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Lazaro

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IV

Apenas hacía un año que Lázaro estaba en casa de los Algalias, y ya se había captado todo el afecto que puede inspirar el que sirve a quien le paga su salario. La duquesa simpatizó con él como simpatiza la debilidad con la indulgencia. El duque vio, ante todo, en su capellán un hombre que sabía guardar las distancias, y la niña, querida de sus padres con ese cariño de los poderosos, quizá algo frío porque no impone sacrificios, encontró en Lázaro un alma joven, dispuesta a comprender las impresiones que en los albores de la vida se alzan en el corazón de la mujer. Los duques veían en el capellán una figura que, sin salirse de su esfera, contribuía al tinte aristocrático de la casa. La hija, como más joven menos sujeta a preocupaciones, sólo se daba cuenta de que, mozo o viejo, noble o plebeyo, había cerca de sí un ser respetable por su ministerio y digno de estimación por sus prendas. Lo agradable de su persona, lo más grato aún de su afabilidad y cortesía, atrajeron el corazón de Josefina hacia el espíritu de Lázaro como el bien atrae al alma. La inteligencia con que el joven sacerdote iba leyendo cada vez más claro en las cosas de la vida; el carácter con que indultando el error insistía en lo juicioso, y su buen corazón, merced a cuyo generoso impulso sabía hacer dulce la misma severidad, constituían en Lázaro una personalidad extraña, sencillamente buena, tan digna de estudio en su candidez como otras por su originalidad o extravagancia.

Josefina, para quien su padre era un socio del Casino que venía a dormir a casa, y que no hallaba en su madre sino la encargada de satisfacer frívolos caprichos, ni veía en el aya más que una criada con vestido de seda, fue poco a poco acercándose a Lázaro, movida simultáneamente de la necesidad de un amigo para su soledad, de la simpatía que inspiraba el hombre y el respeto que infundía el clérigo.

Algunas mañanas, cuando el tibio calor primaveral parecía reconcentrarse en la gran estufa de cristales que, poblada de plantas raras y hojarascas exóticas, se alzaba en el jardín, Josefina y Lázaro se encontraban en ella, fijándose la niña en las camelias que podría cortar para lucirlas a la noche, pensativo el clérigo en sus cavilaciones o abandonado a sus rezos. Atraídos uno hacia otro, se sentaban en los escabeles de hierro, olvidándose la mujer del galanteo escuchado la víspera, y el hombre del libro que le acompañaba. La reseña de un baile o la noticia de otro, el proyectado enlace de una amiga, un cuento de la villa, lo que dijo una visita, un pensamiento de caridad, servían de motivo a las conversaciones. Relegado insensiblemente a segundo término lo que daba margen al coloquio, el cura y la muchacha conversaban amigablemente, depurando, casi sin saberlo, lo que de terrenal tenía el comienzo de su diálogo. Nunca bastardeó aquellos dulces esparcimientos cosa rayana en lo ridículo; que ni la candidez de la mujer tocaba en la sensiblería, ni la discreción del hombre llegaba a parecer afectación. Todo era natural hasta tal punto, que si alguna vez traspusieron la imaginación o el labio los límites de lo conveniente, no entendió la pureza el desmán ni pudo recogerlo la malicia. Quizá pensando alto llegaron uno u otro a decir lo que hubiese parecido escabroso a un tercero; pero la torpeza si de sus bocas salía, brotaba con tal ingenuidad, que realmente la voluntad era tan irresponsable como la ignorancia. Josefina vertía sus ideas en el ánimo de Lázaro como la tierra deja brotar el manantial, confiadamente, sin esfuerzo, y él la escuchaba más cuidadoso de evitarla los errores que de confirmarla las verdades.

Andando el tiempo, e intimando el trato, llegaron a sentirse atraídos por la genial bondad del sacerdote cuantos habitaban la casa; pero siempre fue Josefina quien, verdaderamente encariñada con el capellán, parecía gozarse más en frecuentar su compañía. Por su parte Lázaro empezó a ver en la duquesa, si no una mirada pronta a esquivar la suya, al menos un oído que su dulce severidad parecía contrariar en algo, notando que la gran dama, más hipócrita por artificio que por naturaleza, aunque pensaba con licencia, gustaba de aparentar recato. A su desmedido afán de brillar en fiestas y saraos, a su gozo en ajar la vanidad de las amigas, hallaba siempre respetuoso, pero claro correctivo en la palabra del cura, obrando éste tan discretamente, que sus frases podían parecer a la duquesa avisos de su propia conciencia. Si el sacerdote hubiera pecado de autoritario, habríase librado de él Margarita, sin más que despedirle con cualquier pretexto; mas como era el ingenio del hombre quien obraba, dejando en la sombra su carácter de clérigo, poca defensa cabía en ella contra advertencias que era imposible haber rechazado como ataques. Hasta los criados contenían la murmuración soez y maliciosa cuando en sus conversaciones se pronunciaba el nombre de Lázaro, pues no hallando en quien le llevaba sino virtudes sinceras, tenía la baja lengua que callar, aun estando tan diestra en maldecir.

