Una especie de dios

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Mientras todas estas conclusiones me acechan y me urgen, compruebo la grabadora de voz. Puedo ver que no guarda ningún archivo y que el espacio de memoria podría ser suficiente. Caben en ella diez horas de audio y el nivel de batería está casi intacto. No creo que me lleve tanto tiempo… Parece una buena forma de transmitir este secreto a mi hijo, el sucesor natural en esta línea continua del destino y, a la vez, debo reconocerlo, resulta una buena manera de contarlo, pero al mismo tiempo de no hacerlo. Una maravillosa y solapada forma de romper este silencio. Un bálsamo. Decidido y sin reparar demasiado en los detalles pulso «REC», suspiro y, allá voy…

—Querido hijo… Ahora mismo parece mucho peso trasladarte esta losa de semejante tamaño cuando apenas te estás formando en el vientre de tu madre. Quizá pueda contarte todos estos detalles en persona dentro de unos años… Pero no puedo esperar tanto, ¡no podemos esperar tanto…, no podemos arriesgarnos!

Compruebo mi reloj, son las once y cincuenta y ocho de la noche exactamente en este instante. Como casi siempre en estos últimos tiempos, vuelvo a estar solo, con todos mis «yo» que cada vez son más. Yo los elegí, todos ellos me pertenecen, son parte de mi ser. Están allí, atentos a mis requerimientos en algún lugar de mi mente. Pero en definitiva estoy solo... Necesitaba esta última noche conmigo mismo (entre nosotros mismos), necesitaba reordenar mis pensamientos, repasar los pasos del futuro, en fin, necesitaba calma.

He comido un magnífico bocadillo de chorizo, me he tomado un par de botellas de buen vino que encontré rebuscando en la bodega. ¡Ahora me quedan solo dos! Y eso me preocupa. Frente a mí tengo otra copa bien llena dispuesta para el brindis, que por supuesto será en honor y en recuerdo de mi querido tío Julián, al que le debo todo y mucho más; lisa y llanamente todo lo que soy.

Me detengo a pensar unos segundos en ello y se me llenan los ojos de lágrimas. Le debo a ese hombre tanto mi pasado, como mi presente y, sobre todo, le debo mi futuro.

Estoy por empezar una nueva vida, hijo mío, otra más entre tantas vidas. Un viaje idílico junto a la mujer que amo, junto a tu madre, otro viaje idílico de entre todos los que emprendí en este último tiempo. Pero eso será mañana, hoy sigo solo, porque así lo elegí…

Casi es la hora señalada… 3, 2, 1... ¡Feliz Navidad, querido tío, estés donde estés!

Mientras suenan las campanadas del enorme reloj de péndulo (que siempre me sobresaltan y me atemorizan), me asomo apresuradamente a la ventana. Lejos, no sé cuánto, los fuegos artificiales estallan y ofrecen en sacrificio las chispas que guardan en sus entrañas. Recuerdo muy bien cuando mi padre y mi tío instalaban en este mismo jardín un desconcertante y elaborado polvorín. Mientras yo, pequeño y temeroso, corría a refugiarme de los estruendos detrás de los árboles. 3, 2, 1, siempre la misma cuenta atrás 3, 2, 1, salvo los años, que no dejan de avanzar.

Soy tu padre, Sebastián, también para los amigos y para los que no lo son. Tuve la inmensa fortuna de nacer en la ciudad de Buenos Aires. No sé si es de puro porteño, pero me parece una de las ciudades más bonitas del mundo, junto a mi adorada Santiago de Compostela, por supuesto. En ambas ciudades viví varios años. De ambas me siento parte por igual: la avenida Corrientes y la Plaza del Obradoiro, el puerto y la Alameda, Caminito y el Franco, el asado y el pulpo a la gallega, todo ello me pertenece.

Las primeras luces del día me alumbraban en un caserón renacentista de la Rúa do Vilar, en el corazón de mi Santiago, donde la lluvia es poesía y cada piedra guarda una historia. «¡Cof, cof!, me viene la tos, disculpa, ¡sería bueno dejar de fumar de una puta vez!».

