Fuerte como la muerte

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Aus der Reihe: Clásicos
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Desde el día del regalo, Anita se encariño con el pintor como se encariñan los niños, con la amistad pegadiza que los hace tan graciosos y adorables.

Cada vez asistía la condesa con más gusto a las sesiones. Aquel invierno, por razón del duelo, estaba muy ociosa, no iba a fiestas ni a parte alguna, y encerraba en el estudio de Bertin todos los cuidados de su vida.

Hija de un comerciante parisiense riquísimo y comunicativo, muerto hacía muchos años, y de una madre constantemente enferma que pasaba en el lecho seis meses del año, Any llegó a ser desde muy joven una ama de casa perfecta. Sabía sentir, hablar, sonreír, distinguir a unos de otros, y escoger lo que a cada cual debía decirse.

Desde el primer momento se hizo a aquella vida, sin esfuerzo algunos, previsora y manejable.

Cuando la presentaron como futura del conde de Guilleroy, midió al primer golpe de vista las ventajas de aquel enlace, y las admitió sin rebelarse, como hija sumisa que sabe que no todo puede conciliarse, y que en la vida debe haber una mitad buena y otra mala.

Ya en la corriente del mundo, fue solicitada porque era hermosa y espiritual, y se vio cortejada por muchos hombres, sin que perdiese la calma de su corazón, no menos razonable que su cabeza. Era coqueta, pero con coquetería agresiva y prudente.

Gustaba de los cumplidos, se sentía acariciada por los deseos que despertaba, aunque parecía pasar sin verlos, y cuando salía de un salón, después de recibir el incienso de la adoración, dormía tranquila, como hembra que ha cumplido su misión terrena.

Esta vida, que llevaba ya hacía siete años sin fatigarla con su monotonía, porque adoraba la incesante agitación del mundo, la hacía, no obstante, desear algo más. Los hombres de sus relaciones sociales, abogados, políticos, hacendados y desocupados, la distraían como actores de la comedia de la vida sin tomarlos en serio, aunque apreciase sus funciones sociales y sus méritos.

Por esto Oliverio la agradó desde el primer instante. Le llevaba algo nuevo. Se divertía grandemente en el estudio, reía de todo corazón, se sentía espiritual y comprendía que él gozaba con los goces de ella.

Oliverio le gustaba también porque era guapo, fuerte y célebre. No hay mujer, aunque ellas lo nieguen, que sea indiferente a la gloria y a la belleza física.

Le halagaba haber sido notada por aquel conocedor, y dispuesta a juzgarle a su vez, descubrió en Bertin un cerebro despierto y culto, fantástico, y delicado, y una inteligencia llena de encantos, y palabra colorista que inundaba de luz cuanto trataba. Nació rápida intimidad entre ambos, y en el apretón de manos que se daban al principio de las sesiones, iba cada día mezclándose un poco más de sus corazones.

Sin cálculo alguno, sin predeterminación, Any sintió en sí el deseo de conquistarlo y cedió a él.

Nada habría previsto ni combinado; fue coqueta, pero con más gracia instintiva, como que se trataba de quien la había gustado más que otros, y puso en su mirada y su sonrisa el perfume que difunde en torno suyo la mujer que siente despertar el deseo de ser amada.

Solía decirle frases aduladoras, equivalente a un “me gusta”, y le hacía hablar muchas veces para que viera el interés con que lo oía.

Oliverio dejaba de pintar, se sentaba cerca de ella, y con la excitación cerebral que provoca el deseo de agradar, tenía crisis de poesía, de humorismo o de filosofía, según convenía.

Any se alegraba con la alegría de Oliverio, trataba de entenderlo cuando dogmatizaba, sin conseguirlo muchas veces, y hasta cuando pensaba en otra cosa, lo escuchaba con tan dispuesta atención, que Oliverio se extasiaba viéndola, conmovido por haber hallado un alma delicada, abierta y dócil, en la que caía su pensamiento como una semilla.

