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—¡Es el gran Caruso! —exclamó su padre.

Esa voz voló por los rincones de Cantarrana. Ella pensó en Francisco. ¿Lo habría alcanzado también a él la fabulosa voz del cantante? A ella, esa voz le tocó el corazón con una palabra en especial: «lágrima». Una lágrima furtiva tal como lo decía la letra, pero llorada hacia adentro. Doña Alonsa cantó a capella para hacerse notar a los ojos de su anfitrión. La velada terminó muy tarde. Pablo se despidió besándole la mano. ¿Qué hizo los días siguientes? A Francisco no lo vio por el camino ocupado en atender los requerimientos de su padre. Su prima Paulina se casaba por esos días. Fueron a la boda. La palma de su mano roza, el relieve del cobertor y sus líneas la llevan hacia esos días de boda, música, danza, tertulias, veladas en el Teatro Municipal. Sus padres no pensaban en fijar fecha de regreso a Cantarrana. Eran así cuando algo les gustaba, se quedaban mientras el gusto les durase, porque para las cosas triviales estaba el capataz, los peones, el contador, don Olaberry, la servidumbre. Cierra los ojos, por sus párpados pasan las imágenes. Su padre, una vez ahíto de la capital, decidió volver. Al despedirse de la familia y de los amigos, les recordó a viva voz desde la pisadera del tren que los esperaba para su «veranazo» en Cantarrana, expresión muy propia de su vocabulario para designar las cosas de acuerdo a su genio y gusto. Mucha gente ha pasado por Cantarrana: senadores, obispos y más de un presidente de la República ha dormido la siesta en sus dominios. De pronto, escucha voces, pasos, acercándose. ¡Son los niños! La abrazan, la besan, quieren hacer muchas cosas con ella y para ella, pero les pide solamente: «pongan el gramófono, antes de retirarse». La música toma posesión de su cuarto. Las cuerdas la mecen, los bronces la levantan por el aire, la voz del cantante la crucifica a sus huesos. Se ve volando por el aire, sobre el paisaje conocido entre la vía férrea y el cementerio clavado con cruces a la tierra parda, donde el mausoleo de los Pérez-Azaña sobresale por sus dimensiones. La música se apaga. Volvieron a Cantarrana. Despertó con Meche a su lado al otro día. Le traía el desayuno a la cama para que le contase las cosas bonitas vividas en la capital. Una vez satisfecha su curiosidad, preguntó por el señorito Pablo con cierta malicia. Su caballo «Paloma» la esperaba ensillado, un mozo la ayudó a montar, cogió la brida y cabalgó hasta el final del camino con la esperanza de encontrar a Francisco. Llegó de nuevo a la línea de eucaliptos y se volvió. Distinguió las espaldas de Francisco, galopó para alcanzarlo, el viento peinó sus cabellos y sintió la sangre del animal pasar por su venas y tocarle su piel. Cuando estuvo a su altura, quiso contarle cómo había sido la boda de su prima, pero él, nervioso, apuró el paso cuando vio a su padre conversando con el capataz casi en medio del camino.

—¡Señorita, no bajamos de los 38 grados a la sombra! —dijo como si la casualidad los hubiera puesto allí en ese momento.

—¡Tanto calor que hace! —exclamó su padre.

—Sí, patrón, la tierra tiene fiebre —replicó prontamente el capataz.

—Genoveva, ponte sombrero —ordenó su padre—; estos solazos derriten el seso a la gente.