Este secreto que está a punto de salir de mi boca deberá ser mantenido por ti, hijo mío. Al menos es lo que te recomiendo y ya entenderás por qué.

Sin embargo, no deja de parecerme contradictorio volcar todo este conocimiento en un lugar ajeno a mi cabeza porque no puedo o, mejor dicho, no debo o, mejor dicho aún, no debería contarle a nadie mi historia. No puedo ocultar que en innumerables oportunidades la debilidad me llevo a considerar la posibilidad de hacer público este secreto, y me lo sigo planteando muy seriamente cada día que pasa, sin decidirme más que a callar. Hacerlo o no hacerlo dependerá, en gran medida, de las circunstancias…

Es este un simple ejercicio de transmisión, a la vez que de consuelo. Grabar mi voz es como una forma solapada e íntima de contarte con detalle todo lo que sé, todo lo que soy y, a la vez, de seguir manteniendo este secreto que me oprime. Hasta que tú, querido hijo, algún día, vuelvas a presionar «PLAY».

No puedo evitar visualizarte en el futuro. Te imagino ansioso y hambriento de detalles. Sorprendido por un giro repentino de la vida, escondido en un simple archivo de audio. Como quien encuentra un mensaje en una botella que ha transitado victoriosa una enorme distancia. Que ha resistido los elementos, traspasando los límites del tiempo y del espacio para cumplir finalmente su cometido.

Lo cierto es que esta situación requiere ponerse cómodo. Presiono «PAUSA».

Traslado a rastras uno de los cómodos sillones del salón hasta ubicarlo de frente al ventanal. Aparto las pesadas cortinas y el brillo de la luna inunda de repente todo el recinto, con tanta intensidad que decido apagar la luz. Había olvidado lo bonitas que son las noches de luna llena en el delta. Cojo un cenicero, esta vez vacío, y un par de paquetes de cigarrillos para que no falte humo. Una caja de cerillas enorme para que no falte fuego. No puedo explicar por qué, pero los cigarros saben mejor si se encienden con madera. Descanso mis piernas apoyando los pies sobre una repisa y, por supuesto, abro la tercera botella de vino.

Suspiro, vuelvo a coger aire… «¡REC!».

Para ser sincero, hijo, en mi otra vida intenté concentrarme, por llamarlo de alguna manera, en perseguir los más variados objetivos, aunque sin concretar ninguno en particular. Unas veces por aburrimiento, otras por cansancio. No había conseguido concluir satisfactoriamente cualquiera de mis leves intentos de progreso. Bien podría haberme definido en épocas pasadas y sin temor a equivocarme, como un simple buscavidas. Y en cierto modo como un bohemio que pudo alcanzar una multitud de fines sin conseguir ninguno.

Pero eso era antes... En estos últimos tiempos, por el contrario, puedo ser lo que quiera ser, en un abrir y cerrar de ojos. Aunque bien es cierto, que tanto antes como ahora, sin el menor de los esfuerzos. Lo que, dicho sea de paso, tampoco está nada mal.

Venimos de una familia de muy buena posición económica, y creo que justamente esa facilidad monetaria fue la que, en gran medida, me permitió pasar de puntillas por la vida y sin la menor preocupación por el futuro. Me dediqué y aun hoy me dedico, por lo general, a pasarla bien. Ocupación que se me da de maravilla. Para matar el tiempo regentaba un negocio de antigüedades, que nunca me dejó beneficios, salvo los psicológicos de permanecer ocupado, de «hacer que trabajaba». La tienda está ubicada en la zona antigua de Santiago, cerca de la Plaza de Cervantes, por supuesto cerrada desde mi partida. Siempre me han chiflado las cosas antiguas, no sé por qué, quizá por su nobleza. Donde el tiempo no produce los estragos a los que está acostumbrado, sino que imprime signos más valiosos que el olor a nuevo. Y me pareció, como te cuento, una buena forma de mantenerme activo. Supongo que ahora mis cosas estarán juntando telas de araña e incluso aparentarán ser todavía más antiguas de lo que son. Al fin y al cabo, las antigüedades abandonadas, a la vez más antiguas, incluso acrecientan su valor. Ahora no tengo tiempo para invertir en cualquier otra ocupación que no sea la propia que en cada caso elija. Aquellas que forman parte de nuestro legado, que pronto conocerás con todo detalle.

