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−Usted me pidió que la tuviera al tanto. Sobre el niño −dijo.

Pregunté si le había pasado algo. Respondió que no.

−Pero creo que sé lo que ocurrió el otro día −dijo−. Y me pareció que debía contárselo. Por su propia seguridad.

Se sentó en una mecedora del porche y yo me senté en un escalón a un par de metros y desde allí escuché su voz que se fue entreverando con las astillas del verano y produjo un sonido que produjo un temblor que produjo una historia sobre el pequeño Chuck y su padre, John Atanasio, y Lucy, la hermana de John, y el padre de John y Lucy, que se llamaba Larry Atanasio y que vivía en un manicomio al norte de aquí. La historia era sórdida y lenta y latía como un animal herido y boqueaba en el bosque y en las ondas de la orilla. Implicaba una violación y un secuestro y una serie de películas pornográficas que John Atanasio filmaba utilizando a niños anónimos. La voz del gordo dijo que, hacía tres noches, John Atanasio había tratado de raptar a su propio hijo. Se había aparecido borracho y con un cuchillo en la mano y Lucy había puesto al niño en un bote para que John no lo encontrara, después de lo cual las corrientes nocturnas habían conducido el bote hasta el cementerio, detrás de mi casa, donde yo lo había encontrado a la mañana siguiente. Dijo que era posible que John Atanasio se hubiera dado cuenta y que hubiera tratado de rastrear el bote a lo largo de la bahía, y por tanto no era improbable que supiera que había llegado hasta la zona del cementerio. Incluso, dijo, cabía la posibilidad de que me hubiera visto sacar al niño del bote y llevarlo a mi casa. Si era así, dijo, si John Atanasio quería secuestrar a su hijo, y si sabía que yo lo había rescatado y lo había puesto en manos de la policía, entonces tal vez quisiera vengarse de mí, porque el tipo era un hombre rencoroso y abominable. (La palabra «abominable», en los labios del policía gordo, me hizo pensar de inmediato en los tatuajes en la barriga del niño).

Cuando dejó de hablar le ofrecí un vaso de agua y un sándwich de jamón y queso y fui a traerlos y traje también un vaso para mí. Al rato, por un lado del porche, apareció el otro policía, que venía de observar las pajareras. El gordo aconsejó que me anduviera con cuidado y me preguntó si sabía disparar. Respondí que no. Se fueron y yo me quedé ahí y de pronto vi que era de noche. Entré al estudio bordeando la casa. Recogí el mecanoescrito de la segunda novela, que había dejado a medias cuando llegaron. Me pareció menos siniestra que antes, un tanto infantil. Pensé en John Atanasio oculto en el bosque. Me acosté en el piso del estudio. Luego recordé el plato con los restos del sándwich y los vasos de agua que había dejado en el porche. La sensación de que estuvieran ahí en vez de estar en la cocina me impidió dormir. Calculé cuántas horas faltaban para que volviera Clay. Fui al porche a recoger el plato y los vasos. Los llevé a la cocina, los lavé, los sequé, los guardé en un gabinete. Recorrí el primer piso, revisé las cerraduras en las puertas del segundo. Alineé los cuadros en todas las paredes. Limpié los ceniceros. Guardé ropa que recogí del piso. Metí unas prendas en la lavadora y esperé cuarenta minutos y las pasé a la secadora y esperé cuarenta minutos para doblarlas y guardarlas en los cajones. Ordené las frutas del frutero colocando las más grandes abajo y las más chicas encima. Volví al estudio y me tendí sobre un montón de frazadas. Había algo que no estaba en su sitio, pero no sabía qué era. Unas horas más tarde pude dormir. No sé con qué soñé. Dormida, me arañé la cara con ambas manos.

MARTES

Lo curioso de esa semana sin Clay es que en ella, es decir, durante su ausencia, comenzaron las dos historias que llenaron mis días de espanto y también de misterio, en el sentido religioso, digamos, más que en el sentido literario, o quizás al revés, al menos por un tiempo, y también de esperanza, por un tiempo más corto, y también de desesperación, por un tiempo mucho más largo, dos historias que parecieron terminar hace mucho, a principios de los años ochenta, casi a la vez, pero que ahora veo que no habían terminado: la historia de los Atanasio y la historia de las novelas anónimas. Las dos tienen que ver con esa otra, la que te ha hecho venir a verme, la historia de George. Por eso es que me detengo a contártelas, para que todo te quede claro, aunque la verdad es que yo misma he perdido la precisión de mis recuerdos. Ten en cuenta que, en 1971, yo era una chica de veinticuatro años, pero ahora soy una mujer de sesentaiséis. Ahora ya no me suena raro que la gente me llame Mrs. Richards y la memoria me empieza a fallar y tengo la cara y la mente llenas de cicatrices: ¿te gusta el cementerio? Está tal cual se veía hace cuarentaidós años. Ya para entonces habían prohibido los entierros porque no cabía un alma más, mucho menos un cuerpo.