El retrato adelantaba y salía admirable, en fuerza de haber llegado el pintor a la disposición de espíritu bastante para apreciar las cualidades de su modelo y expresarlas con el convencido ardor y la inspiración del verdadero artista.

Inclinado sobre ella, espiando sus movimientos, las coloraciones de su carne, las sombras de su piel, la expresión y transparencia de sus ojos y los secretos todos de su fisonomía, llegó Oliverio a saturarse de ella como de agua una esponja.

Y al llevar al lienzo aquella emanación del perturbador encanto que recogía en su mirada y fluía de su pensamiento a su pincel, solía quedar Oliverio en éxtasis, con la embriaguez del que ha bebido la gracia del eterno femenino.

Any comprendía lo que por Oliverio pasaba; se complacía en aquella victoria cada vez más segura, y se daba a sí, ánimos para acabar de alcanzarla.

Algo nuevo daba a su vida nueva savia y despertaba misterioso goce. Cuando oía hablar de Oliverio latía su corazón con más apresuramiento, y sentía deseos —que nunca llegaban a los labios— de decir: Me ama. Le satisfacía que alabasen su talento, y más aún que dijesen bien de su figura, y cuando a solas pensaba en él sin indiscretos que la distrajesen, creía haber hallado en Oliverio un buen amigo, que había de contentarse siempre con un cordial apretón de manos.

Muchas veces Oliverio dejaba la paleta a mitad de sesión, tomaba en brazos a Anita y la besaba con ternura en los ojos o los cabellos mirando a la madre y como diciendo: “A usted la beso, no a la pequeña”.

Hacía algunos días que la condesa no llevaba a la niña siempre. Iba sola, y cuando esto ocurría, se trabajaba poco en el estudio y se hablaba mucho.

II

Any se retrasó una tarde. Era a fines de febrero y hacía frío. Oliverio había ido temprano al estudio como de costumbre desde que ella iba, y siempre esperando que fuese antes.

Mientras llegaba, se puso a pasear fumando y se preguntaba asombrado por centésima vez desde hacía ocho días: “¿Estoy enamorado?” No lo sabía porque no lo había estado nunca verdaderamente; había tenido caprichos muy vivos y hasta muy largos, sin creer nunca que fuesen amor, pero en aquel momento se admiraba de lo que en si mismo sentía. ¿La amaba? Era seguro que no la deseaba porque no había pensado nunca en poseerla. Cuando una mujer le había gustado había sobrevenido el deseo, y siempre había adelantado sus manos para tomar el fruto, pero sin que nunca turbase su espíritu ni con la ausencia ni con la presencia de la mujer.

Y el deseo, respecto de Any, apenas se había despertado en él, como oscurecido y atrincherado detrás de otro sentimiento más poderoso pero aún oscuro e indeterminado. Siempre había creído Oliverio que el amor empezaba soñador y poético, y lo que sentía más bien parecía provenir de una emoción indefinible más física que moral.

Estaba nervioso, vibrante e inquieto, como cuando germina una enfermedad en nosotros, pero nada doloroso se mezclaba a aquella fiebre de su sangre que contagiaba su pensamiento. No ignoraba que la condesa era la causa de aquel estado por el recuerdo que en él dejaba y por las ansias de su espera. No se creía impelido hacia ella por movimiento de todo su ser, pero la sentía vivir en él como si no se hubiese ido, como si le dejase algo de sí misma al marcharse, algo sutil y no bien explicado. ¿Qué era? ¿Amor? Sondeaba su corazón para ver en él y poder comprender.

