Inspiración y talento

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María Cambrils y las redes feministas

Antes de dedicarse a la política activa, mantuvo amistad con algunas mujeres del PSOE como la valenciana María Cambrils, a la que le prologó el libro Feminismo socialista, publicado en 1925. Cambrils dedicó el libro al fundador de su partido, Pablo Iglesias Posse, su «venerable maestro» y sufragó ella misma la edición, indicando que lo recaudado por la venta del libro se destinaría a un fondo para comprar una imprenta para El Socialista. En la introducción del libro se leía:

Todo hombre que adquiera y lea este libro deberá facilitar su lectura a las mujeres de su familia y de sus amistades, pues con ello contribuirá a la difusión de los principios que conviene conozca la mujer en bien de las libertades ciudadanas.

Campoamor definía a Cambrils en el prólogo como una militante que «cree en la mujer porque cree en sí misma». La feminista socialista, por su parte, escribió que Campoamor era una abogada «de extraordinarias condiciones oratorias y periodista de nervio», refiriéndose a sus columnas en «El Día y otros diarios españoles».

La amistad con María Cambrils no era un hecho aislado. Campoamor se había interesado tiempo atrás por la Escuela Nueva, proyecto pedagógico radicado en la Casa del Pueblo de Madrid que pretendía dotar de una formación cultural básica a los trabajadores y difundir el socialismo. Asistió a sus actividades, dio conferencias en agrupaciones y colaboró también en El Socialista. Y en 1927 participó con feministas socialistas en un mitin contra el artículo 438 del Código Penal. Denunciado ya por Carmen de Burgos, el rechazo a este vestigio calderoniano unía a la mayoría de las mujeres. Campoamor lo tenía claro: «Hay que dar otro recurso que la pistola al marido burlado para deshacerse de su mujer: hay que darle el divorcio», declaró. La Segunda República abolió dicho artículo, aunque había desaparecido ya de hecho del Código Penal de la dictadura de Primo de Rivera. Pero estos nexos feministas y culturales con determinados socialistas no se extendieron a sus dirigentes y, a la hora de entrar en política, sus pasos se dirigieron a Acción Republicana.

Uno de sus frentes internacionales giraba en torno a la Federación Internacional de Mujeres Universitarias fundada en Londres en 1919 por Virginia Gildersleeve, Caroline Spurgeon y Rose Sidgwick. Influidas por las devastadoras consecuencias de la Primera Guerra Mundial, decidieron potenciar la educación de la mujer en todos los ámbitos y crear redes internacionales de universitarias. Un caldo de cultivo idóneo para fomentar las ideas feministas. En España, María de Maeztu impulsó en 1920 Juventud Universitaria Femenina, que Clara Campoamor presidió desde 1929, dándole un carácter más reivindicativo. Pero como para homologarse con la Federación Internacional se requería que sus miembros fueran no estudiantes, sino mujeres con la carrera terminada, en 1921 pasó a llamarse Federación Española de Mujeres Universitarias. Aunque sin perder su nombre original; de hecho, en España coexistieron ambas siglas. En 1928 la Federación Internacional de Mujeres Universitarias celebró su Congreso en Barcelona, Madrid y Sevilla, teniendo a Campoamor como anfitriona.

