Vivir abajo

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Ariadna dice que quiere ir al baño. Apenas cierra la puerta, George dice que él también quiere ir al baño y pregunta si hay otro. En el segundo piso, dice Rainer. Es la respuesta que George quiere. Al final de la escalera, sube nomás, agrega el viejo, y asoma por la ventana: el viento hace danzar a los geranios, o a las hortensias. George va por la escalera. Arriba, ve la puerta entreabierta del cuarto de Ariadna y entra. Se para frente a la cama, escrupulosamente tendida, y mira las dos mesas de noche, cada una con un jarrón de flores amarillas. ¿Le parece una tumba? ¿Un altar?...

… Prefiero no pensar en eso, contar otra cosa. Por ejemplo: creo que es a principios de abril (sí, a principios de abril, poco después del golpe de estado), cuando George deja de afeitarse y cortarse el pelo y empieza a asumir, poco a poco, esa imagen como de cantante de protesta o de guerrillero cubano con la que lo recuerdan todos los que, meses más tarde, hablan conmigo acerca de él. Calculo que también es por entonces cuando empieza a acondicionar el sótano de la casona incendiada. Despeja los desperdicios, barre telarañas, limpia el techo y las paredes, echa a la calle los objetos ruinosos: ¿o los deposita en otro lugar de la casa? Seguro es eso. Instala un grupo electrógeno que funciona a querosene. Está claro que solo actúa de noche o de madrugada, para no exponerse a que Ariadna o Rainer lo vean entrar o salir (están a tres puertas). Debe hacerlo en silencio, además, para no molestar a Hildegardo, quien sigue durmiendo en la casona y ha de creer que esas alteraciones son necesarias para filmar la película −en el fondo no se equivoca: el asesinato es el punto central de la película−. A veces, cuando Hildegardo se despierta, los dos desayunan mirando el mar y la neblina desde los escombros de la sala. Otras veces George no espera que Hildegardo despierte y observa el mar solitario desde el mirador, en lo alto de la casona…

… En una ocasión, la noche le parece borrascosa, aunque borrascosa sea mucho decir. Es una noche negra de fines de mayo, con nubes como mausoleos de ángeles y pájaros, borrascosa solo a la manera de las noches limeñas o chalacas, es decir, nada borrascosa, más bien una noche con un aire empolvado de alacranes diminutos. Qué raros los alacranes diminutos, piensa George, en el mirador, viendo el techo de la casita rosada, que a esa hora parece de un negro purpurino. Las luces de la calle se apagan y a lo lejos ulula un patrullero. Qué raras esas ululaciones, piensa George: esa oscuridad. Después mira el mar, cuyas olas, según nota, no rompen a unos metros ni se derraman sobre la orilla ni vuelven al mar embrollándose en la resaca, sino que corren paralelas a la playa, como si el mar hubiera salido a pasear por la costa en lugar de estrellarse contra ella. Qué raro el mar, piensa George. Busca las islas en el horizonte pero no las ve. (Qué raro, piensa). ¿Se palpa los bolsillos, encuentra una caja de fósforos, enciende un palillo contra la pared?

Esa noche no se va de la casona. Cuando Hildegardo despierta, George le dice que por la tarde empezará a filmar su película y que sería bueno que él se fuera a dormir a otra parte. Hildegardo le pregunta adónde. George dice que puede ayudarlo a registrarse en un hostal, que no se preocupe, que él tiene una habitación reservada y que en su cuarto hay varias camas. Hildegardo acepta (no es suspicaz: cosa rara en su situación). Le dice a George que tiene documentos falsos, una libreta electoral en la que su nombre es Ronald Flores. George lo conmina a hacerlo en ese momento. Hildegardo no comprende el apuro pero no pone objeciones. Antes del amanecer llegan al Medialuna. Rita Moreno está fumando en la puerta, envuelta en un chal: los ve bajar de un taxi, entra con ellos, recibe el documento de Hildegardo. ¿Mira a George como preguntando quién es ese tipo? ¿Se da cuenta de que la libreta es falsa? Es lo más probable, pero no dice nada. No he podido confirmar si George ya es amante de Rita en ese tiempo o si se vuelve su amante después. ¿Lo hace para comprar su silencio en caso de que algo vaya mal? ¿La usa de otra forma? El caso es que Rita permite que Hildegardo comparta la habitación de George y al parecer no hace preguntas, intenta no mostrarse recelosa, reticente…

