Educar para la pluralidad

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3. La necesidad de una identidad familiar fuerte

Cuanto mayor sea la complejidad social, más necesaria será la construcción de una identidad familiar fuerte, como contrapunto, para así disponer de una honda capacidad crítica. Es decir, para evitar personalidades uniformes configuradas al dictado de los poderes dominantes, se hace muy necesario proporcionar en la familia una identidad familiar bien trabajada junto con un amor al mundo plural. Así se provee a los hijos de los resortes intelectuales suficientes para amar lo propio y para descubrir las carencias éticas y existenciales de las diversas cosmovisiones alejadas de la recibida en la familia.

4. La comprensión de las ideas culturales de fondo que nutren la sociedad

Con la educación familiar para la pluralidad se logrará la comprensión de las raíces de las que nacen las diferentes conductas morales, pues solo un conocimiento de algún grosor intelectual permite discernir que los frutos iniciales del hedonismo y del abandono de los jóvenes no son tan atractivos como parecen a primera vista. No es, por tanto, un discurso sencillo sobre problemas morales concretos, sino una formación para entender las grandes ideas de las que se nutren las diversas conductas morales que se presencian en las variadas relaciones interpersonales, a través de la televisión, internet, etc. Se trata de educar para conocer y razonar sobre el suelo cultural, sobre el fondo ético que sustenta las conductas de las personas.

5. Explicar los valores propios y los ajenos

No consiste en explicar solo los valores propios, sino también los ajenos que transitan por la sociedad plural. Se expondrán los pros y los contras englobados en los diversos planteamientos intelectuales, para que se puedan defender de las influencias negativas. También, de intentar que comprendan y aprecien los aspectos positivos que encierra cualquier movimiento cultural, aunque se encuentre alejado del nuestro. Interesa, entonces, evitar los reduccionismos y las simplificaciones, y fomentar la mirada intelectual que busca siempre lo que une a los demás por encima de lo que separa. Asimismo, de avivar la inquietud vital de aprender de todos, la actitud intelectual del rechazo total a lo falso y lo incoherente.

Como campo fecundo en el que podemos unirnos con todos los demás miembros de la sociedad destaca el de educar para un desarrollo sostenible. Así pues, con el fomento en el hogar de la «conversión ecológica» familiar —usando la expresión de la encíclica Laudato si del papa Francisco−, cada familia tratará de incorporar conductas para ayudar a un cuidado sostenible de nuestro Hogar común, la Tierra. Para habitarla con el mimo que merece y para dejarla con el menor impacto negativo posible de cara a las generaciones venideras.

6. Fomentar más la idea de ayudar a otros que la de protegerse a sí mismos

No se persigue tanto sobreproteger a los hijos ante un ambiente adverso cuanto de transmitirles el ideal de ayudar a otras personas. En este sentido, la educación será positiva, orientada hacia hacer el bien, y no solo a defenderse ante un ambiente difícil. Educar para la pluralidad significa formar a nuestros hijos para transformar el mundo con acciones positivas. Dicho de otra forma, esta educación subraya la idea de la vida como don valioso y, a la vez, como responsabilidad para mejorar la sociedad. En concreto, esta actitud se reflejará en una educación llena de alegría y buen humor, pues ambos resultarán más necesarios cuanto mayor sea la crisis cultural que deben abordar los jóvenes.

7. Enseñar la complejidad de lo real y a matizar los juicios: la serenidad sin violencia

A través de esta formación comprenderán que no existe ningún camino en la vida que sea rechazable en bloque, y que quien excluye a alguien o lo ridiculiza por pensar distinto, en el fondo, es quien menos razones posee sobre sus propios argumentos. En otras palabras, aprenderán que cuanto menos firme es el suelo de las convicciones personales más fuerte suele ser la violencia empleada para rechazar a quien no piensa como nosotros. Y lo contrario: quien fundamenta bien su fondo moral entiende también la complejidad de cada ser humano y es comprensivo con los modos de pensar alejados del propio. Esto ayuda mucho a no sentirse ridículos por pensar de modo distinto a la mayoría, y a sentir pena por quien descalifica o excluye a alguien porque no comparte sus convicciones familiares, morales o religiosas. También servirá para alejarse de quien defiende sus ideas de modo vehemente: sabrán enseguida que les faltan argumentos.

