El amor es una cosa extraña

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–¿Quiénes son esos?

–Todos. Gente ignorante, les dije: “Vayan a Buenos Aires, dense un gusto”, pero no. Primero venden todos los melones y después tienen que venir con toda la plata encima y paran en un hotel de mierda para que les saquen todo. No se vienen con los melones puestos porque se caen. Agarre un camión, véngase en camión, comparta una cerveza con el camionero, aprenda algo...

–¿Vas a cosechar melones?

–Me extraña que puedas pensar eso.

–¿Qué vas a plantar?

Con reserva, como cuando uno habla poco para que el proyecto no se desmorone, dijo muy rápidamente:

–Si no me contrarían demasiado, soya.

No estaba demasiado dispuesto a hablar del cultivo de soya. Entonces Luisa preguntó:

–¿Qué más cosechan allá?

De mal modo, dijo:

–Lo que pueden, qué sé yo. –Fue al baño y escupió.

–¿Por qué te tienen miedo?

–Porque son gente asustadiza, que no ha tenido roce, no conocen el mundo, creen que todos los van a estafar.

Fue y se tiró en la cama. Respiraba profundo y después bufaba, como si arrojara algo malo, pesado, que tuviera adentro. Después, sin decir agua va se bañó con fuertes frotaciones que se oían desde la cocinita. Luisa se puso a hacer una torta. Cuando uno dice “manteca” la manteca viene y no hay duda; después “mézclense la manteca y el azúcar” y se mezclan; todo va variando progresivamente de color, de consistencia; cuando está en el horno, su color avisa “mirame a ver si estoy cocida”.

Beni salió del baño lustroso, con el pelo mojado y la expresión cambiada. Le dijo:

–¿Qué estás haciendo?

–Una torta.

–¡Oh!

Se sentó para mirar las operaciones de fabricación. Miraba atentamente todos los movimientos de Luisa sin hablar y cuando vio todo mezclado, dijo:

–Está bien. Voy a comprar un vino.

Contó el dinero que tenía en el bolsillo y dijo:

–No me alcanza. ¿Me darías cincuenta pesos?

–Sí –dijo Luisa y se los dio.

Había torta monda y lironda para comer, torta dulce y vino. Faltaba carne con papas o guiso de arroz, comidas que indican que la vida sigue. Algo andaba mal. Ella debía preguntarle si aquella era zona de soya, si había averiguado bien. Cuando volvió, le dijo con precaución:

–¿Esa es zona para plantar soya?

–Esa es zona para todo. Ahora casi todas las zonas son para todo. Los israelíes convirtieron un desierto en un paraíso y acá nosotros seguimos pensando en la zona del maíz y en la zona del conejo. ¡Qué mentes! ¡Qué mentes!

Luisa se sintió un poco afectada por el comentario sobre las mentes atrasadas y dijo con cierta violencia:

–No sé de agricultura, pero pienso que tiene que haber un estudio de factibilidad, de rentabilidad para prever gastos e ingresos futuros, una...

Él la miraba encantado. Le agarró una mano y le dijo:

–¿Vos sabés que yo cuando estoy allá me acuerdo de tus mandamientos?

–¿Qué mandamientos?

–Y, toda esa prédica tuya.

–Yo no soy ninguna predicadora –dijo Luisa, a punto de retirar la mano.

–Te quedaría bien una capotita violeta, con unas medias blancas y una trompeta. Vos tocabas en el coro y de vez en cuando salías a decir algunas verdades y consejos.

Luisa retiró la mano. Entonces él dijo, en otro tono:

–Cuando estoy allá, pienso ¿Qué estará haciendo Luisa? Y ya lo sé: está sentada, tomando mate y estudiando, con los papeles. Está desculatando algún problema.

Él se tomó otro vino y comió una porción de torta; no la terminó, hizo migas y las iba revolviendo, ponía algunas aparte, las tocaba con la yema de los dedos, les marcaba caminos alrededor. No la miraba, tampoco miraba a las migas; las reunía, las peinaba, las separaba.