Oliverio hallaba a la condesa encantadora, pero sin encajar en el tipo ideal de la mujer que su ciego deseo había forjado. El que busca amor prevé las dotes morales y los encantos físicos de la que ha de inspirárselo, y aunque la señora de Guilleroy no tuviese tacha no le parecía ser “la suya”. Pero si era así, ¿por qué Any le preocupaba más que las otras y con mayor insistencia y de manera distinta? ¿Era que había caído en el lazo tendido por su coquetería que él había adivinado, y fascinado por sus maniobras sufría el prestigio que da a la mujer la voluntad de agradar?

Paseaba, se sentaba, volvía al paseo, encendía cigarros y los arrojaba enseguida, y no quitaba ojo de reloj, cuyas agujas marchaban hacia la hora ordinaria con movimiento lento e inmutable. Varias veces había tenido intención de levantar el cristal de la esfera, y hacer correr con el dedo el minutero hasta la cifra a que tan perezosamente se acercaba. Creía que aquello bastaría para que la puerta girase y apareciese la esperada, engañada por aquel anzuelo. Luego se reía de aquel empeño infantil y poco juicioso.

Y al fin se preguntó si podría ser su amante. Le pareció singular y poco realizable la idea, y hasta indigna de insistir sobre ella por las complicaciones que pudiera introducir en su vida, pero aquella mujer le gustaba extraordinariamente y acabó por decirse que se hallaba en un endiablado estado de espíritu.

Dio horas el reloj y el sonido de ellas lo hizo estremecerse, sacudiendo más sus nervios que su alma. Esperó ya con la impaciencia que crece por segundos; Any era siempre exacta, y seguramente entraría antes de transcurrir diez minutos. Cuando pasaron sintió Oliverio la opresión de un disgusto próximo, y luego irritación por el tiempo que Any le hacía perder. Y de pronto comprendió que si al fin no iba, sufriría.

¿Qué hacer? Esperarla... No, saldría para que si ella iba hallase el estudio vacío. ¿Y cuando saliese? Mejor era esperar y hacerle entender con cuatro palabras frías cuando llegase que no era él de aquellos a quienes se hace aguardar. Pero, ¿y si no iba? ¿Recibiría alguna carta, recado o sirviente que fuese de su parte? ¿Y en qué ocuparse si no llegaba? Era un día perdido, porque no podría trabajar ya. Entonces..., entonces lo mejor era ir a saber de ella, porque no podía pasar por otro punto. Sí, era cierto, necesitaba verla, y era su deseo profundo y obstinado... ¿Era amor aquello? No, puesto que no sentía exaltación pasional, ni sacudimiento en los sentidos, ni sueños en el alma al pensar en lo que sufriría si no iba.

 

Sonó el timbre de la calle en la escalera del hotel, y Oliverio se sintió al pronto sin aliento, y tan alegre luego que arrojó el cigarro haciendo una pirueta.

Al fin entró sola. Entonces Oliverio se arrojó inmediatamente a una audiencia increíble.

—¿Sabe lo que me preguntaba mientras la esperaba? —dijo.

—No.

—Pues me preguntaba si estaría enamorado de usted.

—¡De mí! Está loco.

Pero al decirlo sonrió; su sonrisa decía que aquello se satisfacía.

—Eso es poco serio —dijo— ¿A qué viene esa broma?

—Hablo muy en serio —replicó él—. No afirmo que esté enamorado de usted; me pregunto si estoy en camino de llegar a estarlo.

—¿Y qué es lo que hace temerlo?

—Mi melancolía cuando no está, mi alegría cuando viene.

Any se sentó.

—No se alarme por eso —dijo—. Mientras duerma bien y coma con apetito, no hay peligro.

—¿Y si perdiese el sueño y el apetito? —preguntó riendo Oliverio.

—Avíseme.

—¿Y entonces?

—Lo dejaré en paz para que cure.

—Gracias.

Sobre el tema de aquel enamoramiento charlaron toda la tarde y muchas de las siguientes.

Aceptado aquello como una broma ingeniosa y sin valor, la condesa le preguntaba siempre en tono bromista cuando llegaba:

—¿Cómo vamos hoy de amores?