Este mausoleo −¿no te parece impresionante?− es donde yo me había tendido a leer cuando Clay regresó de su viaje a Boston y Rhode Island. Eso fue un sábado, recuerdo, un día más tarde de lo previsto. Para entonces, yo había terminado la segunda novela, cuyo argumento involucraba una rebelión de niños zombis en la Patagonia, y que finalmente me pareció buena, pero no hasta la locura. También había terminado la tercera, la biografía de un arquitecto que construye cárceles subterráneas y sostiene diálogos con Octavio Paz, debates un tanto delirantes donde la soledad intrínseca del mestizo es el tema más recurrido, seguido de cerca por el tema del ego de Octavio Paz y el tema de las corbatas de seda de Octavio Paz y el tema de la mexicanidad de la muerte. La cuarta novela, que había leído de un tirón hacía dos tardes, es la historia de un conquistador español que atraviesa todos los desiertos de América, solo los desiertos, eludiendo milagrosamente las zonas fértiles, desde la estepa patagónica hasta el Mojave, perseguido por un ejército de fantasmas mapuches. Los fantasmas parecen indios rebanados por la guillotina del desprecio e invadidos de un odio hambriento y ruin y persiguen al conquistador para devorarlo. Cosa que, en efecto, sucede en el penúltimo capítulo, donde los mapuches forman un círculo en torno de una hoguera y se pasan los huesitos del soldado vallisoletano y se mondan los dientes con sus tripas. En el último capítulo, en cambio, solo hacen la digestión y eructan y toman sales efervescentes. La quinta novela es marcadamente anfibia. Ocurre en el vientre de una mujer y sus protagonistas son dos gemelos monocigóticos con visiones opuestas de la vida que discuten sobre temas de profundo contenido social, sin sospechar que su madre ha decidido abortarlos. Al final, una no sabe si ese aborto se llega a producir o no, o, en caso de ocurrir, si es un hecho dramático o un hecho cómico. Por eso dije que es una novela ambigua, discúlpame, hace un rato dije anfibia: quise decir ambigua. Aunque con esto de los fetos en el útero, no deja de ser anfibia, después de todo.

Al mediodía del viernes había comenzado la sexta (seiscientas cuarentaiún páginas, fechada el 23 de febrero de 1971), la más confusa pero sin duda la mejor hasta ese punto, una novela que cuenta centenares de historias, en todas las cuales, en algún momento, interviene de manera más o menos inopinada cierto personaje secundario. Este es un hombre de unos cincuenta años, de ojeras hundidas, manos velludas y mirada tenebrosa, que lleva una máscara en la mano y habla muy poco, casi nada. Pero, cuando lo hace, tiene la voz grave y rencorosa, y al pronunciar las palabras va moviéndole los labios a su máscara. Un hombre raro, en fin, al que los demás personajes llaman el Ventrílocuo, pero a quien el narrador se refiere simplemente como «el hombre». Yo estaba en este mausoleo, leyendo ese manuscrito, o ese mecanoescrito, digamos que existe la palabra mecanoescrito, y en eso escuché la camioneta de Clay salpicar charcos de lluvia frente al garaje. Salí a darle un abrazo con la impresión de no haberlo visto en años. Se duchó, le preparé unos sándwiches de jamón y queso y después le conté el asunto de Chuck y los hermanos Atanasio. Clay escuchó todo en silencio, diría que con cara de aburrimiento, como si ya conociera el hilo de la historia y lo agotaran las minucias. Lo de la violación, sin embargo, lo tomó por sorpresa y lo dejó, no exagero, devastado. (Lo de la violación tendré que decirlo tarde o temprano: la noche en que John Atanasio quiso secuestrar al niño y Lucy lo escondió en el bote, esa misma noche, John violó a Lucy, su hermana, en su casa, afuera de su casa, junto a la orilla, mientras el bote se iba alejando de la orilla en dirección al cementerio, donde yo lo encontré a la mañana siguiente). Cuando terminé de contarle la historia, y quizá solo por quitarme un peso de encima, Clay me dijo que no me asustara, que los Atanasio eran una pandilla de orates pero nada más. Dijo que él conocía al padre de John y Lucy, el abuelo de Chuck, Larry Atanasio, que era un buen hombre, o un hombre normal. No recuerdo si dijo bueno o normal. Dijo que en Maine todos sabían la historia de esa familia. Un tal Emil Athanasius, alemán, que migró a los Estados Unidos el siglo pasado, al que en el puerto de Providence le cambiaron el nombre por Emilio Atanásio, como si fuera portugués, porque llegó en un barco de judíos proveniente de Lisboa. Emil decía hablar con Dios y se hizo predicador. Acabó matando a una niña embarazada de su primer hijo, el hijo de Emil. El niño nació, en una cesárea practicada al cadáver de la madre. De grande, ese hijo, Joe Atanasio, también dijo hablar con Dios y también se hizo predicador, y por hablar con Dios en lugar de mirar el mundo acabó muerto en la vía de un tren, no sin antes tener un hijo y dejarlo en un orfanato de curas portugueses en Rhode Island, para ver si él también hablaba con Dios. El hijo de Joe fue Lawrence Atanasio, a quien los curas llamaban Lourenço pero a quien todos los demás conocían como Larry, el padre de John y Lucy. Larry, dijo Clay (entonces fue cuando lo dijo) era un hombre bueno, o un hombre normal, pero sus hijos lo volvieron loco y ahora estaba en el manicomio de Bangor hablando con Dios. John Atanasio era otra cosa. Decía que él no hablaba con Dios sino con el Diablo.

