Vivir abajo

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

−Por ejemplo en Jajce −repitió Miroslav Valsorim−. En Jajce, la ciudad donde nací, todo el mundo tenía clara la diferencia entre un fascista y un antifascista. Y además todo el mundo era una cosa o era la otra. Por eso nos matábamos unos a otros, nos matábamos de una manera fidedigna.

Clay no entendió, pero vio las casas humeantes y los árboles en llamas.

−Para matarnos bien, teníamos que saber por qué matábamos, a quién matábamos −dijo Miroslav Valsorim−. Estoy usando la primera persona del plural −dijo−, pero la verdad es que yo no maté a nadie.

Clay me miró y se tomó la sien como si le doliera la cabeza.

−Pero los demás sí −dijo Miroslav Valsorim−. Mataban fascistas o mataban antifascistas, es decir, mataban por razones intelectuales. También es verdad que los serbios mataban bosnios o croatas o armenios y los croatas mataban bosnios o serbios o armenios, pero esas asimismo eran diferencias, bien mirado, intelectuales. Y los Chetniks eran fascistas y los apoyaban los nazis y los partisanos eran socialistas y los apoyaban los soviéticos, todo lo cual también denota una diferencia intelectual, pero además objetable, porque los estalinistas no eran menos fascistas que los nazis. Eso es lo que yo veía cada vez que pasaban por Jajce o por las afueras de Jajce, por los llanos y las montañas y los pueblitos de Bosanska Krajina. Al día siguiente la gente veía los cadáveres y se preguntaba: «¿Fueron los Chetniks o fueron los partisanos? ¿Fueron los nazis o fueron los rusos?». Porque todos parecían lo mismo, dado que hacían lo mismo. Al menos yo no encontraba la diferencia, por eso yo no mataba a nadie y quizás por eso nadie me mató. Me salvé por ignorante.

Clay guardó silencio: recordó los arbolitos de la calle Bolívar en Valparaíso. Poco a poco, los desvaríos del hombre lo habían entristecido.

−Veo que no tiene nada que decir −lo increpó Miroslav Valsorim−. Vamos mal, vamos mal −dijo−. Yo me salvé por ignorante, pero no se puede vivir siempre en la ignorancia, hay que aprender a distinguir entre un fascista y un antifascista. Aquí en Chile creen que lo tienen claro. Pero no es cierto. Por eso yo trato de explicarles. Ahora que ya sé la diferencia, después de tantos años meditando sobre el tema, ahora que la vida me ha forzado a leer. Porque yo no hago otra cosa que leer, llevo cuarenta años pensando y veintidós años leyendo sobre este asunto. Solo veintidós porque, antes de llegar a Chile, yo no leía, era un chico más, ni siquiera terminé el colegio. Cuando la guerra comenzó yo tenía once años. Y mi conclusión, ahora, cuando recuerdo las cosas que vi en Jajce y en Bosanska Krajina, durante la guerra, y las veo a través del prisma de mis libros, o las veo a la distancia a través del prismático de mis libros, es que la diferencia entre un fascista y un antifascista es que los fascistas te matan en un campo de concentración y los antifascistas te matan en el camino a un campo de concentración. Y eso les digo a los chilenos: cuando los nazis toman el poder, uno tiene que elegir si quiere morir adentro del campo de concentración, como una rata, o afuera, como una cucaracha. Porque cuando los nazis llegan el mundo se parte en dos y los dos lados son iguales y solo se sobrevive si uno es idiota o si uno se hace el idiota.

A Clay le pareció que, en medio de la rabia aparente de sus palabras, el viejo estaba sollozando, aunque tratara de esconder su llanto con unos ruidos y unas toses que parecían ¿mugidos?, ¿bufidos? Le pidió que se calmara.

−Estoy calmado −dijo Miroslav Valsorim−. Parezco un monje budista. Parezco un poeta japonés. Ahorita mismo me pongo a escribir haikús −dijo−. La montaña el deshielo se abre la flor. Llueve mariposa alitas pa qué te quiero. Si una noche de invierno un viajero.