–Yo –dijo–, ¿querés que te diga una cosa? –Dijo eso como si dijera: “Te lo voy a decir, porque lo sé desde hace mucho tiempo”–. Yo –dijo– me perdí en un ramal.

Luisa no dijo nada. En tono neutro y natural, como si hablara de otro, él dijo:

–Yo me perdí en la vida en uno de esos ramales de estación de tren de campo, donde hay un galpón chiquito y hay un letrero que dice por ejemplo: “Ramal San Vicente”. Pasa un solo tren por día, pero va a otro lado. ¿Y adónde va ese ramal? No se ve una vía que vaya para ningún lado.

Tenía la boca muy cerrada, como obstinado y al mismo tiempo como avergonzado de que sus padres, los dioses o los trenes, lo hubieran olvidado; seguía peinando sus migas, sin mirarlas.

–Siempre hay posibilidades, siempre hay algo –dijo Luisa y tuvo ganas de ir a darle un beso para que se pusiera contento, pero se dio cuenta de que no debía acercársele. Volvió a decirle:

–Siempre hay algo.

Él, como cuando uno se pone de acuerdo con alguien en algún asunto irrelevante para mantener la conversación, dijo:

–Sí, ¿no?

Se fue a lavar su camisa en silencio y la colgó, como si fuera un trapo cualquiera.

A la mañana siguiente llamó Alicia Z para preguntar si podía pasar un ratito a la noche. Iba a andar por el barrio, haciendo una nota sobre psitacosis para una revista agraria.

–Que venga, que venga –dijo Beni–. La invitamos a comer.

–Quién sabe si se queda –dijo Luisa–. No la he visto comer.

No parecía una muchacha que se sentara a comer. Era extraña; aunque pasaran meses en que no viera a Luisa, le decía con una vocecita mortecina: “¿Qué hacés, flaca?”, como si se hubieran visto el día anterior, y cuando decía “hasta luego” era como si fuera a volver en diez minutos o en la próxima reencarnación. Su papá había deseado más que nada en la vida que ella fuese una sabia como Madame Curie y que triunfara en la Academia de Ciencias de Moscú, pero él murió bastante joven y pobre.

Cuando su papá vivía y hablaba de ese tema, a ella le quedaba alguna esperanza o fantasía de que podía llegar a ser cierto; pero cuando murió con deudas, no por astucia ni por consumir demasiado, sino por pensar continuamente en la ciencia y en el futuro de Alicia Z, ella supo que debía aprender a cobrar sus trabajos con otros hombres que no pensaban precisamente en la ciencia ni en la academia de Moscú; y ahora, como ese empleador pagaba algo, si bien poco, por un artículo sobre psitacosis o sobre el ensanchamiento del cinturón ecológico, por ejemplo, ella decía de su jefe que era “un hijo de puta encantador”.

Beni quería escuchar algo sobre la psitacosis por dos motivos: primero, porque todo conocimiento nuevo es bueno; le ensancha a uno el panorama, y en segundo lugar, cuando fuera allá, al campo, iba a ir con las últimas novedades. Compró un vino fino para la noche, sacando dinero del ahorro para comprar la sierra electromecánica alemana, que era la última novedad en la técnica destinada a “Madera Grandis” y lo guardó solemnemente. Cuando vino Alicia Z a la noche, no estaba sola, vino con un muchacho de unos veinte años, que parecía no saber bien dónde se encontraba; estaba a la espera de lo que pasara, como si todo el bien y todo el mal dependieran de Alicia Z.

–¿Quién es? –le dijo Beni aparte a Luisa–, ¿el hermanito menor?

–No sé –dijo Luisa.

Y Alicia Z le dijo aparte a Luisa:

–Flaca, levanté la nota y a este ángel.

El ángel no sabía si sentarse, estar parado, si se quedaban o se iban.

–Ponete cómodo –le dijo Beni y le enseñó una silla.

El muchacho miró a Alicia Z. Ella dijo:

–No, era sólo una pasada. ¿No me guardarías estos papeles?

Era una cantidad de papel en blanco como para escribir toda la vida.