Me alcanza de sobra con lo que tengo. Básicamente es lo que heredé, lo que obtuve de mi familia, sobre todo de mi tío Julián. También fue mi tío quien me dejó la casa señorial de Compostela donde llevaba viviendo desde hace años. Sinceramente, no creo que pueda gastar toda esa fortuna durante el resto de mi vida.

Siendo así de simple mi situación, hace bastante tiempo que abandoné la idea de dedicarme a ninguna otra cosa que no fuera buscar la felicidad plena. No me culpo por ello. Más bien deberían culparse aquellos otros que buscan una finalidad diferente, por muy importante que aquella pudiera parecerles. Por otra parte, tampoco es menos cierto que con solo quererlo podría acumular varias fortunas también sin el menor de los esfuerzos. Es una posibilidad que me estoy planteando y que podría conseguir con tan solo revelar al mundo lo que sé o, simplemente, con explotar cualquiera de los enormes conocimientos y habilidades que he adquirido.

Antes, cuando era niño, quería llegar a ser «alguien», en el término más social de la palabra. Quería ser muchas cosas, tantas que no logré decidirme por ninguna. Raramente me sigue pasando lo mismo cuando, en realidad, ningún trabajo implica ser lo que quiera ser y cuando quiera serlo. No me cuesta ningún esfuerzo manipular la realidad y a cuantos estén a mi alrededor. Esta es una sensación maravillosa y, en esencia, esa es la razón misma, por la que todos los días acepto seguir guardando silencio. Como quien ha descubierto un tesoro y por puro histrionismo, por pura arrogancia y egoísmo lo conserva oculto solo para sí.

Nuevamente «STOP».

De repente, reparo en que esta grabación podría llegar a otras manos que las correctas. ¿Y si así fuera? Entro en completo pánico. No puedo ni imaginar las consecuencias de la utilización del método por una persona sin escrúpulos o ¡si quedara al alcance de cualquier psicópata! Se me acelera la respiración y me levanto de un salto. ¡Sería imperdonable que el trabajo de toda una vida tuviera semejante destino! Estoy a punto de borrar el audio. Camino por la casa buscando otro sitio donde relajarme y, poco a poco, me vuelve el alma al cuerpo.

 

Caigo por fuerza en que no tengo otra opción distinta que la de documentar materialmente todo lo que sé, —¿de qué otra manera podría transmitírtelo hijo? Ambos, nuestro tío Julián y yo, asumimos el mismo riesgo y tú deberás asumirlo también en el futuro—. Cualquier soporte podría descubrirse por otra persona diferente al sucesor natural. Es un riesgo que difícilmente podamos evitar. La urgencia en preparar el camino prevalece sobre cualquier otra consideración de peligro. Será cuestión de planear con absoluto detalle la forma de ocultar esta información con las mayores garantías, sabiendo que nunca serán absolutas.

Decidido por completo a continuar con la tarea, busco un lugar mejor para seguir grabando. No lo encuentro, parece no haber lugar más agradable y cómodo que aquel sillón frente al ventanal. —¡Otra vez la ceniza en el piso!—. En mi trayecto me detengo frente al retrato del tío que se dispone en un mural enorme sobre la chimenea. Me quedo mirándolo un momento, parece que él también me mira sonriente, como siempre. Como si prestase una inestimable aprobación al formato de mi confesión. Más tranquilo, vuelvo a sentarme y a apoyar mis piernas sobre la repisa.

