Capitalismo, crisis y anarquismo en la novela de crímenes del siglo XXI en España

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Capitalismo, crisis y anarquismo en la novela de crímenes del siglo XXI en España es el resultado del proyecto de investigación “La anomia en la novela de crímenes en España”, financiado por el Comité para el Desarrollo de la Investigación (CODI) de la Universidad de Antioquia, Colombia. Constituye la tercera etapa de la macroinvestigación “La anomia en la novela de crímenes”, que cuenta con numerosas publicaciones (2010-2019) en las que se puede verificar la evolución del concepto de anomia aplicado a la literatura que define la novela de crímenes contemporánea. Entre dichas publicaciones, las más importantes son La anomia en la novela de crímenes en Colombia (2012) y La novela de crímenes en América Latina: un espacio de anomia social (2017).

Estas investigaciones han tenido amplia difusión a través del Congreso Internacional de Literatura Medellín Negro que he dirigido y se ha realizado ininterrumpidamente desde el año 2010, y de los libros derivados del evento: Crimen y control social. Enfoques desde la literatura (2012); Trece formas de entender la novela negra. La voz de los creadores y la crítica literaria (2012); Novela negra y otros crímenes. La visión de escritores y críticos (2013); Víctimas, novela y realidad del crimen (2014); Fronteras del crimen. Globalización y literatura (2015); Memoria de crímenes. Literatura, medios audiovisuales y testimonios (2017); Justicia y paz en la novela de crímenes (2018) y República, violencia y género en la novela de crímenes (2019).

Agradezco el apoyo de la Universidad de Antioquia y de las personas que me acompañaron en esta tercera etapa del proyecto: al Grupo Estudios Literarios (GEL) —y en especial al profesor Juan Fernando Taborda— que en el marco de la línea de investigación “Novela de crímenes” ha apoyado este trabajo; al filólogo y artista plástico Esteban Arango Montoya, coinvestigador, quien me ayudó a ubicar la novela de crímenes española en el campo de la geopolítica mundial y elaboró la ilustración de la portada de este libro; al historiador y candidato a magíster de la Universidad de Antioquia Carlos Andrés Arroyave, estudiante en formación de esta investigación, quien me ayudó a sistematizar la profusa información bibliográfica de los más de novecientos registros bibliográficos con que cuenta; y a mi esposa, Ángela María Ramírez Zapata, magíster en Literatura y candidata a doctora por la Universidad de Salamanca, quien colaboró en la revisión de este libro.

A todas las demás personas que participaron en la ejecución de este proyecto, que supone numerosas diligencias académicas y administrativas, les manifiesto asimismo mi sentida gratitud. Quisiera mencionarlas a todas, pero a falta de espacio escrito lo haré personalmente. Confío, como lo he hecho con mis anteriores trabajos, en que esta investigación sirva de precedente para otras de este tipo a fin de dilucidar el significado social de una creciente producción literaria dedicada a la criminalidad.

LA CRISIS DEL CAPITALISMO Y LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN ESPAÑA

Durante años, Occidente se ha identificado principalmente por el capitalismo, entendido este a un mismo tiempo como modelo económico y como sistema de organización social. Según Adam Smith (1723-1790), considerado por muchos su fundador intelectual, este modelo se desarrolló en Europa cuando la urbanización, la monetización, el autoempleo, el mercantilismo y la aparición de intermediarios en la distribución de bienes y servicios sustituyeron el sistema feudal. En términos generales, en el capitalismo el dominio de la propiedad privada sobre los medios de producción determina el nivel de influencia, movilidad y autonomía de los individuos. Su estructura se fundamenta, por tanto, en una organización racional del trabajo y los medios de producción; y en la estructura social derivada de ello: las clases pudientes controlan el capital y se benefician de la plusvalía generada por los obreros; y estos, por su parte, trabajan por un salario que les permite adquirir bienes y servicios.

