La isla del doctor Moreau

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Aus der Reihe: Clásicos
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En la regala de la goleta

Aquella noche, después de la puesta del sol, divisamos tierra y la goleta se puso al pairo. Montgomery anunció que había llegado a su destino. Estábamos demasiado lejos como para apreciar cualquier detalle. En ese momento me pareció una tenue mancha azul en el incierto gris azulado del mar. Una columna de humo casi vertical ascendía por el cielo.

El capitán no estaba en la cubierta en ese momento. Tras descargar su ira sobre mí, había bajado tambaleándose, y comprendí que se marchaba a dormir en el suelo de su camarote. El piloto asumió el mando. Era el hombre demacrado y taciturno que habíamos visto al timón. También él parecía enojado con Montgomery. No nos hizo el menor caso. Cenamos con él en medio de un pesado silencio, tras varios intentos infructuosos de conversación por mi parte. Me sorprendió que los hombres sintieran tan poca simpatía por mi compañero y sus animales. Montgomery se mostraba muy reservado al respecto de sus intenciones con aquellas criaturas y al respecto de su propio destino, y aunque una creciente curiosidad se apoderaba de mí, decidí no presionarlo.

Nos quedamos hablando en la toldilla hasta que el cielo se pobló de estrellas. Salvo algún ruido ocasional procedente del castillo de proa y algún movimiento de los animales, la noche estaba en calma. El puma, aovillado en un rincón de la jaula, nos miraba con ojos brillantes. Los perros parecían dormidos. Montgomery sacó unos cigarros.

Me habló de Londres con nostalgia, haciendo todo tipo de preguntas sobre los cambios que habían tenido lugar en la ciudad. Hablaba como alguien que hubiera amado esa vida y hubiera sido brusca e irrevocablemente apartado de ella. Yo le conté todo tipo de chismes sobre esto y aquello. No paraba de pensar en lo extraño que era, y mientras hablaba escudriñaba su pálido semblante en la penumbra de la lantía de bitácora situada a mis espaldas. Luego miré hacia el mar oscuro, entre cuyas sombras se ocultaba su pequeña isla.

Se me antojaba que aquel hombre había salido de la inmensidad únicamente para salvarme la vida. Al día siguiente saltaría por la borda y desaparecería de mi existencia. Incluso en circunstancias ordinarias me habría dado qué pensar. Pero me desconcertaba que un hombre educado viviera en una isla desconocida y portara tan extraordinario equipaje. Me sorprendí repitiendo la pregunta del capitán. ¿Para qué querría a los animales? ¿Por qué, además, había fingido que no eran suyos cuando le hablé de ellos por primera vez? Y luego estaba su ayudante, ese ser tan raro que tanto me había impresionado. Todas estas circunstancias lo rodeaban de un halo de misterio. Se agolpaban en mi imaginación y me dificultaban el habla.

A eso de medianoche nuestra conversación sobre Londres languideció y permanecimos uno junto al otro acodados en la batayola, contemplando como en sueños el silencioso mar iluminado por las estrellas, sumidos cada uno en sus propios pensamientos. Era el ambiente propicio para el sentimentalismo y decidí expresarle mi gratitud.

—Si me permite que se lo diga —dije al cabo de un rato—, me ha salvado la vida.

—Casualidad —respondió—, pura casualidad.

—Prefiero dar las gracias a quien tengo a mano.

—No se las dé a nadie. Usted tenía la necesidad, y yo el conocimiento; le puse una inyección y lo alimenté como a cualquiera de los especímenes que recojo. Estaba aburrido y con ganas de hacer algo. Si ese día hubiera estado cansado o no me hubiera gustado su cara, bueno... quién sabe dónde estaría usted ahora.

Esto me desanimó un poco.

—De todos modos... —comencé.

—Pura casualidad. Ya se lo he dicho —interrumpió—, como todo en esta vida. Sólo los tontos no se dan cuenta. ¿Por qué estoy aquí en este momento, marginado de la civilización, en lugar de vivir como un hombre feliz y disfrutando de todos los placeres de Londres? Sencillamente, porque hace once años perdí la cabeza durante diez minutos, una noche de niebla.