«REC».

Hace un par de años..., en una noche fría en Santiago, a mediados de noviembre de dos mil diecinueve, cuando estaba a punto de salir de casa y había dado una vuelta de llave, me detuvo el insistente sonido del teléfono fijo. Estuve a punto de no contestar, pero finalmente no pude resistir la intriga de aquel llamado de medianoche. Prácticamente había olvidado que tenía un teléfono fijo. ¡Ni siquiera recordaba dónde estaba ese obsoleto aparato! Por lo que, siguiendo el origen de aquel insistente timbre, llegué hasta él algo agitado, descolgué y me habló una voz femenina. Era Cristina, una amiga íntima, muy íntima diría yo. Por aquel entonces, ella tenía treinta y ocho años, aunque parecía contar diez menos.

Hacía apenas dos años que nos conocíamos, pero parecieran muchos más.

Fue un día de invierno como cualquier otro. El local contiguo al de mi anticuario, que permanecía vacío desde hacía bastante tiempo, de repente se alquiló, instalándose en él lo que aparentaba ser una suerte de tienda de complementos y otros artículos femeninos de un estilo bastante hippie. No pude evitar fijar mi atención en la rara, pero intensa belleza de la nueva inquilina. La observaba ir y venir cargando cajas y estanterías. También la vi pasarse días enteros afanándose en pintar y decorar aquel pequeño local. El día de la inauguración, esa dulce y extraña mujer me abordó de repente en el interior de mi anticuario. Entró como una tromba. Venía ataviada con un vestido suelto y floreado. Su pelo largo y rubio le llegaba casi hasta la cintura y olía a una rara mezcla entre tabaco e incienso.

—¿Tienes tabaco? —preguntó sin más.

—¡Buenos días, ¿no?!

—¡Disculpa, buenos días! –respondió sonriendo, mientras yo le ofrecía un cigarrillo y ella lo llevaba a su boca–. ¿Me das fuego, por favor?

—Si quieres, también te lo fumo… -le dije por lo bajo intentando llamar su atención.

Ella sonrió festejando el chascarrillo y se presentó:

—Soy Cristina, tu nueva vecina. ¿Y tú quién eres?

—Yo soy Sebastián, tu futuro proveedor de tabaco -le contesté mientras también reía la gracia y yo me disponía a cebar unos mates.

—¿Qué es esa cosa que estás chupando? –preguntó extrañada y curiosa.

—¡Mate!, es una infusión a la que estamos irremediablemente enganchados los argentinos.

—¡Ah!, mate… -comentó observando atentamente la ceremonia.

Estudió aquella rara costumbre tan nuestra durante un rato, mientras se terminaba el cigarrillo. Pude notar que se moría de ganas por probar, pero no se animaba a pedirme uno, por lo que le ofrecí compartirlo.

—¿Quieres probar?

—No sé…, ¿pero tengo que chupar del palo?

Me causó mucha gracia su respuesta y no pude evitar una sonora carcajada.

—¡Dicho así! –continué riéndome, mientras ella, muy pilla y comprendiendo algo tarde el doble sentido de mi respuesta, también festejó el chiste.

—¡A ver…, listillo, dame! —Sin dudarlo, llevó la bombilla a su boca y se acabó toda el agua de un solo sorbo. Puso cara de satisfacción y graciosamente exclamó—: ¡Me gusta!, ¿me lo llenas otra vez?