Este modelo económico se ha mantenido a lo largo del último siglo, por oposición al modelo comunista, que fracasó tras la caída de la Unión Soviética en 1991. La pugna suscitada hasta entonces entre estas dos formas de organización social y política, el capitalismo y el comunismo, favoreció la asociación del primero con la democracia liberal y del comunismo con la llamada “tiranía” soviética, de acuerdo con la propaganda estadounidense diseñada en su contra. De este modo, hasta finales del siglo pasado, periódicas crisis del capitalismo (la Gran Depresión de 1929; los acuerdos de Bretton Woods de 1944; las crisis del petróleo de 1973, 1979 y 1980; el denominado Lunes Negro de 1987 y la crisis de Asia de 1997, entre otros) sirvieron de pretexto para llevar a cabo intervenciones específicas para salvar el modelo, que favorecían, de acuerdo con organizaciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, el orden político global. En los primeros años del siglo XXI, sin embargo, las crisis económicas subsecuentes y las medidas tomadas por los órganos reguladores de la economía mundial han revelado una lógica puramente económica que favorece a los dueños del capital en desmedro de las clases trabajadoras.

Lo anterior, se evidenció a partir del año 2008 tras el colapso del sistema financiero mundial, cuando el mundo fue testigo de una de las periódicas crisis económicas del capitalismo: la denominada Gran Recesión causada por “el estallido de la burbuja hipotecaria en Estados Unidos” (Croce, 2018, párr. 1). Todo comenzó en el año 2005, con el otorgamiento descontrolado de créditos hipotecarios de los bancos a personas sin condiciones de pago. Estos créditos fueron convertidos después en bonos de vivienda, comercializados por los mismos bancos entre inversionistas “con la complicidad de las agencias calificadoras, que hicieron la vista gorda y se lucraron con la jugada” (Ibídem, párr. 3). Aunque al principio los bancos involucrados registraron récords en ganancias, no pasó mucho tiempo para que empezaran a acumular pérdidas. El 16 de marzo de 2008 se produjo la quiebra del Banco de Inversiones Bear Stearns y el 6 de septiembre del mismo año el Departamento del Tesoro de Estados Unidos autorizó el rescate de las hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac, que se enfrentaban entonces a una mora de 1,4 trillones de dólares, equivalente al 40% de todas las hipotecas en Estados Unidos (Amadeo, 2019). Por su parte, el banco Lehman Brothers, cuya deuda ascendió a 691 mil millones de dólares, la más alta en la historia de Estados Unidos, fue puesto en venta. Dicha transacción, sin embargo, no alcanzó a materializarse, pues el 15 de septiembre de 2008 el Banco —uno de los “mayores bancos de inversión del planeta” (Ibídem, párr. 2)— tuvo que declararse en quiebra, arrastrando consigo la economía mundial. Su derrumbamiento fue tan devastador que ha sido considerado “la mayor quiebra en la historia estadounidense” (Croce, 2018, párr. 4), al menos hasta la crisis de 2020 desatada por la pandemia del covid-19, cuyos efectos sin duda resultarán demoledores. Esta última crisis sanitaria, sin embargo, no es considerada en este análisis, en primera instancia, porque aún está en curso y su implicación en la literatura solo será tangible en el futuro y; en segundo lugar, porque desde la perspectiva de este análisis solo confirma la falibilidad del capitalismo. De hecho, el FMI ha anunciado que “en 2020 se producirá la peor crisis financiera global de la historia” (RTVE, 2020).

La crisis financiera de 2008 no solo quebró a miles de compañías y dejó a millones de empleados en las calles, sino que generó una ola global de suicidios, con una cifra que se estima aproximadamente en 6.566 muertes, según una investigación que incluye treinta y seis países (Lambe y Wisniewski, 2018, párr. 5). Con todo, la peor consecuencia del problema financiero fue la crisis de legitimidad que afectó a los gobiernos y partidos políticos de todos los colores, pues “en lugar de apoyar a las personas comunes, se ayudó a los banqueros” (Croce, 2018, párr. 14). En Estados Unidos, de acuerdo con Timothy Geitner, exsecretario del Tesoro del gobierno de Barack Obama, se inyectaron unos 7 billones de dólares a los bancos, a pesar de que el rescate original aprobado por el Congreso estadounidense en 2008 fue de 800 millones de dólares. Este dinero sirvió