–Ay, me pesaba –dijo Alicia con su vocecita mortecina, sonriendo; se sentó en una silla, pero a caballo. Beni fue a buscar el vino fino que había comprado y trajo vasos.

–¿No se quedan a comer? –dijo.

El muchacho estaba mudo e inmóvil en su silla, como un postulante a algún empleo.

Alicia no decía ni sí ni no. Finalmente dijo:

–Otro día.

Sonaba como “Otra vez, más tarde, quizá a la vuelta, quizá me quede en casa de ustedes hasta el fin de los siglos”.

Beni dijo:

–Así que vos hacés notas sobre psitacosis. ¡Qué interesante! Allá donde yo voy hay un...

El muchacho abría los ojos. No, no tomaba vino, agua tampoco, no tomaba nada. Alicia tomó un sorbo de vino y dijo, con prescindencia:

–Es rico.

Como si el vino fuera rico para otra ocasión, otro planeta, otra galaxia. Dejó el vaso a medio terminar; el muchacho estaba sentado al lado de la puerta de salida. Alicia Z fue al baño y apretándole el brazo a Luisa como si la sacudieran pesares extraños, que no tenían que ver con su acompañante ni con nada fácilmente expresable ni que Luisa supiera, le dijo:

–Flaca, me voy. Ya te voy a contar. Guardame el papel.

Cuando se fueron, Beni estaba furioso como ella nunca lo había visto en su vida. Caminaba de acá para allá y dijo:

–No tiene reglamento.

–¿Qué es lo que no tiene reglamento?

–¿Cómo qué? Esa mujer. Trae un inocente, deja unos papeles, siéntese en una silla y coma, como la gente buena.

–¿Quién es la gente buena? –dijo Luisa.

–La que tiene reglamento –dijo él muy seguro–. Me extraña que no te des cuenta.

Se puso a hacer una cosa que nunca hizo y Luisa le había pedido muchas veces, porque ella no sabía: se puso a limpiar la aspiradora. Lo hacía con la pericia del que sabe hacerlo aunque no hubiera practicado esa tarea en cien años y con una prescindencia de lo que estaba haciendo como si no fuera a hacer ese trabajo por cien años más. Luisa seguía pensando en las personas y en el reglamento; ella sabía, porque lo había estudiado, que no había personas totalmente buenas o totalmente malas, pero a lo mejor él tenía alguna teoría sobre el significado del reglamento. Él estaba callado, torvo, ella no se atrevía a preguntarle nada. Ella había estudiado el sumo bien en Platón, el pragmatismo en Nietzsche y la moral del compromiso en Sartre; ahora todas esas teorías daban vueltas en su cabeza; quería explicarle alguna, para ampliar el concepto de ley, digamos. Pero no era oportuno el momento; él salió a tirar la basura de la aspiradora y dio un portazo fuerte. Cuando volvió, Luisa le preguntó:

 

–¿Y yo, tengo reglamento?

–Vos sí –dijo él–. Estás siempre sentada, desculatando algún problema, vas a la escuela. Ahora, ojo –agregó y la miró con severidad–, tener reglamento y no saber si se lo tiene o no, puede llevar a una falta de reglamento.

Sí, pensó Luisa, posiblemente fuera algo grave no saber si se tiene reglamento o no. Su mamá siempre le decía, cuando era chica: “Vos tenés que ocupar tu lugar” y Luisa pensaba ¿Cuál será? O si no decía: “Hay cosas que no es necesario explicar ni ordenar, surgen espontáneamente”.

Ahora Luisa por ejemplo espontáneamente tenía muchas ganas de levantarse para comer una pera, pero tal vez no fuera reglamentario; eran las dos de la mañana. Él no hablaba. Ella le dijo:

–¿Estás enojado?

–No –dijo con voz de enojo.

Cada uno se dio vuelta para su lado, con sus propias leyes.