Nuevamente compartimos unas risas cómplices. Nos pasamos toda esa mañana hablando de nuestras cosas mientras yo le explicaba con detalle la ceremonia del mate. Desde ese día, y en adelante, nos hicimos casi inseparables, y un tiempo después, nos resultó inevitable y natural convertirnos en algo parecido a una pareja. Nuestros encuentros ocurrían solo cuando nos apetecía, aunque últimamente nos apetecía cada vez más seguido…

Cristina era un alma buena y libre. Dividía su tiempo entre la tienda y su condición irrenunciable de voluntaria de varias ONG. Se mostraba a la vez despreocupada por sí misma, pero enormemente pendiente por los demás. Me resultó imposible no colaborar activamente con sus múltiples proyectos solidarios, tanto de manera económica como personal. No quiero ni pensar las enormes cantidades de dinero que invertí durante esos años. Día tras día me contaba entusiasmada sus planes para recaudar fondos y aquellos otros que encaraba solo por «regalar alegría», como siempre decía. ¡Como olvidar aquella ocasión en la que juntos y vestidos de odaliscas visitamos a los niños del ala de oncología del hospital! ¡Hasta convenció a mi tío Julián para que se sumara al evento! Mi tío se divertía mucho con Cristina, la adoraba y parecían compartir ese deseo irrefrenable de ayudar a la gente, como almas gemelas, pero cada uno desde su particular posición en la vida.

Aquella noche (la del llamado), habíamos quedado en casa para cenar juntos y con su tono alegre de siempre, me dijo desde el otro lado del teléfono:

—¡Hola, Sebas!

—¡Hola, Cris! –respondí reconociendo inmediatamente su voz. Estaba a punto de salir a comprar un pack de Estrella Galicia al veinticuatro horas para recibirte como es debido.

—¡Pero qué descuido! Y qué extraño que no tengas reservas, ¿te las has tomado todas sin mí? –Muy agradecida continuó—: En media hora estaré por allí, llevo la cena.

Un poco extrañado, pregunté.

—¿Pero cómo es que llamas al fijo? ¡Apenas recordaba que existía! —comenté algo perplejo e incrédulo.

—¡Ja, ja, ja! Es que, no se lo cuentes a nadie, pero mi móvil acaba de morir ahogado en las profundidades de váter, ahora descansa en paz en un frasco con arroz esperando la resurrección. No me quedó otra opción que buscar en la guía telefónica y, por suerte, aparecía este número fijo a nombre de tu tío Julián –me relató sonriendo–. No pensé que funcionase…, creo que lo hemos hecho en todos los rincones de tu casa y no recordaba ningún teléfono fijo.

—¡Ja, ja, ja!, yo tampoco lo recordaba. Pero ya ves que sí. Salgo ahora mismo a comprar esas birras y te espero. Si llegas antes, entra con tu llave –respondí comprendiendo aquella jocosa circunstancia del sorpresivo llamado.

Colgué sin más. No obstante, al colgar vi parpadear una luz roja insistente en el aparato. Pensé: «¿Irá a explotar esta cosa?». Lo inspeccioné detenidamente... Luego de sacudirlo y probar con todos los botones de aquel rústico elemento, se disparó una voz amenazante:

—Tiene un mensaje nuevo. —Inmediatamente retiré las manos y me aparté asombrado… ¡Qué moderno!, ¡el aparato habla!—. Mensaje recibido a las veintidós horas quince minutos del día veinte de octubre de dos mil diecinueve –un pitido agudo y de inmediato: «¡Hola! —reconocí la voz de mi tío Julián—. Sobrino, espero que estés bien. Necesito que vengas a Buenos Aires cuanto antes, deja todo y ven en cuanto escuches este mensaje»–. Otro pitido. Final.

—¡Veinte de octubre de dos mil diecinueve! ¡Dios mío! —grité desconcertado—. ¡Hace un mes de este mensaje!, ¡veinte de octubre! ¡Por Dios!, ¡cómo puede ser posible que no me enterase hasta ahora!

Apresurado y preocupado levanté el tubo nuevamente y marqué el número de la casa de mi tío, una y mil veces, pero nadie contestaba.

—¡Qué maldita costumbre tienen los viejos de aferrarse a los teléfonos fijos! —grité enardecido y en un exceso de furia. No había otra forma de comunicarse con él. Nunca tuvo móvil. Parece mentira que un científico aborrezca las nuevas tecnologías. De inmediato, y desesperado por la situación y sin pensarlo un solo segundo, guardé cuatro trapos en una maleta.