El silencio inunda la casa. Los niños han salido. Se frota la yema de los dedos, los entrecruza, nota su rigidez al hacerlo. Una vez más la consumió la osadía. Buscó la complicidad de las sombras en busca de la puerta del haras. A mitad de camino, sus fuerzas flaquearon. Volvióse antes de ser descubierta. Ahogó un grito en el jardín cuando vio dos luces incandescentes impidiéndole el paso: eran, por suerte, los ojos del gato de Meche. Al otro día, encontró una vez más a Meche a su lado como si viniera saliendo de sus sueños. «Señorita, perdone, le traía su desayuno». «Dormí mal, Meche». «Yo también. Mi gato desapareció y lo encontré aullando en el jardín; debe ser este calor el que lo pone inquieto. El capataz dice que la causa es la sequía; yo creo que nos caerá un chaparrón o bien tendremos un temblor». Meche tuvo razón. Se desató una tormenta de verano. Cayó una verdadera tromba de agua sobre la tierra sedienta, cerrándole sus heridas. Las plantas se enderezaron, las hojas se abrieron. Su padre gritó de alegría, llamándola:

—¡Ven a mojarte conmigo, Genoveva!

Ella le hizo caso y gritó mientras el agua la mojaba. Necesitaba danzar, dar vueltas, correr. Paulina fue la primera en llegar para el «veranazo». El mozo la fue a buscar en el Landó, el más elegante de los coches de Cantarrana, con la heráldica de la familia grabada en sus puertas. El estilo del carruaje debe haber influído en ella porque se bajó diciendo que le había hecho recordar el día de su boda y, haciendo alusión a su vientre, dijo:

—Vengo con novedades, prima: ¡seré madre! Necesito aire, descanso y escuchar a este pajarito.

—Mientras lo haces —respondió su marido, un luterano, algo muy raro en su medio—, me gustaría visitar el haras, tío Raimundo.

—Eso lo haremos cuando vuelva Francisco —adujo el padre—. Lo mandé al Club Hípico con mis últimos ejemplares. Ella sintió un sobresalto al escuchar el nombre de Francisco. Le dolió cómo lo nombró, como un simple subalterno. Más tarde llegaron los Benavente, los Subiabre, los Meléndez y muchos más cuyos nombres no recuerda. Los últimos fueron los Urruztía, otra vez comandados por la madre del clan. Pablo, al darle la mano, atenazó la suya. Su padre puso la mano en su hombro y lo llevó a la biblioteca, «a conversar cosas de hombres». Ella no sabía que su nombre estuviera presente en las conversaciones de ambos. La noche la pasaron en el jardín. Entonces su diseño era distinto al actual, contaba con una fuente hacia donde convergían los senderos, pero su aroma sigue siendo el mismo, salvo cuando los hombres fuman. Al otro día se desplazaron al estero en un desfile de coches. Su prima Paulina lo hizo ahora en uno de los varios birlochos puestos a disposición por su padre para el traslado de amigos cercanos y no tanto. Meche fue a la cabeza de los sirvientes. Las mujeres corrieron a la orilla del estero a mojarse la punta de los pies. Su prima, pese a su embarazo, era la más osada, daba chillidos agudos con el agua hasta la rodilla bajo el beneplácito de su marido. Pablo contemplaba la escena sin ser parte de ella. Cuando salieron del agua, los esperaban las viandas dispuestas sobre los manteles con su vajilla respectiva, los vinos en su punto, el ponche frío de melón. Durante el banquete al aire libre, su padre iba de un lado a otro, cumpliendo a cabalidad su papel de anfitrión, mientras su madre, en segundo plano, lo dejaba hacer. Ulderico Lenz, el marido de su prima, bebió casi solo gran parte del ponche de melón y la última copa lo dejó dormido con la boca abierta. La modorra los embargó a todos. Los hombres cayeron tumbados con la camisa abierta sobre las mantas. Si la muerte hubiera pasado a esa hora volando los habría tomado ya por muertos. Meche, al mando de un ejército de sirvientes, recogió sigilosamente los platos vacíos, limpió, ordenó. Una vez terminada su labor, apoyada en un árbol, se convirtió en una estatua viva, puesta allí para velar el sueño de sus patrones. Cristian y Adela vienen a verla, se sientan en la cama, le conversan, y antes de irse, les pide que pongan de nuevo el gramófono. ¿Qué pasó en aquel «veranazo»? se pregunta a sí misma. El regreso de Francisco hizo posible la visita al haras para complacer, especialmente, a Ulderico Lenz. Ella hizo de anfitriona. Francisco saludó, habló nervioso, se detuvo en aquello que estimó importante. Cuando llegaron al criadero hizo traer un formidable ejemplar equino cuyo color negro resplandecía bajo el sol. Él mismo lo montó, dio una vuelta por el picadero, exhibiendo el brío del animal, su potencia marcada en las venas bajo la piel sedosa y cuando parecía que no se iba a doblegar a la mano del jinete, sacó un paso candencioso. El gramófono se detiene bruscamente. Su padre no le dio ni las gracias a Francisco, a ella la sacó del brazo del haras sin mirar hacia atrás. La música del gramófono la rodea, es una hoja, se deja llevar por los acordes hasta ese momento cuando se reunieron en la terraza. Paulina apareció con una de sus creaciones veraniegas adecuadas a sus cuatro meses de embarazo con su marido del brazo. Ambos se veían felices. Ella recurrió a una falda sencilla, blusa color pastel y sandalias. Pablo apretó las mandíbulas al verla, se sintió un crujir de dientes que su hermana Carlota ahogó con una carcajada. El humor de su prima los contagiaba a todos en la velada nocturna. Doña Alonsa le buscaba conversación con su hijo. Ella trató de ser simpática, aunque sonara a falso, cuando hubiera preferido estar galopando al encuentro de Francisco en el camino, darle las gracias por su exhibición ecuestre, embargada por la tristeza, no la pudo ocultar.