… En los siguientes días, George vive entre el hostal, el sótano de la casona incendiada y la casa de Ariadna. En el sótano levanta repisas, cubre agujeros, forra los muros con tecnopor (una precaución adicional, para silenciar el grupo electrógeno). Lleva un par de reflectores de segunda mano, una camilla alta que coloca en lugar del viejo colchón de Hildegardo, un taladro. ¿En esos días instala la alfombra verde, similar a la que ha visto en la casa de Ariadna? Dispone una cámara sobre un trípode, más grande que la anterior, una cámara que, en el informe policial, en setiembre, será descrita como una Panasonic nv-s1. Es la misma que usa cierta noche de junio: sale a tomar un trago con Rita Moreno, ella se emborracha. ¿Él se hace el borracho? ¿Finge que es la borrachera lo que le hace proponerle a Rita ir a otro lugar, no al Medialuna sino a otra parte? Ella acepta. A eso de las tres de la mañana, llegan a la casona incendiada. A Rita, el sitio tiene que resultarle aborrecible, pero se lo toma en son de broma (así es ella). ¿En son de broma le pregunta a George si la ha llevado ahí para matarla? George le dice que sí, lo que, en efecto, aunque siniestra, también es una broma. Bajan al sótano y hacen el amor en la camilla, ante la cámara que George enciende un segundo antes de prender los reflectores. Rita mira hacia la cámara, excitada (he visto esa cara). Es difícil saber si George ha premeditado la grabación, pero es un hecho que la existencia de ese video, más adelante, jugará en su favor…

DIARIO, 27 de agosto de 2015

Todavía en junio del ’92 todo el mundo seguía hablando del golpe de estado. Ariadna estaba descontrolada de rabia, a su manera, es decir hacia adentro, mientras que George daba la impresión de estar a favor del golpe (aunque lo más probable es que solo fingiera aprobarlo: ¿o quizás le gustaba la espectacularidad de la historia y el hecho de encontrarse en medio de ella?). Sus apóstoles de San Marcos y la Católica, y sus apóstoles de los talleres de cine, que parecían más apóstoles que nunca ahora que George andaba barbudo y melenudo, tomaban sus palabras con humor. Lo mismo hacía Ariadna y lo mismo Rainer, cuya propia experiencia de vida lo había vuelto alérgico a los tiranos, los dictadores, los autócratas y los sátrapas, y cuya calidad de hombre culto, además, le generaba una repulsión visceral hacia Fujimori.

Cuando George, seguramente por molestar, en una de sus visitas diarias −me resulta difícil entender por qué prolongó por tanto tiempo, hasta mediados de julio, los prolegómenos del crimen−, decía que todo estaba bien, que ahora el gobierno podría arrasar a los senderistas sin pensar en tonterías como los derechos humanos, Rainer respondía: se ve que tú nunca has peleado en una guerra. George le decía que no. Rainer le decía que él tampoco pero que una guerra se había peleado encima de él, adentro de él, en su cara, en su cerebro. Y créeme que nadie que ha vivido una guerra quiere vivir otra después, decía.