De camino hacia la puerta de salida llamé a Cristina para cancelar nuestro encuentro. Abrí la puerta y me la encontré de frente al otro lado, por lo que colgué y se quedó mirándome, como esperando un beso. Allí estaba Cristina sosteniendo en sus manos un paquete. Sonriendo me dijo:

—¡Hoy comemos chino!, ¿estabas impaciente?

Muy serio le contesté:

—Tendremos que aplazar la cita Cris…, por favor, llévame hasta el aeropuerto.

Ella, sorprendida, me respondió:

–¿Al aeropuerto?

. . .

CAPÍTULO II

Durante el trayecto al aeropuerto le conté con detalle lo sucedido, ambos nos preocupamos, y mucho. Cristina y mi tío habían construido una relación de amistad y profundo cariño, por lo que se mostró muy afectada. Aparcamos el coche en el estacionamiento del aeropuerto y me acompañó hasta la terminal. A esa hora todo estaba cerrado, con lo cual, sentados en un sillón de espera gestionamos los billetes por internet.

El primer vuelo disponible a Madrid salía a las seis de la mañana y el de Buenos Aires a las tres de la tarde. Todo estaba resuelto, los vuelos reservados. Ya solo quedaba esperar a que se hiciera la hora. Pasamos un rato largo en un incómodo silencio, chistando ostensiblemente. Ella me miraba de reojo cada tanto, lo percibía. Pero la preocupación por aquella situación inesperada era demasiado para mi y ocupaba todos mis pensamientos. Finalmente, fue Cristina quien casi susurrando rompió aquel silencio:

–Buenos Aires queda muy lejos… —La miré comprendiendo desde dónde me hablaba y le respondí:

–Lo sé.

Con Cristina no tenía una relación seria. Aunque aquellos años de contactos fugaces parecían sugerir algo importante que ninguno de los dos supimos o, quizá, no quisimos convertir en compromiso. Ambos habíamos estado casados tiempo atrás, ambos habíamos sufrido mucho y ninguno quería otorgar carta de naturaleza a la relación. Temíamos volver a pasar por otro calvario, creo yo, y a la vez nos asaltaba una especie de miedo reverencial al compromiso. No queríamos echar por tierra lo que teníamos, volviéndonos virtuales rehenes de una relación formal. Preferíamos no arriesgarnos a perder esa libertad que considerábamos consustancial a la propia relación que siempre nos unió, esa relación sin exigencias que mantuvimos intacta durante largo tiempo. O quizá fuese simplemente porque nos sentíamos más «adultos» manteniendo la distancia. Ambos éramos conscientes de que, más que amigos, éramos a una pareja a tiempo parcial, y que el sexo únicamente nos sorprendía como una consecuencia lógica de la intimidad, cayéndonos como una ficha en medio de nuestro juego.

Ella soportaba silenciosamente mi talante mujeriego, mi trasiego nocturno, mi despreocupación y la existencia de otras «amigas» de menor rango. Como si esperase pacientemente un cambio repentino de rumbo o como si tuviera todo el tiempo del mundo para esperar un cambio. Quizá un trabajo de hormiga, o quizá no. Lo cierto es que ella siempre estuvo a mi lado sin atreverse a plantear un plan de futuro. Nuestra relación era, sin lugar a duda, profundamente íntima, cariñosa, cercana y sin fecha de caducidad. Pero por definición, sin ataduras de ningún tipo.

Con la misma levedad, me sorprendió exclamando:

–Quisiera ir contigo a Buenos Aires.

La miré a los ojos y comprendí que esa catarsis inevitable finalmente había sucedido. Acaricié suavemente su mejilla mientras sus ojos se llenaron de lágrimas, y continuó:

—Sé que no soy tu novia, ni tu mujer, pero… si me lo pides, dejo todo y te sigo…

Inexplicablemente, me sentí perseguido. Como ahogado. Tal y como si ella hubiera apretado mi cuello con sus manos. Sin pensarlo demasiado le respondí:

—No creo que sea una buena idea…, tienes muchas cosas que atender aquí y yo…

 

Se secó las lágrimas y, muy digna, pero visiblemente herida me interrumpió:

—¡Déjalo!, no hace falta que me des explicaciones.

