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Lazaro

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VIII

Lázaro no durmió aquella noche. La conmoción recibida era demasiado fuerte. Por vez primera se daba cuenta del género de afecto que le inspiraba Josefina, y vivo todavía el dolor de verla desear la vuelta de Félix a la casa, sintiendo la pena de recordarla implorando su ayuda, comprendía la grandeza de su mal y lo imposible del remedio. Pero no se sorprendió al confesarse el secreto de aquella inclinación; sus impresiones anteriores le habían llevado de la mano hasta aquel punto, y las que le pasaron antes casi inadvertidas, le aparecían explicadas ahora. Sus recuerdos le iban diciendo que los materiales del fuego, al parecer prendido entonces, ardían desde mucho tiempo atrás, y su memoria le revelaba cosas que, regocijándole como hombre, le espantaban como sacerdote. Las reminiscencias le venían, no evocadas por el deseo, sino involuntariamente. Recordaba que un día, estando sentada ella (¡ya subrayaba el pronombre!) en el invernadero con su bordado entre las manos y los ojos fijos en la labor, él, antes de llegarse a hablarla, la contempló a hurtadillas largo rato, deleitándose como un devoto en la imagen que tiene reputación de milagrosa. Otra vez, al querer alcanzar al mismo tiempo un ovillo de estambre que había rodado por la arena del jardín, el pelo de ella, rozándole la cara, le había estremecido, cual si su alma vibrara dentro de su cuerpo. Con frecuencia, sin dar al olvido sus encantos morales, se había parado a grabar en el fondo de su imaginación aquellas líneas que dibujaban un cuerpo formado de bellezas. Lázaro conocía hasta dónde llegaban el sutil ingenio de la niña y su candidez exenta de mojigatería; no se le ocultaba ninguna excelencia de condición y carácter; pero aquella noche se dijo que desde meses atrás hubiera podido dar detalles sobre la esbeltez del cuerpo, la pequeñez del pié, la roja frescura de la boca, o el delicioso mirar de las pupilas de Josefina. El capellán descubrió primero en ella una ser humano que parecía un ángel, y el hombre acabó por enamorarse de una mujer angelical, pero mujer al fin. Esto había sucedido natural, sencillamente, sin provocación de una parte o cálculo de otra, sobre todo sin intención en Lázaro, que se encontraba preso en una red, no porque se la preparasen, ni porque él, hallándola tendida, entrase en ella, sino porque los lazos estaban preparados en torno suyo por la fuerza y la naturaleza de las cosas. Tan inocente era Josefina, como irresponsable era él. Su único delito era llegar a comprender la monstruosidad de su desgracia, sin que antes lo que en él existía de sagrado le hubiese dado la voz de alarma. El hombre de la tierra y el del cielo caminaban juntos, y cuando el primero empezó insensiblemente a desviarse de la buena senda, el hombre de Dios no le avisó del peligro ni le previno del mal, y Lázaro, obligado a llamar a las cosas por su nombre, vio el peligro en Josefina y el mal en el amor. – ! La dulzura y la bondad un peligro; el amor un mal! ¿Por qué?

Antes de que el pobre clérigo llegase a persuadirse de la certeza de su amor, empleaba en la lectura y el estudio la mayor parte de los días y muchas horas de la noche. Las ideas que de sus observaciones brotaban chocaron claramente con los preceptos que se le imponían; su buena fe le impulsaba a buscar, cada vez con más ahínco, una opinión, un juicio, que diera solución a sus dudas, algo fuerte en que apoyarse para vivir y creer al mismo tiempo; pero ningún filósofo, ni ningún escrito sagrado le podían dar lo que su propia conciencia se obstinaba en negarle. Lázaro llegó a ser uno de los seres más desdichados de la tierra: el cura que adquiere la costumbre de pensar.

Lenta, muy lentamente, pero de un modo seguro y cierto, fue convenciéndose de que le habían educado dándole por verdades infalibles afirmaciones que no podía comprender; y, sin embargo, no cedía. La santidad de la misión impuesta le servía de refugio, o buscaba en las prácticas religiosas una ocupación piadosa, durante la cual se imaginaba sentir vagamente que su espíritu se elevaba en arrobos místicos hasta los prometidos cielos, como espiral de incienso que sube a perderse en el espacio.