Así se deslizaba el tiempo para Lázaro, que, impensadamente tal vez, desvió sus miradas del espectáculo del mundo para fijarlas en lo que de cerca le rodeaba. Habíanselo pintado como asiento de todo error, cuando no es sino el campo de la batalla librada por el bien y el mal; de modo que al sentir herida la imaginación buscó refugio a sus dolores en la contemplación de una figura que, cruzando por su pensamiento, semejó la imagen del consuelo bajando a los infiernos del alma. A cada desengaño, a cada decepción, Lázaro cerraba los fatigados ojos, prefiriendo la tristeza de la sombra a los resplandores del mal, y al cerrarlos quedaba como fotografiada en su pupila la imagen de aquella niña destinada a ser juntamente el más grato ensueño y la más horrible pesadilla de su vida. La buscaba sin darse cuenta de ello; la echaba de menos sin sospecharlo; deseaba verla y hablarla del modo indeterminado y vago con que desea la dicha el acostumbrado a la amargura. Las mañanas en el jardín, los paseos en el invernadero, las tardes del lluvioso otoño pasadas tras los balcones del gabinete mirando estrellarse y correr las gotas de agua por los empañados vidrios; las horas en que sentado a un extremo de la mesa veía trasparentarse al fondo de sus pupilas azuladas toda la ternura de su alma, le hacían gozar de una manera tranquila, sin que su propia naturaleza varonil le llevara a pensar en otros halagos ni promesas. Se deleitaba en la contemplación de la mujer como la fría estatua de una fuente parece recrearse entre las ondas que la ciñen. Placer, peligro, dicha y dolor, todo lo tenía a su lado; y él, como invadido el espíritu por sólo un impulso, no sentía más que la admiración de la belleza en lo que tiene de ideal, sin que nunca llegaran los deseos a hostigarle con su aliento de fuego. Sentía lo que la pasión tiene de divino, sin que los vapores impuros de la materia mancillaran aquel placer purísimo; y cual si sus ojos penetrasen hasta el fondo del alma de la mujer, sin detenerse a mirar el vaso que encerraba el perfume, gozaba en la contemplación de un ideal inasequible. Si la ignorancia tenía las alas cortadas al deseo o la castidad sujetaba a la naturaleza, ni él mismo lo sabía; que no sintiendo torpeza, no tuvo ocasión de combatirla. Pero en el silencio de la noche, cuando todos dormían, tras el bullir de las cenas o el trajín de los bailes, Lázaro con la cabeza entre las manos, caído a sus pies el libro de rezo y rota la oración en los labios, sentía el alma movida de esos misteriosos efluvios que nunca engendra la piedad religiosa, porque solo brotan cuando saboreamos la esperanza de la propia ventura. Estremecido por el frío volvía en sí. El sueño o el cansancio le rendían luego, hundiéndole en los abismos de la nada, y su imaginación descansaba hasta que, al despertar, la esbelta figura de la niña flotaba de nuevo ante sus ojos, turbando la primer plegaria del día. En más de una ocasión la Virgen grabada en el devocionario pareció mover sus líneas y alterar sus rasgos, dando al rostro divino las facciones de la mujer amada.

Sus alucinaciones, aun tomando forma de impiedades, no llegaron a mancharse de lujuria; pero su misma voluntad, capaz de dominarlas, iba dejando de ser lo suficiente poderosa para evitarlas.

Nadie, sin embargo, supo sus sufrimientos. La misma Josefina, ídolo de aquel culto, no sospechó que bajo la pobre sotana del capellán de sus padres empezaba a realizarse el misterioso génesis que se cumple cuando el amor dice cerca de un alma: – «sea hecha la luz.» —

Sencillo, afable, blando con los criados, respetuoso con los señores, sin salirse de los estrechos límites que su carácter de cura le marcaba, acabó Lázaro por ser en casa de los duques el más querido de cuantos la habitaban.