Se levantó temblorosa, me besó suavemente en los labios y me dijo:

—Mañana muy temprano me llega un pedido a la tienda. Que tengas un buen viaje, Sebastián. Llámame cuando puedas para saber cómo estás y cómo está Julián…

La vi marcharse y, por un momento, estuve a punto de correr tras ella, pero finalmente me quedé observando cómo se alejaba. Una última mirada a la distancia se convirtió en clara despedida. Llamó al ascensor que lleva al aparcamiento y desapareció. Me sentí culpable por herirla. No podía tomar una decisión tan trascendental de manera tan repentina.

Sobre las cuatro y media de la mañana volvió la vida a la terminal. Despaché el equipaje y me dirigí a la zona de preembarque. No podía dejar de pensar cuál podría ser el motivo del llamado de mí tío. intenté comunicarme con el teléfono de la isla en innumerables oportunidades durante todo ese tiempo de espera, pero no hacía más que sonar sin que nadie lo cogiese.

Durante la mañana, y mientras esperaba en Madrid, todavía contrariado llamé a Cristina, pero no contestó. Finalmente llegó la hora de embarcar.

Eran casi las once y media de la noche cuando aterrizamos en Ezeiza, y al encender el móvil en la terminal comprobé que tenía diez llamadas de un número desconocido. ¿Sería mi tío? ¿Por fin se habría comprado un móvil? ¡Ya era hora…! Acababa de recoger la maleta de la cinta y confiando en el posible origen de aquellos llamados me disponía a salir hacia el control de aduanas. A medio camino e impaciente me detuve para comunicarme con el número que aparecía guardado en la memoria.

—Hola, buenas noches, tenía varios llamados de este número. Soy Sebastián Medina, ¿quién es Ud.? —Del otro lado, una voz masculina se identificó como agente de Policía y me sorprendió con la amarga noticia: mi querido tío Julián había sido encontrado muerto en su enorme mansión. ¡Y yo sin haber escuchado su mensaje! Muy tarde, un mes después de su llamado, ponía pie en Buenos Aires. No podía perdonarme semejante desatención. Solté las maletas y me senté sobre ellas cogiendo mi cabeza para llorar amargamente.

Pude saber, más tarde, que cuando lo encontraron llevaba bastante tiempo sin vida yaciendo en el cómodo sillón de su sótano. Donde, por cierto, tenía montado una suerte de laboratorio profusamente equipado, aunque en parte obsoleto. Con un sinfín de tubos y probetas; pantallas y frascos con formol en los que conservaba una gran cantidad de cortes del cerebro humano entre otros especímenes irreproducibles. Recuerdo muy bien que, desde pequeño, habían despertado en mí la mayor curiosidad.

Todavía aturdido por la triste noticia y presa de una enorme congoja, alquilé un coche y subí a él casi de un salto. Era ya de madrugada y llovía intensa e insistentemente. Aquel trayecto de casi cien kilómetros hasta Tigre transcurrió sin apenas darme cuenta. Enfrascado en mis pensamientos siquiera atiné a encender la radio en todo el recorrido. Solo me acompañó el sonido de la lluvia y el golpeteo de los limpiaparabrisas rebotando de un lado al otro.

La mansión, donde ahora me encuentro, está ubicada en medio del delta del Río Paraná. En una isla algo apartada, de nombre Estelita, en honor a mi bisabuela, antigua propietaria de la isla y constructora de la casa. Mi tío la heredó de mis abuelos, a la isla junto con el nombre, además de otros tantísimos bienes que no viene a cuento enumerar ahora mismo. Solo se puede llegar hasta la isla en lancha desde una preciosa localidad bonaerense llamada Tigre, que dista unos treinta y cinco kilómetros al norte de la ciudad de Buenos Aires. Además, es necesario navegar más o menos una hora por el laberinto de canales hasta llegar a ella.