Oliverio le explicaba en tono entre serio y ligero los progresos de la enfermedad y el trabajo lento, íntimo y profundo de aquella ternura que sentía nacer. Hacía minuciosamente su propio análisis delante de ella, hora por hora, desde la separación de la víspera, con la indiferencia de un catedrático que explica, y la condesa lo escuchaba con interés, algo conmovida y turbada por aquella historia que parecía sacada de un libro en el que ella fuese protagonista.

Cuando Oliverio enumeraba con manera galante y despreocupada los cuidados de que era presa, se hacía su voz más temblorosa a cada paso, y llegaba a expresar sólo con una palabra o una entonación sola el estado de su corazón. Any le preguntaba siempre vibrante de curiosidad, con los ojos fijos en él y ávido el oído de regalarse con preceptos alarmantes, difíciles de oír y gratos de paladear. Alguna vez, al acercarse a ella Oliverio para rectificar la postura, le tomaba la mano y trataba de besársela; pero Any retiraba aquélla de los labios del pintor con vivo movimiento, y fruncía un poco el entrecejo.

—Vamos —decía— a trabajar.

Y volvía Oliverio al trabajo, pero no pasaban cinco minutos sin que la condesa lo llevara con una pregunta diestra al terreno en que lo quería tener.

Any sentía ya nacer el temor en su corazón. Quería ser amada, pero no con exceso; segura de no ser arrastrada, temía dejarlo aventurarse demasiado y perderlo, obligada a sumirlo en la desesperación después de alentarlo. Y sin embargo, si Oliverio hubiese renunciado a aquella amistad sentida, a aquellas confidencias llenas de impalpable amor como un río lleno de partículas de oro, la condesa hubiese experimentado pena real y muy parecida a una herida en el corazón.

Cada vez que salía de su casa camino del estudio una alegría viva y punzante la aligeraba; al poner la mano sobre el timbre del domicilio de Oliverio latía de impaciencia su corazón y le parecía que la alfombra de la escalera era la más blanda que hubiesen pisado nunca sus pies.

A menudo Oliverio aparecía ceñudo, nervioso e irritable, como si le obsesionasen impaciencias comprimidas pero frecuentes. Cierto día, después de entrar la condesa, Oliverio se sentó a su lado en vez de ponerse a pintar.

—No puede seguir ignorando que esto no es una broma y que la amo locamente —dijo.

Desbordaba de amor en su corazón, hubo de oírlo temblorosa y pálida; habló él, largo espacio sin pedir nada, con gran ternura, tristeza y resignación, y la condesa se dejó tomar las manos que Oliverio conservó entre las suyas.

Se había arrodillado Oliverio sin que ella se diese cuenta de ello, y con mirada de extraviado suplicaba que no lo hiciese sufrir... ¿Qué pena era la suya? Any no comprendía ni trataba de comprender, absorta con la angustia de verlo sufrir, angustia que al mismo tiempo tenía algo de goce.

De pronto vio la condesa lágrimas en los ojos de Oliverio y estuvo a punto de decir algo y besarlo como se besa a los niños que lloran. El repetía a cada paso: “sufro mucho”, y repentinamente vencida por aquel dolor, por el contagio de aquellas lágrimas, sollozó y sintió sacudidos los nervios y prontos para abrir los brazos.

Cuando se sintió tomada por Oliverio, y besada apasionadamente en la boca, quiso gritar, luchar, rechazarlo, pero se juzgó perdida porque consentía resistiéndose, se entregaba luchando y lo abrazaba diciendo:

—¡No quiero! ¡No quiero!

Quedó después alterada, el rostro entre las manos, y de pronto se levantó, recogió su sombrero caído en la alfombra, se lo puso vivamente y salió a pesar de los ruegos de Oliverio, que quería retenerla tomándola por el traje. Cuando se vio en la calle casi se sentó en el encintado de la acera; tan desplomada iba y de tal modo le flaqueaban las piernas. Pasó un coche, llamó al cochero y le dijo:

—Vaya despacio... por donde quiera.