—¿Qué te pasa? ¿Estás cansada? —preguntó su prima, inquieta.

—Me retiro —se excusó, yéndose a su cuarto.

A oscuras, tendida en su lecho, le llegaron las voces alegres y, después remplazadas por los sonidos nocturnos y el péndulo del reloj de su cuarto. Permaneció tendida en su cama sumida en confusiones, ansiedades y deseos. Sin saber cómo, al rato se descubrió en el haras, al amparo de las sombras, pegada a un muro. Un sola luz indicaba el lugar donde estaba el despacho de Francisco. Cuando la vio entrar, la miró y dijo: «el futuro es incierto». ¿Qué quiso decir con eso? Ella no contestó, cobijándose en sus brazos presintió el milagro de la creación, juntó consigo todo lo que quería ser, pero Francisco miró hacia la puerta como si por ella fuera a entrar el peligro escrito con mayúsculas de un momento a otro. ¿Qué peligro? Años después, lo supo. Meche dijo al otro día en voz alta a la hora del desayuno:

—La señorita Genoveva se enfermó, se pescó un solazo. —Habló como si hubiera desobedecido sus advertencias.

 

Ella no salió de su pieza durante toda la jornada. Dormía, despertaba, dormía, despertaba. Parecía estar en el fondo del mar y nadaba como un pescador de perlas en busca de aire y volvía a sumergirse. De pronto la puerta se abrió. Dos sombras se acercaron en puntillas, la cogieron de la mano, hablaron en murmullos. Quizás dijeron: «pobrecita, tiene fiebre». Y abandonaron la habitación tal como habían entrado. Cuando volvió a la realidad, la luz del día luchaba por entrar a través de la ventana. Los huéspedes se habían ido. La casa era un remanso de paz antes de la tormenta. Una de esas que se dan en tierra seca. La biblioteca de los Pérez-Azaña nunca fue para leer, salvo para Dionisio de las Marías, en sus momentos de soledad, sino usada más para guardar todo tipo de objetos vinculados a la familia, especialmente los adquiridos por Dionisio de las Marías y los cuadros pagados a buen precio a sus autores. También la biblioteca era el lugar donde se tomaban las grandes decisiones al amparo de los retratos de los antepasados. Las pesadas cortinas de la biblioteca permanecían cerradas cuando acudió al llamado de su padre sin saber de qué se trataba. El cambio de temperatura lo sintió apenas entró al recinto, ubicándose en el único lugar luminoso, al frente de su padre acompañado de su madre.

