a la historia de la patria por el ca­lor tan intenso, por el amor, por el atentado, por las de­ten­ciones, pero so­bre todo por­que Rafael y Mar­ga­ri­ta estaban frente a frente. Fernanda, ex­­pec­tan­te, an­sio­sa de pre­sen­ciar un encuentro largamente ima­ginado, que ella sabía des­de ha­cía mu­cho tiempo que algún día iba a presenciar, porque parecía adi­vi­narlo todo, aunque só­lo adivinaba cosas bue­nas, ex­pec­tante porque su ma­dre se en­contraba con este des­conocido que enviaba flo­res en sus cum­pleaños de ni­ña y al que ella inventó una historia llena de aven­turas, de via­jes a la India y otros países del oriente, des­conocido que tuvo cara por primera vez en un álbum de la ca­sa de la abuela −guardado por Gabriela ciertamente, la her­ma­na se­gunda, tía soltera todavía, celosa conservadora de tra­di­ciones y recuerdos familiares− y que sólo esa tarde, que in­tuía habría de ser muy importante, había adquirido cuer­­po fí­si­co, allí Rafael mirando a una Margarita que da un pa­so len­ta­mente y otro, que abre los labios, ladea suavemente su ca­­be­za mo­re­na, da otro paso y su voz suena llena de sor­presa y de ca­riño.

− Rafael.

La palabra pronunciada lentamente, suavemente, co­­mo pre­gun­tando al pa­sa­do si és­te era el mismo que ella tanto que­ría, ca­mi­nando entre adornos y porcelanas, di­ciendo nue­va­­mente “Rafael”, con esa voz suave, cautivadora, sin que él pu­diera moverse desde el punto en el cual lo habían clavado los te­mores y las esperanzas y ella es­qui­vando sillones y lám­pa­­ras, con la cartera todavía en el hombro, cruzó todo el pa­sa­do y lo abrazó con más fuer­za, con más cariño y con más ale­gría que lo que el propio Rafael es­pe­raba en esta tarde o había so­­­­ña­do en tantas fantasías adolescentes, aunque ya no fuera ado­les­cente.

− Rafael querido.

La voz resonó en sus oídos y sintió las manos de Mar­garita apre­tan­do su es­pal­da, la ca­beza en su pecho, pierna con­tra pierna, el pelo hermoso a la al­­tu­ra de sus labios, po­nien­do Ra­fael más fuerza en el abrazo que lo que la ti­mi­­dez le per­mitía, recorriendo con sus manos de pró­fugo la espalda de su ama­da, aspirando olores no imaginados, fre­nan­do las lá­gri­mas que pre­sio­na­ban tras los ojos y sin­tiendo ganas de per­ma­ne­cer así por siempre, escuchando ese “Ra­fael que­ri­do” pro­nun­­ciado por Margarita como si ca­da sílaba tuviera vi­da pro­pia, aspirando el aroma de la más cer­tera felicidad, sintiendo el abra­zo de es­ta mu­jer amada, tan amada y quizás tan des­co­no­ci­da, que lo recibía con tan­to ca­ri­ño después de años de vidas se­pa­radas, distantes y dis­tin­tas. Ha­cien­do a un la­do con su nariz par­te de la cortina de pelo de Margarita, hasta para tocar la ore­ja mis­ma y ha­blarle.

− ¡Qué alegría, Margarita, qué alegría estar contigo!

Pudo haber agregado qué sorpresa, porque para él era una sorpresa ha­ber lle­gado has­ta la casa de Marga­rita, ver­la, redescubrirla, comprobar que es­­tu­viera contenta de ver­lo, pe­ro eso ella no lo en­ten­de­ría. Lo dijo bajito y sua­ve, no pa­ra que no lo oyera Fernanda que se­guía ahí ob­ser­vando y oi­ría de to­dos modos, sino para estar a tono con el abra­zo, sua­ve y fuer­te y anu­dar el lazo en el minuto preciso, mu­cho más aho­ra que estaba solo, com­ple­ta­mente solo, irre­­me­diable­men­te so­lo, mientras en las calles lo bus­ca­ban las patrullas de agen­­tes del General, montados en los autos más mo­­der­nos y con in­ter­­comu­ni­ca­­do­­res; pero no iba a per­mi­tirse llorar en este mo­men­to, ni siquiera por la ale­gría, así es que aflojó un poco el abra­­zo, separando len­ta­mente, con mu­cho ca­ri­ño, a Margarita que estaba más emo­cio­nada que él. Rafael sonrió al comprobar el brillo de sus ojos, anticipo de lá­gri­mas inevitables.