8. Tomar conciencia de vivir en un mundo muy injusto para la infancia y para los que menos poseen

Por último, la educación plural propuesta provee de un ideal de justicia alto que detecta el contraste de una sociedad que, junto con valores muy positivos, presenta una cara perversa que puede pasar inadvertida: la gran injusticia de plantear problemas morales de gran envergadura en edades tempranas. De alguna manera, se puede decir que hemos trasladado los problemas de una sociedad adulta a los jóvenes sin experiencia. Y esto es muy injusto. ¿Por qué un niño al hacer una búsqueda en internet tiene que encontrar frecuentes estímulos, seducciones o escenas sexuales brutales cuando todavía es muy ingenuo? ¿Por qué un chico o una niña pequeña tienen que convivir con la crudeza de las separaciones y rupturas familiares y con una violencia frecuente, si no en sus propios hogares, tal vez en el de sus familiares, amigos, compañeros de colegio o vecinos?

Y lo mismo podría referirse respecto de los millones de personas que pasan hambre y que resultan invisibles para quienes llegan perfectamente a final de mes. Esta realidad se ha de explicar de modo frecuente, para que en los hijos no prenda la indiferencia.

Subrayo estas situaciones porque la comprensión de este mundo injusto es un motivo más para afrontar la superficialidad ambiental que domina en la sociedad. Y porque el ideal de justicia posee mucha fuerza al acercarse la adolescencia.

C. Desafiando el ridículo: la belleza de ser alguien

Escribe el filósofo catalán Josep María Esquirol que «la vida es el ayuntamiento —la relación− de lo finito y lo infinito, entre lo que abarcamos y lo que no abarcamos, entre lo visible y lo invisible»[10]. Cuando se percibe esto, se trata a todo el mundo de rodillas ante su misterio de infinitud única, y se avanza muchísimo en el respeto, en la comunicación, en aprender del otro, en la tolerancia y, por supuesto, en la propia vida moral, puesto que se nutre de todo lo anterior.

Así se puede plantear la formación como la aventura de una existencia que aspira a la plenitud ética y como una donación para devolver lo que los demás nos han regalado. Y se desecha también la parálisis moral por el desaliento que produce la abundancia de corrupción y vulgaridad.

Se escribió al principio del capítulo que la educación actual debe ser profunda. Pues bien, para su logro Esquirol destaca la virtud de la sencillez, porque «una cultura alejada de la sencillez es también una cultura alejada de la profundidad (...) ¿Y si existiera una conexión entre la incapacidad para darse cuenta de la sencillez y el déficit de generosidad?»[11]. En esta sociedad consumista en la que lo importante para los jóvenes es la marca que compran para presumir de prendas caras, me parece que tiene mucho interés la formación en la sencillez, para admirarse ante la belleza de ser alguien, por encima de su envoltorio material. Educando sin despreciar lo material, pero formando también sobre la sobriedad y el gusto.

Afortunadamente, son muchos los que se dan cuenta de que algo no está funcionando en nuestra cultura. En ese ir contracorriente, desde la educación para la pluralidad se potencia lo que el filósofo Alasdair MacIntyre denomina las virtudes de la dependencia reconocida: la generosidad, la misericordia, la piedad, el perdón, el agradecimiento, la ternura y, sobre todo, el cuidado.

Esta base educativa estimula a los adolescentes para superar su tendencia camaleónica a mimetizarse con el ambiente dominante para ser aceptados. También los vacuna para que no se encapsulen en un mundo artificial donde sostener los valores familiares recibidos por miedo al ridículo.

Los hijos lo entienden. Y aunque a veces protesten, perciben que el gran fruto es vivir con esperanza y alegría, en un mundo como el que bosqueja Corina Dávalos:

«Al amanecer / el sol bebía / un café con estrellas»[12].

O sea, educar en el misterio de la persona, ser simbólico que busca llenar de sentido a su existencia, en ese respeto en el que cada uno es un alguien único, un individuo especial que embellece la sociedad plural verdadera, sin mimetismos, sin miedos.

[1] Cfr Jacques Maritain, Humanismo Integral, (1.ª ed., en 1936), (2.ª ed., 1946), (Madrid: Biblioteca Palabra, 1999).