—Hija —dijo, y guardó una pausa.

Notó que luchaba por decir algo al verlo rojo de ira y, al final, dio un puñetazo en la mesa:

—¡Despedí a Francisco Chandía! Sabes muy bien por qué.

Se le hizo un nudo en la garganta. Se imaginó a Francisco aplastado por su padre. No sabía que su apellido fuera Chandía ni menos que se pudiera pronunciar con tanto odio.

—No dices nada, ¿eh? —bramó— Esto termina antes de empezar.

Ella se mantuvo inmóvil cuando otro puñetazo cayó sobre la mesa.

—Entremos en materia —dijo, cambiando de tono—. Eres nuestra única hija, sobre tus hombros descansa el futuro de Cantarrana. Si no lo has entendido, es hora de que lo hagas. Sofía —se dirigió a su mujer—, tú y Genoveva necesitan hacer un viaje largo, se van al Viejo Mundo. Disfruten y no vuelvas, Sofía, hasta que Genoveva entre en razón —y se desplomó con todo su peso sobre la silla.

Ella, helada, sin voz, se convirtió, al igual que Meche, en una estatua puesta en el jardín para cuidar el sueño de sus amos. Ni siquiera defendió a Francisco. Ese día se mató sola. «¡Oh, Dios!», se dice, «qué claridad me ha dado el recuerdo». Así fue, así se hizo su vida. Hasta Cantarrana se le ha alumbrado de nuevo. Todo lo ve ahora con ojos viejos alimentados de imágenes más que con la luz del día. Mañana son las fiestas florales un poco atrasadas. Una vez fue reina de aquel festejo, su padre le regaló un caballo para celebrarlo, entonces Cantarrana era un puñado de casas y ella una joven amazona. Escuchó al chofer guardar el automóvil en el garaje, la casa quedó en silencio y ella se cubrió con la sábana sin saber si despertaría, si habría para ella otro día.

IV

El que encontró la urna debajo de un árbol en la plaza, lejos del lugar donde se guardaba bajo llave, dio aviso de inmediato a Onofre Benavente, cabeza del Comité de la Fiesta de la Primavera. El aludido salió de su residencia, no lejos de allí, seguido de sus hijos y, con dolor y estupor, verificó la urna sin ningún voto dentro.

—¡Un ultraje! —gritó, alzando el cofre vacío.

Buscó al culpable o a los culpables entre los espectadores reunidos en la plaza y fijó la mirada en uno, en la fila de mirones, quien, asustado, dio un paso atrás y luego otro hacia delante para no ser acusado del delito y linchado ahí mismo por la turba. Los hijos de don Onofre secundaban a su padre con la intención de azotar al culpable colgado de un árbol si se lo permitían, mientras Jovinito, el menor de los Benavente, con una risita malévola, se sobaba las manos a la sombra de su progenitor. Onofre Benavente, con la sangre hirviendo, se dirigió a la oficina del alcalde, secundado por sus partidarios y depositó, con gesto dramático, la urna en su escritorio.

—¿Cómo, señor alcalde, vamos a saber quién es la reina? ¡Fiesta sin reina no es fiesta, ni yo su presidente! —exclamó.

Esa misma tarde sesionó «El comité pro fiesta» para salvar la impasse suscitada esa mañana, la que fue calificada por unos como «robo», otros por «chantaje» y otros por «vandalismo». Tras horas de debates, convinieron en redactar un reglamento con sus respectivos anexos para responder a situaciones similares. La fiesta debía comenzar en unos días, pero decidieron postergarla para instalar el «Barómetro de la belleza» en el frontis del municipio, uno de los capítulos del nuevo reglamento, que registraría diariamente la cantidad de votos de cada candidata a la corona de reina.

—La fiesta se hará igual —dijo don Onofre y cerró la sesión extraordinaria en su calidad de presidente vitalicio, «punto que no estuvo en tablas ni lo estará mientras viva», pensó satisfecho.

