La muralla rusa

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Pedro dejó en Francia un recuerdo notable del que dice Saint-Simon: «No se acabaría de hablar de este zar tan íntima y verdaderamente grande, cuya singularidad y la rara variedad de tan grandes talentos y grandezas diversas le harán siempre un monarca digno de la mayor admiración hasta en la posteridad más lejana, a pesar de los grandes defectos de la barbarie de su origen, de su país y de su educación». Pero el asombro no fue solo para sus huéspedes. Atravesando el país, Pedro el Grande quedó estupefacto ante la pobreza de los campesinos, por el abismo que veía entre el lujo de la capital y la pobreza del pueblo. Y preguntó, en voz alta, cuánto tiempo podría durar un sistema parecido…

A su vuelta, se detuvo en Ámsterdam. Era ahí donde diplomáticos rusos y franceses iban a negociar los acuerdos políticos y comerciales entre los dos países. Una claúsula secreta del acuerdo político confiaba a Francia la responsabilidad de asegurar una mediación entre Rusia y Suecia y garantizar la paz entre ellas. El viaje del zar acababa en apariencia con un buen éxito diplomático cuyos efectos no tardarían en sentirse. A eso se añade que Pedro el Grande quedó muy decepcionado por el fracaso de un proyecto que le interesaba mucho. Al terminar este viaje, esperaba llevar a Rusia especialistas franceses en distintos campos. Dos decenios antes, la gran embajada le había permitido atraer a Rusia un gran número de alemanes y holandeses, que contribuyeron a su proyecto de modernización. Había esperado conseguir la misma operación durante su estancia en Francia, pero sus interlocutores fueron reticentes a eso, no comprendiendo el interés de establecer en Rusia una comunidad francesa que llevase allí su saber y sobre todo las ideas y el espíritu francés. No habrá pues barrio francés a imagen del barrio alemán, y la influencia francesa en Rusia lo padeció. Estas reservas quizá se explican por la voluntad de Francia de preservar sus lazos con Suecia y, más aún —es el corazón de la política de Dubois—, de manejar a Inglaterra. Poco diplomático, Saint-Simon comentará: «Tendremos luego un largo arrepentimiento por los funestos encantos de Inglaterra y el loco desprecio que le dimos a Rusia».

A pesar de las vacilaciones políticas de Versalles, las relaciones diplomáticas entre los dos países toman forma después de este viaje. Se intercambiaron embajadores. Kurakin, y luego Dolgoruki en París y Campredon en San Petersburgo.

Debían proseguir las negociaciones, pero la muerte de Carlos XII, durante la campaña de Noruega en 1718, lo trastornó todo. La guerra ruso-sueca se reanudó para acabar en 1721 con el triunfo de los ejércitos rusos. El apoyo que prestó la flota inglesa a los adversarios de Rusia no sirvió para nada. El Tratado de Nystad, firmado en 1721, aportó a Rusia Livonia, Estonia, Ingria y una parte de Finlandia y Carelia. Francia se convenció de que había servido a la paz y ayudado a Rusia en su papel de mediadora. Pero la realidad era que las adquisiciones del Tratado de Nystad no se debían más que a los éxitos militares de Pedro el Grande, y él lo sabía. El Tratado de Ámsterdam en 1717 y sobre todo el de Nystad indicaba la potencia de Rusia y su lugar incontestable en el sistema político europeo.