En la entrevista realizada por Josefina Carabias para Estampa en 1931, confesó su fe republicana al comentar que en su casa no eran los Reyes los que traían los juguetes en enero, sino una señora a la que su padre llamaba «la República», una lejana, etérea y desconocida dama que había desaparecido del horizonte paterno en 1874 y que empezó a tomar cuerpo en el imaginario político de su hija al final de la segunda década del siglo XX. Campoamor, al igual que su hermano Ignacio, compartía el ideario de los políticos conjurados en San Sebastián: sustituir la debilitada monarquía de Alfonso XIII, que había perdido peso al apoyar la dictadura de Primo de Rivera, por su soñada República. Tras la sublevación de Jaca y la detención del comité revolucionario que apoyaba el Pacto de San Sebastián, Campoamor, al igual que Victoria Kent —abogada de Álvaro de Albornoz— colaboró en la defensa de dos dirigentes guipuzcoanos condenados a muerte, Manuel Andrés Casaus y José Bago, además de su propio hermano, Ignacio Campoamor. A este, redactor de La Prensa y secretario de la Unión Republicana de San Sebastián, le pedían de doce a veinte años de prisión. El 6 de abril de 1930, en el marco de su defensa, Clara Campoamor participó en San Sebastián en un mitin con Miguel de Unamuno a favor de la amnistía. Ocho días después llegaría la República y serían liberados. Su hermano fue nombrado poco después gobernador de Cuenca hasta 1933 y acabaría también en el exilio.

El 14 de abril de 1931 la abogada se encontraba en San Sebastián y se la vio en uno de los balcones del Centro republicano celebrando la proclamación de la República. Con ella estaba la feminista suiza Antoniette Quinche, a quien había conocido en 1929 en un Foro Internacional de Mujeres de Carreras Jurídicas, una organización que había creado la propia abogada española. En un viaje de Campoamor a París en 1928 —su primera visita a la capital francesa—, para participar en el IX Congreso Internacional sobre Protección a la Infancia, surgieron los primeros contactos con juristas francesas y alemanas a las que se agregaron abogadas de otros países. El resultado de estos primeros encuentros fue la Federación Internacional de Mujeres de Carreras Jurídicas, fundada por Campoamor, la alemana Margaret Brendt, las francesas Marcelle Kraemer Bach y Agatha Divrande y la letrada estona Poska Gruntal.

En abril de 1928 fue admitida en la Real Sociedad Madrileña de Amigos del País, con una conferencia sobre «Las instituciones tutelares del menor delincuente en Austria y Alemania», un tema que conocía a través de sus colegas europeas y en el que tenía puntos de vista comunes con la experta española, Matilde Huici. Atenta a la vertiente internacional de esta problemática, formó parte del núcleo fundador de la sección española del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual y de la Federación Internacional de Uniones Intelectuales, foros promovidos por la Sociedad de Naciones en los que participaron también sus compañeras Kent y Huici, la pintora María Luisa Pérez Herrero y Rosario Lacy, médico de profesión y feminista, aunque se inscribiera en una ideología más conservadora.

Este incesante activismo prefiguraba ya su salto a la política. De hecho, en 1929 había pedido la excedencia en la Escuela de Adultas, uno de sus trabajos alimenticios seguros, al haber accedido por oposición. Llegó a las Cortes españolas a los 43 años, siendo ya una abogada respetada. Dos años antes, en 1929, había fundado con Matilde Huici la Agrupación Liberal Socialista, un proyecto de corto vuelo en el que intentó aunar sus ideales liberales y sociales, aunque precisamente por eso había cierta indefinición en su programa y suscitó críticas desde el PSOE, partido al que Huici terminó afiliándose. No fue ese el trayecto que siguió Campoamor. Aunque trató de mantener la Agrupación Liberal Socialista, ya en precario, al elegir partido se vinculó a Acción Republicana (el nombre inicial del partido de Manuel Azaña), y creó en 1931 la Unión Republicana Femenina para atraer a otras mujeres al partido. Una vez proclamada la Segunda República, se ofreció a encabezar las listas de diputados en alguna provincia. Aunque las españolas no podían votar aún, sí podían ser elegidas. La concesión del sufragio, sin embargo, tendría que ser aprobada en las futuras Cortes.