Clay lo interrumpió para decirle que él había estado en Bosanska Krajina. Miroslav Valsorim se quedó callado. Clay lo escuchó respirar de cerca y toser de lejos y hacer una pausa y respirar hondo y acercar otra vez el auricular y decir, con voz de presentador de radio:

−Ingresamos así a la parte central de nuestro relato.

Después lo oyó preguntar, con voz humana:

−¿Cuándo estuvo ahí?

−En 1944 −dijo Clay−. Fueron solo unas semanas.

Miroslav Valsorim hizo un silencio largo, entrecortado por rasguños y por el ir y venir de caballos sangrantes y mujeres y niños guarecidos tras escombros, eso le pareció a Clay.

−Pero los americanos no entraron en Yugoslavia −dijo por fin el bosnio.

−Lo sé, lo sé −dijo Clay.

−Pero usted sí −escuchó.

−Sí, yo sí −dijo Clay−. Yo estuve en toda Yugoslavia: en Bosnia, en Montenegro, en Serbia. Y en Serbia llegué a Belgrado.

Pensó que el viejo se ponía de pie y caminaba de un lado al otro de la librería, hasta que el cable telefónico se tensaba demasiado y lo obligaba a regresar. «Ven acá, ven acá, sigue hablando», decía el cable telefónico.

Miroslav Valsorim tosió nuevamente.

−Y en Bosnia, en Bosanska Krajina −dijo−, ¿qué vio? ¿Vio los montes, las vacas, las luciérnagas que evolucionan de árbol en árbol y se borran bajo la luna? ¿Vio las matas de arbustos nocturnos de cuyas ramas cuelgan murciélagos y las cuevas de mandarinas y los sábados? ¿Vio los pueblos que parecen fortalezas y las murallas de piedra que entran en el monte, las lagunas de Vrbasu, los caminos floridos en Kozari?

−Vi muchas cosas −dijo Clay.

−¿Vio los astros, la pirotecnia, el acertijo de las estrellas en la aurora, los pechos de las mujeres cuando llega el verano, los candelabros? ¿Vio las balaustradas y las torres y las cúpulas bizantinas y las neo-bizantinas y las ciudades que se levantan sobre ciudades y se agachan sobre ciudades y los puentes frágilmente construidos que los caminantes de Europa cruzan para mirar el resto del planeta? ¿Vio el aleteo de los arcángeles en la Iglesia de San Josipa, en Sarajevo? ¿Vio Jajce?

−Vi muchas cosas pero las he olvidado casi todas −dijo Clay.

−No le gusta hablar del pasado −dijo Miroslav Valsorim−. A mí me gusta más hablar del futuro −añadió−, pero lo que yo llamo futuro es lo mismo que otros llaman pasado. Algunas veces prefiero no decir nada.

Clay lo imaginó cruzando la calle Simón Bolívar, saludando a una señora en un quiosco, comprando el diario, buscando noticias de Yugoslavia.

−¿Pero sí vio Jajce, no? −escuchó.

Clay dijo que sí.

−Yo viví en Jajce hasta 1964 −dijo Miroslav Valsorim−. Ese fue el año en que vine a Chile. Cuando la guerra terminó tenía diecisiete años de edad y tres hijas y su madre nos había dejado pero mandaba cartas cada cierto tiempo, cartas que llegaban desde muchos lugares del mundo separadas por meses de soledad. En cierta época las cartas llegaron desde Chile. Por eso me vine.

Clay pensó en la mujer melancólica de pelo negro y ojos grises que vio en la librería en 1962. Recordó lo que había dicho: que estaba esperando al padre de sus hijas. Le dio pudor preguntar, no dijo nada. Pensó que la voz humana de Miroslav Valsorim era indudablemente la de un hombre viejo, pero que, si tenía diecisiete años en 1945, ahora debía andar por los cuarentaitrés. «Es menor que yo», pensó.