[…] para sostener otros treinta billones de productos especulativos (más de dos veces el producto bruto anual de los Estados Unidos). Desde entonces, el FED [Federal Reserve System] ha creado más de 3 billones de dólares de liquidez a través de su programa de flexibilización cuantitativa (Quantitative Easing Program, QE), permitiendo que la tasa oficial de interés (préstamos de un banco a otro) fuera cero durante casi seis años. (Damon, 2014, párr. 11)

En Europa, el colapso del sistema financiero internacional generó dos recesiones (2008-2010 y 2011-2013) que provocaron efectos sociales y, con el tiempo, demostraron la inestabilidad anómica del sistema, esto es, los efectos de la ausencia de normas justas de convivencia democrática o de la falta de aplicación de otras que retóricamente buscaban el bien común. La crisis puso en evidencia que este régimen protegía los intereses de los sectores dominantes, banqueros en particular. La corrupción del orden financiero internacional se sumó al premeditado fraude fiscal en la eurozona: en 2011, el Banco Central Europeo (BCE) tuvo que prestarles dinero a los bancos nacionales a bajos intereses (1%), dinero que ellos invirtieron en comprar una deuda pública a intereses del 5%. El propósito era salvar a la banca a fin de que su estabilidad permeara a la sociedad entera y esto garantizara el orden social. No obstante, estos estímulos no solucionaron la crisis de liquidez, pues cinco años después de finalizar la última recesión, en 2017, el BCE volvió a inyectarle dinero a los bancos, esta vez a una tasa de interés del 0% “para dotar a las entidades financieras de todo el dinero que quisieran para prestar” (Lalo, 2017, párr. 1).

 

En este último caso la realidad desbordó el plan inicial. Las poblaciones de la eurozona fueron fuertemente castigadas con las medidas de austeridad impuestas por la llamada Troika, que como su nombre lo indica está conformada por tres instituciones europeas: 1) el BCE, 2) el Consejo Europeo y 3) la Comisión Europea. Esto último con el respaldo y asesoramiento de organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), que se encargó de mantener a raya las economías nacionales. En Chipre, para poner solo un caso, la Troika, el Eurogrupo y el FMI impusieron un verdadero “corralito” financiero, pues ordenaron “bloquear un porcentaje de los depósitos de los ahorradores para pagar parte del rescate financiero del país” (La Vanguardia, 2013, párr. 1), además de imponer un impuesto extraordinario del 9,9% sobre los depósitos mayores a cien mil euros y otro de 6,75% para los depósitos menores, así como un aumento del impuesto de sociedades del 10% al 12,5%.

A esta escalada económica se sumó pronto Grecia, donde el 13 de julio de 2015, la Troika impuso medidas de austeridad con la aquiescencia del gobierno presidido por el socialdemócrata Alexis Tsipras, pese a que tales medidas habían sido rechazadas por el pueblo en un plebiscito celebrado ocho días antes, el 5 de julio. De la crisis griega da cuenta una novela como Pan, educación, libertad (2012), última entrega de la trilogía de Petros Márkaris (Estambul, 1937), donde esta crisis se vincula con una historia nacional de revoluciones estudiantiles. Contra los intereses sociales, el capitalismo financiero fue asegurando entonces el éxito de las instituciones bancarias. Y la cuestión no se detuvo ahí: todavía hoy, los bancos siguen obteniendo beneficios y la liquidez que inyectó el BCE no ha revertido en créditos a los ciudadanos ni en su bienestar, como se proponía. El desempleo, la crisis del sector inmobiliario y del sistema financiero son evidencias de la desmejora de las condiciones de vida.

España también se vio afectada por la crisis financiera, pero a esta se agregó otra: la crisis en la construcción, un sector que había sido el pilar de la economía en la década de 1990 y que hacia 2008 tenía “un peso del 17,9% en el Producto Interno Bruto (PIB) y daba empleo al 13% de la población activa” (González Cuesta, 2018, párr. 1). La conjunción de la especulación inmobiliaria, el hundimiento del sector de la construcción y el colapso del sistema financiero internacional, que redujo drásticamente la liquidez del sector bancario, así como el aumento de la inflación y del precio de los alimentos, precipitaron al país en una crisis de la que en lo corrido del siglo XXI no se ha podido recobrar: “Esto ha provocado el hundimiento del consumo, lo que supone a su vez el desplome del crecimiento de la economía española y con ello la pérdida de miles de empresas y puestos de trabajo” (Ibídem, párr. 7).