Cuando Luisa se despertó, notó que él hacía rato que estaba despierto; estaba quieto y no hablaba. Luisa no se atrevía a dirigirle la palabra. A eso de las nueve lo llamó Velazco y Beni respondió con un “¡Ah!” desilusionado; se ve que no había podido vender ningún bulón ni tuercones ni nada. Beni se puso su traje de ir al Banco y a la Confederación Maderera (allí un viejito que quedaba solo a la noche le aprobó calurosamente el nombre de “Madera Grandis” para el futuro aserradero). Se miró en el espejo con aire circunspecto y se arregló la corbata: al pantalón le hacía falta un planchado, pero dijo que no quería detenerse en nimiedades; había que actuar. Tampoco quería desayuno porque era una costumbre latina: los norteamericanos son justamente una potencia porque empiezan el día a las ocho de la mañana y no desayunan. Dijo que él iba a ir desde ese día en adelante al Banco donde tenía la cuenta, que era en Plaza de Mayo, iba a estar a las nueve en la puerta, el primero; si era necesario iba a amanecer con las palomas en la plaza hasta conseguir un crédito que había pedido. También iba a ir todos los días a la embajada de Inglaterra, para ver si había respuesta a su pedido de beca; él había mandado los papeles explicando a los ingleses sus pretensiones, había pagado una traductora y ahora estos ingleses no estaban resultando tan reglamentarios como parecían; ya debían contestar. Ella era testigo de que en todos esos meses no había ido a la ruleta ni había comprado ropa, salvo esas botas que usaba en invierno y en verano; le habían sacado durezas en los pies. Había comprado el tractor, pero esos paisanos ignorantes lo dejaron a la intemperie y ahora debía viajar para tomar medidas allá; cierto que el tractor no estaba totalmente pagado, sólo la mitad; con tiempo iba a pagar la otra mitad, no con ese crédito que estaba buscando ahora; ese era para comprar madera; con el producto del primer embarque de madera él iba a pagar el tractor, aunque bien mirado, el tractor se lo compró al viejito Larrandart, que era un santo, era una de esas personas que uno las mira y tienen un halo. Esas personas son tan buenas que tienen asegurado el cielo; están por encima de esas nimiedades, que se les pague o no.

Él se fue y Luisa tenía su cabeza confusa; entonces se puso a estudiar el verbo ser y la imposibilidad de su uso predicativo en Parménides. Cuando ya estaba sumida en otras deliberaciones, sonó el teléfono. Era una voz un poquito cascada, bondadosa, simpática.

–Hablo de la casa Larrandart. ¿Vive allí el señor Boll?

–Sí –dijo Luisa– pero no está acá.

–¿Con quién tengo el gusto de hablar, señorita?

Decía señorita como si dijera “querida señorita” o “querida sobrina”.

–... Con la hermana, señor, pero él no vive permanentemente acá.

–Ah, la hermanita, mucho gusto –dijo el Sr. Larrandart–. Mire, yo la molestaba por un problemita. El Sr. Boll nos compró un tractor hace unos cuatro meses; pagó el anticipo y quedó en pasar para pagar el resto y no ha pasado, señorita.

Dijo que no había pasado con voz de tristeza.

–Yo no sé si lo veo, señor, no sé si va a volver, pero en cuanto vuelva, se lo voy a comunicar.

–Si es tan amable –decía el viejito Larrandart y la palabra amable volvía a su significado primigenio; él terminaba la palabra en un “able” abierto, confiado.

–Cómo no –dijo Luisa–, yo le voy a decir.

–Nosotros teníamos mucha confianza en él y ahora ha desaparecido de acá.

Decía “ha desaparecido” como inquieto, preocupado porque a Beni no le hubiera ocurrido algo malo.

–Pierda cuidado, Sr. Larrandart.

–Mucho gusto, señorita.

Luisa cortó y primero pensó con bronca: “No pagó”. La bronca le duró poco y se transformó en preguntas. Le tendría que decir que no había pagado. ¿Cómo le iba a decir eso sin enjuiciarlo? Se enjuicia el pecado pero no el pecador; bueno, pero eso sería a la tarde, si Beni volvía. Ahora, por ejemplo, sigamos con el uso atributivo del verbo ser, de los verbos copulativos y de aparición. Por ejemplo, es muy distinto decir “el viejo Larrandart es tonto” a “parece tonto” ya que la segunda expresión revelaría una reserva en cuanto a su esencia última. Veamos los verbos de aparición; si se dice “Beni aparece” o “Beni desaparece” estos verbos de aparición son histórica y significativamente anteriores a los de predicación, porque no implican la percepción de la existencia como un continuum.