Lo indulgente que con las culpas era, hacía creer a los culpables que permanecían sus faltas casi ignoradas, y si trataba de corregirlas, nunca las reprendía ante tercero, sabiendo que nada se remedia empezando por lastimar el amor propio.

Esta bondad, unida a su carácter religioso, le daba entre las gentes de los Algalias una consideración a que los mismos duques no podían sustraerse, viendo hermanados en Lázaro la mansedumbre del sacerdote y el ingenio superior del hombre. Pero quien más le quería, por ser quien más íntimamente le trataba, era Josefina, que, sin darse cuenta de ello, había ido poco a poco, coloquio tras coloquio y confidencia tras confidencia, abriéndole el seno de su alma sin dar jamás a conocer aquella inclinación que llegó a sentir, pero que no intentó definir nunca.

V

Cuando Félix Aldea fue presentado en casa de los Algalias, el duque le recibió con la afabilidad que un caballero de su clase se creía obligado a tener con el hombre puesto en moda por la opinión y la prensa. La duquesa le agasajó con esas distinciones que guarda la mujer bonita para quien rinde pleito homenaje a su hermosura, y Josefina, acostumbrada a la trivial conversación de gomosos insulsos, sintió hacia él profunda simpatía. Viendo en Félix un muchacho cortés sin afectación, galante sin lisonja, discreto sin esfuerzo, que sabía hablar de cosas serias sin hacerse enojoso, ser franco sin parecer hipócrita, y comparándole involuntariamente con los demás que la cortejaban, resultó de aquel paralelo que la muchacha llegó a preferirle cuando ya en su alma, sin que ella lo advirtiera, penetraron las sensaciones que al amor preceden, al modo que en una habitación cerrada se deslizan las primeras claridades del día.

 

Aquella especie de amistad severa y dulce, al mismo tiempo que unía a Josefina con el cura, la sirvió para una trasformación extraña; pero lo que Lázaro había provocado en la niña, más que una trasformación era el desarrollo de cuanto fecundo puede haber en el corazón humano. Poniéndola en condiciones de distinguir, casi intuitivamente, lo bueno de lo malo, cumplió la preparación necesaria en ella para apreciar la diferencia que existía entre hombres como Félix Aldea y caballeretes como los que hasta entonces había tratado. Con todo lo que de Lázaro escuchó, de sus instintos, sentimientos, ideas, y juicios, se formó Josefina una imagen que, sin reflejarse en su fantasía por entero, ni llegar a personificarse en una figura, prestó a las impresiones la suficiente cohesión para engendrar la aspiración indeterminada de un ideal en que se daban juntas y cumplidas las buenas cualidades del cura y las promesas de futura dicha, ya evocadas en el corazón de la mujer. Para realizarlas estaba Lázaro incapacitado. Ni por un momento cupo en Josefina la idea de que coexistieran en él las dos personalidades de hombre y sacerdote; pero cuanto se desprendía de su trato vino a formar algo como la fórmula de la ventura soñada, la profecía desinteresada de bienes que él no podría otorgar, pero que en él estaban visibles a los sentidos, aunque negados para siempre a la posesión o al goce. Él fue el primero en guiar a la virgen por los misteriosos senderos que llevan de la pureza a la ignorancia y de la ignorancia a la curiosidad, haciéndola salvar con la imaginación el límite marcado a la candidez por la sospecha, infiltrando, sin saberlo, en el espíritu de la niña esa inquietud secreta que dan las grandes crisis de la vida. Todo aquello con que Lázaro la había moralmente seducido, lo superior de su inteligencia, la atracción sobre ella ejercida, cuanto él discurría y la daba expresado en frases de sencillez grandiosa, el inconsciente empeño con que dejó entreabrirse los senos de su alma para que ella viese clara la poesía del bien y del amor, contribuyeron a que Josefina, llevando a otro sus miradas, se fingiera un espejismo moral en que objetivó sus ilusiones, llegando a concebir una entidad en que palpitaron vivas todas aquellas perfecciones que la sotana del cura hacía estériles. Lázaro fue el eslabón a cuyo roce salta la chispa de que otro se aprovecha.