Como consecuencia de esta crisis en España se reactivaron o surgieron movimientos de oposición al capitalismo y al neoliberalismo, hecho que hace parte de lo que en este libro se entiende como anomia positiva, es decir, como una oportunidad para la construcción de un sistema más justo. Así, se han creado o han resurgido movimientos en contra de los desahucios y los alquileres injustos, en contra de los bancos y sus hipotecas; movimientos sindicalistas, anticapitalistas, anarquistas, independentistas y de izquierda.

Grupos organizados durante la dictadura de Francisco Franco (1939-1975) —como es el caso de Defensa Interior, en el exilio; el Primero de Mayo y Acracia de Madrid, de raíz estudiantil; y grupos anarquistas, anarcosindicalistas y anticapitalistas como el Movimiento Ibérico de Liberación de Cataluña— se sumaron a aquellos surgidos en la Transición a la Democracia, período en el que se legalizó el Partido Comunista y se renovó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Plataforma por una Vivienda Digna (PVD), nacido en 2003, por ejemplo, representa el sector de las viviendas en España; y V de Vivienda, surgido en 2006, reúne “a un grupo de jóvenes afectado por el empleo precario y las dificultades para acceder a una vivienda” (Álvarez de Andrés, Campos y Zapata, 2015, p. 254). Asimismo, se pueden mencionar los colectivos de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), originada en 2009 en la ciudad de Barcelona, que se extendió a “160 ciudades y ha detenido más de 1.135 desalojos a través de España” (Ibídem, p. 252); y el Movimiento Indignados, el más importante de los movimientos sociales surgidos como consecuencia de la crisis, que emergió el 15 de mayo de 2011, cuyas protestas atraen desde entonces a millones de personas que llenan las plazas y calles de varias ciudades de España. Su popularidad estriba en el hecho de que logra atraer a gente de todo el espectro ideológico, desde socialistas hasta conservadores y cristianos demócratas, lo que confirma el carácter “transversal y plural de este movimiento” (García, 2014, p. 204).

Por su parte, numerosas corrientes anarquistas ilustran vertientes diferentes del pensamiento libertario. Desde el anarco-comunismo (de Embat, de Cataluña, y Apoyo Mutuo, de Madrid) hasta los insurreccionalistas que “viven la anarquía ahora”, no evitan el conflicto con las fuerzas del orden y se forman en el momento que así lo amerita para una determinada acción, pasando por los anarcosindicalistas constituidos, los anticivilización o primitivistas, derivados del ecologismo radical, el anarco-veganismo, el anarquismo nihilista, el posanarquismo, crítico del anarquismo moderno, hasta el anarco-independentismo, con municipios o comunas libres en Cataluña o el País Vasco, el neorruralismo, el anarco-feminismo, el Queer o, incluso, el anarcocapitalismo derivado del liberalismo y el nacional-anarquismo de carácter fascista. A estos movimientos, se agregan varias organizaciones federales o coordinadoras como la Confederación General del Trabajo de España, el mayor sindicato anarcosindicalista del país, con unos 80.000 afiliados y presencia en empresas importantes como RENFE o Correos; la Federación de Estudiantes Libertarixs, la Federación Ibérica de Juventudes Anarquistas (FIJA), la Federación Anarquista de Gran Canaria, la Cruz Negra Anarquista, que lucha contra las cárceles, y algunas coordinadoras libertarias como Euskal Herrietako Libertarioak (EHKL), Nafar Libertarioak (Navarra), la Coordinadora anarquista de Mallorca o la Federación Anarquista de Catalunya. A estos grupos anarquistas, se vinculan asociaciones de cooperativismo libertario como las de Sants Cooperatiu y Gràcia Cooperatiu en Barcelona, la Federación de Proyectos Autogestionados en Madrid, el Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA), dedicado a estudiar la economía desde una perspectiva libertaria; y cooperativas integrales que buscan garantizar las necesidades básicas (vivienda, salud, educación, alimentación, ropa, trabajo, etc.) en una misma organización económica. También, multitud de colectivos donde confluyen grupos e individuos: los Ateneos libertarios, las distribuidoras contrainformativas, los Centros Sociales Okupados, numerosos grupos de música y bibliotecas sociales. En general, hay personas que trabajan en distintos frentes o desde sindicatos como el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) en Andalucía o la Intersindical Alternativa de Catalunya (IAC). El espectro ideológico de la Izquierda es múltiple, aunque, de acuerdo con lo señalado antes en este trabajo, la cuestión de la lucha de clases contemporánea, donde multitudes cada vez más pobres se oponen a élites cada vez más ricas, se mantiene como constante transversal de los distintos discursos. La previsión de un mundo más justo, sin represión militar y policiva, sin jerarquías, en igualdad, con redistribución de recursos, trabajo digno, renta mínima, seguridad alimentaria, aire puro o agua potable para todos, surge como utopía.