Una noche los tres toman unas cervezas en la casita rosada y Rainer se pone a hablar en círculos, a formar imágenes raras para explicar algo que no sabe cómo explicar. Al cabo de un rato le dice a George que quiere hacerle una pregunta. Sin duda tampoco sabe cómo formularla, o le toma mucho tiempo ordenarla mentalmente, porque vuelve a las metáforas. Dice algo así: Barlovento es el punto desde el cual sopla el viento. Hace una pausa. Dice: Sotavento es el punto hacia el cual sopla el viento. Segunda pausa. Toma aire, dice: cuando hay un tifón, un huracán, una tempestad, barlovento y sotavento se confunden, se vuelven uno, indescifrable. George lo mira. Eso también pasa con el viento de la historia, dice Rainer: el viento de la historia, que arrastra al ángel de la historia. Unas veces va de aquí para allá, y avanzamos, otras veces va de allá para acá, y retrocedemos. Pero otras veces hace las dos cosas al mismo tiempo, y nos quedamos en el mismo lugar y no vamos a ninguna parte. Y otras veces todos los vientos soplan hacia un mismo sitio, y tú quisieras que ese sitio fuera el futuro. Pero si tú estás en el lugar hacia donde soplan todos los vientos, no te parece que sea el futuro, porque tú ya estás ahí, y porque el futuro no puede ser un lugar atacado furiosamente por todos los vientos del mundo. ¿Me entiendes, George? George lo mira. Lo que quiero preguntarte, dice Rainer, es simple: ¿cómo se llama el lugar hacia el cual soplan todos los vientos? George no sabe qué responder. Cuando yo era joven, dice Rainer, ese lugar tenía un nombre: Deutschland.

George termina su cerveza. Rainer termina su cerveza. Ariadna deja caer la cabeza sobre el hombro de George, que mira los cuadros en la pared.

Esos cuadros son fundamentales en esta narración. Las cosas que Rainer le ha dicho a George sobre la piedra de la locura, George las ha escuchado antes, de niño, en Maine: se las ha dicho su padre. Una semana después, le pide a Ariadna que lo acompañe al Hospital del Niño, la lleva hasta la sala de los chicos con hidrocefalia, le muestra las válvulas que los médicos usan para drenar los ventrículos obstruidos. George pasa un buen rato mirando a las criaturas. Hay una fila de camas y una fila de incubadoras con un niño o un bebe en cada cama o en cada incubadora, excepto en una cama donde hay dos niños, y una incubadora donde solo hay sábanas arrugadas. George les habla y les juega y les hace pases mágicos y les canta canciones y Ariadna siente que es el hombre más bueno del mundo. Cuando salen, él hace un comentario, una comparación que involucra la piedra de la locura y las válvulas de los niños hidrocefálicos. Son solo un par de frases pero la dejan perturbada, sin saber qué pensar, preguntándose si ha escuchado bien. Para entonces, él puede decir cualquier barbaridad y Ariadna prefiere no entender.

 

LIBRETA 4. Noviembre de 1992

… Creo haber dicho varias veces (pero puedo equivocarme) que el homicidio tuvo la particularidad de no durar unos minutos ni unas horas sino cincuentaicinco días.

Comenzó a mediados de julio.

George pasa por la casita rosada y le dice a Ariadna que esa noche quiere llevarla a un lugar especial, que se ponga muy bonita y elegante y lo espere a eso de las nueve. ¿Ella se emociona? ¿Se hace ilusiones? Durante todos esos meses se ha preguntado por qué George, a pesar de cortejarla sin pudor y visitarla a diario y acompañarla al cine y darle una atención que no parece dispensar a nadie más, nunca ha hecho nada por dar el siguiente paso, ni siquiera apretarla contra su cuerpo, ni siquiera darle un beso que no parezca el beso de un amigo o de un hermano.

A las siete de la noche se desnuda frente al espejo, mira su cuerpo. No sabe que George acaba de salir de la casona incendiada y ha cruzado la pista y mira su ventana desde la penumbra del malecón. La cortina está cerrada, George solo intuye siluetas y respira. ¿Quiere convencerse de que está tranquilo, de que su plan es perfecto y nada puede salir mal? Ariadna se prueba dos o tres vestidos, una blusa y dos faldas, otro vestido con un escote que le parece escandaloso: ¿aunque quizás no? George cruza la pista varias veces, entra a la casona, baja al sótano, infinitamente reacomoda dos jarrones de flores amarillas a los lados de la camilla, prende y apaga la cámara, prende y apaga los reflectores, apaga el grupo electrógeno, deja el sótano a oscuras, vuelve a salir.