A poco de frecuentar Aldea la casa de los duques, empezó a dibujarse la índole del afecto que inspiró a cada uno de los tres individuos de la familia. El duque, en un principio ceremoniosamente obsequioso con la trivial cortesía del caballero que se complace viendo en su casa al personaje del día, pensó luego que bien pudiera serle útil en el porvenir la amistad de aquel hombre nacido apenas a la vida pública, y objeto ya de tantas conversaciones. Su propio valer y la suerte de su partido, la fortuna o la casualidad, podían alzarle a una posición en que su influjo fuese halago para la vanidad, o mina para la codicia. Y el duque era de los que, llevando previsoramente muy lejos sus ideas, echan cuentas sobre lo que pueden producirlos amigos. No ignoraba que todo hombre es útil en algún momento de su vida, y que ese es el instante que debe aprovecharse. Pensó en la senaduría, y añadió para sus adentros: – ¡Quién sabe! – Desde que tal idea cruzó por su mente, le empezó a distinguir sobremanera; dejó de llamarle Aldea, y tomó la costumbre de llamarle Félix.

La duquesa, que al principio no sintió hacia él sino la gratitud innata de la hermosura para la galantería, fue apreciándole luego como uno de esos hombres peligrosos con quienes la coquetería de la mujer hace el papel expuesto de la imprudencia asomada a un abismo. La perspicacia de la dama, avezada a la lucha de la audacia contra la belleza, adivinó en él un adversario terrible si llegase a atacarla. Pero nadie notó que Aldea la cortejase. Sus conversaciones tenían ese carácter de afectada cordialidad que da barniz de amistad al trato de personas indiferentes; sus amables futilidades parecían exigencias del círculo que frecuentaba; sus galanterías imposición trazada por la teatral urbanidad de los salones. Tal vez a solas se entretuvieron en discreteos peligrosos, pero nadie llegó a pensar mal; ni la expresión de lo que él decía daba lugar a sospecha, ni la manera de escucharle ella significaba disimulada alegría. Tal vez en medio de una fiesta, muellemente sentada la duquesa, vuelto hacia atrás el rostro, recatándose entre el plumaje de su abanico y apoyado él en el respaldo del sillón que ella ocupaba, se encontrasen una sonrisa y una frase, como se encuentran el delito y su precio; pero el descuido, si lo hubo, de nadie fue notado; quedaron secretos los latidos que hicieron levantarse el raso a impulso del corazón, y quedó ignorada la secreta alegría de quien lo hizo palpitar. Quizá si se acercaron fue impelidos por la embriaguez que se apodera de los nervios bajo la letal influencia de la viciada atmósfera que forman las mentiras oídas, los perfumes aspirados y los resplandores que deslumbran; fueron como la rama que se inclina sobre el río mientras la violencia de la corriente alza la superficie del agua, sin que pueda notarse si los tallos la buscan, o es ella la que sube hasta manchar sus hojas.

Nada había en ellos que autorizase al mundo para suponerles unidos por un lazo más estrecho que el de la superficial amistad engendrada con el trato del medio social en que vivían. Existían en cambio poderosos indicios para suponer que, si algún exceso de galantería mostraba Félix Aldea hacia Margarita de Algalia, no eran enteramente desinteresadas sus intenciones. Cuando se le veía hablando; embelesado con Josefina, los ojos recreándose en la contemplación de su belleza, mudo y como absorto unas veces, animado otras hasta la locuacidad, comprendíase el por qué de tales dulzuras y complacencias para con la madre de aquel tesoro de discreción y hermosura. La solicitud con que a la duquesa atendía, se explicaba por el afán de acercarse a su hija. Tratando de hacerse agradable a Margarita, parecía solicitar la venia para otros diálogos en que de antemano era la plática tenida por más dulce y amena, pues Josefina cada vez se le mostraba más propicia.