A la tarde vino Beni acalorado, con la corbata floja y el traje de ir al Banco todo arrugado, como si hubiese arado la tierra con él. No dijo una palabra: traía leche y cereal; mezcló la leche y el cereal en una hermosa jarra que era para vino o jugo y se puso a comer solo esa enorme cantidad de pasta de cereal. Luisa le dijo:

–Llamó Larrandart, no le pagaste.

Demoró en contestar; después que se comió o tomó media jarra de esa leche, dijo como si comentara algo curioso:

–No le pagué, mirá vos.

Luisa pensó: “Se desdobla en dos; uno que no paga y otro que mira al que no paga”. Estaba por preguntarle cómo lograba eso; pero él no paraba de comer; no la convidaba ni siquiera para probar qué gusto tenía. Ella estaba esperando que la convidara, pero no; él seguía firme con su leche. Entonces Luisa volvió a la carga:

–¿Por qué no le pagaste?

Se levantó para lavar la jarra, se sacó la corbata, la tiró por ahí y dijo:

–Llama para hacerse presente; no quiere decir que espera pago. Esas son cosas que saben los que están en los negocios; el que no está, no sabe.

Posiblemente ella no supiera y todo fuera como él había dicho; pero no la había convidado y ahora se había ido a tirar panza arriba a la cama.

–Si vuelve a llamar, ¿qué le digo?

–Que no estoy, que voy a pasar por allá, que ya vengo, que ya voy. Aparte es cierto: me voy por un tiempo para allá.

–¿Cuánto tiempo?

–No sé –dijo fastidiado–. El tiempo para arreglar mis cosas. Voy a dar un toque definitivo.

Ese “toque definitivo” sonaba a diversas cosas: podía ser que fuera a repartir botazos entre los paisanos, podría ser una especie de suicidio o que iba a clausurar la idea de “Madera Grandis”.

–Tengo que ir a tapar el tractor –dijo después, con voz de tonto.

–¿Cuándo te vas? –dijo Luisa.

–¿Hay mucho apuro? –dijo él–. Esta tarde.

Dijo “mucho apuro” con sorna, como si el apuro de Luisa no tuviera que ver con él. Ella no le habló; se quedó en la otra piecita, desde donde veía la cortinita de la alacena y se puso a estudiar al sabio Epiménides: hacía ayuno y purificaciones; comía malvas y asfódelos para transportarse liviano al lugar de la verdad y la justicia, donde permaneció durante siete años. Después volvió y comentaba a sus discípulos lo que había visto.

Luisa fue al baño; él seguía tirado en la cama. Cuando pasó cerca de él, evitó mirarlo; volvió a la vida de Epiménides; no decía en el libro lo que había visto en el reino de la verdad y la justicia; le dio bronca contra Epiménides: a lo mejor no había visto nada, era un impostor o había visto alguna estupidez. Cuando fue a hacerse un café, rompió una copa.

Beni dijo:

–Me voy.

–Bueno –dijo ella.

–¿Dejo los palos? –preguntó él muy vacilante, en voz baja como si se lo preguntara a sí mismo.

–Si querés –dijo Luisa.

Él se fue sin darle un beso ni un abrazo.