Durante las grandiosas ceremonias organizadas en la capital rusa para festejar la victoria, Pedro el Grande mostró una atención particular al embajador de Francia. Había recibido a Campredon a su llegada a Cronstadt, le mantuvo a su lado durante toda la semana de las celebraciones, con sorpresa del diplomático francés. Pero, por halagadora que fuese, esta situación era también incómoda, porque Pedro el Grande no cesó de interrogar a su invitado. ¿Cuándo iba Francia a dar un contenido al tratado de comercio y amistad? ¿Qué continuidad se proponía dar a la propuesta de unión avanzada por el zar? En este capítulo, Pedro el Grande pudo constatar lo grandes que eran las reticencias francesas, el rumor le había explicado las razones. Dubois no quería oír hablar de una unión que hubiese molestado a Inglaterra. En cuanto a la familia real, estaba poco inclinada a desear acoger a una princesa de orígenes dudosos. Ciertamente, la princesa Isabel era hija del gran zar, pero también hija de una mujer de baja extracción y nacida de un matrimonio criticado. En ningún modo desanimado por estas reservas, Pedro el Grande imaginó otra unión dinástica ruso-francesa. Propuso que Isabel casara con otro príncipe de la casa de Francia —el duque de Chartres, hijo del regente— y que la pareja principesca fuese llevada por su mediación al trono de Polonia, lo que hubiese asegurado a Petersburgo y a Versalles el control definitivo de este difícil reino. La idea sedujo al regente que estaba apoyado por un partido pro ruso. Sin embargo, el plan chocó con un obstáculo práctico: el rey de Polonia, Augusto II, estaba vivo, parecía decidido a seguir viviendo, y Pedro el Grande no imaginaba eliminarlo por la fuerza. Sugirió que se celebrase el matrimonio sin esperar al momento en que el trono de Polonia estuviera vacante. Para Versalles, más valía esperar, la elección del duque debería preceder al matrimonio. Campredon defendía la tesis rusa, pero este proyecto tropezó finalmente con las objeciones de Inglaterra. Dubois retrasó la negociación, no respondiendo a los mensajes insistentes de Campredon antes de reconocer que, siendo Inglaterra contraria al proyecto, había que dejarlo esperar. El asunto se arrastró hasta 1723. Dubois y el regente murieron, y Luis XV subió al trono. El duque de Chartres acabó por casarse con una princesa alemana. En 1724, el duque de Borbón se convirtió en Primer ministro y Pedro el Grande, nunca corto de ideas, imaginó que podría ser el candidato tan buscado a la mano de Isabel y al trono de Polonia. Lo propuso al interesado, que invocó la existencia de una condición previa, la reconciliación ruso-inglesa. Esta se realizará después de la primera campaña de Pedro el Grande en el Cáucaso, en 1724. ¿No era la hora de tratar definitivamente con Francia? En un último esfuerzo, Pedro lo sugirió. Le respondieron que todo tratado firmado con Rusia debía incluir a Inglaterra. El zar no tuvo tiempo de reaccionar ante esta exigencia, pues murió en febrero de 1725. Lo que legó a su país fue considerable. La Moscovia se había convertido en el Imperio de Rusia, una de las principales potencias europeas. Pedro el Grande estableció el Imperio a orillas del Báltico. Pero fracasaría en dos ambiciones. Quería concluir una alianza con Francia y casar a sus hijas con príncipes de la casa real. El rechazo francés a considerar una tal alianza era particularmente penoso. La solución imaginada por Pedro el Grande, un rey de Polonia común a las dos dinastías hubiese tenido una doble ventaja. Habría consolidado la alianza ruso-francesa trasformando a un país aliado e instrumento de la política francesa en herramienta de una política común. Y la eterna cuestión de la sucesión polaca no volvería a ser ya la ocasión de un conflicto entre Francia y Rusia, sino la de una política concertada.

A la hora en que se acaba este reinado notable, la perspectiva de alianza con Francia parece condenada. ¿Cómo no constatar que Pedro el Grande nunca ahorró esfuerzos para lograrla y que frente a él la política francesa se caracterizó por una espera decepcionante, más aún por vejaciones? El título imperial que le concedió el Senado de acuerdo con el Santo Sínodo al día siguiente de la victoria de Poltava ilustra esta mala voluntad francesa. Ciertamente, este título fue difícilmente aceptado por los monarcas europeos, con excepción de los de Holanda y Prusia. Suecia se unió a ellos en 1723. El rey Jorge de Inglaterra se negó largo tiempo, y no lo reconoció hasta 1742, Francia esperó a 1745 y todavía este reconocimiento del título imperial ruso fue parcial. Una mezquindad que pesa sobre la relación de los dos países.

2.