Por fin, habiendo llegado al embarcadero, aparqué junto a la estación fluvial y contraté los servicios de una lancha taxi. Mientras nos adentrábamos por los canales del delta, lo bucólico del entorno me sumió en un estado casi catatónico. Las olas que generaba el paso de la lancha chocaban ruidosa, pero mansamente contra las orillas. Este era un sonido familiar añorado y querido para mi herido corazón. Mientras tanto, los recuerdos llegaban a mi mente en tromba y ocupaban casi toda mi atención, dejé una de mis manos barrenar sobre el agua, que me devolvía mi reflejo distorsionado.

Mi tío Julián era el hermano mayor de mi padre (su único hermano, por cierto). Primero que nada, era «inventor», aunque también neurocirujano retirado y experto informático, entre otras tantísimas habilidades. Recuerdo que cuando de pequeño lo visitábamos en su mansión, la experiencia se convertía en toda una aventura. Este mismo trayecto remontando el río me cautivaba, y el marrón oscuro de las aguas me sugería la existencia de los más raros seres residiendo en lo profundo. Más tarde, esa aventura en sus aguas fue cotidiana y mi habilidad de buceador en apnea terminó por demostrar que aquellos monstruos solo existían en mi cabeza, o sencillamente no tenían hambre.

Isla Estelita es una finca de unos cuatro kilómetros cuadrados aproximadamente, cubierta de añosos y frondosos árboles y que, en cierto modo, parece flotar sobre las aguas circundantes. Salvo en las recurrentes inundaciones, cuando solo queda sobre la superficie el imponente porte de la mansión, intencionadamente construida con mayor altura.

La casa, que tiene tres plantas, fue construida hace unos setenta años. Es de estilo clásico, casi isabelino, algo ostentosa a primera vista, pero al mismo tiempo equilibrada y sobria.

Allí pasé la mayor parte de mi infancia hasta mi adolescencia. Recuerdo como si fuera hoy cuando nos bañábamos en este mismo río. Las largas expediciones por la finca, la casa del árbol que fabricamos con el tío y, muy especialmente, recuerdo los enormes e insistentes mosquitos. Ellos siguen aquí y tan molestos como siempre, porque este entorno es también su casa. Al atardecer, aprovechaba para perderme en cualquiera de las múltiples habitaciones, todas profusamente decoradas y prolijas. Recuerdo también asombrarme ante la gran biblioteca y su nutrida variedad de libros cuidadosamente dispuestos. Además, ¿cómo no?, del intrigante laboratorio en el sótano donde pasábamos con el tío largas e interminables horas. Yo con él y él conmigo.

Nuestro tío Julián, como ya te conté, fue un neurocirujano de gran renombre. En el año mil novecientos noventa y siete fue contratado como jefe del servicio de Neurocirugía del Hospital más importante de Santiago de Compostela, lugar en donde residió o, mejor dicho, residimos con el tío durante varios años y donde también tenía montado un laboratorio. Aunque yo, ya crecido en años y con otras apetencias más espurias que atender, apenas visitaba. Por aquellos tiempos, a finales de los noventa, le llovieron cientos de ofertas de trabajo similares de otros centros médicos de gran prestigio alrededor del mundo. Londres, Berlín, Milán, Dallas se lo disputaban, pero mi tío no dudó un solo segundo en elegir Santiago.

Un año antes de aceptar el puesto había sido invitado como ponente a una importante convención de neurocirugía organizada por la Universidad de Santiago. Allí, además de quedar seducido por la belleza de la ciudad, cómo no, conoció a una hermosa y dulce médica gallega que, según sus tan repetidas palabras: «Me robó el corazón para siempre». Cuando me contaba aquella anécdota, jocosamente intentaba quitar importancia a sus melosos comentarios:

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