Era la vez primera que Josefina escuchaba con gusto las frases galantes y las palabras cariñosas de un hombre. Cuantos hasta entonces la cortejaron, no supieron disimular bien el impulso que les animaba; unos sólo vieron en ella lo que inmoral y descaradamente se llama un buen partido; otros la esperanza de satisfacer con sus amores una vanidad pueril. Las pretensiones de aquéllos fueron siempre rechazadas con repugnancia; las de éstos miradas con desprecio. Josefina, incapaz de querer a nadie interesadamente, no admitía la idea de ser ambicionada por su oro, y sobrado discreta para confundir pruebas de amor con requiebros de salón, desoyó igualmente a los que pretendían su mano por su dinero y a los deseosos de preferencias en que fundar vanidades. Ni quiso prestarse a ser inerte objeto de un contrato, ni pudo oír con agrado las frases triviales, mejor o peor dichas, pero siempre falsas, con que el hombre pretende atraerse sonrisas y provocar miradas que pueda pregonar como favores. Cuando puesta en contacto con Félix Aldea apreció su valer y notó su inclinación por ella, se fijó primero, pensó después, vaciló luego, y finalmente llegó a decirse que aquel hombre joven y juicioso, hermoso y varonil, obsequioso sin afectación, galante sin lisonja, era quien mejor merecía, si no su amor, al menos aquella simpatía que la mujer dispensa como prólogo de más dulces concesiones. Tal vez creía verle demasiado engolfado en sus aficiones políticas; no se ocultaba a sus ojos que absorbido por la vida pública, la tranquila dicha del hogar sería en su existencia lo secundario; pero también apreciaba claramente la diferencia inmensa entre un hombre que daba el pensamiento a trabajos de gloria y los figurines movibles que hasta entonces la rodearon. Cuando, cansado por las luchas del mundo o abatido por los reveses de la suerte, Félix buscara en el hogar fuerzas y consuelos, ella, con los brazos abiertos, le brindaría reposo, y con sus frases de cariño le infundiría esa fe que el temple de las grandes almas sabe trocar en energía. Cuando la rápida pulsación de la impaciencia atormentara sus esperanzas, palpitaría también con ellas; la alegría de los triunfos sería para ambos, y la gloria que se conquistase para él sólo. Ella se contentaría con un beso el día de las victorias, endulzaría con una frase las amarguras, y lejos de pensar que el matrimonio es el egoísmo de dos, sus ensueños de ventura se lo hicieron vislumbrar como la abnegación de uno solo.

Josefina no amaba todavía a Félix. Ni le conocía lo suficiente para cifrar en él todas sus esperanzas, ni la había tampoco hablado en esos términos que hacen recíproca la ternura. Sus finezas y palabras amables no fueron nunca lo suficiente explícitas para provocar respuestas claras: él no parecía poner empeño en obtenerlas; ella, sin acertar a desearlas, las temía, pues si las conversaciones con Aldea pudieron servirla como medida de su valer, no conocía bastante su carácter para fiarse de él. Su trato le parecía cada vez más ameno, mayor su ingenio; pero no dejaba de observar que en todas sus conversaciones se quedaba siempre corto, temeroso de pronunciar palabra en extremo arriesgada, cuidando de evitar frases que no pudiera recoger. La perspicacia mujeril la prestó adivinación, y la niña fue advirtiendo que aquel hombre tenía repartido su corazón entre un amor naciente y otro sentimiento más vivo, más avasallor y poderoso.

Aldea no perdía ocasión de dar a entender en público su amor por Josefina: en las recepciones de su casa, en bailes, teatros y saraos se complacía en mirarla de ese modo que, prodigando expresión a las pupilas, entera a las gentes de lo que uno calla. No se recataba para decir a quien quisiera oírselo que con ella sería feliz; a nadie llegó a permanecer oculta aquella inclinación. La familia de Josefina se enteró de todo antes que los extraños, y si la madre no procuró evitarlo, el duque tampoco dio a la cosa gran importancia. Su hija era joven, rica y hermosa: nada tenía de particular que gustara a los hombres: Félix Aldea era uno más.

Sólo la interesada reflexionaba sobre su propia situación, y a pesar de la atracción de que se sentía poseída, procuraba dominarse, ver claro y leer en el corazón de aquel hombre.

Sin bastante conocimiento del mundo ni experiencia para explorar a Félix provocando atrevidamente explicaciones francas que pudieran ser indecorosas; sin coquetería que desconcertándole le hiciera venderse, Josefina sintió la falta de un alma amiga, leal, inteligente, franca, que aconsejara su incertidumbre y gobernara su timidez convirtiendo la misma debilidad en arma poderosa. Aunque obcecada con dificultades y dudas, a fuerza de pensar en su situación respecto de aquel hombre, creyó ver determinado y fijo el rasgo que caracterizaba su extraña situación. Cuando Aldea la tenía en público cerca de sí, hacía marcados, aunque discretos, esfuerzos porque le vieran enamorado de ella; pero cuando aparte y juntos podía hablarla sin testigos, callaba, o daba a la conversación los giros rebuscados de una tranquilidad afectada, huyendo cobardemente toda explicación. ¿Era esto el miedo natural de quien, deseando una dicha, vacila en pedirla temiendo escucharla negada o era un modo de implorar piedad? Con esta duda tropezaba Josefina al fin de todas sus cavilaciones.