Del sueño francés a los reinados alemanes

DESAPARECIDO PEDRO EL GRANDE, su mujer Catalina, la «Livonia de baja extracción», le sucedió como él había deseado. En 1718, Pedro el Grande había prescindido del sistema sucesorio que aseguraba la estabilidad del poder en Rusia, destituyendo a su hijo y heredero Alexis y designando como heredero al hijo de Catalina, Pedro, de dos años. Muerto este al año siguiente, el único heredero varón era el hijo de Alexis, llamado también Pedro, al que rechazaba el zar. Aunque ninguna mujer hubiera subido en al trono en Rusia, los pensamientos del soberano se volvieron entonces a Catalina. Él había suprimido por un ucase de febrero de 1722 las reglas tradicionales de sucesión en uso en Rusia —de padre a hijo, de hermano mayor a hermano menor—, en beneficio de una elección de heredero por parte del soberano. Esta elección se expresaba en el ucase de 19 de noviembre de 1723 anunciando su intención de coronar a Catalina que ya tenía, aunque fuese por mera cortesía, el título de emperatriz. La coronación tuvo lugar el 7 de mayo de 1724. A la hora en que desaparecía Pedro el Grande, una camarilla de favoritos declaró que Catalina debía ser proclamada emperatriz. El príncipe Dimitri Galitzin intentó oponerse, preservar el uso, y propuso que Catalina asegurase la regencia durante la minoría del hijo de Alexis, nieto del zar difunto. El Senado rechazó esta solución y llevó a Catalina, convertida en Catalina I, al trono.

Apenas entronizada, la emperatriz declaró que iba a proseguir la obra de Pedro el Grande, respetar sus decisiones y proyectos. Como la alianza con Francia figuraba en buen lugar entre las preocupaciones del emperador difunto, se hizo cargo y reunió un alto comité de ministros, que proclamó la urgencia de relanzarla. Sabiendo que la participación inglesa en la alianza había hecho fracasar el proyecto, la emperatriz declaró que ella la aceptaba de entrada; Campredon, siempre presente en la capital rusa, fue enseguida informado de estas disposiciones. Las circunstancias parecían favorecer una nueva negociación.

 

Por lo demás, se acababa de saber que el matrimonio de Luis XV con la infanta de España no iba por buen camino. Enseguida Catalina, fiel a los proyectos de su esposo difunto, implicó a Campredon en el matrimonio de Isabel. En el curso de las negociaciones anteriores, la parte francesa había objetado que un príncipe católico no podía casar con una cismática. Que no se preocupen por eso, arguyó la emperatriz, Isabel está dispuesta a convertirse a la fe romana. La candidatura de Isabel no levantaba apenas entusiasmo. Catalina concentró su atención en el trono de Polonia. Y tan inventiva como Pedro el Grande, sugirió una nueva combinación matrimonial. Esta vez, el duque de Borbón sería el candidato ruso-francés al trono de Polonia, con otra esposa, María Leszczyńska. Claro que la futura esposa no era rusa, pero Rusia llevaría a la pareja al trono. Y la candidatura del duque sería favorecida por el hecho de que el padre de María, Estanislao, había sido elegido rey de Polonia por voluntad de Carlos XII en 1705. Ciertamente, había abdicado, pero seguía siendo una especie de candidato permanente para este tan disputado trono. El apoyo ruso sería decisivo en la materia, y favorecería a un príncipe francés.

Catalina pidió a Campredon que convenciera a su gobierno del interés de esta propuesta que desembocaría en una gran alianza entre los dos países. Rusia proponía también poner al servicio de las ambiciones francesas sus fuerzas militares. El proyecto de Catalina preveía una negociación en dos etapas, primero la firma de un pacto bilateral, extendido a Inglaterra en un segundo momento.

Los acontecimientos parecían favorecer a Catalina I. Después del matrimonio roto, la devolución de la infanta indignó al rey de España, que mezcló a Francia e Inglaterra en una misma detestación. Y Carlos VI vino a alimentar la querella. Catalina lo aprovechó. ¿Por qué no buscaba Francia un apoyo del lado ruso? Para dar fuerza a este argumento, decidió tomar parte en la querella al lado de los adversarios de Francia, a fin de que este país comprenda por fin el interés de una alianza rusa.

En el momento mismo en que Catalina I intentaba concluir su proyecto francés, surgieron dos obstáculos. En primer lugar, en Francia, donde habiendo renunciado el rey al matrimonio español anunció de repente que casaría con María Leszczyńska, noticia que dejó estupefacto y decepcionado a su país. Para la corte, era una mala alianza. Para Rusia, era una grave ofensa. Que el rey de Francia hubiese preferido a una oscura princesa, hija de un efímero rey de Polonia, a la hija del gran emperador ruso era un insulto. Además, Francia daba muestras con eso a Catalina de que su intervención eventual en los asuntos de Polonia no tenía ya razón de ser. Esta no fue la única decepción matrimonial de la emperatriz de Rusia. La primera hija de Pedro el Grande había casado en 1725 con el duque de Holstein-Gottorp, al que Catalina I protegía y que ella hizo entrar en su Consejo privado supremo. Pero el duque pretendía recuperar el Schleswig, conquistado por Dinamarca en 1721, conquista que Francia e Inglaterra garantizaban. Apoyándose en el acuerdo firmado por estas dos potencias, Catalina les pidió que compensaran a su yerno por la pérdida del Schleswig, lo que le fue negado. Inglaterra lo hizo brutalmente, mientras que Luis XV ordenó a Campredon cesar en las negociaciones con Petersburgo.