Ariadna se prueba unas medias negras, unos zapatos de taco que no acostumbra usar y que no se ha puesto en años, camina nerviosamente entre el espejo y la ventana. Le parece ver a alguien en el malecón: lo ignora, se prueba otro vestido. El hombre en el malecón es George. ¿Ya no se oculta? ¿Cree, por el contrario, que sería conveniente que Ariadna lo viera, que creyera que es un pretendiente nervioso que espera ante su puerta mucho rato antes de la hora acordada? Ariadna abre un cofre con joyas que una vez le dijeron que eran de su madre, aunque no lo eran (de todas formas son las únicas joyas que tiene), y se las pone: un collar de falsas perlas negras, una sortija de plata quemada con una perla negra de verdad y un par de aretes que no son del mismo juego, pero parecen. Lleva las medias y los zapatos y las únicas bragas de su cómoda que no le resultan súbitamente espantosas pero aún no se pone el brassiere porque no ha decidido qué vestido usar o porque está pensando que tal vez sea buena idea no usar brassiere.

George entra una vez más a la casona, vuelve al sótano. ¿Tiene ganas de abrir su mochila, ponerse la máscara de oso, echarse a dormir? Trata de relajarse, pasea entre los escombros de la sala. Según calculo, a las ocho y treinta Rainer golpea a la puerta del cuarto de Ariadna y le dice que va a salir a caminar (como todas las noches, a la hora de siempre) y le pregunta si necesita algo, si quiere que le compre alguna cosa en la bodega. Ariadna le dice que no, hace sonar un beso a través de la puerta y le pide que no se preocupe si regresa tarde, que va a salir con George. Rainer baja a la cocina, le da cuerda a un reloj (¿ocho y treintaicuatro?), sale a la calle. Camina unos metros, pasa frente a la casona incendiada y ve a George en la vereda. Aunque está en las sombras, Rainer lo reconoce. George lo saluda. Rainer le dice que Ariadna todavía no está lista, que se está cambiando, y le pide que lo acompañe a la bodega. Es evidente que George no quiere acompañarlo (no quiere modificar su plan). Rainer debe darse cuenta de que George no quiere ir con él, porque no insiste.

Los dos hombres están solos en la calle, Ariadna ante el espejo, probándose un vestido negro que rápidamente reemplaza por uno amarillo, del color de las flores en su mesa de noche. Coge una de las flores y se la pone detrás de la oreja pero el detalle le parece excesivo y vuelve a probarse el vestido negro y lo descarta y finalmente elige el amarillo. George y Rainer siguen ante la casona incendiada, que parece escrutarlos desde lo alto de la escalinata. Parece una casa de mi ciudad, una casa de Dresden, hace mil años, dice el anciano, de pronto, mirando la puerta, sin que George haya dado señales de querer conversar con él. (¿Esto lo irrita, lo intranquiliza?). Es como si alguien hubiera puesto aquí, a unos metros de mi casa, una casona de la ciudad de la que me fui hace mil años, para que no pueda olvidarme del pasado, dice Rainer: así lucían las casas de Dresden al final de la guerra. Antes la veía y me daban ganas de entrar. Porque a veces dan ganas de recordar las cosas más terribles. Es como un vértigo.

Ariadna sale de su cuarto, se perfuma, se mira en todos los espejos del segundo piso. De inmediato le parece una actitud banal. No se reconoce en esa emoción. No es una chica romántica, tampoco enamoradiza. De hecho, cree que nunca ha estado enamorada, hasta ahora. Tampoco se reconoce en los espejos: el lápiz labial le sabe raro, no tiene idea de cómo ponerse el rímel: ¿quién es esa mujer? Afuera, Rainer no para de hablar sobre Dresden y la guerra y George se impacienta. Su plan depende de la exactitud, de las manecillas del reloj: mira el reloj. Son las ocho y cuarentaisiete. Ariadna lo espera a las nueve. De pronto, George le dice a Rainer: yo tengo la llave de la casona. Rainer parece no entender. ¿Ah?, gesticula. Yo tengo la llave de esa puerta, dice George: ¿quiere entrar? El anciano lo mira y mira la casona y George mira al anciano y la casona y la casona parece mirarlos a los dos. Ariadna se ve al espejo por última vez, se toca el corto pelo rubio a lo Jean Seberg, tan corto que no tiene nada que hacer con él. Se despide de sí misma, baja la escalera, se sienta detrás de la puerta, se queda inmóvil. ¿Siente que si se mueve demasiado su disfraz se va a desmoronar?