Entró en el carruaje, cerro la portezuela, se acurrucó en el fondo, y se creyó sola entre los cristales levantados, sola para pensar. En un buen rato no hubo en su cabeza más que ruido del rodaje del coche y los saltos de éste sobre el empedrado. Miraba las casas, los que iban a pie o en coche, los ómnibus con ojos que parecían mirar el vacío, y no pensó nada, como si se concediese una tregua antes de volver sobre lo ocurrido.

Como tenía espíritu despierto y valiente, pensó que era una mujer perdida, y durante unos minutos estuvo bajo el peso de aquella desgracia irreparable, espantada como el que cae de alto y teme moverse porque adivina que tiene las piernas rotas y prefiere no intentar levantarse para no saberlo.

Pero en vez del dolor que esperaba y temía, notó que en su corazón sólo había calma y sosiego. Latía con dulzura después de aquella caída que había conturbado su alma, y no parecía tomar parte en el desorden de su espíritu.

—Sí, soy una mujer perdida —decía en voz alta para oírse y convencerse, sin que eco alguno de dolor de su carne respondiese a aquella queja de su espíritu.

Se dejó mecer por el movimiento del carruaje, aplazando las razones que le ocurrían sobre su penosa situación; no sufría, tenía miedo de meditar, de saber y de reflexionar, y no obstante, en el ser oscuro e impenetrable que constituye en nosotros la lucha eterna de las inclinaciones y las voluntades, notaba una paz inverosímil.

Pasada media hora en aquel extraño reposo comprendió al fin que la desesperación deseada no sobrevendría, se sacudió del letargo y murmuró:

—¿Qué me sucede? Apenas siento dolor por lo que ha pasado... ¿qué es esto?

Se reconvino entonces a sí misma, colérica por su ceguera y su debilidad. ¿Por qué no lo había previsto? ¿Cómo no comprendió que la lucha llegaría? ¿Cómo no notó que aquél le agradaba lo bastante para hacerla cobarde? ¿Cómo no adivinó que aun en los corazones más rectos suelo soplar el deseo como una racha que arrastra a la voluntad?

Pero una vez reconvenida se preguntó con miedo por lo que había de suceder. Su primera idea fue la de romper con el pintor y no volver a verlo jamás, pero apenas pensó en ello cuando surgieron mil razones contra el proyecto. ¿Cómo explicaría la ruptura? ¿Qué diría su marido? ¿No sería sospechada la verdad, dicha luego en voz baja, y en voz alta por último? ¿No sería mejor para cubrir las apariencias hacer ante el mismo Oliverio la comedia hipócrita de la indiferencia y el olvido, haciéndole entender que ella había borrado aquel momento de su memoria y hasta de su vida? Pero, ¿podría hacerlo? ¿Tendría valor para fingir que de nada se acordaba ante aquel hombre con quién había compartido un goce rápido y brutal?

Después de vacilar mucho se decidió por este último extremo. Iría al día siguiente con valor bastante, y le haría entender sobre la marcha lo que de él exigía; que nunca le recordase aquella vergüenza con la palabra ni con la mirada. Seguramente esto habría de dolerle, pero como hombre leal tomaría su partido y sería en lo porvenir lo que había sido siempre.

Tomada esta resolución dio la dirección de su casa al cochero, y entró en ella presa de profundo abatimiento, con deseos de acostarse, de no ver a nadie, de dormir y olvidar. Se encerró en su cuarto y en él estuvo hasta la hora de comer echada en una meridiana, absorta, sin querer ocupar el alma con aquel recuerdo lleno de peligros. Bajó al comedor a la hora precisa de comer, admirada de verse tan tranquila y esperando a su marido con el rostro de todos los días.