Se detuvo.

—¿Sí? —pregunté.

—Eso es todo.

Nos quedamos callados. Luego él se rió.

—Hay algo en esta luz estrellada que suelta la lengua. Soy un estúpido y, sin embargo, por alguna razón me gustaría decirle...

—Diga lo que diga puede tener la seguridad de que no saldrá de mí... Si es a eso a lo que se refiere.

Estaba a punto de decir algo cuando sacudió la cabeza dubitativamente.

—Déjelo —dije—. Me da igual. A fin de cuentas es mejor que cada cual guarde su secreto. Aunque yo estuviera a la altura de su confianza, la única ganancia será un poco de alivio. ¿Y en caso contrario...?

Masculló algo con indecisión. Sentí que se encontraba en desventaja, que lo había sorprendido en un momento de indiscreción y, a decir verdad, tampoco me intrigaba saber qué había alejado de Londres a un joven estudiante de medicina. Podía imaginarlo. Me encogí de hombros y me alejé. Una silueta oscura y silenciosa se inclinaba sobre el coronamiento de popa, contemplando las estrellas. Era el extraño ayudante de Montgomery. Lanzó una mirada rápida por encima del hombro al advertir mi movimiento y luego volvió a observar el cielo.

Tal vez pueda parecer insignificante, pero para mí fue como un golpe inesperado. La luz más cercana a nosotros era el farol del timón. El rostro de la criatura surgió durante un instante de la penumbra de popa y quedó iluminado por el farol, vi en los ojos que me miraban un pálido brillo verdoso.

Yo no sabía por aquel entonces que algunas personas tienen en los ojos un resplandor rojizo. En ese momento me pareció decididamente inhumano. Esa silueta negra de ojos incandescentes echó por tierra mis pensamientos y sentimientos adultos y, por un instante, los olvidados terrores de la infancia poblaron nuevamente mi memoria. La sensación se fue tal como había venido. La tosca y negra silueta de un hombre, una silueta sin particular importancia, se apoyaba en el coronamiento de popa, recortada sobre la luz de las estrellas. Y entonces oí que Montgomery me hablaba.

—Creo que voy a entrar —me dijo—, si le parece bien.

Le contesté algo incongruente. Bajamos y me dio las buenas noches ante la puerta de mi camarote.

Esa noche tuve sueños bastante desagradables. La luna menguante tardó en salir. Un débil rayo de luz blanca y fantasmagórica entraba en mi camarote, formando una siniestra forma en el entarimado, junto a mi litera. Luego los perros se despertaron y comenzaron los aullidos y los ladridos, de modo que, entre pesadilla y pesadilla, apenas pude dormir hasta el amanecer.

El hombre que no tenía adónde ir

Por la mañana temprano, la segunda tras mi recuperación y creo que la cuarta desde que fui rescatado, desperté en una confusión de sueños tumultuosos –sueños de armas y muchedumbres enfurecidas– y escuché un ronco griterío en cubierta. Me froté los ojos y presté atención, sin saber por un momento dónde me encontraba. A continuación, se oyeron pisadas de pies descalzos, luego un ruido de objetos pesados que caían, un violento chirrido y un chasquido de cadenas. Percibí el siseo del agua al virar súbitamente el barco; una espumosa ola de color amarillo verdoso rompió contra el pequeño ojo de buey. Me vestí rápidamente y subí a cubierta.

Al subir por la escala pude ver la amplia espalda y el pelo rojo del capitán perfilándose contra el cielo rosado –estaba saliendo el sol–, y la jaula del puma girando sobre el eje de un aparejo de fuerza instalado en la botavara de mesana. El pobre animal parecía muy asustado y se agazapaba en un rincón de la jaula.

—¡Tírenlos por la borda! —gritaba el capitán—. ¡Tírenlos por la borda! Pronto tendremos un barco limpio.

Me estaba cerrando el paso, por lo que me vi obligado a tocarlo en el hombro para acceder a la cubierta. Se volvió sobresaltado y retrocedió un poco para mirarme. No hacía falta ser un experto para comprender que el hombre todavía estaba borracho.