[2] Ibid., 130.

[3] Jacques Maritain, Los derechos del hombre y la ley natural 1942. Cristianismo y democracia 1943 (Madrid Biblioteca Palabra, 2001), 51.

[4] Ibid., 116-117.

[5] Ibid., 118.

[6] Ibid., 118.

[7] Isaiah Berlin, El poder de las ideas. Ensayos escogidos, (Barcelona Página Indómita, 2017), 61.

[8] Ibid., 58.

[9] Jacques Maritain, Humanismo integral, op. cit., 205.

 

[10] Josep Maria Esquirol, La penúltima bondad, (Barcelona: Acantilado, 2018), 15.

[11] Ibid., 16 y 19.

[12] Corina Dávalos, Memoria del Paraíso, (Sevilla: Sístola Poesía, 2010), 30.

2.

EL ADELANTAMIENTO DE LA EDAD DEL PAVO

«“Qué guapo estás con este corte, tío. Vas a ligar un montón…”.

Nuestra expeluquera infantil a mi hijo de cuatro años».

Educar en el asombro. Catherine L´Ecuyer

«Chiquillos de los tiempos modernos, sois reyes en un desierto».

El Bajísimo. Christian Bobin

Una vez pregunté a un chico de trece años por qué todos los títulos de los cómics que llevaba en sus manos terminaban en X −por ejemplo, Profesor X, Equipo X, Arma X…—. Me miró con ojos desorbitados, estupefacto ante el desconocimiento de algo tan trivial, y me explicó, apresuradamente, que todo lo relacionado con los espectros se designa con una X: «Pero ya te lo explicaré más despacio, porque he quedado con mi novia y llego tarde».

La anécdota refleja bien que el ritmo interior del niño había sido sobrepasado, arrollado, derivando en un escenario ridículo —y negativo−. También me sirve para introducir la sugerente pregunta planteada por Catherine L´Ecuyer: «El aprendizaje se origina… ¿desde fuera o desde dentro?»[1].

Esta autora canadiense afincada en España ha publicado una de las obras más sorprendentes de los últimos años sobre educación familiar, Educar en el asombro. Resumo las tesis fundamentales de este libro:

1. La educación debe respetar los ritmos interiores de los propios niños, porque «el niño aprende desde dentro y no hace falta bombardearle con estímulos externos»[2]. O, con otras palabras, «educar en el asombro consiste en respetar su libertad interior, contando con el niño en el proceso educativo, respetar sus ritmos, fomentar el silencio, respetar las etapas de la infancia, rodear al niño de belleza, sin saturar los sentidos…»[3].

2. Hay que formar a los hijos aprovechando las nuevas tecnologías, pero sin caer en la exageración ni llegar a lo absurdo. Con el apoyo de numerosos estudios neurobiológicos, L´Ecuyer desmonta muchos de los excesos digitales actuales y de los falsos neuromitos acerca de la estimulación precoz de los chicos pequeños.

3. Educarlos con realismo, para superar ese déficit de realidad que los amenaza en las sociedades tecnificadas y que puede llevar a que los jóvenes se desconecten de lo que es bueno, verdadero y bello para su desarrollo natural.

L´Ecuyer recoge el testigo de la gran pedagoga de principios del siglo XX, María Montessori, quien postuló que el niño iniciaba desde dentro su propia educación. Con esa perspectiva de fondo, la pensadora canadiense nos alerta contra el acortamiento de su infancia y contra su consecuencia lógica: el adelantamiento de la adolescencia.

Ahora bien, L´Ecuyer incluye un sincero comentario en el final de su trabajo, afirmando que «la adolescencia tiene unos rasgos que no se curan con el asombro»[4]. Por eso se necesita un planteamiento educativo específico para la realidad relacional de los adolescentes, tan dependiente del contexto cultural y tan distinta del mundo infantil. En suma, me parece que tras esa sincera declaración se revela la necesidad de complementar el valioso enfoque educativo del asombro con una educación para la pluralidad orientada hacia la decisiva crisis de la pubertad.