Otras veces las limosnas que hacía la duquesa ocupaban su imaginación, hasta el punto de amortiguar todos sus pensamientos. Margarita quiso solemnizar la senaduría concedida a su esposo dando a los pobres una gruesa suma, y Lázaro fue el encargado de distribuirla. Cumplió el mandato escrupulosamente, consagrándose a él de modo que durante algunos días vivió embargado por su hermosa tarea; no salió de sus manos una sola moneda sin que supiera que realmente la necesitaba quien la recibía; se gozó en remediar las pesadumbres, y lo hizo con tal dulzura, desplegando tanta bondad, prodigando con tan divino arte los consuelos, que duplicó el socorro, añadiendo al oro de la duquesa esa otra limosna que sólo se da con el espíritu; quien la recibía de sus manos, quedaba obligado sin humillación y agradecido sin bajeza. El oro, al pasar por ellas, parecía purificarse sin dejarlas manchadas.

Cumplida su misión de caridad, Lázaro se encerró de nuevo en sus soledades, y entonces las dudas, muertas al parecer aquellos días, tornaron a mostrarle las insaciables fauces, semejantes a esos reptiles asquerosos que después de aplastados vuelven a revivir y arrastrarse.

Habitaba el capellán en casa de los Algalias un cuarto, casi una celda, de humilde aspecto, que los señores quisieron inútilmente amueblarle con mayor regalo. Frente a un balcón, abierto sobre las arboledas del jardín, tenía una cama de hierro pintada de verde, y a su cabecera un Crucifijo de torpe talla, de lacia y triste figura; un reclinatorio al pié del lecho; dos estantes de caoba deslucida llenos de libros, y una mesa también cargada de ellos hasta el punto de parecer rebosar, desparramándose por las sillas inmediatas; un modestísimo aguamanil de loza con su jofaina de lo mismo; un armario de pino barnizado, donde se guardaba la sotana de los domingos; una exquisita limpieza en todo, y una apariencia de profunda calma: tal era el cuarto, cuyas vidrieras se abrían antes que ninguna otra de las de la casa, y las que hasta más tarde estaban iluminadas por la lámpara que ayudaba el tenaz trabajo de sus largas veladas.

Aparte la impresión de apacible melancolía que aquella estancia causaba, lo más chocante de ella era la multitud de libros esparcidos por todos lados. Parecía que el dueño de aquel cuarto trataba de resolver un problema, y que en alguna de sus infinitas páginas esperaba encontrar la solución. No había fase ni aspecto del espíritu humano que no estuviese representado allí. Lázaro buscaba la verdad en todas partes; en los grandes escritores paganos, como en los Padres de la Iglesia; en los heresiarcas más ilustres y los ortodoxos más severos; en los mantenedores del sentimiento religioso y en los descreídos pensadores modernos. Se enorgullecía con las certezas de la ciencia, y sonreía ante las promesas de las religiones; examinaba los piadosos engaños y las verdades demostradas. Todo quería abarcarlo, cielo y tierra, presente y pasado, buscando con perseverante tenacidad las causas de las cosas, o el origen de las ideas, lo mismo en los tomos amarillentos y apergaminados de los siglos muertos, que en los volúmenes modernos, húmedos todavía, con su olor a tinta de imprenta y sus cubiertas de colores.