Aunque la política de Catalina I estaba marcada por su voluntad de seguir siendo fiel a las intenciones de Pedro el Grande, sufrió también la influencia de quien iba a dominar en adelante la política extranjera rusa, Osterman. Hijo de un pastor de Westfalia, Osterman había entrado en el séquito del zar en 1708. En el Congreso de Nystad, estaba a su lado con el título de especialista reconocido de los «asuntos del norte», y a su muerte fue llamado a sentarse en el Consejo privado supremo. Osterman había sido un decidido partidario de la alianza francesa en los años anteriores al Tratado de Nystad. Pero, en 1725, su juicio se hizo más matizado. Constata que Francia no muestra apenas deseo de suscribir el proyecto ruso en Polonia, que defiende tibiamente a Rusia en Estocolmo, y rechaza tomar posición en los conflictos entre Petersburgo y la Puerta. También, cuando en 1725 Francia, Prusia e Inglaterra, enfrentadas a la coalición austro-española, piden a Rusia que las apoye, Osterman se pregunta sobre la respuesta que cabe dar. Además, en el mismo momento Austria, que no teme ya la venganza de Pedro el Grande, constata que sus intereses y los de Rusia están próximos y encarga entonces a su representante en Petersburgo, el conde Rabutin, que negocie un acuerdo diplomático y militar. La propuesta seduce al punto a Menchikov, el antiguo favorito de Pedro el Grande que tiene una influencia real sobre Catalina. Osterman expresa al principio sus reservas. Pero una alianza con Austria había tentado a Pedro el Grande a lo largo de todo su reinado. Por eso, después de un tiempo de vacilación, Osterman expuso en un informe al Consejo privado supremo que, no habiendo Francia respondido a ninguna de las propuestas rusas, él postulaba que Rusia se volviese hacia Austria primero, y luego hacia Inglaterra, Prusia y Dinamarca. Su propuesta se aprobó. Un tratado de amistad ruso-austriaco se firmará el 6 de agosto de 1726 en Viena, que llevará consigo toda una serie de acuerdos. El emperador de Austria se sumará a la alianza ruso-sueca de 1724 y Rusia hará lo mismo en el tratado hispano-austriaco de 1725. El tratado ruso-austriaco, que determinará la política extranjera rusa durante los quince años siguientes, satisfacía todos los deseos rusos. Traía una garantía militar importante, cada parte contratante se comprometía, en el caso en que la otra fuese agredida, a socorrerla con una fuerza de treinta mil hombres. De la cuestión de la compensación del duque de Holstein se hacía cargo Viena. Y un artículo secreto estipulaba que, en caso de agresión otomana contra Rusia, el emperador se comprometería a su lado.

Osterman consideraba que este tratado tenía una finalidad puramente defensiva, no entendía que pudiese arrastrar a Rusia en una guerra europea. Pero su adhesión al tratado no estaba libre de preocupaciones. A la larga quería facilitar un acercamiento con Francia, pero también reducir su influencia en Europa. Y ante todo quería asegurar una paz estable a lo largo de las fronteras rusas. La cuestión polaca estaba en el centro de sus preocupaciones. Para Osterman, la sucesión de Augusto II, cuando se plantease, no debía en ningún caso dejar lugar a la influencia y menos aún a la intervención de Francia, de Suecia o de la Puerta. Se verá más adelante que consiguió imponer sus propósitos.