 

Le pregunté si con todo eso quería tranquilizarme o ponerme más nerviosa.

−Mañana domingo te voy a enseñar a disparar un rifle −respondió.

Cuando lo vi revisando su correo (habían pasado años desde lo de su esposa y sus hijos, pero él continuaba recibiendo cartas que le hablaban sobre ellos y le daban pistas falsas y jamás dejaba de leerlas), le conté que había ordenado sus libros en el estudio. Me dijo que quería verlos, de modo que salimos al jardín por la puerta de la cocina. Clay hizo un bulto con su correspondencia y yo di brincos entre charcos porque andaba sin zapatos. Circulamos una rotonda de piedra musgosa y coruscante, una glorieta destechada que era más vieja que la casa, y entramos al estudio. Clay revisó la disposición de los libros, mientras yo temblaba un poquito pensando que tal vez no debí tomarme la libertad de ordenarlos. Pero después de un rato me miró y me dijo:

−A veces siento que me conoces por adentro.

Me dio un beso en la frente, un beso como de padre.

Se puso muy serio pero al rato, sin motivo aparente, se le formó en la cara un visaje entre cómico y desquiciado.

−Una biblioteca −dijo− es como una caravana inmóvil en el centro de un páramo, como un carromato que decenas de jinetes invisibles sitian y acosan con arcos y flechas igualmente invisibles.

Me dio la impresión de que estaba citando de memoria. De inmediato (cosa inusual) habló sobre los años que pasó en la guerra.

−Hice muchas cosas −dijo−. Quemé casitas microscópicas. Vi piras de cuerpos en llamas. Una vez pasé una noche parado en medio de un pantano y escuché a una mujer que daba a luz en la orilla. Por la mañana vi un barco encallado en la copa de un árbol donde anidaban buitres. Pero lo único que regresa en mis sueños es el crepitar del fuego devorando los libros de una biblioteca.

No dijo qué biblioteca pero describió sus pasadizos y usó la palabra «crematorio».

Fue a la sala y volvió con un vaso de agua y se puso a revisar los libros.

Le dije que también había acomodado los que trajo encajonados de su oficina. Me preguntó si había visto unos fólders con cientos de hojas impresas a papel carbónico de tinta azul. Le conté que toda la semana me había dedicado a leerlos, de día en el jardín o al pie del lago o entre los caminos serpenteantes del cementerio y de noche encerrada en el estudio, alucinando y muerta de miedo de que John Atanasio viniera por mí.

−Olvídate de eso −dijo.