Solo, inteligente, ávido de saber y con tiempo libre, Lázaro estudió y observó cada vez con más ansia. Todas las perspectivas en que puede dilatar su mirada el entendimiento humano fueron presentándole dificultades e incertidumbres, y en confuso desorden invadieron su espíritu impresiones contrarias, dándose al mismo tiempo a su razón ideas justas y apreciaciones erróneas. De cada sistema recogió una palabra distinta, y de ninguno la verdad: unos le atormentaban con sus fraseologías de tecnicismos ingeniosos que dan nombre de cosas reales a creaciones del espíritu, afirmando lo que no demuestran; otros le decían que el hombre es fuerza y materia nada más, un reloj con cuerda para cierto número de años, que suele por su genio adelantarse al tiempo en que vive, que se retrasa por la ignorancia, que puede arreglarse cuando se descompone, pero que al fin se rompe; unos todo lo fundan en ideas, otros todo lo basan en hechos. Y cuando tales pensamientos le absorbían, parecía que una vocecilla burlona, desde un rincón de su cerebro, se le acercaba al oído, aconsejándole que arrojase los libros y se dejara de filosofías y estériles monólogos, que no habían de darle un grano de trigo ni una gota de agua. Él, sin embargo, seguía en sus estudios, y como el buzo baja con su escafandra a las profundidades del Océano, penetraba en los mares sociales, con la buena fe por apoyo y la sinceridad por guía.

Entonces cada paso fue un desengaño: vio que la vida es lucha de egoísmos contrarios, donde el oro sirve de absolución para la infamia y salvo-conducto para la nulidad; el mundo una batalla en que se cuentan las preseas, no según lo que se trabaja, sino con arreglo a lo que se posee. Adquirir es el talismán que todo lo resuelve; no tener, el delito que a nadie se perdona; no haber tenido, una mancha que jamás se borra. En las puertas del mundo la impudencia ha escrito este letrero: «Posee, y lo demás te será dado con hartura.»

Algunas veces Lázaro creía ir convenciéndose de que la tierra era el asiento del mal, como le habían dicho sus maestros: todo, al parecer, le incitaba para inclinarse a esta opinión. Mezclado con su amor a la humanidad, empezaba a sentir desprecio hacia el hombre, ser extraño, ridículo y sublime al mismo tiempo, que con frecuencia es malo, pero que algunas veces es peor. Veía que, como la fruta pasa pronto de la madurez a la corrupción, el hombre pasa rápidamente de la experiencia al egoísmo, y se fue persuadiendo de que la experiencia es inútil, porque siempre llega tarde. Si pensaba en sí propio, sentía humildad; si estudiaba al prójimo, le poseía el orgullo. Todo eran dudas continuas, enlazadas cual esas olas mutuamente engendradas, y en que ninguna es la postrera.

 

Al analizar el presente, todo le parecía negro; mas al estudiar la vida de otras épocas, miraba bajo distintas formas reproducidas las mismas dificultades, pero siempre disminuidas, hechas cada vez más soportables, y supo que ese trabajo de los siglos, aspiración y tarea de la humanidad, es el progreso. Vio que el mundo mejoraba con el tiempo, que el mal disminuía, y que sus antiguos maestros le habían pintado como perdurablemente malo lo que es eternamente perfectible. Aunque los estudios y las cavilaciones le amargaran, en el fondo de su alma quedaba siempre, como en la caja de Pandora, un bálsamo dulcísimo, la esperanza; y entonces la vocecilla burlona, cual si tuviera empeño en trocar sus ideales por ídolos, le decía: – «La esperanza es el manjar más sabroso de la tierra, pero es también el menos nutritivo.» —

Fruto de tantos desvelos, Lázaro llegó a saber mucho, pero todo podía reducirse a dos puntos: uno relativo al mundo, otro concerniente a sí mismo. Supo que el mal y el bien no radican uno en la tierra y otro en el cielo, sino que ambos están aquí abajo, dentro de nosotros mismos, en gérmenes dispuestos a brotar y florecer o podrirse, según los instintos, la educación, el tiempo o la voluntad del hombre. Y supo, en cuanto así, que en la tierra hay algo muy parecido a la felicidad: el amor. Un libro que nadie puede leer dos veces en la vida, pero que realmente existe y a él le estaba negado. Su alma debía ser un muerto que tuviese por sudario una sotana.