—¡Hola! —dijo con tono estúpido. Luego se le iluminaron los ojos y añadió:

—Vaya, si es el señor... el señor...

—Prendick —dije yo.

—¡Nada de Prendick! —espetó—. Cállese; ése es su nombre. El señor Cállese.

Era inútil contestarle. Pero lo cierto es que yo no esperaba el movimiento que hizo a continuación. Extendió una mano hacia la pasarela, donde Montgomery conversaba con un hombre de abundante pelo blanco, vestido con unos sucios pantalones de franela azul, que al parecer acababa de subir a bordo.

—Por ahí, maldito señor Cállese. Por ahí —rugió el capitán. Montgomery y su acompañante se volvieron al oírlo.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Por ahí, maldito señor Cállese. Eso es lo que quiero decir. Fuera de mi barco, señor Cállese. Estamos limpiando el barco. Estamos limpiando el maldito barco. Y usted se marcha.

Lo miré perplejo. Luego pensé que era exactamente lo que deseaba. La perspectiva de hacer la travesía como único pasajero de aquel borracho pendenciero no era como para alegrarse. Me volví hacia Montgomery.

—Aquí no puede quedarse —dijo secamente el acompañante de Montgomery.

—¡Que no puedo quedarme! —exclamé horrorizado. Tenía la expresión más rotunda y decidida que había visto en la vida.

—Mire —comencé, volviéndome hacia el capitán.

—¡Fuera! —dijo éste—. Este barco no es para bestias y caníbales; peor que bestias. Usted se larga de aquí, señor Cállese. Si no puede quedarse con ellos, vaya a la deriva. ¡Como quiera, pero váyase! Con sus amigos. He terminado con esta maldita isla para siempre. ¡Ya está bien!

 

—¡Pero Montgomery! —supliqué.

Montgomery frunció el labio inferior y negó con la cabeza mirando sin esperanza al hombre del pelo gris, como diciendo que no podía hacer nada por ayudarme.

—Luego me ocuparé de usted —dijo el capitán.

Entonces comenzó un curioso altercado a tres bandas. Yo suplicaba a los tres hombres alternativamente; primero al hombre del pelo gris para que me dejara permanecer en la isla, y luego al capitán borracho para que me permitiera seguir a bordo. Incluso les rogué a los marineros. Montgomery no dijo una palabra; se limitó a negar con la cabeza.

—¡Usted se marcha! Ya se lo he dicho —insistía el capitán—. ¡Al diablo con la ley!

Aquí mando yo.

Debo confesar que, finalmente, en medio de una enérgica amenaza se me quebró la voz. Preso de un histérico arrebato de orgullo me marché a popa y allí me quedé, con la mirada perdida en el infinito.

Mientras tanto, los marineros desembarcaban los paquetes y las jaulas. Una gran embarcación con dos velas al tercio aguardaba a sotavento de la goleta, y en ella se cargaba el extraño surtido de mercancías. En ese momento no vi las manos que recogían los paquetes, pues el casco del barco quedaba oculto tras el costado de la goleta.

Ni Montgomery ni su acompañante me prestaron la menor atención, ocupados como estaban en ayudar y dirigir a los cuatro o cinco marineros que descargaban las mercancías. Me sentía desesperado. En un par de ocasiones, mientras esperaba que las cosas se resolvieran por sí solas, no pude resistir la tentación de reírme de mi triste situación. Lo que más me molestaba era que no podía desayunar. El hambre y la falta de glóbulos rojos le quitan la entereza a cualquiera. Era consciente de que carecía de fuerza tanto para oponerme a los designios del capitán como para imponerme sobre Montgomery y su compañero, de modo que opté por esperar pacientemente, mientras seguían trasladando las pertenencias de Montgomery a la lancha como si yo no existiera.

Concluido el trabajo comenzó la pelea; me arrastraron hacia la pasarela sin que apenas ofreciera resistencia, si bien pude fijarme en los extraños y oscuros rostros de los dos hombres que estaban con Montgomery en la lancha. Pero la lancha estaba ya completamente cargada y se alejaba rápidamente. Divisé debajo de mí un espacio de agua verde que se ensanchaba cada vez más, y tiré hacia atrás con todas mis fuerzas para no caer de cabeza.