Al no conseguir ir en cabeza en las listas electorales por Acción Republicana, Campoamor dejó esta formación e ingresó en el Partido Radical, en cuyas filas tenía más posibilidades de salir candidata. Dentro de ese partido que Campoamor definía como laico, liberal, democrático y centrista, aunque quizás solo estuviera proyectando en él su propio ideario, obtuvo el acta de diputada en las Cortes Constituyentes. Junto con una abrumadora mayoría de diputados varones, Campoamor coincidió en el hemiciclo con otras dos mujeres: Victoria Kent, diputada por el Partido Radical Socialista y Margarita Nelken, la tercera en obtener el acta de diputada, tras las elecciones parciales del 4 de octubre, por el PSOE.

No era la primera vez que se discutía en las Cortes la cuestión del voto femenino. Algunos diputados propusieron añadir enmiendas para incluir el derecho al voto para la mujer ya en 1877, durante un debate sobre la conveniencia de reponer la ley electoral de 1865, y en 1907, al abordar en el Senado la reforma de la ley electoral. Pero no prosperaron. Solo en 1931 se dieron las circunstancias históricas idóneas para plantear una reivindicación que reconocidas españolas defendían. Entre ellas las del Lyceum Club que pensaban que la liberación de la mujer estaba íntimamente unida a su educación y a su emancipación.

«Dejad que la mujer se manifieste como es»

La diputada Campoamor logró formar parte de la Comisión Constitucional (y de la de Trabajo y Previsión), el escenario donde se iban a dirimir los artículos de la Carta Magna relacionados con el sufragio femenino. Aunque el derecho al voto para ambos sexos figuraba ya en el borrador, en los primeros debates salieron a la luz las reticencias de algunos diputados. Clara Campoamor intervino por primera vez el 2 de septiembre de 1931 para desactivar los prejuicios de sus compañeros: «Dejad que la mujer se manifieste como es, para conocerla y para juzgarla; respetad su derecho como ser humano […]. Dejad, además, a la mujer que actúe en Derecho, que será la única forma que se eduque en él, fueran cuales fueren los tropiezos, y vacilaciones que en principio tuviere», pidió a la Cámara. Rechazaba que se retocara el artículo que iba a consagrar la igualdad entre hombres y mujeres, añadiéndole un sorprendente matiz: «Se reconoce, en principio, la igualdad de derechos de los dos sexos». ¿Por qué «en principio»? Esa cautela, inspirada en la Constitución de Weimar, no figuraba en la primera redacción y sobraba. El argumento más extendido entre los diputados reacios aludía a la escasa formación política de las mujeres y a su dependencia del confesor. Campoamor recordó que ya en Reino Unido se esgrimió esa excusa en sentido contrario, al vaticinar que ellas votarían a los laboristas. «Poneos de acuerdo, señores, antes de definir de una vez a favor de quién va a votar la mujer; pero no condicionéis su voto con la esperanza de que lo emita a favor vuestro. Ese no es el principio». Y recordó, citando a Stuart Mill, que la desgracia de la mujer «es que no ha sido juzgada por normas propias, tiene que ser siempre juzgada por normas varoniles».

 

Aunque tanto el PSOE como el Partido Radical de Clara Campoamor apoyaban el derecho al voto femenino, en sus filas afloraron resistencias. Indalecio Prieto fue uno de los socialistas relevantes que mostró su rechazo. El día de la votación abandonó el hemiciclo para no secundar a su partido y afirmó que conceder el sufragio femenino era «una puñalada trapera» a la República. De aquellos escarceos dialécticos nacería la aversión que Campoamor manifestaría hacia Prieto en La revolución española vista por una republicana. Pero también había disidentes en su propio grupo. Los partidos republicanos, incluido el de Azaña, eran los más reticentes, a excepción de los pequeños grupos republicanos progresistas y la Agrupación de Defensa de la República, además de la Esquerra Republicana de Cataluña, que votaron a favor. Las derechas apoyaron también el sufragio, y no por defender un inexistente feminismo en sus filas, sino por estimar que el voto femenino les sería favorable.