− Hola, mamá.

Margarita regresó del mundo del ensueño y de los abra­zos, una tos, sa­ludó a su hi­ja, pren­dió luces, hizo sentar a Ra­fael y pro­cla­mando, entre sor­bos y sus­pi­ros, que sigue sien­do una llo­rona in­co­rregible, Rafael ya sabes, se fue del li­ving pro­­metiendo regresar “al tiro”.

Fernanda se levantó muy lentamente y, como si se tra­tara de una esce­na en cá­ma­ra lenta, caminó hasta sentarse al lado de Rafael, muy cerca, mi­rán­dolo con sim­patía y cu­­riosidad, queriendo es­cu­dri­ñar, en los rasgos du­ros y la mi­ra­da profunda de este hombre lle­no de mis­te­rios para ella, una bue­na respuesta para el llanto de mamá, para este llanto en par­ti­cu­lar, por­que si bien ella era una llo­rona habitual, esta vez le ha­bía resultado una revelación la ex­­presión de afecto de­mos­tra­do a este personaje que lle­ga­ba desde el pasado en un día cual­quiera.

− Pareces simpático, Rafael, pero espero descubrir cuál es tu gra­cia. No me con­testes nada, so­li­ta voy a descubrirlo, si me das la oportunidad para verte de nuevo.

El sonido del timbre sobresaltó a Rafael, que per­ma­ne­ció inmóvil y se tensó. Sus ojos revelaron preocu­pa­ción, pues recién había recordado su si­tua­ción real y que ésta no era una visita de cortesía.

− No te asustes, debe ser mi hermano. ¿Tú sabías que tengo un her­mano?

Si, lo sabía, sabía incluso que se llamaba Nicolás, pe­­ro lo tenía muy ocul­to en la me­mo­ria y se reconoció que no le in­teresaba verlo, temiendo que se pa­re­ciera al padre, aquel que fue el conquis­ta­dor de Margarita antes de que él es­tuviera en condiciones de competir y que como un imbécil la había reem­­pla­zado por otra, aquel que fue avia­dor y del que se dice que fue colaborador de los servicios.

Para Rafael fue una sorpresa ver a un Nicolás dis­tin­­to al pa­dre, sua­ve y menudo, pelo negro y ojos verdes al es­ti­lo de la ma­dre, con un aire que re­cordaba al abuelo ma­ter­no, vestido de uniforme colegial, se­rio y desa­pren­si­vo, que lue­go de soltar un hola ge­ne­ral, se abalanzó hacia la cocina. Se re­con­ci­lió con él, aunque el muchacho ni siquiera pre­­gun­tó quién era o qué estaba ha­cien­do allí; sin­tió ver­güen­­za de sus prejuicios y lo miró con mucha simpatía cuan­do pasó nue­va­­men­te por su lado, ahora llevando un enorme pan entre la bo­­ca y la mano.

Luego que Fernanda fue al segundo piso, rea­pa­re­ció Margarita, más tran­quila, re­pues­ta de la sorpresa y se ins­ta­ló a su lado en el sillón. Le tomó ma­no.

− Me alegro mucho de verte. No sabes cuánto. ¿Algo anda mal, Rafael?

El sonrió con el rostro, pero mantuvo la seriedad con la mirada. Si, al­go andaba mal, so­bre todo en él, que siem­pre fue tan listo de palabra, tan ágil en los foros y en las asam­bleas y que frente a esta mujer parecía un mudo.

-Ya me lo vas a contar todo, amigo, no te apures. Yo tengo todo el tiempo del mundo ¿Y tú?

− Todo el tiempo, demasiado o nada, no lo sé...

− Huy, amigo, caramba, que las cosas están muy mal. ¿Sabes? To­davía tienes cara de santo. ¿Eres ya un santo con­sumado?

− No soy un santo, no Margarita, no lo creo.

− Ojalá.