Esta oposición de variado matiz social y político parte de una desconfianza radical hacia el Estado, que se erige como protector del capital por encima del ciudadano. Dentro de estos movimientos, resaltan para efectos del análisis aquí propuesto los grupos anarquistas —que tienen a su vez una amplia gama de matices, que van desde los pacifistas hasta grupos denominados “terroristas”—, quienes buscan la desaparición del Estado y defienden la libertad del individuo por encima de cualquier autoridad. Su importancia radica en que reconocen y confrontan la anomia existente, abogando por un sistema sin instituciones represivas en el que el individuo sea eje ético y moral. Su cercanía con la visión optimista de la anomia social en la novela de crímenes actualiza, por tanto, el anarquismo como utopía libertaria y el anticapitalismo como una opción posible para la vida social, tal como se verá en las novelas que serán analizadas.

LA ANOMIA POSITIVA Y LA LUCHA CONTEMPORÁNEA DE CLASES

Desde una perspectiva sociológica, el concepto de anomia se utiliza generalmente para referirse a situaciones de desgobierno, ya sea por la carencia de leyes, su falta de aplicación o mal funcionamiento. En tal contexto, la teoría de la anomia positiva constituye aquella vertiente discursiva que valora con optimismo esta ausencia de un riguroso marco legal, pues en principio se opone a todo ordenamiento social basado en una moral o regla externa que pretenda imponerse obligatoriamente. Así lo planteaba, hace años, el anarquista ruso Piotr Kropotkin (1842-1921) en su texto Anarchist Morality, en el que cuestionó la validez de una moral universal inapelable: “Why should I follow the principles of this hypocritical morality? […] Why should any morality be obligatory?” (1897, p. 4). Efectivamente, para Kropotkin y quienes desde entonces comparten su punto de vista, la anomia es el principio con base en el cual se deben articular las sociedades, pues es la moral del futuro. En la misma línea, según Jean-Marie Guyau (1854-1888): “[L]a variabilidad moral que por tal motivo se produce, la consideramos […] como la característica de la moral futura; esta, en gran cantidad de puntos, no será solamente αυτονομος (autónoma), sino ανομος (anómica)” (1905a, p. 6). Y aunque en general ha predominado la tendencia contraria, formulada por Emile Durkheim (1858-1917), que insistía en la sanción como respuesta a toda situación de relajamiento legal, la perspectiva positiva siguió desarrollándose a lo largo de la historia contemporánea. Así, el sociólogo y psicólogo francés Jean-Gabriel Tarde (1843-1904) también concibió la acción humana como fruto de la interacción entre los individuos —una probable “mente grupal”— que los conduce a actuar por imitación o por innovación en los márgenes de la ley. “Gardons-nous de cet idéalisme vague; gardons-nous aussi bien de l’individualisme banal qui consiste à expliquer les transformations sociales par le caprice de quelques grands hommes” (Tarde, 1993, p. 21), afirmaba. Un poco más tarde, desde Norteamérica Pitirim Sorokin (1889-1968) y Florian Znaniecki (1882-1958) hablaron de la dilución o disolución de identidades y, a propósito de ello, estudiaron la relación entre un grupo social dominante y otro minoritario de inmigrantes en un país como Estados Unidos. El contrato social y cultural permitió ver en esos casos la relatividad de las normas —incluso en términos de territorios urbanos y rurales— y el carácter positivo de la “disidencia” conductual de algunos individuos. En la misma línea, el sociólogo estadounidense William I. Thomas (1863-1947) afirmó, en relación con la emigración de la población polaca a Estados Unidos, que: “the Polish immigrants whom America receives belong mostly to that type of individuals who are no longer adequately controlled by tradition and have not yet been taught how to organize their lives independently of tradition” (Znaniecki y Thomas, 1996, p. 7), lo que confirma la relatividad de las reglas sociales en la vida de esos inmigrantes.