−Mis hijas fueron concebidas en el minarete de una mezquita y nacieron en el sótano de una iglesia −dijo Miroslav Valsorim−. Trillizas. A las pocas semanas la madre se fue. Una vecina les dio leche de su pecho. Yo robaba pan de noche en un prostíbulo. Mendigaba comida y monedas en calles arruinadas. Cosía mantas con trapos. Esperé que mi mujer volviera para elegir juntos los nombres de las niñas, pero nunca regresó a Jajce. Sus cartas no decían mucho.

Clay presintió que Miroslav Valsorim alejaba otra vez el auricular, quizá lo tapaba con la mano, escuchó un ruido de cajones que se abrían, de puertas que se cerraban, de libros que caían desde una mesa. El bosnio siguió hablando.

−Cuando las niñas cumplieron cuatro años recién las hice bautizar. Se llaman Vera, Nadia y Mira, que significan fe, esperanza y paz. Mi mujer se llamaba Vida Maneva.

Clay estuvo a punto de decir algo pero se contuvo y otras caras llenaron su memoria.

−Yo también tuve tres hijos −dijo.

De inmediato se dio cuenta de que era la primera vez que pronunciaba esa frase, así, en pasado.

−¿Qué ocurrió con ellos? −preguntó Miroslav Valsorim.

Clay lo vio, lo creyó ver, en su librería de antigüedades en Valparaíso, olisqueando una ruina de folios arrugados, cubiertas cuarteadas, bajo una lluvia de alas de polillas que la luz de un ventanal trasfiguraba, ¿esperando a su mujer o extrañando a su mujer? «Vida Maneva», pensó.

−¿Qué ocurrió con sus hijos? −preguntó nuevamente Miroslav Valsorim.

−Se fueron −dijo Clay.

−Entiendo −respondió el bosnio.

Clay pensó: «Al menos él tiene a sus hijas».

Entonces los dos cambiaron de tema pero cada uno lo hizo en una dirección distinta, pese a lo cual después de un rato sus conversaciones se encontraron y ambos hablaron de trivialidades. Más tarde el bosnio dijo:

−Lamento no poder ayudarlo con el asunto de los manuscritos. Seguro es algún gracioso que le está jugando una broma. En verdad lo siento.

«En verdad lo siente», pensó Clay. Escuchó que el bosnio decía en voz muy baja el precio de un libro y después escuchó Valparaíso: pasos en la vereda, arbolitos de hojas nacientes, una librería con un sobreviviente de una guerra infinitamente distante.

−Un favor más −dijo Clay.

−¿Sí? −preguntó el bosnio.

−Quizás −dijo Clay−, si le envío una fotocopia de la novela que llegó desde su dirección, pienso, tal vez usted pueda darle una mirada, a ver si se le ocurre algo, si descubre alguna pista.

 

−Por qué no −dijo Miroslav Valsorim−. Con todo gusto −pensó unos segundos y añadió−: Quizás en otra ocasión podamos seguir hablando sobre las cosas que vio en Bosnia, cosas que ya olvidó pero que yo le puedo hacer recordar.

Clay sintió pena. Le fue difícil detectar el origen de ese sentimiento, o más bien no quiso detectarlo. «Quizás es solo su voz», se dijo.

Ambos colgaron y Clay se quedó mirando el armario de los rifles en la sala.

−Qué tipo más extraño −me dijo después de un rato−. Definitivamente le falta un tornillo. Por otra parte, dice que no sabe nada del asunto de los manuscritos.

Vio la segunda sala desde la primera. Por un momento me pareció que las cabezas de venado también miraban la vitrina de los fusiles.

−Aquí hace falta una poltrona −dijo Clay−. Un lugar donde uno pueda sentarse y no hacer nada, o hablar por teléfono.

Cuando regresó de sus clases, por la tarde (dictaba dos cursos ese semestre, uno sobre los dioses-pájaro de los mayas y los aztecas y otro sobre científicos viajeros del siglo diecinueve), me encontró masticando un plátano y me preguntó si se había agotado la provisión de jamón y queso. Al rato me dijo que se había dado cuenta de algo raro.

−¿Qué? −pregunté.