La emperatriz muere en 1727. Su heredero es muy joven, Pedro, nieto de Pedro el Grande. Este Pedro II se parece físicamente a su abuelo, es muy grande, como él, guapo y robusto, pero aquí se acaba la comparación. Contrariamente al gran zar, no es apenas curioso y le gusta más la diversión que la búsqueda del saber y la reflexión. Sus defectos tuvieron, sin embargo, poca incidencia en la política rusa porque, atacado de viruela, murió apenas dos años después de su accesión al trono. De nuevo se planteó el problema de la sucesión pues, desaparecido tan repentinamente, Pedro II no había podido —¿lo habría siquiera pensado?— poner en marcha el procedimiento imaginado por Pedro el Grande para designar su sucesor. Correspondía al Consejo privado supremo asegurar esta decisión. ¿Quién podía pretender suceder al efímero soberano? ¿Isabel, hija mayor de Pedro el Grande? ¡Cierto! Pero princesa desdeñada por Francia, también se la juzgó demasiado frívola. Otro descendiente de Pedro el Grande, hijo de una de sus hijas, de doce años, hubiese podido ser elegido. Pero esta competición sucesoria interesaba a clanes que pretendían asegurarse el poder designando un candidato que les fuese cercano.

La concurrencia de los clanes tuvo como consecuencia una elección inesperada, pues implicaba un cambio de linaje. Se volvió hacia la descendencia de Iván, un medio hermano de Pedro el Grande, que había compartido el trono con él durante la regencia de Sofía. Iván tenía dos hijas, una casada con el duque de Mecklemburg, la otra, Ana, viuda del duque de Curlandia. La elección recayó en esta, porque estaba libre, exilada en Curlandia, desconocida en Rusia. Se la consideró desasistida, dispuesta a aceptar la autoridad del Consejo que la había designado y se le impusieron exigencias draconianas: prohibición de volverse a casar, de designar un sucesor, de tomar cualquier decisión en política interior o exterior. Ella lo aceptó todo, sin pestañear, feliz de cambiar Curlandia por una corona y convencida de poder librarse de la trampa en que se la encerraba.

Lo demostró muy pronto, pues, apenas llegada a Rusia, supo ganarse para su causa a la Guardia y la pequeña nobleza y, fortalecida con su apoyo, rompió el acuerdo que se le había impuesto.

De su larga estancia en Curlandia, la emperatriz Ana guardaba un fuerte apego a todo lo alemán. Su gobierno fue dominado por tres alemanes: Osterman, que conservaba la política extranjera, Biron y el mariscal de Münnich que tomó la cabeza del ejército. En esta época, Osterman seguía siendo partidario de la alianza con Austria, pero quería completarla con un acercamiento a Inglaterra. La reconciliación con Inglaterra será su obra maestra. Por el tratado de comercio anglo-ruso firmado en 1734, los ingleses se comprometían a apoyar los intereses rusos en Polonia y se consideró por un momento una unión dinástica entre el príncipe Guillermo de Inglaterra y la joven duquesa Ana de Mecklemburg, sobrina y eventual heredera de la emperatriz. El proyecto de instalar a un príncipe inglés en el trono de los Romanov irá para largo, y entretanto Inglaterra no deseaba aliarse demasiado estrechamente con Rusia. ¿Cómo no advertir, ironía de la historia, que al principio este acercamiento fue favorecido por Francia, que llevará las propuestas rusas al rey Jorge II? Esta mediación era tanto más sorprendente porque, en los últimos meses de su ministerio, Osterman intentó constituir una coalición nórdica, hostil a los Borbones, uniendo a Inglaterra y a Rusia con Prusia, Dinamarca, Polonia y los Países Bajos. El proyecto no se consumó, pero desde 1730, Rusia se opuso a Francia con Austria. El sueño de una alianza franco-rusa es olvidado durante un largo tiempo, y las relaciones entre los dos países raramente han sido tan malas. Campredon fue reemplazado en Petersburgo por un encargado de asuntos que quedó desocupado. Fleury, que sucedió al duque de Borbón, no se interesa apenas por los problemas del norte de Europa, ni en particular por Rusia a la que considera un país corrupto y extranjero a la civilización.