II

Cuando se fue, Luisa empezó a buscar algún indicio de él por la casa, alguna ropa o la revista de náutica, pero no había nada; sólo los palos junto a la heladera. Estaba rabiosa porque él pasaba por la vida y por su casa sin dejar huellas, como un inexistente. Ahora agarraría los palos y los iba a tirar a la basura, mejor los quemaría, pero no; no había piso de tierra y la alfombrita se iba a arruinar. Puso los palos sobre la alacena con cortina para acordarse y tenerlo bien presente: cuando volviera, se los devolvería y le diría así: “Llevate eso; no te quiero ver nunca más”. Cuando se decía “nunca más”, le daban ganas de llorar, pero no era un llanto abierto, eran unas pocas lagrimitas que no estaban de acuerdo con “nunca más”. ¿Se habría ido porque la vio enojada o para dar un toque definitivo allá, como él decía? Después de llorar, le dio tristeza no encontrar ninguna huella de él y además, ¿cómo se entendía que anduviera por el mundo sin una valija, un bolso, sin un pulóver, yendo y viniendo del campo para acá? Ahora le dio tristeza por él y lloró un poquito. Cuando se iba a hacer un té para consolarse, sonó el teléfono. Una vocecita conocida preguntó:

–Buen día, señorita, ¿el señor Boll está?

–No, señor, no está.

Era el viejito Larrandart.

–Ah, señorita, ¿cómo le va? (Decía “señorita” como si dijera “Querida amiguita”.) Ahora le paso con mi hermanito.

Una voz sorda y seca dijo acentuando la primera “o”:

–Hola.

–Buen día, señor.

–¿Cuándo viene Boll?

–No sé, señor, ha ido al campo y no sé...

–Dirección.

–No sé, señor; no la tengo.

Luisa temió que ese hombre creyera que ella lo engañaba. Ese hombre debía ser un vasco de dos metros de altura y debía pesar unos cien kilos.

–¿Dónde vive? Dígame dónde vive.

–No sé, señor –dijo ella casi llorando.

Del otro lado colgaron, abruptamente.

Entonces Luisa pensó, refiriéndose a Beni: “A este cretino lo voy a matar”. Ella no tenía la dirección del campo y recién se daba cuenta; no tenía ninguna dirección de él; tenía dos broncas al mismo tiempo: una, porque llamaban por el tractor y otra porque no tenía ninguna dirección. Aunque podía reconstruir el lugar por lo que Beni le había contado: primero estaba la laguna de los patos, que eran grises, después la casa del que fue seminarista, que sabía latín y ahora a veces hacía contrabando hormiga; un poco más lejos, el asilo para niños huérfanos donde Beni había dormido unos días en que lo agarró la lluvia. Primero, la hermana directora lo dejó estar tranquilamente; cuando vio que pasaban los días y él no llevaba ninguna contribución, le dijo: “O va a misa o tiene que traer por lo menos un colador; necesitamos uno”. Él se mostró extrañado de que pidiera un solo colador; él iba a donar cien coladores para asociar a los chicos huérfanos a la empresa del jugo de fruta. Pero después no fue más allá; iba al almacén de Ramos Generales, donde vendían licor Mariposa, rastrillos y cacerolas. La figura de él se le hizo muy fuerte; no podía ir con esa figura a la casa de su mamá. Siempre que él iba y venía, ella se quedaba con el fantasma de él, pero era distinto: ella conversaba, se peleaba y se amigaba con el fantasma casi igual que con él en la realidad; ahora Luisa se daba cuenta de que él estaba allá, en el campo, el fantasma la acompañaba de un modo doloroso; a lo mejor él siempre estuvo allá y no se movió, sólo mandó su fantasma, pero el de antes era más movido. Iba a caminar para olvidarse hasta el confín de la tierra; ahí encontraría una figura bondadosa que le diría “¿qué te pasa?” sin que Luisa hablara; la estaba esperando. No bien salió a la calle y vio al kiosquero acomodando los diarios, se dio cuenta de que ninguna figura bondadosa la estaba esperando; tomó un taxi para ir a la casa de una amiga. El taxista no parecía comunicativo; tenía cara de ser propenso a la ira y de enojarse si el tráfico era lento o si Luisa cerraba mal la puerta del taxi, cosa que sucedió.

 

–Cierre bien –dijo con pocas pulgas.

Luisa le dijo:

–¿Le puedo contar una cosa?

–Adelante –dijo él sin inmutarse y enseguida a uno que andaba lento precediéndolos: “Vamos, caminá”, y a Luisa:

–Anda cada salame por ahí.

Luisa se sintió un poco tocada y casi no quería contar nada pero el taxista dijo:

–La escucho.