Por otra parte, como explica el filósofo José Antonio Marina resumiendo novedosos estudios del campo de las neurociencias, la adolescencia es una etapa privilegiada en la que «el cerebro se rediseña por completo»[5]. Esto significa que, frente a algunas tesis anteriores que subrayaban sobre todo la influencia de los tres primeros años para el desarrollo de la personalidad futura, cada vez hay más evidencias que subrayan el peso de la adolescencia como tiempo decisivo de la existencia.

Por todas estas razones, se expondrán ahora con algún detenimiento las características pedagógicas y educativas propias de los periodos de la tercera infancia, la preadolescencia y la adolescencia. Cuando se habla de adolescencia en la literatura sobre educación, habitualmente se incluyen la preadolescencia y la adolescencia propiamente dicha. Sin embargo, en los estudios más específicos sobre la cuestión resulta necesario separar ambas etapas pues, como se verá, contienen rasgos específicos que conviene diferenciar.

A. La tercera infancia

La “Tercera Infancia” abarca el tiempo de la madurez infantil, superada ya la “Primera Infancia” entre los cero a tres años —llamada de modo descriptivo como primeros pasos−, y la “Segunda Infancia” que llega hasta más o menos los seis años —también conocida como primeras letras−.

Este periodo de la “Tercera Infancia” se describe como el de las primeras decisiones morales, y se considera que abarca entre los 7 a los 10,5 años en las niñas y entre los 7 a los 12 años en los varones, pues en ellos la pubertad comienza algo más tarde; lógicamente, esto solo sirve de referencia general, y estas edades pueden variar en cualquier persona particular.

Este tiempo se caracteriza por el equilibrio y se describe como un periodo de madurez infantil en el que el niño disfruta de su infancia. En caso de que haya algún problema, habitualmente tendrá escasa profundidad y al día siguiente será olvidado con facilidad. En general, los niños gozan de sus capacidades biológicas y van dominando las físicas y deportivas; además, lo logran disfrutando de sus crecientes destrezas. Los chicos y chicas se sienten capaces de afrontar la tarea de existir en este momento de sus vidas y lo hacen con alegría.

También comienzan a engullir conocimientos que, aunque aún no sean muy abstractos, les permiten empezar a comprender muchas de las cuestiones que antes simplemente aceptaban sin raciocinio. Por eso, el conocimiento juega un papel educativo esencial y hay que aprovecharlo; además, la autoridad de sus padres es la fuente casi exclusiva de sus razonamientos, y las influencias externas les afectan poco.

Durante estos años, sus sentimientos irán ganando en riqueza. Además, comenzarán a poseer una intimidad naciente y crecerán sus sentimientos sociales. Todo esto hace que, para los padres, este tiempo resulte muy agradecido: ven a sus hijos llenos de felicidad, y la autoridad familiar no necesita de ningún refuerzo para que exista un vínculo sencillo de cariño y obediencia habitual.

Los objetivos educativos en este periodo se orientan, fundamentalmente, hacia el refuerzo de tres aspectos:

1. Hacia sí mismos: el primer logro educativo de esta fase de la infancia consiste en educar la voluntad: así de rotundo (junto con educar la conciencia moral, como se ha dicho). Y el ámbito fundamental para conseguirlo es el hogar. Tareas como hacer la cama, ayudar a recoger el desayuno, poner y quitar los cubiertos de la mesa, limpiarse los zapatos, ayudar en la limpieza de suelos o lavabos, apagar las luces que no se necesitan, colaborar en las compras de la casa, en cuidar las plantas o las mascotas, etc., encierran una importancia educativa de primer orden. También, encargarles de tareas de la casa que les ayuden a formarse en el respeto hacia el medio ambiente, y que suponen un esfuerzo para fortalecer su voluntad, como desechar los residuos en los diferentes cubos de basura para realizar una correcta separación y empezar a reciclar en casa. Asimismo, cuando se pueda, asignarles el encargo de bajar esas bolsas de basura a sus correspondientes contenedores, para que aprendan desde pequeños y en la propia familia un estilo de vida que contribuya a crear un entorno sostenible.

Otra dimensión fundamental para el fortalecimiento de la voluntad la constituye la exigencia en los estudios: aquí se gana o se pierde gran parte de la fortaleza de carácter de los hijos. También ayuda que practiquen algún deporte para aprender a sufrir, a ganar y perder, a ser generosos con los demás compañeros del equipo, etc.