−El bosnio dijo que llegó a Chile en 1964 pero antes dijo que lleva veintidós años ahí. No siete, sino veintidós.

−Seguro has entendido mal −dije.

−Debe ser −dijo Clay−. Qué asunto de locos −dijo−. Miroslav Valsorim. ¿Sus amigos lo llamarán Mirko?

Le hablé de mi conversación con Lucy. Le dije que quería hacerle unas preguntas.

−¿A todos los Miroslav los llaman Mirko? −monologó Clay.

−¿Por qué nunca me has contado que Larry Atanasio fue tu jefe en la guerra?

−¿Miroslav Valsorim tendrá amigos? −dijo Clay.

−¿Por qué no me dijiste que tú y Larry eran más que amigos, que eran como padre e hijo?

−¿Cómo se dirá minotauro en bosnio? −dijo Clay.

−¿Qué hacías en Yugoslavia en 1944, si el Ejército Americano nunca luchó en ese frente?

−¿No se dirá «Miroslav»? −dijo Clay.

Lo miré con cara de asesina. Dijo que esas eran demasiadas preguntas y que eligiera una sola. Me hizo cosquillas y me dio un beso en la nariz y yo le di un puñete en la oreja y entonces comprendió que estaba hablando en serio. Le dije que contestara la tercera.

−Porque supongo que para responder esa tendrás que contestar las otras dos −dije.

−De acuerdo −dijo Clay.

−Pero antes quiero contarte una cosa −dije−. Creo que es importante.

En ese momento llegó el policía gordo con más noticias y no pude decirle a Clay lo que quería decirle ni hacerle las preguntas que estaba rumiando desde hacía varios días.

El policía gordo se rascó el lóbulo de la oreja y una costra púrpura se desprendió de su piel y fue bajando como una hoja seca hasta el piso entre sus zapatos mientras él decía que el FBI había arrestado a John Atanasio. Yo perdí de vista el pedacito de costra y me quedé mirando los zapatos y escuché: un grupo de agentes que investigaba una mafia de pornografía infantil y tráfico de niños lo había encontrado en el entrepecho de una casa en Concord, New Hampshire, escondido, con dos niños amordazados y un policía encubierto al que también tenía secuestrado (es decir, un policía encubierto que había quedado al descubierto y de inmediato había sido secuestrado), dijo el gordo, mientras yo le miraba los zapatos: hubo una balacera descomunal de la que, por milagro, nadie salió herido, aunque el policía encubierto-descubierto estaba casi en coma debido, al parecer, a las numerosas cuchilladas que John Atanasio le había infligido en las piernas, los brazos y el abdomen, en lo que parecía haber sido una larga carnicería, o una lenta evisceración, a juzgar por las informes manchas de sangre que cubrían el piso del entretecho, perdón, antes dije el entrepecho; quise decir el entretecho de la casita de Concord. Clay me miró mirar los zapatos del gordo y después nos miramos el uno al otro con asombro, súbitamente encapsulados en esa costra de escándalo que precede a las paces inesperadas y que precede sobre todo a las paces frágiles que duran un instante y estallan como pompas de jabón, como fue el caso esa vez. Porque, cuando estábamos a punto de sonreír, el policía gordo se inclinó sobre un vaso en el porche y se llevó el vaso a la boca y dijo que no había nada que celebrar. Lo miramos intrigados o quizá extáticos, pero en el sentido negativo. Dijo que, un día antes de la captura de John Atanasio, el pequeño Chuck desapareció de la casa de Yarmouth donde Lucy lo había dejado con una amiga, para protegerlo de su padre (la amiga, por cierto, una mujer llamada Hannah Schwartz, también desapareció). El policía gordo había querido darle a Lucy ambas noticias, hacía unas horas, pero en la casa de Harpswell tampoco encontró a nadie y ahora él estaba ahí, con sus zapatos y sus árboles de palabras y una cicatriz desprendida de su piel sobre el piso, entre los zapatos, creía yo, aunque ya la había perdido de vista, y dijo que un agente del FBI llamado Jim White, hasta entonces a cargo de rastrear el origen de los niños usados por la mafia de pornografía infantil, y al que Clay conocía, porque también había conducido las pesquisas del crimen de su familia, andaba ahora tras la pista de Chuck y Lucy. Como me ocurría cada vez que el gordo llegaba con noticias, en algún momento de su monólogo empecé a perderme entre las ramas del bosque, vi una silueta crepuscular precipitarse sobre un lago inestable y una bandada de pájaros mordiendo los bordes de una nube negra y ruidosa y después vi que los pájaros eran mis uñas y que la nube era yo.