–Mire, yo tenía un novio que iba y venía del campo para mi casa y...

–¿Tenía o tiene?

No era un hombre sutil, la ambigüedad creadora no era su fuerte, pero bueh. Luisa dijo:

–No sé, porque hace tres días que se fue, pero esta vez es distinto de otras veces.

–¿Tiene otra?

–No lo sé, cómo puedo saber.

–Usted hágase revisar también, ¿cómo es que no sabe nada?

No era el hombre apropiado para contar una cosa tan compleja, pero adelante:

–Porque él me confundió, me hizo dudar de mí misma, me dejó como empantanada.

–¿Tiene plata?

–No sé. Creo que no. Tiene un tractor.

El taxista se dio vuelta y la miró sorprendido. Después con desgano, mientras tocaba bocina a uno de adelante, le dijo:

–Lárguelo, no sirve.

No le habló más a ella; se ve que la consideraba una salamina.

Cuando llegó a la casa de su amiga Cora el perro la recibió tan calurosamente que no la dejaba sentar. Ella quería contarle inmediatamente a Cora lo que le pasaba y ese perro, en vez de estarse quieto, sentado, como corresponde a un animal reflexivo, ladraba como si hubiera encontrado un paraíso.

–Es tan cariñoso –dijo Cora–. Es el primer momento, después se le pasa.

Luisa no creía que se le pasara; toda la vida tendría a ese perro en la falda. No es que fuera desagradable tenerlo, pero le hacía olvidar las preguntas que quería formularle a su amiga; eran unas preguntas muy interesantes y específicas sobre su relación con Beni y ahora las estaba olvidando.

–Si te molesta, bajalo –dijo Cora.

–No, no –dijo Luisa y ahora el perro daba ladridos espaciados, como desafiante.

–Bájese, le he dicho –dijo Cora y el perro no obedecía. Luisa nunca había visto perros que obedecieran enseguida y cuando no obedecían, se sentía culpable por gozar del espectáculo de la desobediencia al amo y además le daba vergüenza por el amo, porque su autoridad era visiblemente cuestionada. El perro se fue a la rastra y Luisa dijo:

–Beni se fue.

–¿Otra vez?

–Pero esta vez es distinto, porque...

–A vos siempre te parece que es distinto, acordate de la vez pasada, que...

–No sé. ¿Por qué va y viene siempre?

Su amiga prendió un cigarrillo con la llama del calefón porque el perro había desparramado los fósforos y le dijo:

–Ya te dije que es un fóbico, los fóbicos temen quedar apresados.

Ahora Luisa veía claramente; era un fóbico, por eso iba al campo, claro, un fóbico en el campo se siente más cómodo.

–¿Por qué se tiraba en la cama y se quedaba panza arriba tanto tiempo?

–Porque ese muchacho es fóbico con ciertos componentes maníaco depresivos y a un depresivo hay que dejarlo que encuentre su equilibrio en la depresión, pero vos sos muy ansiosa y...

Ahora Luisa estaba preocupada. ¿Lo habría perturbado ella durante una crisis depresiva y habría impedido la elaboración de su proceso? Sí, podría ser, pero...

Dijo Luisa:

–Además llamó el viejo Larrandart por el tractor.

–¿Qué tractor?

–Uno que le compró y no pagó.

–¿Y a vos qué te importa el tractor? Eso es cosa de él. ¿O acaso a vos te importa eso? Ahora escuchame bien: lo peor que puede haber es la simbiosis: cada uno está en la cabeza del otro. Vos no te preocupés; no vas a llegar a simbiosis.

No se sabía si Luisa debía aliviarse o entristecerse por no poder llegar a simbiosis; parecía que alguna carencia le impedía entrar en eso; esa carencia tal vez la volviera un poco tonta pero por lo menos preservada de ese infierno de la simbiosis. Fue donde estaba el perro echado. Él estaba esperando que en cualquier momento lo llamaran y lo rescataran de ese castigo en el que estaba, que consistía en quedarse quieto y lejos; él lo acataba pero de lejos se veía que no estaba quieto por su propia voluntad. Le acarició la lana, se acercó para oler a ese perro; no era consciente de ese olor y nunca iba a serlo. La idea de que él nunca iba a saber qué olor tenía le dio pena y se puso a llorar.