Me contó que no tenía idea de quién le mandaba los fólders y que en cierta forma los recibía por azar, pensaba él, porque los sobres en los que llegaban no venían a su nombre, aunque sí llevaban su dirección. El primero, el que estaba fechado en agosto de 1970, lo había recibido en setiembre de ese año. El de setiembre lo recibió en octubre. Y así con todos, como si alguien terminara de copiarlos, o de escribirlos, los fechara y de inmediato los pusiera en el correo, y él los recibiera un mes después, días más, días menos.

−Algo de azar hay −dijo Clay−. Pero no es solo azar. Porque la dirección es precisa: 1 Botany Place, Brunswick, Maine, 04011, Estados Unidos.

Tampoco aparecía el nombre del remitente, dijo, pero sí una dirección, que nunca era la misma aunque siempre era en Santiago de Chile.

−Cuando recibí el primero −dijo Clay−, lo abrí porque pensé que era un mensaje sobre mi familia, y cuando vi que no, de todas maneras lo leí, porque lo enviaron a esta casa y porque estaba en español, y no hay mucha gente en Maine que hable español, de modo que pensé que tenía que ser para mí. Además, yo había estado en Santiago meses antes, en el mismo viaje en el que después pasé por Quito, cuando te conocí, hace más o menos un año.

Me abrazó por la cintura, pero yo lo repelí en el acto y me senté en el piso del estudio y le pedí que me siguiera contando.

−Leí la novela con un poco de estupor −dijo−. Primero, por descubrir que era una novela, porque a quién se le ocurre mandarme el manuscrito de una novela: yo soy profesor de Biología, no de Literatura. Mi español es bueno pero no soy escritor ni crítico literario: yo solo sé de pájaros. La segunda razón de mi estupor era egocéntrica y artificial. Dado que yo había recibido el manuscrito, lo leí pensando en que algo en él tendría que ver conmigo; y, puesto que había llegado a mi casa, lo leí como si fuera una carta para mí. Al terminar, una vez que vi que la historia no me tocaba, me pareció una pérdida de tiempo. No obstante, cuando llegó el segundo manuscrito, en octubre, a pesar de que era casi el doble de largo, y pese a mi decepción anterior, también lo leí. Esa es la novela que ocurre en la Patagonia, la de los niños zombis que se sublevan contra la dictadura de Juan Manuel de Rosas, en el siglo diecinueve.

Asentí.

−Con esa pasó algo extraño −me miró−. Algo que me hizo sospechar. La historia, como has visto, es un pandemonio, una cosa macabra y ridícula a la vez, pero tiene una escena divertida, en medio de su escabrosidad. Algo que sucede al final, cuando los niños zombis, ya derrotados, se retiran hacia el sur, a la Tierra del Fuego. En los alrededores de Ushuaia se cruzan con un grupito de científicos, comandados por un naturalista europeo, un hombre muy peludo, de ojos grises y barba gris, alto, de gesto bondadoso, que se llama Karl Hermann Konrad Burmeister, un hombre menor de lo que parece, que anda por los cincuenta pero luce como de cien, un falso anciano que se baja del caballo y les habla en alemán a los niños zombis. Les explica que la tierra donde viven (aunque después se corrige y dice «la tierra que habitan») es la más hermosa del mundo, y los sienta entre los carámbanos rotos del deshielo antártico, en las inmediaciones de un lago en cuya superficie se reflejan picos nevados (a pesar de que no hay montañas alrededor, como si el lago no fuera un espejo natural sino un hueco o un decorado o la pantalla de un televisor). Los sienta cerca del lago y les muestra dibujos de aves de la región, dibujos de caranchos, caracaras, chimangos y aguiluchos, es decir, de aves de rapiña patagónicas, y de algunos mamíferos y de indígenas patagones y cordilleras y archipiélagos que se deshuesan del continente. Los niños zombis lo escuchan hechizados y hechizados miran los dibujos y se van quedando dormidos y cuando duermen el alemán los rocía con petróleo y los enciende con una tea y los mira correr desorientados, deshaciéndose en carbunclos antes de alcanzar el lago, cosa que provoca la hilaridad de los demás viajeros, que se ríen groseramente cogiéndose las barrigas.

Me reí (pero también pensé que yo no recordaba ese episodio).