Y se quedaron en silencio. Ella se apretó contra él, su­surró algo sobre el gusto de te­ner­lo, apoyó la cabeza en el pe­cho, sintió la agitación de Rafael, la del miedo y del amor, bus­­can­do la barba con la mano. Rafael se fue in­mo­vi­li­zan­do pau­latinamente. No quería romper el he­chizo, años y años de su vida es­pe­rando un momento como éste, esperando es­te abra­zo, es­te pelo, es­ta mano en su mano, distinto de tan­tos abra­zos con tantas mujeres que ha­bían com­par­ti­do su in­­ti­mi­dad y su pecho con mucho amor, pero todo esto era nuevo por tan lar­­ga­men­te soñado, por la convicción de que jamás su­ce­de­ría, de que era com­ple­tamente imposible, man­tuvo la res­pi­ra­ción cons­tan­te para que ninguna al­te­ra­ción jus­tificara que ella se moviera de su lado un solo milímetro, para que na­da in­te­rrumpiera esta sorpresiva mani­fes­ta­ción de ca­riño, te­mien­do que si ella se iba regresaría para su vi­da la sórdida rea­lidad de las últimas ho­ras, que­daría solo, se ter­minarían las es­pe­ran­zas y quizás la vida misma. Sin mo­ver­se, tal vez com­par­tien­do el deseo de no interrumpir el momento, Margarita ha­­bló.

− ¿Viste a mis hijos?

Si, le habían gustado, pero sólo dijo “si” y nada más y muy bajito, pa­ra que no tu­vie­ran que moverse, sin­tiendo to­do muy cálido y suave, pos­ter­gan­do eter­namente el mo­men­to de las explicaciones, porque a Margarita sólo le ha­­­bía in­te­re­sa­do que él estuviera allí y no pre­­guntaba nada, ni por qué ni has­ta cuándo, era todo un eterno minuto, un instante, un en­cuen­­tro de cualquier día y a cualquier hora, sin nada más que el presente, intenso y gra­to, que Ra­fael sa­bía que no era de cual­quier día y cualquier hora, que to­da es­ta magia era po­si­ble sólo porque las cosas le habían re­sultado mal, pe­ro con su ten­sión y sus conflictos él que­ría gozar, simplemente gozar, sin pre­gun­tarse por qué esta vez ella era tan expresiva con él, por qué no antes o tantos otros porqué, por qué tantas cosas sí y tantas no, pero no te muevas, Mar­garita, no digas nada, no res­­pires, no suspires, no pre­guntes, que te he ama­do siempre, que no he dejado de amarte aunque haya amado a otras de por me­dio; que, a pesar de tus amo­res y los míos, te he tenido en el co­razón, aquí, en el pecho, donde ahora estás, Mar­garita, sa­bien­do que algún día te lo di­ría con todo mi ser, sin saber has­ta dón­de y cuánto te estaba que­riendo, Margarita mía, no te mue­vas, Margarita, Mar­garita, amor mío, por fin, sé que te he es­­perado, que la espera valió la pena aun­que ni siquiera en es­te mi­nuto de maravillas me atre­va a expresar en pa­la­bras lo que estoy sin­tien­do por dentro, todo esto tan lindo que pasa por mí, no te muevas Margarita, no me toques la ca­ra, amor mío, no hagas nada, Mar­ga­ri­ta, que de repente me pongo a ha­blar y te digo todo esto, cuando quizás otra vez he llegado tar­de y ya tienes un hombre que duerme contigo en las noches, Mar­­garita mía, querida Mar­ga­ri­ta, me quieres mucho, poquito y nada, Mar­ga­ri­ta, me quieres mucho-poquito-nada, no sus­pi­res Margarita.

− ¿Por qué te cortaste la barba?

Rafael suspiró fuerte, cambió el aire de los pul­mo­nes soltando briz­nas de amor por todas partes, in­ter­cam­biando el aire propio con este mundo de la casa de Mar­ga­rita.

− Por razones de seguridad.

Y entonces ella se hizo hacia atrás y lo miró son­rien­­do, como si no enten­die­ra nada, arrugó los ojitos verdes y re­pitió la misma frase, pero dando to­no de pregunta, sin sol­­tarle la ma­no, percibiendo que en esos ojos serios ha­bía miedo.

− A ver, a ver, amigo mío. Parece que esto va en serio. Va­mos a con­­versar lar­go, porque hay mu­chas cosas que no en­tien­do con faci­lidad. ¿Te sirvo algo, un ca­fé, un trago? ¿Quie­res fu­mar?

Nada, no quería nada, nada más que seguir con ella has­ta que el mun­do estallara en pedazos, que todo lo de­más se fue­ra a la misma mierda, el Par­­tido, el General, los agentes, pe­ro ella encendió un ci­ga­rrillo y se paró para acer­car un ce­ni­ce­ro.

En ese mismo momento se interrumpió la tras­mi­sión musical y un so­lemne lo­cutor anunció que pasaban a in­­te­grar red nacional de radios y de te­le­­vi­sión.

Margarita se quedó de pie y Rafael puso atención a la radio.