MIÉRCOLES

En agosto del año siguiente comenzó mi trabajo como profesora de castellano en la escuela primaria de Topsham. No fue nada difícil conseguirlo porque yo tenía un grado universitario en Lingüística y Literatura y era hablante nativa de español, cosa insólita en Maine. Además, era un puesto por horas, que no exigía un certificado en educación: mi labor consistía en hablar español con chicos de entre cinco y once años, a los que dividía en dos grupos, once niños los lunes y los miércoles y doce los martes y los jueves, después de su horario regular. Me parecía graciosa la manera en que pronunciaban mi nombre de pila, aunque, debido a las reglas de la escuela, cuando estábamos en clase tenían que llamarme Mrs. Richards.

Pasaba las mañanas como siempre, ya más habituada al campo y la soledad, con Clay metido en su trabajo: muchas horas en el campus, algunas horas en clase, mucho rato en su laboratorio escuchando cintas de pájaros de América del Sur y revisando colecciones de grabados hechos por naturalistas del siglo diecinueve. En ese tiempo comenzó a escribir su libro acerca del científico alemán Karl Hermann Konrad Burmeister y sus viajes por las pampas argentinas. Mientras tanto, a mí se me había dado por leer −en el porche o en el jardín o en la orilla, pocas veces en el cementerio, algunas veces en las rotondas de piedra, de noche en el estudio− libros de escritores que vivieron en Brunswick, lista que incluyó a Nathaniel Hawthorne (por fortuna), a Robert P. T. Coffin (que ganó un Pulitzer en 1936 por un libro anestésico pero que, en otro libro, tenía un poema extraordinario. Comenzaba con la frase «El viejo Blue era fuerte como un buey y podía caminar desde Texas hasta la eternidad» y terminaba con la frase «El viejo Blue condujo a sus bestias hasta los aniegos del Armagedón. Su nombre está escrito con su propia sangre». El viejo Blue, a todo esto, era un arriero imaginario), a Joshua Chamberlain (la pluma y la espada, o el fusil, en este caso), a Longfellow (que había sido profesor de Literatura Española en el college y cuya esposa murió en llamas, no por bruja sino por descuidada) y a Harriet Beecher Stowe (que, para mi desgracia, escribió La cabaña del tío Tom en una casa de por aquí). Brunswick, como habrás notado en estos días, es uno de esos pueblos en los que una ve constantemente camiones de bomberos desbarrancarse por las calles pero jamás ve un incendio (no se si me explico).

Tanto Clay como yo extrañábamos los manuscritos de las novelas incesantes, porque, tras la conversación de Clay con Miroslav Valsorim, cesaron: dejaron de llegar. Al principio Clay lo tomó como una simple casualidad (después de todo, cuando hablaron ya iban varios meses sin que recibiéramos ninguno), aunque después le pareció sospechoso y después ofensivo y por último lo llevó a fantasear o maquinar un viaje a Valparaíso (lo habían invitado a Santiago a dar una conferencia el año siguiente). A mí me parecía una buena idea, sobre todo ahora que él pasaba muchas horas solo en casa, por las tardes, cuando yo iba a la escuela a hablar español con los niños, que no me entendían ni una sílaba, y a mostrarles fotografías de lugares de América Latina y enseñarles boleros y canciones de la nueva ola. En la primera semana les pedí que trajeran álbumes familiares, para que aprendieran a decir cosas como «papá», «mamá», «abuela», «destino», «fatalidad», etc. Uno de ellos, en vez de traer fotografías de sus parientes, trajo un álbum de fotos de objetos cercenados y casas tapiadas y otro en el que solo aparecían estampas de cámaras antiguas y tijeras oxidadas forradas en plástico. Le pregunté si no tenía fotografías familiares y me dijo que no, que él y sus padres no se tomaban fotos nunca, por cautela. Me lo dijo en un castellano correcto de acento levemente andino y en verdad usó la palabra «cautela». Era alto, para un chico de no más de once años, ensimismado, muy pálido, de manos largas. Le pregunté quiénes eran sus padres. Me dijo que su madre se llamaba Hilda, que era boliviana y trabajaba en el college, y que su padre era un coronel del Ejército llamado George Bennett.