Los hombres de la lancha lanzaban exclamaciones de burla, y oí que Montgomery los insultaba. Luego, el capitán, el piloto y uno de los marineros que lo ayudaban me empujaron hacia popa. Habían remolcado el chinchorro del Lady Vain, que estaba medio lleno de agua, sin remos ni provisiones. Me negué a subir a bordo y me tumbé en cubierta. Finalmente, me bajaron por una cuerda, pues no tenían escala de popa; luego cortaron la cuerda y me dejaron a la deriva.

Me alejaba lentamente de la goleta. Vi con estupor que todas las manos se ocupaban del aparejo y, despacio pero con seguridad, la goleta viró en la dirección del viento, que hinchaba y ondeaba las velas. Me quedé mirando el maltrecho costado de la goleta, que se escoraba de forma abrupta hacia mí. Finalmente desapareció de mi campo visual.

No me volví para mirarla. Al principio apenas daba crédito a lo ocurrido. Permanecí encogido en el suelo del chinchorro, atontado y con la mirada perdida en el mar tranquilo como una balsa de aceite. Entonces comprendí que volvía a mi pequeño infierno, esta vez medio empapado. Miré hacia atrás, por la borda, y vi alejarse a la goleta y al capitán pelirrojo burlándose de mí desde el coronamiento de popa; luego, volviéndome hacia la isla, vi la lancha, cada vez más pequeña, acercándose a la playa.

De pronto comprendí claramente la crueldad de mi abandono. No había manera de llegar a tierra, a menos que tuviera la suerte de que fuera arrastrado por la corriente. Además, seguía estando muy débil tras mi aventura en el bote; tenía el estómago vacío y me sentía mareado, de lo contrario habría mostrado más valor. Rompí a llorar como no lo hacía desde que era niño. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas. En un arrebato de desesperación golpeé con los puños el agua que había en el suelo y la emprendí a patadas contra las paredes del bote. Le rogué a Dios en voz alta que me dejara morir.

Los siniestros hombres del bote

Pero al ver que iba completamente a la deriva, los de la isla se apiadaron de mí. Me deslizaba lentamente hacia el este, acercándome a la isla en diagonal, y con alivio casi histérico vi que la lancha viraba y acudía en mi ayuda. Iba muy cargada y, cuando estuvo más cerca, distinguí al acompañante de Montgomery, el hombre de pelo blanco y anchas espaldas, sentado entre los perros y las cajas en las escotas de popa. Me miraba fijamente sin hablar ni moverse. El tullido de la cara negra me observaba con igual intensidad desde la proa, donde se encontraba el puma. Había otros tres hombres, extraños y de aspecto brutal, a quienes los perros gruñían ferozmente. Montgomery, quien llevaba el timón, acercó la lancha hasta el chinchorro, y agarró y aseguró mi amarra a la caña del timón para remolcarme, pues no había espacio a bordo.

Para entonces ya había superado mi ataque de histeria y respondí a su saludo mientras se acercaba valientemente. Le dije que el chinchorro estaba casi inundado y me pasó un cubo. Al tensarse la cuerda entre las dos embarcaciones di una sacudida hacia atrás. Durante un rato estuve muy ocupado achicando el agua.

Cuando terminé de sacar toda el agua que habían cargado intencionadamente en el chinchorro, pues éste se hallaba en perfecto estado, pude al fin mirar a la gente de la lancha.

El hombre de pelo blanco seguía observándome con insistencia, pero con una expresión que ahora se me antoja de perplejidad. Cuando mi mirada se encontró con la suya, bajó la vista, concentrándose en el perro que tenía sentado sobre las rodillas. Era un hombre muy fornido, como ya he dicho, de frente estrecha y rasgos muy marcados; sus ojos mostraban esa extraña flacidez sobre los párpados que a veces sobreviene con los años, y las comisuras de los gruesos labios, caídas hacia abajo, le conferían una expresión de pugnaz determinación. Se dirigió a Montgomery con tono demasiado bajo para que pudiera oírlo. Desplacé la mirada hacia sus tres hombres. ¡Qué extraña tripulación formaban! Sólo vi sus caras, pero había algo en ellas –no supe decir qué– que me produjo un curioso escalofrío. Los miré fijamente, sin que esta impresión me abandonara y sin llegar a entender qué la producía.