Las doctrinas de los que le educaron lo ordenaban así. Por cima del decálogo casi divino que debía practicar, los hombres habían escrito este mandato: – «No te amarán.» —

– ¡No te amarán!!, se repetía Lázaro continuamente, y cada vez le parecía más injusto. Su inocencia protestaba con la impetuosidad de la ira o con la amarga laxitud del desaliento, pero siempre tenía que confesarse vencida. Su conciencia era un siervo puesto en la alternativa de alzarse en armas o aceptar humilde y bajamente la esclavitud; no había más que dos caminos; abjurar, o resignarse. Lo que no existía, lo que nadie le podía ofrecer, era una solución que tuviese algo de consuelo.

Cuando la tempestad sorprende al pájaro que se aleja del nido, el ave lucha con la tormenta, aleteando por recobrarlo; cuando el niño que rompe a andar cae y se lastima, busca afanoso el regazo de su madre; cuando el hombre abandona la mujer que le quiere, y sufre desengaños, torna a ella, y en sus brazos se arroja: Lázaro no tenía nido, ni regazo, ni brazos a que acogerse; llevaba, como una doble maldición, la duda en la frente y el amor en el alma. Su meditación de religioso se quebrantaba con sus cavilaciones de hombre, y si la enérgica voluntad o el temor al peligro traían la oración a sus labios, entre los severos pensamientos del sagrado rezo se deslizaba un nombre de mujer, penetrando su imagen alegre y bulliciosa entre las austeras reflexiones, como entraría una maga en un coro de monjes.

IX

Josefina entró en el cuarto de la duquesa resuelta a descubrir francamente la inclinación que hacia Félix sentía, pidiendo a su madre ayuda para que pudiese aquel hombre ir decorosamente a la casa; pero frente a Margarita la energía y la resolución dieron en tierra; rompió a llorar, y balbuceó entre temores lo que se había propuesto decir claro. La duquesa, besándola cariñosamente, secó sus lágrimas, escuchó la confesión de aquel amor naciente, y despidiéndola ruego con ternura, la llevó hasta la puerta de su gabinete, procurando que aquella entrevista fuese lo más breve posible.

Al quedarse sola, la duquesa lloró también, pero no con aquel llanto apacible y puro de la niña, sino amarga, desconsoladamente, con lágrimas tardías en brotar y abrasadoras al deslizarse por el rostro.

Decidida a hablar con su esposo, mandó preguntar si estaba en casa; y cuando la contestaron que el señor no había salido, se encaminó al despacho, donde encontró al duque hojeando el reglamento del Senado. Hízole suspender la lectura, y abordando de frente la cuestión, le dijo que por su propio interés, por no pecar de ingrato y en gracia de Josefina, era necesario que Félix Aldea volviese como antes a frecuentar la casa. Examinose entre ambos cónyuges la cuestión, y el duque, que ya se iba encariñando con todo lo que tuviera sabor de discusión, aprovechó la oportunidad, hablando largamente de su decoro y prestigio, de que no quedase lastimada su dignidad, y de otra porción de cosas que hubieran hecho murmurar a cualquiera: palabras, palabras, palabras.

Por fin, Margarita, con ese tacto que sólo las mujeres tienen, resolvió las dificultades proponiendo que se diera un baile para celebrar lo de la senaduría, enviándose a Félix, como de costumbre, su correspondiente invitación; lo cual, después de lo ocurrido, venía a ser como una satisfacción, que sin desdoro del ofensor podía desagraviar al ofendido. Aceptada la idea, Margarita dejó al duque continuar su examen del reglamento de la alta Cámara, y vuelta a su cuarto, después de haber cerrado cuidadosamente las puertas para evitar verse de pronto sorprendida, se dejó caer en un sillón, apoyó en uno de sus anchos brazos los codos, y ocultándose el rostro con las manos, dejando rebosar el llanto por entre sus sonrosados dedos, fruncido el ceño y enrojecidos los párpados, se quedó pensativa, sin que nadie al verla hubiera podido averiguar si aquella dama era una madre que se imponía un sacrificio, o una mujer a quien los celos hostigaban.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Se fijó el día de la fiesta, y empezaron los preparativos. Los tapiceros y adornistas tomaron posesión de los aposentos en que había de verificarse; se construyó una galería de follaje, que ponía en comunicación el salón principal de la planta baja con el espacioso invernadero de cristales que en el jardín se alzaba; cubriéronse las columnas de hierro con entrelazadas hojarascas; se colgaron de la bóveda de cristales los aparatos para gas; se pusieron en los ángulos las mejores esculturas que había en la casa, haciendo que los mármoles blancos destacaran sobre fondos de oscuro follaje; se prepararon farolillos para las enramadas del parque; diose orden en las cocinas para que la cena fuera opípara; se apuraron todos los caprichos que puede el oro satisfacer al buen gusto, y una legión de artesanos invadió el palacio durante muchos días, disponiendo las cosas de suerte que cuando dos horas antes del baile los duques inspeccionaron todos los preparativos, el nuevo senador, arrellanándose en un sillón con la dignidad propia de su investidura, y mirando a su mujer con vanidosa satisfacción, exclamó: – «Estará bien.»