En el mismo sentido, los estadounidenses Clifford Shaw (1896-1957) y Henry D. McKay (1899-1980) desarrollaron la teoría de la “desorganización social” (1942), analizaron la importancia del entorno vinculada con la delincuencia juvenil en las calles y propusieron una visión optimista de la conducta “desviada” para el progreso social. Específicamente, lo que notaron ambos autores fue que la criminalidad variaba de acuerdo con el área urbana en que se presentaba y el problema persistía en muchos casos pese a los cambios demográficos. En determinados entornos, las conductas criminales eran transmitidas como parte de un aprendizaje, de una “tradición criminal”. Estos autores establecieron así las variaciones en niveles de criminalidad de un contexto a otro e indicaron la existencia de medios ilegales establecidos en ese contexto para la actividad criminal. En efecto, la actividad criminal no solo surge cuando no hay medios institucionales para la satisfacción de los deseos, pues también se necesitan la existencia de medios ilegales a disposición, sin lo cual es imposible el desarrollo de la empresa criminal (Shaw y McKay, 1942). Así, esta teoría complementó la reconocida tesis de Robert K. Merton, para quien la anomia era el resultado de la falta de concordancia entre los objetivos culturales establecidos socialmente y los medios legales para alcanzar tales objetivos: “aberrant behavior may be regarded sociologically as a symptom of dissociation between culturally prescribed aspirations and socially structured avenues for realizing these aspirations” (1968, p. 201).

 

Aunque es difícil seguir de manera sistemática el curso de la perspectiva optimista de la anomia social, tal como he hecho en mis trabajos anteriores, se pueden mencionar algunos teóricos posteriores afines a ella: los norteamericanos John I. Kitsuse (1923-2003) y Malcolm Spector (1943), por ejemplo, en su libro Constructing Social Problems exponen cómo la desviación de la norma y de los medios institucionales por parte de un grupo determinado puede ser el preámbulo de un nuevo orden social: “Their focus shifts from complaints and protests against the establishment procedures to creating and developing alternative solutions for their perceived problems” (1977, p. 153). Es así como, en un momento dado, surgen nuevas instituciones u organizaciones sociales paralelas a las ya existentes: “residents of neighborhoods or minority groups who claim lack of police protection form vigilante patrols for their own communities. Underground newspapers emerge to provide news for and about populations ignored by the conventional press […]” (Ibídem, p. 153).

Debe hacerse mención especial del sociólogo y psicólogo estadounidense David Riesman (1909-2002), quien estudió el carácter aislacionista de una sociedad y las diferencias relativas entre personas de distintas regiones o grupos disímiles. Su análisis se concentró en la anomia individual a la que percibió como un síntoma de incomodidad que auguraba el desarrollo del sujeto hacia la autonomía. Para Riesman, solo las circunstancias personales de un individuo podrían “preserve him from anomie and prevent him from being placed in situations which might encourage moves towards autonomy” (1954, p. 301). En ese sentido, la anomia no es un fin en sí mismo, sino un medio a través del cual es posible alcanzar una mayor libertad personal, por lo que su visión se relaciona indirectamente con el concepto de anomia positiva.