Una parlamentaria incisiva

Su oratoria firme y su retórica nítida arrancaron aplausos y algunos apoyos. Pero los temores de otros hacían presagiar un resultado ajustado en la votación. Así que Campoamor volvió a dirigirse a la Cámara el 30 de septiembre; un debate que continuó el 1 de octubre. El Partido Radical Socialista, partidario de aplazar temporalmente el sufragio, designó a Victoria Kent, su única diputada, para darle la réplica. De modo que fue Kent, en contradicción con su ejecutoria feminista, quien solicitó posponer el ejercicio del voto. No era «la capacidad de la mujer» la que estaba en juego, advirtió, sino «la oportunidad» de ejercer ese derecho. Campoamor se lanzó a rebatirla: «Lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, señorita Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse visto hoy en el trance de negar la capacidad inicial de la mujer». Y agregó con pasión:

¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su larga capacidad? ¿Y por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y ha de ponerse un lazareto a los de la mujer?

Fue una defensa imparable.

El voto femenino quedó aprobado el 1 de octubre de 1931 por una diferencia de 40 votos. Hubo 161 votos a favor y 121 en contra. El artículo de la discordia, que pasaba a ser el 36 de la Constitución, quedaba así: «Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales». Pero los perdedores iniciaron nuevas maniobras para restringir el derecho a las elecciones municipales o para retrasarlo unos años, lo que derivó en una nueva votación el 1 de diciembre. Volvió a ser aprobado, aunque por una diferencia de votos menor. La diputada Campoamor, las feministas y los ciudadanos que apoyaban el sufragio universal, estaban exultantes. Las mujeres de la ANME y muchas otras anunciaron que harían un homenaje a la diputada.

En una entrevista concedida a José María Salaverría en 1931 que fue publicada en Buenos Aires en Caras y Caretas el 30 de enero de 1932, Campoamor declaró de forma solemne y visionaria que «si la República tuviera que morir por un azar del destino, no sería por las manos de la mujer». Una respuesta que unos años después cobraría fuerza. En la misma entrevista, la diputada denunció que los hombres acostumbran a hablar de la mujer guiados por sus prejuicios. «Creen conocer el alma femenina y no saben nada de nada. Así resultan los eternos engañados». El sufragio femenino no fue su único mérito como parlamentaria, aunque sí el mayor. La diputada Campoamor defendió la ley del divorcio, el reconocimiento de los hijos ilegítimos, la investigación de la paternidad —una lejana reivindicación que ya había solicitado Carmen de Burgos— y la abolición de la pena de muerte.

La abogada María Telo tenía 16 años en 1931 y se preparaba para entrar en Derecho al curso siguiente en la Universidad de Salamanca. Vivió con emoción el debate y lo siguió a través de las crónicas parlamentarias de Josefina Carabias. Aunque no sabía que años después iba a dedicarse al derecho de familia y que conocería a Campoamor en un congreso internacional, consideró que aquello fue un primer logro para la mujer, y el más básico. Seguía siendo una menor de edad que dependía legalmente del padre y el marido, pero al menos podía elegir a sus representantes. Siempre que hubiera democracia: la victoria franquista supuso la anulación de los logros legales conseguidos por las mujeres durante la República, pero no se derogó el voto femenino, puesto que el sistema democrático quedaba suspendido y los derechos de todos, restringidos. María Telo, desde un enfoque más técnico y menos carismático, tomó el testigo de la letrada Campoamor en los años finales del franquismo y su activa presencia en la Comisión General de Codificación —donde abordó con otras tres juristas los cambios en el derecho de familia—, contribuyó a que la legislación española reconociera la plena capacidad jurídica de la mujer, ya en la Transición. Una reforma que la ley del divorcio de 1981 completó.

La actitud previsora de Campoamor la empujó a optar en 1932, a raíz del decreto de sustitución de las órdenes religiosas en la enseñanza secundaria, a los cursillos de selección de aspirantes para dar clases de francés. Fue admitida, pero luego sería excluida por acumular más de seis faltas de asistencia a las clases. No podía abarcar más.