−No hacía seis meses −se tendió Clay en el piso, colocó mis pies en su regazo−, yo había escrito para el Bowdoin Orient un pequeño reporte sobre las expediciones de Karl Hermann Konrad Burmeister al sur de Argentina. Encontrarlo en esa novela me hizo pensar que tal vez, después de todo, sí había algo en los manuscritos que tenía que ver conmigo. Apenas pude, fui a la oficina de correo a preguntar si era posible saber el nombre del remitente. La respuesta, bastante obvia, fue que no. La señora del correo, una mujer mayor, con dientes de roedor y unas hebras de pelo recogido en colas a los lados (una mujer, en suma, con la apariencia de un Oryctolagus cuniculus, es decir, con cara de conejo), me dijo que lo mejor que podía hacer era escribir a esas direcciones y preguntar. Lo hice pero nunca me respondieron. En noviembre llegó el tercer manuscrito, otra vez desde Santiago. Esa es la novela acerca de Octavio Paz y un arquitecto obsesionado por las cárceles y los sótanos, que se inicia con un epígrafe de Octavio Paz, ¿te acuerdas?

Cantan los pájaros, cantan

sin saber lo que cantan:

todo su entendimiento es su garganta.

(Cité de memoria. En ese tiempo yo tenía memoria).

−Una novela ridícula −dijo Clay−. El epígrafe parece una advertencia: el escritor es el pájaro y lo que canta es su obra, que ni él mismo comprende.

−Yo creo que significa lo contrario −lo interrumpí−. Que el entendimiento entra en el pájaro, es decir, en el escritor, a través de su garganta, o sea, cuando dice las cosas, cuando las escribe. Que la literatura es una forma de conocimiento.

−Será −dijo Clay.

−Bueno −dije.

−Porque Octavio Paz debe saber mucho de literatura. Pero, a juzgar por ese poema, en cuestiones zoológicas no da pie con bola.

−Octavio Paz colecciona pavorreales −dije.

−El tema −me interrumpió Clay− es que leí la novela y me pareció basura.

−¿O era Frida Kahlo?

−Cuando terminó el semestre, en diciembre, viajé a Quito para verte.

−Sí.

−De regreso en Maine, a principios de febrero, encontré dos novelas más, la del español al que corretean los fantasmas por un desierto que va desde el Estrecho de Magallanes hasta el Polo Norte, y la de los gemelos que pelean en el útero de su madre.

−O sea que también las leíste −dije.

−No lo habría hecho −se sentó a mi lado Clay, me dio un beso en la oreja−. Pero pasó una cosa interesante.

−Soy toda oídos.

−Un día fui al correo a comprar estampillas y la señora que me había atendido la otra vez, la señora-conejo, me dijo que se había tomado la libertad, como un favor para mí, claro, y también, para ser sincera, por curiosidad, de investigar quiénes habían vivido antes en mi casa. No fuera a ser que los paquetes que yo recibía los estuviera mandando alguien con la intención de que los leyera otra persona. Yo le dije que no podía ser, porque esta casa la construí yo, en un terreno que le compré al ayuntamiento.

−Exacto −dijo la señora-conejo−. Ese es el punto. Lo que descubrí es que, hasta 1948, la tierra donde hoy está su casa fue parte del cementerio que queda atrás, entre el bosque y la ribera.

−Yo maldije −dijo Clay− pensando por un segundo que mi casa estaba construida sobre ataúdes, aunque de inmediato entendí que eso no era posible, porque yo mismo había excavado los cimientos.

La señora-conejo le había leído la mente a Clay y dijo:

−No, no, no piense tonterías. Donde está su casa había un botánico, un jardincito ornamental destruido en 1940, que servía de entrada al cementerio. Yo, con esa información, tuve una corazonada y busqué la vieja dirección del cementerio, ¿y qué cree? En efecto era 1 Botany Place, porque la oficina del cementerio estaba en el jardincito ornamental donde ahora se encuentra su casa.

−¿O sea que la persona que te manda esos paquetes cree que los está enviando al cementerio? −pregunté.

−Es una teoría −le había dicho la señora-conejo.

−Uh −dije, afantasmando la voz−. Eso quiere decir que no solo recibes novelas de ultratumba sino que además son novelas enviadas a ultratumba.

A Clay no le hizo gracia mi chiste. Me preguntó si había leído todas. Le dije que iba por la sexta y que sí, pensaba leerlas de cabo a rabo. Entonces recordé el paquete que llegó a la casa el día en que Clay se fue a Boston, el que confundí con un sobre de revistas.

−Mira en tu correo −le dije−. Creo que hay una más.