Y así fue. Desde las once de la noche una larga fila de coches iba poco a poco dejando en el vestíbulo del palacio centenares de convidados; las damas, envueltas en riquísimos abrigos, bajaban de sus berlinas y sus clárens, dejando ver pies coquetamente calzados que se apoyaban un momento en el estribo, mientras con la mano, enguantada hasta el codo, recogían la larga cola ornada de valiosos encajes; los lacayos recibían órdenes de volver a la madrugada; los mirones y curiosos, estacionados en la acera opuesta, contemplaban aquellas grandezas haciendo comentarios, sugeridos por la hermosura de las mujeres o la envidia de las riquezas; los salones se iban llenando, y el calor que la aglomeración y las luces engendraban iba animando y coloreando los rostros. Aquí se oían alabanzas a los dueños de la casa, dichas en voz alta; allá se agrupaban otros a murmurar censuras; unos buscaban a sus conocidos; saludaban todos a los duques; los más serios o curiosos examinaban en los salones inmediatos las obras de arte coleccionadas con exquisito gusto, o los libros de lujo, puestos sobre las mesas de riquísimas incrustaciones; y los jóvenes, juntos con los viejos alegritos, parados en las puertas, pasaban revista a las que entraban, cambiando apretones de manos, diciendo lisonjas o recibiendo miradas que parecían señas.

A poco más de media noche el salón ofrecía tal aspecto de lujo y riqueza; la alegría reinaba, al parecer, con tanto imperio sobre las almas de toda aquella gente; tanto goce se reflejaba en sus caras, que no parecía sino que en aquella regocijada turba nadie había que conociera la pesadumbre ni el dolor.

Ellas, ceñidas por estrechos trajes que oprimen hasta modelar las formas, con sus largas faldas prendidas de flores y de blondas, con sus diademas de pedrería en la frente, la belleza impresa en el semblante y la alegría en las miradas, recibían el homenaje de rebuscadas frases, no siempre franco, con que sus adoradores trataban de rendirlas. Ellos, vestido el severo y antipático frac, pugnaban por llegar hasta alguna de las que más efecto causaban, para hacer en el corro gala de su ingenio, mirando casi con descaro a las casadas, requebrando con prevención a las viudas, y tratando de inquirir el dote de las solteras. Hacia los extremos del salón veíanse algunas parejas, más ocupadas de sí mismas que del prójimo, en que ella parecía resignarse a conceder lo que deseaba otorgar, mientras él se obstinaba en pedir lo que luego había de cansarle. En un círculo se discurría de política; se comentaba en voz baja el escándalo de la semana, pronunciando al oído y en secreto los nombres de los protagonistas. Algún caballero se acercaba con disimulo a las habitaciones contiguas, espiando el momento de tender la mano sobre los riquísimos vegueros esparcidos en bandejas de plata. La música dominaba a intervalos el rumor de las conversaciones; la atmósfera se iba cargando hasta hacerse enojosa; la temperatura aumentaba por momentos; el abrasado ambiente de la sala parecía luchar con el fresco que penetraba del jardín por los anchos balcones en suaves ráfagas, y entre aquel mar de luz o torbellino de colores, se percibía el olor extraño que formaban los aromas de las flores, los perfumes de tocador y el calor de los sudorosos cuerpos.