En ese momento me parecieron mulatos, pero llevaban las piernas y los brazos vendados hasta los dedos con una tela fina y sucia de color blanco. Nunca había visto hombres tan cubiertos, y mujeres sólo en Oriente. También llevaban turbantes, bajo los cuales asomaban sus rostros menudos, con la mandíbula inferior prominente y los ojos brillantes. Tenían el pelo negro y lacio, casi como el de un caballo, y viéndolos sentados me pareció que superaban en estatura a cualquier raza de hombres conocida. Cualquiera de ellos le sacaba una cabeza al hombre del pelo blanco, que medía por lo menos 1,80 metros.

Más tarde descubrí que ninguno era más alto que yo, pero tenían el cuerpo anormalmente largo y el muslo muy corto y curiosamente retorcido. En cualquier caso formaban una banda de asombrosa fealdad, y sobre sus cabezas, bajo la vela de proa, asomaba el rostro negro del hombre a quien le brillaban los ojos en la oscuridad.

Mientras los observaba, mi mirada se cruzó con la suya, y uno a uno fueron apartando sus ojos de los míos para mirarme de un modo extraño y furtivo. Pensé que tal vez estuviera incomodándolos y centré mi atención en la isla a la que nos acercábamos.

Era llana y estaba densamente cubierta de vegetación, entre la que abundaba una especie de palmera desconocida para mí. Desde algún lugar de la isla una fina columna de vapor blanco ascendía sesgadamente por el aire hasta una altura inmensa, deshilachándose luego como una pluma. Nos encontrábamos en una amplia bahía flanqueada en ambos extremos por un pequeño promontorio. La playa era de arena gris y ascendía abruptamente formando una loma, que se alzaba unos 200 metros sobre el nivel del mar, salpicada aquí y allá de árboles y maleza. En mitad de la pendiente había un recinto de piedra cuadrado que, según supe después, estaba hecho en parte de coral y en parte de lava solidificada. Dos techos de paja cubrían el recinto.

Un hombre nos esperaba en la orilla. Cuando aún estábamos lejos, me pareció vislumbrar otras criaturas de aspecto grotesco que se escondían entre los arbustos de la pendiente, pero al acercarnos no vi ni rastro de ellas. El hombre que aguardaba en la orilla era de estatura media y cara negroide. Tenía la boca grande, sin apenas labios, los brazos extraordinariamente largos, los pies delgados y grandes y las rodillas huesudas. Estaba allí de pie, inclinado hacia adelante, sin quitarnos la vista de encima. Vestía igual que Montgomery y el hombre de pelo blanco, con pantalón y chaqueta de sarga azul.

Cuando nos acercamos un poco más, empezó a correr por la playa de un lado a otro, con grotescos aspavientos. A una orden de Montgomery, los cuatro tripulantes de la lancha saltaron al agua con ademanes torpes y arriaron las velas. Montgomery nos condujo hasta una pequeña dársena excavada en la playa. Entonces, el hombre que aguardaba en la orilla se nos acercó apresuradamente. Esta dársena, como yo la llamo, no era en realidad más que una simple zanja lo suficientemente larga en esa fase de la marea como para cobijar la embarcación.

Oí que la proa encallaba en la arena, alejé el chinchorro de la caña del timón de la lancha y desembarqué tras lanzar las amarras. Los tres hombres vendados gatearon torpemente por la arena y procedieron de inmediato a la descarga, ayudados por el hombre de la playa. Lo que más llamó mi atención fueron sus extraños movimientos y balanceos de piernas; no es que fueran rígidas, pero estaban curiosamente torcidas, como dislocadas en las articulaciones. Los perros seguían gruñendo, y cuando el hombre del pelo blanco desembarcó con ellos, tiraron de las cadenas intentando seguir a los otros tres.