Tumbó el bulto de cartas, recibos y circulares y sacó tres o cuatro sobres de manila, que fue revisando hasta llegar al tercero. Casi se le salen los ojos de la cara. El sobre era como todos, según me dijo al rato, excepto por dos cosas que me señaló con el dedo y que lo dejaron con la boca abierta −«Mira»−, mientras depositaba el paquete sobre los otros, −«Mira aquí»−, que yo había arrumado encima de su escritorio −«¿Has visto esto?»−, el sobre no venía de Santiago y −«No puede ser»−, no solo llevaba una dirección −«¿O sí puede ser?»−: también traía el nombre del remitente.

−¿Este es el tipo? −preguntó Clay.

«Miroslav Valsorim», decía el sobre. «Librería Armas Antárticas, Simón Bolívar 298, Valparaíso, Chile». Lo abrimos y encontramos un mecanoescrito de doscientas cincuentaiún páginas numeradas arriba a la derecha. Copias carbónicas, tinta azul.

Por la noche dormimos en el estudio, yo leyendo la sexta novela, él leyendo la última, o sea la novena, y refunfuñando de cuando en cuando. Le pedí que dejara encendida la lamparita de querosene cuando se pusieron a aletear las aves en la ventana y dejaron de saltar las ardillas en el techo. Por la mañana Clay limpió y engrasó tres rifles y en las primeras horas de la tarde caminamos hasta la orilla y me enseñó a disparar. Con el primer tiro, la culata del rifle me golpeó la barbilla y me abrió el labio inferior pero no me sentí mal. El segundo me zapateó entre el hombro y la clavícula. A partir del tercero sentí que estaba golpeando a la puerta de mi casa después de muchos años. «¿Qué casa?», pensé. Me pregunté cuánto hubiera dado por tener un rifle y saber usarlo, antes, unos años antes. Le insistí a Clay en seguir practicando, hasta que empezó a oscurecer, o sea muy tarde, porque en el verano en Maine el día se mete hasta muy adentro de la noche y el sol brilla hasta las nueve. Entre sombras seguí disparando, disparando y cargando de nuevo y otra vez disparando, entreviendo una cara en las ramas de los árboles reclinados sobre el mar, una cara que primero fue una serie de rostros hipotéticos −¿John Atanasio?−, pero después fueron otros y después uno solo.

 

Cuando comenzó el semestre, en los primeros días de setiembre, Clay le pidió a la secretaria del Departamento de Biología que consiguiera el número de teléfono de la librería Armas Antárticas. La secretaria era una mujer dulce y silenciosa, muy eficiente, una boliviana bonita de treintaipico, esposa de un militar americano, a la que Clay le pedía todo tipo de favor y los cumplía sin chistar. Días más tarde, Hilda (así se llamaba) buscó a Clay en su oficina para decirle que no había ninguna guía telefónica de Valparaíso en ninguna institución de Maine. Al rato volvió y dijo que, con un poco de suerte, en la biblioteca del college podría haber un banco de datos de librerías sudamericanas. Un estudiante en la biblioteca le dijo a Clay que, en efecto, ese banco existía y lo condujo a un archivador en un sótano donde, bajo el rubro «Chile», solo encontraron librerías santiaguinas. Clay se entristeció y de regreso a casa me pidió que lo acompañara a caminar por el bosque. Cuando salimos, le pregunté por qué sus esferas y sus campanas de metal llenas de grano no atraían pájaros (porque era verdad: él constantemente las atendía, pero nunca había pájaros comiendo de ellas). Me dijo que los pájaros de esa región no comían esas cosas.

La respuesta era absurda pero me dejó conforme. Sentí que quería darle un beso.

La luz de la luna facetaba el vuelo de los zancudos. Una nube de vaho se levantaba del mar, se aquietaba en el cementerio, se encaracolaba en las rotondas y llegaba al estudio cabizbaja y entristecida. Encendí una lámpara de querosene. Le pregunté a Clay si ya estaba preparado para dormir en su cuarto. Me dijo que él creía que era yo la que no quería dormir ahí.

−Supongo que ninguno de los dos quiere −dije.

Desplegamos las bolsas de dormir en el piso.