−Igual que yo −dijo.

Nunca descubrí por qué, desde esa primera vez, y durante los siguientes diez años, cada vez que vi a George mi primer impulso fue echarme a llorar. Quizás era algo que había adentro de mí y que su presencia (algo en su cara de víctima involuntaria o de víctima que no sabe que lo es; más bien eso: su cara de víctima ignorante) liberaba o multiplicaba o echaba a andar. Porque yo entonces no sabía que George era el niño más triste que iba a conocer en mi vida, aunque a veces tratara de ocultarlo. Esa tarde, por ejemplo, cuando terminó la clase y él salió por una puerta trasera y cruzó el campo de fútbol, el campo de fútbol me pareció el lugar más desolado de la tierra.

En ese estado de ánimo, una noche encontré a Clay mirando un álbum familiar, cosa que nunca hacía, revisando los retratos de sus hijos y su primera esposa, con un aspecto de miseria infinita. Me mostró una foto en la que aparecían los cinco sentados en torno a una mesa junto a un río, y al lado tres personas más, un hombre mayor que él y dos muchachos de menos de veinte años. Eran Larry, Lucy y John Atanasio. La primera esposa de Clay tenía una mirada como de animal encerrado, que no parecía dirigida a nada ni a nadie. Lucy llevaba trenzas y fierros en la boca y John señalaba con un dedo una botella de cerveza y sonreía de oreja a oreja. Los niños, Marcia y Molly y el pequeño Attie, estaban sentados encima de la mesa, en orden de tamaño. Los tres se parecían a su madre: pálidos, de pelo rojizo y ojos negros, con una doble línea de ojeras minúsculas bajo el párpado inferior. Me fijé en John Atanasio. Hasta entonces, solo había visto su retrato policial, que los periódicos publicaron después de la balacera y que, ahora que el juicio había comenzado, proliferaban en las primeras planas, y su perfil en los noticieros de la televisión, con el pelo rapado y una hilera de tatuajes que le cortaba la cabeza en dos desde la frente hasta la nuca. En la fotografía parecía un chico como cualquiera.

Clay me miró en silencio, pero con una cara que decía:

−¿Cómo es posible, cómo es posible?

Una cara que después preguntaba «¿Por qué?» y cuyos ojos miraban en todas direcciones buscando una respuesta pero solo encontraba techos y paredes y pájaros disecados y un armario lleno de rifles.

−Esto fue en 1964 −dijo Clay.

Pero yo entendí:

−En esta foto hay ocho personas. Una soy yo y las otras siete están muertas o desaparecidas o en la cárcel o en el manicomio.

La pena de Clay me hizo sentir fuera de lugar, y eso, a su vez, me generó una especie de desprecio hacia mí misma. Como no me vino ninguna palabra a los labios, traté de poner una cara que dijera:

−Yo estoy aquí contigo, no estás solo. Sé qué tú preferirías que nada hubiera pasado. Yo también. Pero sí pasó. Ahora tenemos que seguir adelante.

Clay escondió la cabeza en mi pecho.

 

−Lo sé −dijo muy bajito, como si hubiera leído mis pensamientos (o más bien mi cara).

Eso me hizo dudar de que solo lo hubiera pensado: tal vez, en efecto, lo había dicho.