Desde otra perspectiva, y en oposición al método de Riesman, el sociólogo y activista político norteamericano Richard A. Cloward (1926-2001) rechazó la premisa de la delincuencia como asunto meramente individual. En la misma línea de la teoría criminológica de Shaw y McKay, Cloward considera que el entorno desempeña un papel fundamental en la emergencia de la actividad criminal: “in other words access to criminal roles depends upon stable associations with others from whom the necessary values and skills may be learned” (1976, p. 170). Además, considera que el estrato social y la clase son una variable para determinar esta elección:

The pre-requisite attitudes and skills are more easily acquired if the individual is a member of the lower class; most middle and upper class persons could not easily unlearn their own class culture in order to learn a new one. (Ibídem, p. 173)

El resultado de estas consideraciones fue que Cloward terminó por rechazar la teoría de la desorganización social propuesta por Shaw y McKay, pues, desde su punto de vista, detrás del “desorden” social hay un “orden” criminal en el que las variantes de lugar y clase son fundamentales.

A los anteriores autores, se puede sumar el sociólogo y filósofo germanoinglés Ralf Dahrendorf (1929-2009), uno de los fundadores de la teoría del conflicto social, que analiza la situación de la “subclase de los excluidos”, quienes ofrecen respuestas particulares a situaciones de desorganización social. Para él: “any deviation from the values (normative structure) or institutions (factual structure) of a unit of social analysis at a given point of time […] shall be called structure change” (Dahrendorf, 1959, p. 238). Esto significa que la desobediencia a las normas de una sociedad determinada puede constituir un presupuesto para el cambio social, para la creación de una sociedad nueva.

Otra propuesta destacable es la del filósofo francés Bruno Latour (1949), representante de la actor network theory. Este autor habla de una “ecología política”, donde, para responder a la cuestión de la anomia que puede definir en su naturaleza la crisis actual del planeta, una Constitución o normativa fundamental debe acoger las distintas vertientes de la realidad e, incluso, de los objetos en interacción con los sujetos (fenómeno contemporáneo definido por el poder de la tecnología). Ciertamente, para Latour es urgente abordar la situación actual desde este punto de vista puesto que las circunstancias críticas de la humanidad en términos de subsistencia así lo demandan: “no se trata de una guerra mundial, sino de una acumulación de guerras mundiales” (Mora, 2013, párr. 66). Desde esta perspectiva apocalíptica —de gran pertinencia para entender los efectos del covid-19—, es necesario prepararse para la guerra, lo que implica que hay que despojarse de las visiones organizacionales del siglo XX. En el caso de la sociología, esto significa prepararse para “dejar de lado categorías como iniciativa, estructura, psiquis, tiempo y espacio junto con toda otra categoría filosófica y antropológica, no importa cuán profundo parezcan estar arraigadas en el sentido común” (Latour, 2008, p. 44). Para este autor, la sociología no debe “imponer un orden por anticipado” (Ibídem, p. 42), sino permitir que los actores de un sistema construyan ese orden: “No trataremos de disciplinarlos ni hacerlos encajar con nuestras categorías; los dejaremos desplegar sus propios mundos y solo entonces les pediremos que expliquen cómo lograron establecerse en ellos” (Ibídem, p. 42). Al respecto, cabe añadir que Latour no se está refiriendo exclusivamente a seres humanos, pues según la actor network theory un actor “no es la fuente de una acción sino el blanco móvil de una enorme cantidad de entidades que convergen hacia él” (Ibídem, p. 73). Esto significa que, en el desarrollo de una acción, los agentes no solo son individuos, las cosas, incluida la naturaleza, también pueden serlo. En general, los teóricos de la actor network theory prefieren hablar de “actantes”, un término que toman de la teoría literaria para referirse a los agentes de la acción, sean estos concretos o abstractos:

[…] esto debido a que, por ejemplo, en una fábula se puede hacer actuar a un mismo actante por medio de una varita mágica, un enano, un pensamiento en la mente del hada o un caballero que mate dos docenas de dragones. (Ibídem, p. 84)