El conde llegó con su hija en brazos. Any estrechó la mano de su marido y besó a su hija sin turbación.

El señor Guilleroy se informó de lo que había hecho, y ella dijo con indiferencia que había estado en el estudio, como todos los días.

—¿Sale bien el retrato? —preguntó el conde.

—Muy bien.

Habló el conde de sus asuntos, de los que gustaba tratar mientras comía, de la sesión de la Cámara y de la discusión del proyecto de ley sobre adulteración de comestibles.

Aquella conversación que la condesa soportaba a diario la irritó esta vez y la hizo examinar con mayor atención al hombre vulgar y hacedor de frases que tomaba interés por aquellas cosas, pero sonrió al escucharlo y respondió con agrado, y hasta más graciosamente que otras veces, sintiéndose instintivamente con más indulgencia para aquellas monadas.

Y pensaba mirando a su marido:

—Lo he engañado, es mi marido y lo he engañado... ¡Qué extraño! Nada puede evitar ya esto, nadie puede borrarlo. He cerrado los ojos, he sufrido durante unos segundos, nada más que unos segundos, los besos de otro hombre y no soy ya una mujer honrada. Esos pocos segundos de mi vida que no es posible suprimir, han traído sobre mí un hecho irreparable, cierto, criminal y vergonzoso para una mujer... y no siento desesperación por ello. Si me lo hubiera dicho ayer no lo hubiese creído, y habría pensado en las amarguras que hoy debieran remorderme... y nada, casi nada.

El conde salió, como siempre, después de comer. Entonces tomó la condesa en brazos a su hija, y lloró besándola, lloró sinceramente, pero con la conciencia, no con el corazón. No pudo dormir aquella noche.

En la oscuridad de su cuarto se preocupó grandemente con los peligros que podría crearle la actitud de Oliverio y cobró miedo a la entrevista del siguiente día y a lo que tendría que decirle cara a cara.

Se levantó temprano y estuvo toda la mañana echada en la meridiana, esforzándose en prever lo que tuviera que responderle y en prepararse para toda clase de sorpresas. Salió temprano para seguir reflexionando por el camino. Oliverio no la esperaba, y desde la víspera se preguntaba cuál había de ser su conducta para con ella. Después de la fuga de la condesa, a la que no se atrevió a oponerse, se quedó solo, oyendo, aunque estaba ya lejos, el ruido de sus pasos, el roce de su traje y el golpe de la puerta, empujada por su mano nerviosa.

Permaneció en pie, saturado de goce ardiente y profundo como un hervidero. ¡Había sido suya! ¡Se había cumplido el hecho entre ambos! ¿Era posible? Después de la sorpresa, saboreaba el triunfo, y para gustar mejor de él, se echó sobre el diván en que la había poseído. Permaneció allí largo rato, lleno el espíritu de ella, pensando que era su amante, que entre aquella mujer tan deseada y él se había anudado ese lazo misteriosos que ata secretamente dos seres.

Toda su carne, aun vibrante, temblaba ante el recuero agudo del rápido instante en que tropezaron sus labios, y en que sus cuerpos unidos se electrizaron con el supremo estremecimiento de la vida. No salió por la noche para deleitarse en el recuerdo, y se acostó temprano radiante de dicha. Apenas despertó al día siguiente, se preguntó qué debía hacer. Si se hubiera tratado de una cortesana o una actriz, le hubiera enviado flores o joyas; pero era la suya una situación nueva que lo dejó perplejo.

 

Debía escribir, aunque no sabía qué. Rasgueó y rompió, volvió a empezar veinte cartas. Todas le parecían humillantes, odiosas y ridículas. Quería expresar en términos delicados y llenos de encanto la gratitud de su alma, sus impulsos de loca ternura, sus ofertas de tierno sacrificio; pero para fijar estas cosas apasionadas y llenas de matices, solo halló palabras groseras y pueriles.