En Rusia, sin embargo, una evolución parecía posible. La presencia excesiva de los alemanes en el gobierno exaspera a la nobleza. Münnich, inquieto por las consecuencias políticas de este descontento, entrevé los beneficios de un acercamiento a Francia. Una negociación secreta se emprende entonces, primero entre Magnan, el encargado de asuntos que sucede al embajador Campredon, y Münnich, luego entre Magnan y la zarina. La emperatriz Ana quedó seducida por la idea de un cambio de alianzas, pero quería que fuese beneficioso para Rusia. Puso como condición que Francia apoyase su vuelta al mar Negro, la reconquista de Azov, y que se comprometa a no contrariar los proyectos rusos en Polonia, donde la sucesión, se sabe, está próxima a plantearse. El cardenal Fleury dudaba. Estaba tentado por la perspectiva de esta alianza, pero implicaba que Francia sacrificase a sus aliados tradicionales del norte y del este, que renuncie a su barrera oriental, mientras que Austria era aún tan poderosa. Se preguntaba también sobre la capacidad política de la emperatriz y sobre la potencia real de Rusia privada del genio de Pedro el Grande. Para terminar, el cardenal Fleury volvió a la táctica francesa al uso en las relaciones con Rusia, multiplicar las respuestas dilatorias, no decidir nada y dejar alargarse la negociación. Nada sorprende que esta tentativa de acercamiento fracasase. Por impopular que fuese ahora la alianza austriaca en Rusia, Viena sigue siendo el único aliado posible y Francia el enemigo, mientras se soñaba con hacer de ella un Estado amigo.

Este fracaso era tanto más enfadoso por cuanto Polonia volvía entonces al primer plano de las preocupaciones de los soberanos. El 1 de febrero de 1733, muere Augusto II, el trono de Polonia atrae candidatos, pues esta elección es para los miembros de las familias reinantes a quienes el principio hereditario prohíbe reinar en sus propios países, su única oportunidad de subir a un trono. En cabeza de los candidatos llega el propio hijo de Augusto II, Federico Augusto, elector de Sajonia. Y un candidato se destaca de los que proceden de la nobleza polaca: Estanislao Poniatowski. Francia es fiel a su protegido, Estanislao Leszczynski, abuelo del rey, que ya fuera elegido en el pasado rey de Polonia, gracias al apoyo de Carlos XII, antes de tener que renunciar al trono. Para defenderlo, Francia esgrime argumentos políticos, arguyendo que estando alejada geográficamente de Polonia no podría intervenir en sus asuntos. El apoyo francés a un candidato era por eso la garantía de la independencia de Polonia y de su futuro rey. Este apoyo era también financiero, el marqués de Monti, embajador de Francia en Polonia, distribuyó cerca de cuatro millones de francos entre todos los que podían pesar en la elección de la Dieta. Pero el asunto no era tan simple. En el año anterior, el emperador Carlos VI, la zarina y el rey de Prusia habían concluido el Pacto de las águilas negras, que excluía de la sucesión que vendría tanto al hijo de Augusto II como a Estanislao Leszczynski. Federico Augusto consiguió luego que se levantara la interdicción que pesaba sobre él, y Estanislao Leszczynski quedó como único excluido. Francia parecía haber perdido la partida. Su candidatura era además muy difícil de defender, pues él se resistía a presentarla argumentando que ya había sido elegido en el pasado rey de Polonia, él era naturalmente rey y no podía ser candidato. Rechazaba precipitarse en Polonia como le presionaba el embajador Monti. Este había obtenido, sin embargo, gracias a su activa campaña con la Dieta, que esta decidiese excluir de la competición a los candidatos extranjeros, lo cual condenaba la candidatura del elector de Sajonia y dejaba la vía libre a Estanislao. En Varsovia, Rusia tomó la iniciativa, enviando tropas al territorio polaco mientras la Dieta se disponía a votar. La elección tuvo lugar el 11 de septiembre. Estanislao Leszczynski fue elegido por unanimidad menos tres abstenciones, pero las tropas rusas llegaron en el mismo momento y dispersaron la Dieta. Federico Augusto fue proclamado rey el 5 de octubre con el título de Augusto III, mientras que Estanislao huyó a Dantzig donde esperó el socorro del rey de Francia.

 

Ante esta prueba de fuerza, la reacción francesa fue muy tímida, sobre todo respecto a Rusia, responsable de la derrota de Estanislao. El cardenal Fleury no se atrevió a atacar al país del que no había aceptado la alianza, se contentó con llamar al encargado de asuntos y prefirió tratar la cuestión a solas con Carlos VI. Pero había ante todo que pensar en socorrer a Estanislao asediado en Dantzig por los rusos. Una pequeña tropa, conducida por el conde de Plélo, embajador de Francia en Copenhague, se ocupó de eso. Fue una humillante derrota, el embajador Plélo encontró allí la muerte el 27 de mayo. La capitulación de Dantzig se firmó el 24 de junio y Estanislao huyó, una vez más, para salvar su cabeza, pues los rusos exigían como precio por la paz que les fuera entregado.