La duquesa, rodeada de sus más íntimas rivales, recibía de cuantos se la acercaban elogios tributados a su buen gusto, casi todos cortados por un mismo patrón, muy pocos ingeniosos o bien dichos. Su traje era objeto de hablillas entre las damas, de admiración entre los hombres. El vestido de raso blanco, entre cuyos esculturales pliegues se quebraba la luz como en un mármol flexible, había llegado de París aquella mañana, y las dos perlas negras que llevaba en las orejas valían una fortuna. Al lado de su madre, Josefina parecía el nuevo brote de una flor hermosísima: la madre era como esas rosas que han agotado ya la pompa de sus galas desplegando todos sus pétalos a las caricias de la luz; ella, como esos capullos entreabiertos que comienzan a esparcir en torno suyo olor suave y débil. Su traje era blanco también, pero en el tocado y los prendidos, las flores sustituían alas joyas.

La excitación que la agitaba la hacía más hermosa. Inquieta y disgustada, miraba sin cesar a todas partes, preguntándose: – ¿No vendrá? Contestaba lo más brevemente que podía desdeñosa y displicente, y de cuando en cuando miraba con cariño a su madre, que por vez primera parecía esquivar las miradas de su hija.

Por fin, la enamorada niña vio entrar a Félix, que, saludando al paso a diversas gentes, llegó hasta la duquesa, cambiaron ambos algunas frases de simple cortesía, llegose luego a Josefina, y un momento después se les vio confundidos entre los grupos de alocadas parejas que parecían moverse impelidas por las notas de un vals de Strauss.

Lázaro estaba recogido y leyendo cuando llegó hasta sus oídos el alegre bullicio de la fiesta. Cerró entonces el libro, abrió el balcón, y el airecillo fresco de la noche le trajo claras y distintas las apasionadas frases de la música, como si el mundo, con aquella voz de sirena, quisiera arrancarle de la soledad. Bajó al jardín, se acercó a una reja, y oculto entre unos arbustos cuyas ramas se entrelazaban trepando por los gruesos barrotes de hierro, tendió la vista hacia el salón. Su mirada lo abarcó todo. Pasado un instante, la sorpresa se convirtió en asombro; sus ojos, deslumbrados por la claridad, fueron descubriendo los grupos, aislando las figuras, fijándose en los rostros, viendo surgir de entre un confuso mar de luces y colores las formas y el aspecto de las cosas. Los corrillos tan pronto formados como disueltos; la extraña amalgama que producían en el cuadro los trajes negros de los hombres destacándose sobre los vestidos claros de las mujeres; el continuo pasar de sombras que se cruzaban ante la reja, cortándole la vista; la variedad infinita de actitudes; el estado de los ánimos reflejado en las caras, atestiguando en uno de la indiferencia, en otro de los celos, mostrando acá la frialdad del apático, allá la impaciencia del nervioso, todo aquel conjunto de riquezas para él desconocidas, de lujos ignorados, le produjeron una impresión extraña, fuerte porque era nueva, y poderosa porque era continuada. La vista de aquel incesante movimiento, la luz arrancando destellos en pedrerías y collares, las damas, unas de semblante fresco como flores de campo, ajadas otras por los afeites o los años, engalanadas con sedas de todos los matices, desnudas las espaldas y los pechos a propio intento revelados en lo poco que el raso les cubría, el aire bochornoso y viciado que por la reja se escapaba, acabaron de marear al cura, sin que por eso dejara de mirar con ansia, creyendo a cada instante descubrir novedades que hiriesen su imaginación y calmasen sus agitados nervios. Hubo un momento en que la música apagó todos los otros ruidos; el ritmo sonoro y melódico de sus notas parecía arrastrarse como aurora de primavera en plantío de rosas; los giros lánguidos de acordes amortiguados y dulcísimos se trocaban de pronto en explosión de sonidos alegremente locos, y las armonías se esparcían como suspiros que volaban a refugiarse entre los pliegues de las amplias colgaduras, produciendo combinaciones raras, que se perdían, unas envueltas entre los giros de otras, como crujir de sedas y estallar de besos comprimidos. Las parejas iban deslizándose rápidamente ante la reja en confuso desorden, desapareciendo y tornando a pasar cual figuras de una linterna mágica, hasta que, callando de repente la orquesta y suspendiéndose aquel vertiginoso movimiento, Lázaro vio acercarse, impelidos todavía por la última vuelta del vals, una mujer y un hombre: Félix y Josefina. Él la ceñía el talle atrayéndola hasta sentir confundidas las respiraciones, mientras ella se abandonaba por completo, dejándose llevar. Llegaron hasta donde estaba el cura, y ya parados, la niña, moviendo el abanico de nácares y encajes ante su agitado pecho, se apoyó en el brazo de Aldea, mientras él murmuraba a su oído una frase, pagada con la sonrisa más hechicera del mundo. Lázaro, asido fuertemente a la reja, los miró sin cuidarse de ser visto, sin pensar que no tenían ojos más que para contemplarse uno a otro. Fuera de sí, agitado por un sentimiento desconocido para él, creyó apurar toda la hiel del sufrimiento humano; y como si su sangre hirviese y fermentara agolpándose a ofuscar aquel pobre cerebro, la idea del odio se irguió en él terrible y poderosa. No hubo entonces crimen ni infamia que no se creyera capaz de cometer; y midiendo con la rapidez del pensamiento su inocencia, mayor aun que su desdicha, se preguntó, en un arranque impío, si era divina la justicia que toleraba aquel tormento.