−No es justo que nadie visite a Larry en el manicomio −dijo−. Iré a verlo esta semana.

Me miró a los ojos y siguió hablando en murmullos hasta quedarse dormido. A veces Clay me miraba como a una hija y otras veces como a una madre.

Yo solamente soñaba los jueves y durante nueve semanas seguidas todos mis sueños fueron sobre las novelas incesantes, cada jueves una novela distinta. Eran sueños raros porque en ellos una voz, que era mi voz, hablaba como un crítico literario posmoderno. También eran raros porque no los soñaba dormida, sino despierta y caminando por las rotondas de piedra y entre los mausoleos y las tumbas del cementerio. El primer jueves la voz habló sobre la novela del bibliotecario que vive en una isla frente a Valparaíso. Dijo (la voz) que detectaba en la novela la influencia de Bioy Casares y de La Eva futura de Auguste Villiers de L’Isle-Adam, cosa natural, dijo, porque La Eva futura es una de las fuentes de Bioy. También dijo que parecía un libro argentino («Trasunta argentinidad», dijo, o quizás dijo: «Tiene un Zeitgeist o un je ne sais quoi rioplatense») pero que un escritor argentino jamás escribiría sobre Chile, de modo que quedaba descartada la posibilidad de que fuera argentino. Más factible era que se tratara de un chileno argentinizado, es decir, un chileno que deviene argentino, o de un uruguayo de pathos bondadoso y psique deteriorada, o sea, cualquier escritor uruguayo.

El segundo jueves habló (la voz) sobre la novela de los niños zombis de la Patagonia. Dijo que el autor debía haber crecido entre dos mundos, en una zona de intercambio o fagocitación cultural y que sin duda era un autodidacta, pero no un indio ni un mestizo, sino un criollo blanco, marginal en la metrópoli, probablemente un hijo de campesinos del sur argentino, y se arriesgó a proponer que fuera un descendiente de los antiguos gauchos judíos. En ese momento tropecé con una lápida y desperté, aunque ya estaba despierta. El siguiente jueves la voz habló sobre la novela del arquitecto que dialoga con Octavio Paz. Dijo que era un desmontaje del obsoleto discurso de la democracia occidental (representado en el constructor de cárceles) y un aniquilamiento del anquilosado conservadurismo latinoamericano (representado en Octavio Paz y sus corbatas de seda). Después entró en dudas (la voz) y dijo que algunas páginas delataban una indecisión política preocupante («Huele a gringo», dijo).

El cuarto jueves soñé con la novela de los fantasmas mapuches que persiguen a un conquistador español y la voz dijo que el escritor era alguien que no conocía los desiertos y sin embargo los cruzaba subrepticiamente como un coyote, ya fuera un coyote de cuatro patas o un delincuente fronterizo de Chihuahua o Tamaulipas. El quinto jueves la voz habló sobre la novela de los gemelos que se pelean en el vientre de su madre. Al parecer, a la voz le había gustado más que a mí. Dijo que el autor, sin embargo, le parecía un postmarxista demasiado heterodoxo y dijo sentirse preocupada (la voz) por la estabilidad emocional del novelista, que era a todas luces un suicida en potencia. Más adelante dijo que había en la novela una clara influencia ideológica de Octavio Paz (muy perceptiva, la voz), pero que, por suerte, se trataba del Paz de El laberinto de la soledad, que estaba equivocado pero no tanto como el Paz de Los hijos del limo, que estaba literalmente en la vía pública y más confundido que Hamlet. El siguiente jueves la voz dijo no haber leído la sexta novela, lo que era a todas luces falso, pero cuando quise argumentar lo contrario declaró que no tenía tiempo para hablar de literatura.