La prórroga tuvo efectos positivos para los que preparaban disfraces y comparsas. La gente de Cantarrana tuvo más tiempo para terminar su carro alegórico que representaba una rosa gigante sobre un mar -o un jardín- de hojas verdes, idea que Lucinda dibujó, se la mostró a la señora Josefina, le gustó y se designó generala de la empresa. Los Pérez-Azaña aportaron la tela para los disfraces y Agustina se encargó de su confección. El carpintero de Cantarrana construyó la plataforma donde irían las doncellas y Ramoncito se ofreció para conducir los percherones del carro. Elías, el veterano jardinero de Cantarrana, tendría fresquitos los pétalos que las muchachas lanzarían a su paso por las calles.

El día de la fiesta, Agustina contempló a su hija colocarse la túnica, un calorcito ardió dulcemente en su pecho, cerró los ojos y, al abrirlos, la vio convertida en una muchacha con un cintillo de rosas en su pelo castaño, imagen que guardó para acompañarse el día de su muerte, pero se llevó la mano derecha a su cara para espantarla.

Las muchachas de Cantarrana se encontraron donde doña Josefina el día del evento ataviadas con sus túnicas, sus cintillos de rosas, mirándose sorprendidas entre sí. Y los niños, con sus ponchos verdes, daban forma a una pradera verde llena de rosas.

—¡A estas niñas, por Dios, les falta algo! —exclamó doña Josefina.

Y corrió en busca de carmín, polvos de arroz y las maquilló con sus manos suaves y blandas como masa leudada y pintó también sus labios una por una y cuando llegó el turno de Lucinda, algo le dijo al oído que la hizo ponerse colorada.

—¿Quién irá arriba? —preguntó doña Josefina, no quiso decir «de princesa» para no herir a nadie.

—Que sea Lucinda —dijo Clarisa, la mayor entre las chicas, y estuvieron de acuerdo.

La mencionada dudó, pero al final aceptó, diciéndose que ese día podía ser otra, una que nadie conocía.

Los cascos de los percherones sonaron en el pavimento. El alumbrado tornó irreal al carro y a la muchedumbre apostada en la plaza. Lucinda miró a Clarisa y la vio transformada por la luz artificial y ella misma se vio desprendida de la tierra, navegando contra la noche, con un canastillo en el brazo, lanzando pétalos de rosas a la gente a su paso. ¿Dónde estaría cuando fuera grande? Estaba empezando a vivir y ya se hacía esta pregunta como si para hacérsela fuera necesario no pisar la tierra, con la sensación de estar entre ella y el cielo, maquillada, con los labios pintados, en un pueblo donde no había nacido y ya lo estaba queriendo como suyo. «Lo vas a querer como a un padre, aunque sea feo y pequeño», le dijo una vez Agustina y tenía razón. Lanzó un puñado de pétalos al aire y otra vez se le vino la misma pregunta. En ese momento apareció un dragón, echando fuego por sus fauces, en medio de un estruendo infernal, mientras desde su lomo, unos dragones enmascarados lanzaban petardos al aire y otros se movían a pie entre el público. El desconcierto fue total. Lucinda dio un grito al reventar uno de los artefactos cerca de ella. El dragón desapareció tan rápido como había llegado envuelto en llamaradas y humo a esconderse en su cueva. Todos los años salía esta comparsa, se decía, conformaba por los hijos de las familias más pudientes del lugar. El aire lo dejaron a pólvora y azufre.

La música los sacó del susto y los invitó a bailar, a celebrar el arribo de la primavera, porque, sin ella, como decían los viejos, las cosechas no serían buenas, ni habrían romances al amparo de los árboles, donde más de un futuro cantarrano sería engendrado para reemplazar a los muertos del invierno, aunque la fiesta se hubiera atrasado por el robo de los votos y más bien despedían la primavera y recibían el verano al mismo tiempo.

Ramoncito aparcó el carro. Las niñas bajaron cuidadosamente. Lucinda no escuchó el sonido de sus huesos al pisar el suelo como creía. Quería decir que se habían asentado y no los escucharía más. Un dragón le tendió la mano y la invitó a bailar.