De esta triste aventura, y de la corona perdida dos veces por Estanislao, queda sobre todo que la batalla de Dantzig en 1733 sería la primera confrontación militar —limitada ciertamente— entre tropas francesas y rusas. Francia atacó a Austria para vengar la afrenta sufrida en Polonia. Levantó contra el emperador a los electores de Colonia, Maguncia, Baviera y el Palatinado; sus tropas vencieron en Kehl, Phillipsburg, en el ducado de Parma y el reino de Nápoles. Austria llamó a Rusia en su ayuda, esta no se apresuró a responder. La paz de Viena, firmada en 1735, puso fin al conflicto, consagrando la victoria francesa. Austria había perdido Lorena y una parte de Italia. Como Rusia no había tomado parte en el conflicto, no firmó nada, pero las relaciones diplomáticas con Francia no fueron restauradas.

Francia había perdido la partida política en Polonia, pero había ganado la paz y humillado a Austria. Estará aún mas contenta por el frente oriental donde su aliado otomano estaba amenazado por las tropas de la coalición austro-rusa, que invadieron su territorio. Mientras que, a pesar de todos los obstáculos, las tropas rusas acumulaban allí los éxitos, recuperando Azov, su eterno objetivo, cruzando el Prut —la revancha de Pedro el Grande— e instalándose en Moldavia, los austriacos multiplicaban las derrotas. Agotados, pidieron la paz, y Rusia quedó sola frente al Imperio otomano. En este momento del papel de Francia fue notable, compensando en cierta manera los fracasos sufridos en el frente sueco. El marqués de Villeneuve, embajador en Constantinopla y diplomático de excepcional habilidad, se ocupó de movilizar a los otomanos y de provocar la discordia entre los aliados austriacos y rusos. Fue él quien animó a los austriacos, desmoralizados por sus fracasos sucesivos, a deponer las armas y a pedir la paz. Logró también debilitar a Rusia, empujando a los suecos a lanzar contra ella una operación de diversión, y favoreciendo un tratado entre la Puerta y Estocolmo. Paralizada por estas iniciativas, Rusia puso fin a los combates y concluyó una paz contraria a sus intereses. Esta fue la paz de Belgrado, firmada el 21 de septiembre de 1739. Paz muy humillante, pues Rusia entregó a los turcos Serbia y Valaquia; tuvo que renunciar a fortificar Azov y no tenía el derecho de mantener navíos mercantes en el mar Negro. El desastre había costado a Rusia cien mil muertos. Francia, por su parte, salía bien del asunto y hacía pagar cara su acción mediadora. Ganó ahí, sin embargo, el reconocimiento de Rusia. La emperatriz testimonió su gratitud a Villeneuve enviándole la prestigiosa cruz de San Andrés, acompañada de una importante gratificación financiera, que el marqués rechazó. Las conclusiones sacadas por Petersburgo de este episodio eran sorprendentes. El príncipe Kantemir, a quien la zarina acababa de confiar la embajada rusa en París, declaró que «Rusia era la única potencia que pudo equilibrar la de Francia».

Por su lado, el mariscal Münnich confió a un oficial francés, M. de Tott, llegado para controlar la evacuación de las tropas rusas de Moldavia, este mensaje para el cardenal Fleury: «Nunca me ha parecido bien que Rusia se aliase con el emperador. La razón es que el emperador estaba más expuesto que nosotros a tener guerra, pero nosotros estábamos más expuestos que él a tener las cargas. Además, el emperador siempre ha tratado a los aliados como vasallos. Los ingleses y holandeses son testigos que lo han probado y como buenos políticos se han retirado de esta alianza… Ahora es el tiempo de hacer revivir nuestra alianza con Francia».

Evocando el caso de Suecia, Münnich añadió: «Francia puede ser amiga de Suecia con nosotros, le aconsejaría sin embargo hacer más caso de nuestra alianza que de la de Suecia. En Suecia, no hace falta más que una pistola para parar las deliberaciones, mientras que el gobierno ruso es despótico, y es de esas clases de gobierno del que se puede esperar un gran socorro».

Rusia ha tomado entonces la medida de lo que implicaba la intervención francesa. Francia la había detenido en el camino de Constantinopla, dando un golpe terrible a sus ambiciones. Este golpe confirmaba las aprensiones expresadas por el príncipe Kantemir. Francia no aceptaba el aumento en potencia de Rusia, y se opondría cada vez que la ocasión se presentara.