Además, la educación de la voluntad depende de nuestra actitud frente al exceso de entretenimiento pasivo a través de internet, los videojuegos y la televisión. Los chicos de estas edades deben tener un tiempo limitado y momentos adecuados para estas aficiones. Además, hay que evitar su uso como “canguro”, así como su utilización durante las comidas; y, como dicta el sentido común, todas estas fuentes de entretenimiento deben estar siempre en lugares comunes de la casa para evitar que se conviertan en refugio de su soledad, o que se transformen en fuentes de personalidades egoístas o viciosas.

2. Hacia dentro: para favorecer el descubrimiento de su intimidad. Con explicaciones delicadas, conviene aclararles todo lo necesario para que comprendan el sentido del amor y la sexualidad; insistiendo más en su fondo amoroso −en el porqué de la donación sexual− que en las cuestiones descriptivas. Aunque progresivamente, también habrá que ir aclarándoles el cómo: pero siempre que entiendan el sentido personal, la expresión de amor que subyace en el encuentro sexual bajo la donación de los cuerpos. También, es un momento fundamental para explicarles la importancia de no juzgar las intenciones de las actuaciones de los demás. En este punto, conviene conocer que los niños tienden a juzgar con dureza a las personas, por lo que habrá que corregirlos sin severidad, pero una y otra vez. Por último, hay que advertirles cuando cometan sus primeras inmoralidades, para que aprendan el lenguaje de la fragilidad. Explicarle que ese idioma, junto al de la lucha interior y al del perdón, les debe acompañar durante toda su vida.

3. Hacia fuera: para ayudarles en su socialización. Para ello, favorecer la interacción del niño con su entorno: invitar a los amigos a casa, enseñarles a disfrutar con el bien de los demás, dar limosna, llevar algún regalo de reyes a otros niños necesitados, etc.

Por último, resulta importante conocer que en estas edades los hijos desarrollan un fuerte sentido de la trascendencia y que, por ello, detectan los valores reales de sus padres sobre estas cuestiones. Muchos adultos no saben que a los niños lo sobrenatural les resulta muy natural y armónico, siempre que lo perciban con sinceridad en la vida familiar. Por eso, cuando a los pequeños se les hacen tediosas las ceremonias religiosas, tal vez sea más prudente ofrecerles una explicación que respete su misterio en lugar de pensar que son pequeños para asistir a esos actos religiosos. Aunque en todo esto, habría que conseguir un equilibrio.

B. La preadolescencia

Para un estudio detallado, conviene ahora diferenciar este periodo posterior a la tercera infancia, la preadolescencia, diferenciándolo de la adolescencia en sentido estricto.

En esta etapa la inseguridad irrumpe en la vida de los hijos. Una gran cantidad de cambios psicosomáticos acontecerán con el objetivo de que el niño deje de serlo y pueda desarrollar una personalidad propia.

De modo sintético, se podría definir este comienzo como el periodo en el que se configura el yo. Es decir, termina la etapa en la que se admiten las cosas por la simple razón de que lo dicen los padres y se pone en duda toda la educación recibida para enjuiciarla personalmente.

Ahora se aceptarán los valores por decisión propia; o, por el contrario, se buscarán otras ideas que parezcan más verdaderas las cuales sustituirán a las que consideren falsas o injustas. Algunas consecuencias exteriores revelan ese mundo interior; por ejemplo, ya no se peinarán como a sus padres les guste, y comenzarán a vestirse como los preadolescentes quieran.

Todo esto irá apareciendo progresivamente, entremezclándose con rasgos de inmadurez propios de la “Tercera Infancia”. Y a ello se irán sumando, durante más de dos años, importantes cambios psicosomáticos.

1. Cambios físicos. Comienzan las transformaciones biológicas de la pubertad, en la que el cuerpo infantil se transformará progresivamente en adulto. Se traduce en un crecimiento corporal y sexual acelerado e intenso que conduce a la primera menstruación en las mujeres y a la capacidad de eyacular en los varones. Como término medio, la pubertad dará comienzo generalmente a los once o doce años en las niñas y a los trece años en los chicos, aunque estas referencias son muy variables.