—No sé —respondió ella.

—Yo sí.

Ese sería su primer baile, lo haría con un dragón impregnado de azufre y ella con un cintillo de rosas en su cabeza.

Más allá, una gruesa lupa se centró en Manuel, desfigurando su rostro.

—¡Finalmente te vine a encontrar hecho una hoja!

Quien le hablaba era Sherlock Holmes, o más precisamente Benavides, irreconocible, vestido con el abrigo a cuadros de su madre, el gorro de un vecino y otros atuendos propios del famoso detective conseguidos por aquí y por allá gracias a la generosidad de la gente. Benavides vivía su «período sherlockiano» a tal extremo que pensaba aclarar el misterioso crimen de las señoritas Angulo, no resuelto, y sobre el cual se barajaban las más increíbles teorías. Romerito, disfrazado o, mejor dicho, «desnudado» de Tarzán, tiritaba de frío.

—Bailemos —propuso—, me estoy congelando.

Los tres se sumaron a una fila de danzarines encabezados por una mujer disfrazada de locomotora, con Romerito de último vagón, agitando su taparrabo al ritmo de la música.

Al otro día, Lucinda colgó su cintillo de rosas en la puerta de su habitación, construida por Juan en un tramo del corredor. En su noche inaugural le dio la menstruación, el primer gran susto de su vida, ya que ni su madre ni en la escuela le habían hablado que eso le pudiera ocurrir, desde ese instante se interesó por su cuerpo, tomó conciencia de su feminidad, aunque siempre sería una niña a los ojos de sus padres.

Ella no estaba al tanto de lo que Juan y su madre conversaron una noche en voz baja como Juan solía hacerlo en sus horas de confesiones íntimas. Ella y Manuel dormían en la misma pieza, eran como hermanos sin serlo. «Es hora de separarlos», coincidieron ambos. «Lucinda crecerá y dejará atrás a Manuel», dijo Agustina y añadió: «no le diré nada del futuro para que se sorprenda con las cosas de la vida».

—¡Lucinda, ¿quieres ir a comprar al boliche de la señora Basilia? Dile a Manuel que te acompañe? —dijo Agustina alzando la voz al otro día de la fiesta.

Lucinda fue en busca del Manuel, encontrándolo en el patio, absorto en la lectura. Permaneció unos segundos a su lado, sin que él se percatara.

—Lamento interrumpirte —dijo—, pero vamos al boliche.

Manuel cerró el libro, marcando la página con una hoja.

En el camino vieron el auto negro de los Pérez-Azaña no por «La avenida de los aromos», sino viniendo del norte por el camino hacia el cementerio. Han vuelto los Pérez-Azaña ¿Estarían anoche en la fiesta?

—Seguramente, Manuel —afirmó ella—. Apuesto que la señora Basilia te da un caramelo. Si te da uno, dile que deben ser dos. No te olvides.