En las semanas anteriores yo había terminado de leer la séptima novela, sobre una banda de traficantes de órganos que se camuflan como libreros de segunda mano y cuyos clientes son estudiantes de medicina. La encontré decepcionante. Infinitamente inferior a la sexta. Lo único bueno es el monólogo final de un viejo librero al que la policía captura y que le explica a un detective que no entiende por qué tanto alboroto, si vender órganos humanos y vender libros es lo mismo, porque un libro no es otra cosa que un órgano humano, uno que conecta el corazón unas veces con el cerebro y otras veces con el páncreas. También había leído la octava, la más corta de todas, fechada en mayo de 1971, cuyo protagonista es un poeta boliviano que se hace pasar por poeta argentino para ganar aceptación en los círculos literarios de América Latina. Su argumento es farsesco pero está escrita con emoción y resulta cálida y conmovedora. Sobre todo cuando el poeta boliviano, bordeando la ancianidad, anuncia que se meterá caminando al mar para hundirse en las aguas y morir como Alfonsina Storni. Después cambia su anuncio para decir que lo hará en el lago Titicaca. Dos noches más tarde cumple su promesa pero nadie acude a verlo.

Cuando Clay se durmió, acabé la novena (la que llegó desde Valparaíso), que tiene una estructura un poco rara. Primero se describe un día normal en la vida de diez personas. Después se describen diez delitos atroces. Después se describen diez muertes ridículas. El lector debe adivinar qué personaje comete qué delito y sufre qué muerte. Eso es todo. Una novela divertida, a decir verdad. Pasé varias horas imaginando hipótesis que se desbarataban solas. Me dormí con el libro sobre el pecho y la lámpara de querosene modificando las siluetas de los pájaros disecados en las paredes del estudio. Cuando desperté a media mañana Clay me dijo que acababa de llamar a dos amigos en Santiago y les había pedido que averiguaran el teléfono de Armas Antárticas. Tres semanas después, los volvió a llamar. Uno le dijo que había olvidado el encargo y el otro que no había dado con la librería. Clay pensó que solo le quedaba escribir una carta pero previó que nadie le iba a responder.

Días más tarde se puso a reordenar la sección de libros de viaje de su biblioteca (cosa que me hizo sentir culpable). En eso andaba cuando descubrió un ejemplar de un libro que ya no recordaba tener, titulado Una expedición a los indios ranqueles. Lo había puesto en un estante poco después de comprarlo, años atrás, y nunca lo había leído, aunque sonaba interesante: un viaje de dos semanas que el autor, Lucio Mansilla, emprende en 1870 a la pampa argentina, por médanos de animales agónicos y tolderías de indiecitos achacosos y lagunas secas y pantanos diminutos y bosques de árboles extintos y fosas de esqueletos de caballos y pajonales. Noches después, cuando acabó de leerlo, quiso anotar algo en la última página y vio, en la retira de la contratapa, un sello de agua que decía:

Librería Armas Antárticas

Simón Bolívar 298

Valparaíso

Chile

Más abajo, vio un número telefónico: «32-50-03».

Era viernes por la noche y Clay pensó que debería esperar al lunes para llamar en horarios de oficina. Todo el fin de semana habló sobre el tema, obsesionado por una sola cosa: él había comprado ese libro. Él recordaba la librería de Valparaíso donde lo compró. No el nombre pero sí el lugar, donde estuvo en las vacaciones del invierno de 1962, es decir en el verano de Chile, hacía nueve años. Recordaba que entró en esa librería con su primera esposa y sus tres hijos, el más pequeño, por entonces, poco más que un recién nacido. Y recordaba que su esposa se molestó y le armó una escena por la forma en que Clay se quedó mirando a la mujer que los atendió, una yugoslava hermosísima, de pelo muy negro y ojos tan grises que desde cierto ángulo parecían blancos, una mujer, también, de una tristeza desgarradora que le aclaraba la frente y le oscurecía las ojeras, una especie de telón taciturno corrido como un velo detrás de su mirada, evidente a pesar de su sonrisa.

−Un recuerdo perenne, eso me pareció −dijo Clay.

Un recuerdo que la recomía por dentro y que tal vez tenía que ver, pensaba Clay, con la extraña manera en que la mujer se desplazaba entre los anaqueles paralelos, como si saltara trincheras o esquivara muros que se le venían encima o buscara a un niño entre las ruinas de una ciudad tomada. Clay preguntó por los libros de viaje y la mujer a su vez le preguntó al chico que trabajaba con ella. El chico lo llevó hasta un estante y le señaló dos repisas de las que Clay tomó el libro de Mansilla. Después escuchó a la mujer hablando con un hombre en la trastienda y reconoció el tono y el acento de la lengua bosnia y la manera peculiar en que aparecían, en las frases en bosnio, palabras de origen árabe.

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