Las españolas votaron dos años más tarde, en 1933, tanto en las elecciones municipales del 26 de abril como en las legislativas de noviembre. En algunos núcleos campesinos ni siquiera sabían que podían hacerlo y la diputada Campoamor decidió hacer pedagogía por los pueblos madrileños durante la campaña a las elecciones municipales parciales, que afectaban a 54 municipios de la provincia. La abogada recorrió parte de estos pueblos en automóvil, acompañada de una estudiante de Derecho, una periodista y Antoniette Quinche, de visita en España. La diputada conducía el coche. Meses después, en las generales, Campoamor hizo campaña para revalidar su propio escaño de diputada. Ganaron las derechas y algunos agoreros la responsabilizaron a ella. Empezaba el segundo bienio republicano con representantes que iban a rectificar o anular parte de los avances conseguidos. No sería justo concluir que las mujeres actuaron como fuerza retardataria. Campoamor achacó el fracaso electoral de 1933 a que los partidos de izquierda se presentaron a las elecciones divididos. Sin olvidar que los anarquistas pidieron la abstención.

La paradoja es que Clara Campoamor, la triunfadora de las Cortes Constituyentes, no revalidó su escaño en noviembre de 1933 y quedó fuera del Parlamento. Su jefe de partido, Lerroux, le propuso que se encargara de la Dirección General de Beneficencia y Asistencia Social. Campoamor optó por darle al cargo un contenido más social que benéfico: luchó contra la mendicidad infantil y trató de crear la asistencia pública domiciliaria. Entre sus colaboradores contó con Consuelo Berges. Esta, gran viajera y, años después, excelente traductora de autores franceses, trabajaba como bibliotecaria en el Archivo de la Junta Provincial de Beneficencia.

No pretendía enfrentarse a las fundaciones privadas, muchas de carácter religioso, ni controlarlas —aunque, debido a su cargo, fue vocal del patronato encargado de administrar los bienes incautados a la Compañía de Jesús—, pero sí racionalizar sus recursos y su ingente patrimonio. Con este fin presentó un proyecto de ley para que las Juntas provinciales supervisaran las cuentas de las fundaciones privadas. Llevaba la firma del ministro de Trabajo y Previsión Social, José Estadella, y fue publicado en la Gaceta de Madrid del 25 de agosto de 1934. Pero los convulsos días de la Revolución de Octubre, y la sustitución de Estadella en Trabajo por un ministro de la CEDA, provocaron su dimisión y dieron al traste con el proyecto.

Unas semanas antes de la Revolución de Octubre había sido enviada a Ginebra por el Gobierno como delegada suplente ante la Sociedad de Naciones de la delegación española. Y poco antes de la revuelta, el presidente del Consejo de Ministros, Ricardo Semper, la había incluido, junto con Elisa Soriano y Esmeralda Castells, en el Consejo de Sanidad y Asistencia Social, de cuarenta miembros. Pero la derechización del Partido Republicano Radical, tras pactar con la CEDA, y la represión de la revolución de Asturias, en 1934, la empujaron a dimitir y a la postre a dejar el partido en febrero de 1935. Mientras se formalizaba su dimisión de la Dirección General de Beneficencia, le pidió a Lerroux encargarse solamente de los huérfanos de las víctimas de la represión a través de la Organización Pro Infancia Obrera. Al llegar a Asturias comprobó la desproporción de las actuaciones políticas y militares. Intentó alejarse momentáneamente de España y refugiarse en Ginebra con la idea de realizar un trabajo sobre el seguro escolar obligatorio, pero no hay datos de que llegara a materializarse ni de que se desplazara fuera. Tras dejar el partido, solicitó el fin de la excedencia en el Ministerio de Instrucción Pública y volvió a disponer de su puesto de profesora de Mecanografía y Taquigrafía.

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