La señora Basilia se parecía a su caligrafía pequeñita, pero clarísima con la que anotaba las compras de sus clientes, con sus precios, cantidades y fechas en su libreta. Vestía siempre de riguroso luto en memoria de su marido muerto tempranamente que no alcanzó a darle un hijo, pero, en su lugar, le dejó un ahijado muy parecido a él. El almacén de la señora Basilia, situado en una de las salidas -o entrada- del pueblo, se le conocía como «El boliche», aunque más apropiado sería llamarlo «La aduana», porque nadie que entrara o saliera escapaba de su control. Su propietaria estaba todo el día apostada detrás del mostrador, en medio de mercaderías procedentes de los cuatro puntos cardinales: yerba mate del Paraguay guardada en olorosas barricas; especias asiáticas; conservas con nombres extraños; alpargatas; clavos; harina en quintales; aceite; cajas de velas o caramelos en frascos transparentes para tentar a los niños. No cerraba nunca, salvo para ir a misa los domingos, vestida con un traje negro finísimo, sombrerito de malla negra que le cubría los ojos y parte de su cara, caminaba derechita por la vereda, trazando una línea recta por la que volvía sin salirse un centímetro. De vuelta de la iglesia cambiaba sus prendas por otras igualmente de luto y retomaba a su puesto en el mostrador, saludando y siendo saludada. Los campesinos llegaban con sus carretas a venderle sus productos y si les faltaba dinero para cubrir sus compras, ella les fiaba, anotando el monto en su famosa libreta con su letra conocida en los lugares más apartados hacia el poniente. Nadie había dejado de pagarle ni faltado el respeto a pesar de ser una mujer menudita, tan frágil que bastaría un simple estornudo para hacerla caer y apoderarse de sus millones guardados celosamente debajo de la cama, en cajas de zapatos. Solo uno lo intentó, quiso saltar el mostrador, pero se encontró con la punta helada de un Colt calibre treinta y ocho -otra herencia de su marido- en la frente, que lo hizo volver sobre sus pasos orinado entero. Desde entonces, nadie osó saltar de nuevo el mostrador y sus millones continuarían acumulándose en cajas de zapatos.

 

Manuel, cada vez que iba a comprar, aprovechaba la oportunidad de pesarse en la romana de la señora Basilia, una de fierro capaz de soportar el peso de varios quintales y desde donde solía ver al ahijado ocupado en limpiar, desarmar y aceitar sus armas de caza, a quien verlo por la calle daba risa y miedo al mirarlo; risa por cargar una escopeta de dos cañones sobre sus espaldas flacas y jibosas y miedo por sus ojos, lo único que delataba vida en su cara, pero de ultratumba, característica por la cual se le conocía como «Tito Momia o Tito Ultratumba». La gente se burlaba de él a sus espaldas, pero nunca cuando iba armado. Tito asomó en la puerta de repente. La reacción de Manuel fue bajarse de la romana sin saber cuánto pesaba.

La señora Basilia escribió en su libreta el kilo de azúcar, el litro de aceite, fósforos. Al despedirse, puso en las manos dos caramelos a Manuel y la certeza de que se quedaría sola toda la vida.

El gusto de los dulces les duró hasta que llegaron a casa. Manuel retomó la lectura de su libro tendido a la orilla del canal. Lucinda, tiempo después, hizo lo mismo a su lado. El peso del cielo le cerró los ojos a Lucinda: recordó la fiesta de la noche y sus párpados temblaron.

—Manuel —dijo—, anoche bailé con un dragón.

—¿Quién era?

—Un dragón.

—¿Pero quién?

—No sé, creo que no tenía cara.

—Sí tenía, era Vitalicio, el hijo de don Recaredo.

—Tienes razón, por la voz lo reconocí, aunque no dijo casi nada.

Al rato llegaron Benavides y Romerito, navegando por el canal en una versión mejorada de la misma embarcación.

—Únete a nosotros, Manuel —lo invitó Benavides, sacándose el gorro de almirante—. Ven a descubrir nuevos mundos, ¡la historia nos llama!

Manuel no se resistió y partió dejando abandonado su libro. Lucinda lo tomó con curiosidad y empezó a leerlo.

La expedición fue corta. La embarcación se hundía cada cien metros por el peso de los tres. Regresaron por tierra, cargando la balsa y los aparejos. Manuel los acompañó hasta el cruce y, allí, se encontraron con una multitud mirando hacia el sur.

—¿Qué pasa? —preguntaron.

—Alguien se lanzó a las ruedas del tren —contestó el guardavía—. Uno que no encontró anoche su amor en la fiesta y decidió quitarse la vida.

Ni Manuel ni Romerito quisieron ver el cadáver. Benavides, en cambio, lo hizo echando de menos su lupa de Sherlock Holmes.

—¿Qué viste? —le preguntó Romerito cuando volvió.

—Mejor no les cuento.