Hablaban entre sí con tono gutural, y el que esperaba en la playa empezó a charlar con ellos agitadamente en lo que me pareció una lengua extranjera, mientras echaba mano a unos paquetes apilados en la popa. Creí haber oído antes aquella voz, aunque no sabía dónde. El hombre del pelo blanco seguía de pie entre el tumulto de los seis perros, dando órdenes a voz en cuello. Una vez desmontada la caña del timón, Montgomery desembarcó y todos se pusieron a descargar el barco. Yo estaba demasiado débil para ayudarlos, entre el ayuno y la exposición al sol con la cabeza desprotegida.

El hombre del pelo blanco pareció entonces advertir mi presencia y se me acercó.

—Parece que aún no ha desayunado —dijo. Sus ojos pequeños y negros brillaron bajo unas cejas muy pobladas—. Debo pedirle disculpas por ello. Ahora que es nuestro huésped debemos hacer que se sienta cómodo, aunque ya sabe que nadie lo ha invitado.

Me miró intensamente y continuó:

—Montgomery dice que es usted un hombre instruido, señor Prendick, y que sabe algo de ciencias. ¿Puedo preguntarle qué significa eso?

Le expliqué que había pasado algunos años en el Royal College of Science, y que había llevado a cabo ciertas investigaciones biológicas bajo la dirección de Huxley. Al oírlo enarcó ligeramente las cejas.

—Esto cambia un poco las cosas, señor Prendick —dijo con un poquito más de respeto—. Da la casualidad de que todos los que estamos aquí somos biólogos. Esto es, en cierto modo, una estación biológica —dijo. Y posó su mirada sobre los hombres de blanco, muy ocupados en arrastrar al puma, instalado sobre unas ruedecillas, hacia el recinto de piedra—. Al menos, Montgomery y yo —añadió.

Y acto seguido dijo:

—No puedo decirle cuándo podrá irse de aquí. Estamos muy lejos de todo. Sólo vemos pasar un barco cada doce meses.

Me dejó bruscamente, subió por la loma, pasando por delante del grupo, y entró al recinto. Los otros dos hombres estaban con Montgomery, apilando un montón de paquetes pequeños en una carretilla. La llama seguía en la lancha, con las conejeras, y los perros aún estaban atados a la bancada. Cuando terminaron de apilar los bultos, los tres hombres agarraron la carretilla y empezaron a arrastrar la tonelada de peso detrás del puma. Montgomery se alejó de ellos y, volviendo hacia mí, me tendió la mano.

 

—Me alegro por lo que me toca. Ese capitán era un pobre burro. Debería haberle facilitado las cosas —dijo.

—Ha vuelto a salvarme —respondí.

—Eso depende. Pronto verá que esta isla es un lugar infernal, se lo aseguro. Yo que usted me andaría con cuidado. Él... —vaciló, y pareció cambiar de opinión sobre lo que estaba a punto de decir—. Écheme una mano con los conejos —dijo.

Su modo de proceder con los conejos resultó muy curioso. Me metí en el agua con él y lo ayudé a transportar una de las conejeras hasta la playa. Acto seguido abrió la puerta e, inclinando la caja por uno de los extremos, vertió sobre la arena su viviente contenido. Los conejos, unos veinte, cayeron unos encima de otros. Luego dio unas palmadas y todos se dispersaron corriendo a saltitos por la playa.

—¡Crezcan y multiplíquense, amigos míos! —exclamó Montgomery—. Pueblen la isla.

Hasta ahora andábamos algo escasos de carne.

Mientras los veía alejarse, el hombre del pelo blanco regresó con una petaca de coñac y unas galletas.

—Un tentempié, Prendick —dijo con tono algo más amistoso que antes.

Yo no hice ningún comentario. Me limité a dar buena cuenta de las galletas mientras el hombre del pelo blanco ayudaba a Montgomery a liberar a otra veintena de conejos. No obstante, tres conejeras grandes fueron llevadas hasta la casa con el puma. El coñac ni lo probé, pues siempre he sido abstemio.

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