Renunció a escribir y se decidió por ir a verla cuando pasase la hora de costumbre, porque estaba seguro de que ella no iría. Se encerró en el estudio contemplando el retrato, cosquilleándole el deseo de besar los labios pintados en los que algo de ella había. De tanto en tanto miraba la calle por la ventana, y todos los trajes mujeriles que aparecían a lo lejos, le producían un más presuroso latir del corazón. Veinte veces creyó reconocerla, y cuando la mujer vista pasaba, tenía que sentarse como si hubiese sufrido una decepción. La vio de pronto, dudó, tomó los gemelos, se cercioró de que era ella, y con violenta emoción se sentó para esperarla.

Cuanto entró, Oliverio se puso de pie y quiso tomarle las manos, pero Any las retiró con brusquedad. Al verlo en el suelo con expresión de angustia y mirándola, le dijo ella con altanería:

—¿Qué es esto, caballero? No me explico su actitud.

—¡Oh, señora, por Dios!... —balbuceó él.

—Esto es ridículo; levántese —dijo Any con rudeza.

Oliverio se levantó trastornado.

—¿Qué tiene? —murmuró—. No me trate así... ¡la amo!

Con unas cuantas palabras rápidas y secas, expresó la condesa su voluntad e impuso la regla de conducta.

—No comprendo qué quiere decir; no vuelva a hablarme de su amor o me iré para no volver jamás. Si olvida alguna vez esta condición que le impongo, dejará de verme para siempre.

Oliverio la miraba dolorido por aquella dureza imprevista.

—Obedeceré —dijo, comprendiendo al fin.

—Bueno, así lo esperaba —respondió la condesa—, ahora trabajar, porque verdaderamente dura demasiado este retrato.

Oliverio tomó la paleta y se puso a pintar; pero su mano temblaba y sus ojos miraban sin ver. Tal pena sentía en el corazón, que tuvo impulsos de llorar. Trató de hablar, pero ella apenas contestaba; intentó una galantería sobre el buen color de su rostro, pero Any lo detuvo con tono tan decisivo, que Oliverio pasó por una de esas cóleras de enamorado que cambian en odio la ternura. Hubo en su ser moral y físico, una sacudida nerviosa, y, sin transición, creyó que la aborrecía.

¡Aquella era la “mujer”, igual a todas: falsa, movible y débil. Lo había seducido con gatadas de niña, tratando de enloquecerlo sin dar nada a cambio, provocándolo para negarse, empleando para con él las cobardes maniobras de las coquetas, siempre dispuestas al don de su desnudez, mientras el hombre con quien juegan siente la sed del deseo como el perro callejero la sed del agua.

Pues peor para ella, porque él la había poseído. Podía la condesa purificar su cuerpo y contestar con altanería, sin que con esto borrase nada ni evitase que él la olvidara. En verdad que él, Oliverio, hubiera hecho una tontería cargando con semejante querida, que hubiese anulado su vida artística y comido su posición con sus dientes caprichosos de mujer bonita.

Casi se puso a silbar como lo hacía delante de las modelos, pero sentía gran enervación. Temiendo cometer una tontería, abrevió la sesión pretextando una cita. Cuando se saludaron al separarse, se creyeron más alejados uno del otro que el día en que se encontraron en casa de la duquesa Mortemain. Después de irse la Condesa, Oliverio salió a la calle.

Un sol pálido en un cielo azul, empapado de bruma, echaba sobre la capital una luz débil y algo triste. Anduvo algún espacio con paso rápido e irritado, tropezando con los transeúntes para no perder la línea recta, y su cólera contra Any se desperdigó en desconsuelo y arrepentimientos. Después de repetirse todas las reconvenciones contra ella, recordó, viendo pasar otras mujeres, cuán seductora y bonita era Any.