Ahora bien, subraya Ceriotti Migliarese cómo la transformación es mayor en las niñas que en los niños. En este sentido, escribe: «Las transformaciones corporales de la niña tienen su centro en un evento “fuerte”: las primeras menstruaciones (…) que señala la desvinculación definitiva del mundo infantil»[6].

 

2. Cambios psíquicos. A lo anterior, se sumarán unas alteraciones importantes en sus sensibilidades y en sus conductas; y como consecuencia, una intranquilidad de fondo que no se debe perder nunca de vista para comprender y educar en estas circunstancias. ¿Quién soy yo? ¿Cómo soy yo? Son preguntas, tal vez no explícitas, que flotan en la intimidad del preadolescente como manifestación lógica de la pérdida de la niñez. Sin ellas no llegaría nunca a forjar una personalidad propia.

De nuevo, la neuropsiquiata infantil Ceriotti Migliarese señala también las consecuencias psíquicas y emocionales más fuertes para las niñas en relación con los chicos, lo que las hace todavía más vulnerables en esta etapa: «La llegada de la menarquia [la primera regla] en la niña va acompañada de una nueva necesidad de aprender a cuidar de su cuerpo sola, y a soportar las incomodidades y el dolor que pueden aparecer (…). Percibe que tampoco sus padres, a quienes hasta hace poco consideraba tan potentes, son capaces de cambiar las cosas o detener aquello que se ha puesto en marcha, La separación es, por eso, inevitable e induce sentimientos de melancolía y soledad»[7].

Asimismo, esta misma autora insiste en la mayor fragilidad de las niñas porque se vuelcan «hacia la exploración de las relaciones, con su complicado entrelazamiento de amistades, enamoramientos y conflictos. Las chicas de esta edad prestan una atención e interés extremos a trabajar con la mente las relaciones significativas para ellas. Al mismo tiempo, son muy vulnerables y es fácil herirles, precisamente a causa de la intensidad particular con la que interpretan y viven cualquier matiz emocional»[8]. De modo distinto, los chicos en sus relaciones se dirigen sobre todo a explorar las propias competencias físicas y abrirse espacios posibles de relación sin más líos.

3. Cambios intelectuales. También el rendimiento intelectual se resiente y los chicos se encuentran distraídos, inseguros y olvidadizos. Les cuesta trabajo concentrar su atención, y se sienten cansados. Si esto no se tiene en cuenta, será fuente de conflictos familiares precisamente en el momento en que los hijos precisan, de un modo especial, de un ambiente familiar sosegado.

En este clima interior de intranquilidad resultan importantes dos logros educativos: un ambiente familiar sereno, y que se sientan escuchados en sus problemas. Como consecuencia, habrá que ejercer la autoridad de un modo distinto: oyendo a los hijos con atención y con cercanía. Porque si se distorsiona el suelo afectivo familiar, lógicamente por alguna conducta equivocada y negativa del adolescente o por su actitud retadora a la que se responde de un modo también desafiante, la formación familiar quedará seriamente afectada.

Habrá que corregir, a veces con fuerza, pero habrá que elegir bien las circunstancias para evitar enfrentamientos con un preadolescente, evitando los momentos en que estén muy alterados. Todo tiene su tiempo. La simplicidad y la racionalidad adquieren, entonces, un valor impagable para seguir construyendo el edificio educativo en estas edades, intentando problematizar lo menos posible.

La preadolescencia es el trayecto de la vida en que se necesitan ambientes serenos −casi diría divertidos, sin tragedias excesivas−, climas familiares de confianza, para saber disculpar y olvidar pronto los errores. También, un tiempo en que los padres deben ganar el prestigio educativo por su coherencia —cosa que no hacía falta en la tercera infancia−. Esto se logra con la capacidad para escuchar atentamente los puntos de vista de los propios hijos y para saber felicitarlos y alegrarse cuando en alguna ocasión posean más razón que nosotros, que alguna vez ocurrirá. Así, además, ganamos autoridad educativa ante ellos, más aún si perciben nuestra alegría cuando rectificamos porque no teníamos razón.

La experiencia enseña que a padres desconfiados, hijos mentirosos. Por tanto, es preferible resultar engañados alguna vez, en vez de que los hijos adviertan la desconfianza de ser vigilados a escondidas, redes sociales incluidas. Cuando hay confianza al cien por cien, si alguna vez mienten la propia conciencia del engaño ejercerá en ellos una fuerte y duradera corrección.