 

Bajo la sotana del cura latieron por vez primera en el corazón del hombre los impulsos del mal. El ministro de Dios sufrió como las criaturas de barro, y su alma de pureza inmaculada, su mansedumbre, su bondad evangélica, fueron un punto derrocadas por la ira, el aborrecimiento y la venganza. La que entonces le pareció más que nunca creada por el Señor con hueso de su hueso y carne de su carne, la prometida por el deseo y la Naturaleza para ser satisfacción de sus amores, la mujer que era emblema de su ideal y su felicidad, estaba en brazos de otro. Aquellos hierros que les separaban y que él inútilmente sacudía con impotente fuerza, eran sus propios votos, y aquel instante supremo de su vida, la ratificación solemne de la infame ley que le decía: «No te amarán.»

Sintiéndose morir, dejó caer con desaliento los brazos, y todo su rencor se disolvió en dos lágrimas que rodaron lentamente por su abrasado rostro. Hay almas que rechazan instintivamente el mal. El odio pasó sin detenerse sobre el espíritu de Lázaro, como la gota de agua que resbala por el hierro candente. Las fuerzas le faltaron, y mientras los alegres ruidos de la fiesta, convertidos en voces misteriosas por la fantasía, le llamaban queriendo embriagarle con efluvios de desconocidos placeres, dio en tierra rendido y sin aliento.

El baile estaba en sus momentos de mayor brillantez, y la animación, engendrada por la muchedumbre, se traducía en un continuo murmullo, que sólo a desiguales intervalos podían dominar desde la orquesta los instrumentos de metal. El salón parecía un foco de claridad intensa. Las temblorosas llamas del gas se reproducían hasta lo infinito en las grandes lunas venecianas, que, multiplicando las imágenes, creaban una confusión extraña, y empezaba a reinar ese desorden propio de todo sitio donde se divierten muchos a la vez. Allí dentro todo eran goces y alegrías; fuera no había sino silencio y sombra; un hombre en tierra, como soldado herido que se desangra en el campo de batalla, y un cielo de azul profundo, casi negro, estrellado, que desde su inconmensurable altura miraba con millares de ojos, tan indiferente a los placeres de unos como a la desdicha de otros.

Los vientecillos precursores del día empezaron a retozar entre los troncos con las hojas agitando blandamente las ramas, y algún pájaro, desvelado por los inusitados ruidos, batía las alas piando alegremente, y confundiendo desde su oculto nido las luminarias del festejo con los resplandores de la aurora.