Manuel retornó por «La avenida de los aromos». Al pasar por el frente del portón de hierro, trató de escuchar algún signo de vida, pero solo escuchó el viento. Por la casa del capataz divisó el carro alegórico cubierto todavía con pétalos marchitos. La fiesta había sido corta, buena para todos, menos para el que se lanzó a las ruedas del tren.

Don Olaberry era quien proveía de libros a Manuel de su biblioteca. En sus ratos solos, leía en sus dos lenguas, la materna y el castellano aprendido en contacto con la misma gente que le cambió su apellido original de Olhaberry por el de Olaberry y nadie lo llamaba Eugene, su nombre de pila, salvo Genoveva. No se hacía problemas por eso, le gustaba ser llamado «don», que le recordaba al «sir» británico. Su vida estaba vinculada a los fina sangre las veinte y cuatro horas del día, pero en su casa, un chalecito pegado al haras por el lado norte, florecía su verde Irlanda, donde disfrutaba de un whisky irlandés malteado, regalo de una familia conocida. Sus días preferidos eran los lluviosos, con viento, tormenta, la chimenea encendida, un libro, un vaso de whisky, y a tiro de honda, los fina sangre bajo su cuidado. Esa era su patria, su mundo.

Ese día, luego de leer el periódico, se dirigió a su despacho. Allí lo esperaba Cristiancito, a quien le mostró el diario con la noticia de la victoria de uno de los ejemplares nacido en el haras. Cristiancito lo felicitó sin demostrar el mismo entusiasmo de sus antepasados por los caballos.

Manuel fue a devolverle un libro justo en ese momento. Apenas don Olaberry lo vio, le dijo a Cristian:

—Manuel es la persona más indicada para acompañarte a pescar. Sabe dónde pican los salmones, ¿no es cierto, niño?

Manuel nunca había visto tan de cerca a Cristian, a lo más detrás de los cristales del auto. Ahora, en cambio, esperaba una respuesta de sus labios.

—Mañana por la mañana, donde la señora Josefina —respondió.

Cristian asintió y él se despidió, olvidándose de devolver el libro.

Manuel contó lo sucedido en su casa. La noticia detuvo por un instante el corazón de los moradores y un bombazo de sangre los puso en movimiento. Manuela le lavó su mejor camisa para el día siguiente; Agustina le lustró su único par de zapatos. Porque Manuel, tratándose de Cristiancito, aunque fuera para ir a pescar, debía presentarse con la mejor ropa. Salió a la hora convenida al encuentro.

—¿A dónde vas tan elegante, hijo? —preguntó la señora Josefina al verle.

—A pescar con Cristiancito.

—Ahora entiendo —Si hubiera sido su hijo lo habría vestido igual—. ¿Llevas algo para comer? Te haré unos panes con harto arroyado y queso —dijo al constatar que iba con las manos vacías.

Manuel se apoyó en la caña de pescar, mirando en la dirección por donde debía aparecer Cristiancito. Esperó nervioso. Ir a pescar para él era algo solitario, premiado solo a veces con la captura de un pez. Pero ahora era distinto. Si los salmones no picaban, sería un fiasco para él y para don Olaberry que lo había presentado como experto en el arte de pescar. Había otro problema: no sabía cómo tratar a Cristiancito. Si fuera como Benavides, le diría: «Cristian, ¿qué tal?». Para él son todos iguales. Su padre le dio una zurra por algo parecido, por preguntarle por qué le rendía honores al sargento Sanhueza cuando tenía cara de tonto y no tan solo él, sino su hijo que repetía curso cada dos años y por eso le decían «El dos en uno». Ahí, el padre le cerró la boca y le dio unos cuantos azotes, mientras le decía: «por tu culpa no llegaré a cabo. ¿No sabes que los oficiales mandan informes confidenciales a sus superiores?». Averiguó el sentido exacto de la palabra confidencial, de reservado, secreto y la anotó en su libreta azul. Así le había contado Romerito. «Mejor no divago más», se dijo. Y al rato apareció Cristiancito acompañado por Jacinto, el chofer, y doña Josefina.