También resultan necesarias unas cuantas normas familiares para evitar que la inquietud y los cambios psicosomáticos del preadolescente conduzcan a una huida de sí mismo y de sus obligaciones en forma de aislamiento en sus aficiones musicales, televisivas o digitales. Esto se traduce en que hay que conseguir una cierta disciplina en la familia para educar el carácter. Lógicamente, hay que explicarlo sin cansancio: «Todo esto es para educar vuestro carácter, para no tener hijos con raquitismo interior». Los adolescentes entienden esta exigencia aunque jamás lo manifiesten. Insisto: lo comprenden, aunque, por supuesto, no pierdan ocasión para protestar.

Esa disciplina se concreta en la medida de lo posible en horas más o menos fijas de levantarse y acostarse; en control de la televisión, el ordenador, los videojuegos, el uso de internet en general y de Netflix en particular (y otras plataformas similares); en que manejen poco dinero para que no se hagan unos pequeños consumistas; en que tengan el día ocupado; en una fuerte exigencia en el estudio y en que aprovechen el tiempo, fomentando, tal vez, alguna afición deportiva; y, por último, intentando que todo esto transcurra en un ambiente familiar lo más alegre posible, pues en estas edades existe, junto a una variabilidad emocional, una gran tendencia a pasarlo bien todo el tiempo, por lo que el clima familiar debe resultar atractivo.

En este contexto también parece fundamental revisar cuánto tiempo compartimos con los hijos, porque una de las claves para sacar lo mejor de ellos es dedicarles muchas horas. Sería una ingenuidad pensar que nuestros hijos serán capaces de desarrollar todo su potencial por su cuenta o gracias a lo que les dicen sus profesores en el colegio, sin acompañarles nosotros muchas horas.

El arte de educar consiste en combinar dos elementos a primera vista contrapuestos: la autoridad y la autonomía. Por eso no consiste la educación en seguir un recetario. En estas edades hay que tener prestigio, ser coherente y mantener la autoridad, sobre todo en ocasiones en las que, con claridad, hay que decir que no. En opinión de Gregorio Luri, un prestigioso filósofo y especialista en Ciencias de la Educación, resulta muy negativo un concepto blando de relación educativa entre padres e hijos. Lo explica así en su libro Mejor educados:

En algún momento, el padre tiene que hacerle ver al hijo que lo que ha hecho es serio y que ha traspasado el límite del sentido común, enseñarle que los actos tienen consecuencias, porque la libertad se mide por la capacidad para tener conciencia de nuestro deber. La libertad también es el derecho a ser imputado.

(…) Eres humano y cometerás más de un exceso. Pero no olvides nunca que tus hijos —también los adolescentes− se sienten más seguros cuando saben que sus padres están al tanto y que controlan la situación (…). Puede que no les guste tu control, pero les gustaría menos tu descontrol.

Las familias más conflictivas no son las económicamente más pobres, en absoluto. Más bien son familias en las que los padres están tan ocupados en satisfacer todos los caprichos de sus hijos que no disponen de tiempo para detenerse y mirarlos a los ojos[9].

Si hubiera que señalar las dos o tres actitudes más necesarias por parte de los padres para el periodo de la preadolescencia, destacaría estas: paciencia, buen humor y no perder nunca los puentes de comunicación con sus hijos aunque para eso haya que esperar para corregirles; eso sí, haciéndoles las correcciones siempre sin amargura y con confianza.

C. La adolescencia

En mitad de estas transformaciones y sin solución de continuidad, el preadolescente se irá transformando en adolescente. Esto significa que de la configuración del yo, propia de la preadolescencia, se encaminará hacia la construcción del tú característica de la adolescencia. O con otras palabras, que irá avanzando hacia la configuración del nosotros, del grupo. Y el aislamiento del mundo descrito para ocuparse de su yo será abandonado, pues los hijos comenzarán a lanzar la vida psíquica hacia fuera con una intensidad casi sobrecogedora. Pasarán de estar en su cuarto hastiados y cansados a querer estar todo el día fuera con los amigos, porque ahora se aburren en casa. Y a la hora de regresar al hogar, cualquier tiempo les parecerá escaso.

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