El sétimo jueves la voz disertó sobre la novela de los traficantes de órganos. Tras describirla como un texto sucio, macabro, truculento, morboso, corrupto, atrofiado por las infinitas enfermedades que engendra el capitalismo americano en el resto del planeta, una novela denigrante en la que el lector acaba siendo víctima ultrajada, residuo insalubre y miasma tosida por la boca de un cadáver descuartizado por la habilidosa mano homicida del imperialismo, dijo que la novela le encantó y que el autor no podía ser sino un escritor chileno, hijo de padres de extrema derecha, pero socialista él mismo, y por lo tanto desheredado, cosa en la que se reafirmó tras consultar los resúmenes y las muestras de los demás manuscritos y después me recomendó sentarme en la tumba de Immanuel Apfelmann, sin dar más explicaciones.

El octavo jueves tocaba la novela del poeta boliviano que se mata en el Titicaca y en efecto la voz se refirió a ella. Dijo que su primera tentación era pensar que se trataba de un escritor paceño o santacruceño, trajinado tanto en la prosa como en la poesía, y que, de ser así, no había más candidato que Jaime Saenz, porque al resto de los escritores bolivianos les faltaba horizonte, quizá debido al problema de la mediterraneidad. Después añadió que también podía ser la argentina Alejandra Pizarnik. Tras decir eso, la voz me contó que Alejandra Pizarnik había muerto hacía poco, dato que me conmovió y cuya veracidad confirmé esa misma semana.

El último jueves, la voz habló con acento cubano acerca del noveno manuscrito, el de la gente que se muere y sueña con la vida de otro. Pese a su desparpajo caribeño, la voz fue muy cauta y no quiso proponer ninguna hipótesis sobre el autor. Dijo que le parecía una novela escrita contra la historia, una novela acerca del final de la historia y escrita en un claro en la jungla: escrita donde nace o donde muere una civilización o donde el último sobreviviente de una civilización medita con los bárbaros respirándole en la oreja, sin darse cuenta de que el bárbaro es él. Después una cierta melancolía pareció apropiarse de ella (de la voz) y la hizo hablar sobre béisbol y después sobre el béisbol en Cuba, que a veces jugaban los campesinos en los claros de los cañaverales. De allí pasó a hablar sobre Alejo Carpentier y, por ende, sobre música afrocubana. Después habló sobre música indígena de América Latina. Eso la condujo a señalar que el instrumento más típico de la música andina era la zampoña. Dijo que eso era divertido, porque el nombre «zampoña» venía del nombre de un instrumento italiano llamado «zampogna», una especie de gaita, que llegó a Italia desde Grecia, un instrumento que en griego se llamaba «sumfōnia», término que, con el correr de los años, dio origen a las palabras «zampogna», «zampoña» y «sinfonía». De allí pasó a hablar sobre músicos barrocos italianos como Alessandro Scarlatti y su hijo Domenico Scarlatti y después acerca del barroco hispanoamericano, que no era ni temprano ni tardío, sino otra cosa que parecía fracturada y fuera del tiempo, como un fósil que de pronto se echara a caminar. Esa evocación la hizo recordar a los zombis haitianos de las novelas de Carpentier, que atraviesan cañaverales donde los cubanos jugarían béisbol, y después siguió hablando de béisbol un rato más y después se despidió.

Yo terminé esas nueve semanas conflictuada por el hecho de que la voz (mi voz (en los sueños)) nunca defendió mi hipótesis de que se tratara de una autora mujer y también porque la voz parecía abrigar una fobia antiamericana que yo no compartía. Le conté a Clay mi desventura y él pareció obviarme pero al rato, cuando le resumí lo que la voz había dicho en el noveno sueño, se alegró y dijo que él tenía una zampoña y se perdió por el arco que une (o divide) las dos salas. Subió y bajó la escalera y regresó del laboratorio con la zampoña y un charango con cuerpo de armadillo que tocamos el resto de la noche, a pesar de que ninguno sabía qué hacer con ellos. Cuando Clay cantó Turn on Your Love Light (a las tres o cuatro de la mañana del noveno jueves, en el jardín de las rotondas de piedra, donde cada uno se puso a bailar a un ritmo diferente, una especie de ronda de a dos en la que participaron las ánimas del cementerio), miré a Clay y le encontré un vago parecido con Jerry García.

Weitere Bücher von diesem Autor