Como tantos que no lo confiesan, Oliverio había esperado siempre la imposible mitad, la afección rara, única y apasionada, cuyo ideal flota eterno sobre nuestros corazones. ¿Había dado con él? ¿Era ella la que debió proporcionarle aquella imposible felicidad? ¿Por qué nada se realiza completo en el mundo? ¿Por qué no se alcanza lo que se persigue, o se logra sólo en partículas que hacen más dolorosa esa cacería de decepciones? No culpaba a la joven sino a la vida. Puesto en la razón, ¿qué tenía que echarle en cara? Haber sido amable, buena y graciosa, mientras a su vez podía decir de él que se había conducido como un salteador. Regresó lleno de tristeza. Hubiera querido poder pedirle perdón, sacrificarse por ella, hacer olvidar lo sucedido, y estudió qué era lo que haría para hacerle entender que sería, hasta morir, dócil a sus voluntades.

Fue la condesa al día siguiente con su hija. Tenía el aspecto tan apenado, tan melancólica la sonrisa, que el pintor creyó ver en aquellos pobres ojos azules, hasta entonces alegres, la tristeza, el remordimiento y la angustia de su corazón de mujer. Se sintió lleno de compasión y para que olvidase tuvo con ella, con suave reserva, todo género de delicadezas. Any las pagó con dulzura y bondad, y con la actitud cansada y dolorida de una mujer que sufre.

Mirándola Oliverio, sintiendo deseo loco de amar y ser amado, ser preguntaba cómo aquella mujer no estaba más indignada, y como podía volver, hablarle y responderle habiendo entre ambos aquel recuerdo. Puesto que podía verla, oír su voz, soportar ante sus ojos la idea que no debía abandonarla, era porque aquella idea no debía serle odiosamente intolerable. Cuando una mujer aborrece al hombre que la ha seducido, no puede verlo sin que su odio estalle. No puede serle indiferente; o lo perdona o lo detesta, y cuando perdona está cerca de amar.

Mientras pintaba con lentitud, Oliverio argumentaba para sí con razonamientos claros y seguros; se sentía lúcido, fuerte y dueño ya de los acontecimientos. Le bastaría ser prudente y tener paciencia para que la recobrase un día u otro. Y supo esperar; para tranquilizarla y reconquistarla fue astuto a su vez; empleó ternuras disimuladas bajo aparentes arrepentimientos, atenciones vacilantes y actitudes indiferentes.

Tranquilo con la certeza de la próxima dicha, poco le importaba que llegase pronto o tarde, y hasta experimentaba cierto placer refinado en no precipitarse, en espiarla, y en decirse que tenía miedo al ver que iba siempre con su hija. Comprendía que entre ambos se verificaba lento trabajo de aproximación, y veía en las miradas de la condesa algo extraño, algo dolorosamente dulce, como llamamientos de un alma que lucha y un corazón que desfallece, y parece decir:

—¡Oblígame!

Poco tiempo después fue ya la condesa sola al estudio, tranquilizada con la reserva de Oliverio, y entonces la trató él como a una amiga, hablándole de sus proyectos y de su arte como lo hubiera hecho a una hermana.

Encantada por aquella confianza, tomó ella gustosa el papel de consejera, halagada porque la distinguiese entre las demás, y creyendo que su talento ganaría en delicadeza con aquella intimidad intelectual. Pero en fuerza de consultarla y mostrarle deferencia, Oliverio la hizo pasar de las funciones de consejera al sacerdocio de inspiradora.

Any halló de su gusto esta extensión de su influjo sobre el grande hombre, y consintió de cierto modo que la amase como artista, puesto que ella inspiraba sus obras. Y una tarde, después de una larga conversación acerca de las mujeres amadas por los pintores ilustres, la condesa se dejó caer en brazos de Oliverio, y allí permaneció esta vez, sin tratar de huir y devolviéndole sus besos. No sintió ya remordimientos, pero sí el vago presentimiento del olvido. Creyó en la fatalidad para acallar el grito de la razón.