Sí, ella iba a repasar latín una hora por día o dos si fuese necesario, para ordenar su mente. Nada mejor que empezar con Julio César, que va con los ejércitos de un lado a otro. “Partió del extremo meridional de Aquitania, atravesó la región de los terribles allóbroges y llegó hasta el mar. Cuando uno de sus soldados, subido a una escarpada roca, vio el océano, gritó llorando: ¡El mar, el mar!”

¿Por qué estaba tan contento ese infeliz? Ojalá los terribles allóbroges los hubieran asado vivos. Tal vez otro trozo: “César partió al alba dejando atrás la ruta que conducía al Helesponto (había dos rutas: una más escarpada y difícil y otra más llana y accesible, pero más expuesta a los dardos de los enemigos) y atravesando el Ródano, llegó al Rin”.

Siempre estaban yendo del Ródano al Rin, siempre partía al alba o a medianoche, nunca hacía un recorrido tranquilo por estas regiones al mediodía, siempre andaba mandando emisarios. Ahora Luisa tropezaba, no podía entender si decía que el río Bactrilo fluía de Norte a Sur o de Sur a Norte. Lo salteó, no le parecía muy importante. El curso del río era caudaloso en su comienzo, aminoraba su fuerza llegando a las inmediaciones del norte de Silesia, región que linda en el Norte con Aquitania, en el Sur con el río Urco, que es llamado por algunos Ruber, a causa del color de sus aguas.

Cuando estaba viendo con qué lindaba el río por el Este y por el Oeste (ahora iba a poner aplicación; dejó abandonados al Sur y al Norte, pero dejar abandonados a todos los puntos cardinales es mucho descuido), llamó Velazco.

–Buen día, Luisa –dijo con voz avergonzada.

–Buen día, ¿cómo le va?

–Bien, bien. ¿Está Beni por ahí?

–No, no está. Creo que se fue al campo.

–¡Ah! –dijo como desilusionado.

–¿Necesitaba alguna cosa?

–No, él tendría que estar acá, por un asuntito, pienso que no va a tardar, porque...

–Realmente, no le puedo decir...

–¡Ah!... ¿Puedo volver a llamar la semana que viene para ver si vino? –dijo con voz prudente y reticente.

–Sí, cómo no, Velazco.

–Que siga bien, ¿eh?

–Igualmente.

Ya no se pudo concentrar más en el río Urco. Se le apareció Beni y parecía decirle “Yo estoy allá”. Luisa fue a mirar los palos; no decían nada. Ojalá viniera para tirárselos por la cabeza, ojalá no viniera nunca más; en ese caso los tiraría a la basura, aunque no se debe tirar cosas de otro... Ojalá viniera un momentito nomás para verlo, ojalá se muriera para siempre, así ella podía traducir tranquila. Pero si Velazco decía que estaba por venir... quizás... Algo seguía diciéndole que él estaba allá y que si tenía alguna esperanza, era una esperanza deshilachada; el fantasma de una esperanza. No, no podía estar ahí en la casa, iba a ir al café porque ese texto de Julio César no le interesaba más: iba a ir al café, pero con Cicerón.

En el café había un cuadro de un mar muy grande, en blanco y negro, con algunos barcos. Junto a la ventana había una pareja que no se hablaba. Él miraba para todos lados y a veces para un punto indefinido; ella lo miraba a él, con el cuerpo un poco inclinado hacia adelante; le miraba los ojos para ver qué enigma encerraban. ¿Estarían así toda la vida? Luisa sacó su librito de Cicerón y empezó a traducir “El día de hoy, senadores, pone fin al prolongado silencio del que he hecho uso, no por ligereza o prudencia excesiva sino por el deseo de conciliar adversarios, que si bien habían estado distanciados ya por las circunstancias de la guerra pasada, cuyas consecuencias nos atañen a todos, ya por...”

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