A media cuadra, George repite: ¿quiere entrar? Rainer dice que no y mira a George como si lo viera por primera vez. ¿Por qué me preguntas eso?, dice (recién entonces sospecha que algo anda mal). Es el momento del cual depende todo, o el momento que, desde un principio, ha dependido de todos los momentos anteriores.

Ocho minutos antes de las nueve, George coge a Rainer del cuello y lo fuerza a subir la escalinata. El viejo cae, su cadera golpea el primer escalón, sus zapatos suben rebotando en los otros seis. George no busca la llave porque ha dejado la puerta entreabierta. Arroja a Rainer al piso, lo coge por los tobillos −¿lo arrastra sobre detritus animales?, ¿el cuerpo de Rainer libera las miasmas de los insectos desecados?−: llega a la puerta del sótano. Deja rodar al viejo dos o tres peldaños. ¿Rainer se golpea la cabeza, se aturde? Seguramente, porque ya no ofrece resistencia: George lo manipula como a un muñeco. Ariadna asoma por el rombo de vidrio de la puerta, mira el muro del malecón y la crecida de las olas. Cuando limpia el vaho de su respiración sobre la ventana, ve sus uñas. No se ha pintado las uñas. Pone una mueca de fastidio pero decide que no está mal: que al menos sus uñas se vean como siempre, para que haya una parte de ella que le resulte familiar. En ese momento, tres casas más allá, Rainer ya está sobre la camilla del sótano, los brazos y las piernas encorreados al borde de metal. George le acaba de poner un trapo en la boca. El anciano abre los ojos, siente que está adentro de una pesadilla, siente que es otro, piensa que eso que está pasando le está pasando a otro. George lo mira de muy cerca, le susurra al oído:

Vengo de parte de Laura Trujillo.

No dice nada más. Se sacude la ropa, sube la escalera, camina a la casita rosada y toca el timbre. Ariadna ya lo vio llegar a través del rombo de vidrio pero espera un rato antes de abrir la puerta. El malecón está desierto, como siempre, de modo que buscan un taxi dos cuadras más allá…

… Para Ariadna, la noche es decepcionante. George no solo no intenta seducirla, ni se deja seducir, sino que da la impresión de tener la cabeza en otra parte. De vuelta en casa, ella se queda varias horas rodando en la cama. Por fin concilia el sueño y duerme hasta media mañana. Recién cuando baja a desayunar nota la ausencia de su padre.

Cuando sale para ir a la comisaría de Maranga, horas después, George aparece en la calle. Ella está sollozando, él la escucha y la acompaña. En la comisaría, Ariadna apenas puede hablar. George le dice a un policía que él vio a Rainer salir de casa cerca de las nueve de la noche, que hablaron un segundo y se despidieron y que él de inmediato tocó a la puerta de Ariadna y juntos tomaron un taxi para ir a Barranco. Ella confirma todo.

Una semana después, George va con ella a la Dirección de Personas Desaparecidas. De hecho, George pasa con ella varias horas de cada día a partir de entonces. Deja de lado a los chicos de San Marcos y la Católica, y a los chicos del taller (yo no lo vi más). A veces va al Medialuna, le lleva comida a Hildegardo, habla con Rita Moreno, tienen sexo en un depósito en la trastienda de la recepción, a veces salen, otras veces él va solo al cine. Pero todos los días regresa donde Ariadna. Es importante decir que no la acompaña hipócritamente. De verdad se compadece de ella, del hecho de que ella tenga que sufrir por lo que él está haciendo.

El resto del tiempo George está con Rainer, en el sótano de la casona…

… El viejo muere el 11 de setiembre. A la mañana siguiente George deja una nota anónima en el periódico donde yo trabajo. ¿Lo hace por eso? ¿Porque sabe que yo estaré ahí? [Me lo pregunté muchas veces: ahora creo que no, que esa decisión suya no tuvo nada que ver conmigo]. En la nota dice que ha ocurrido un homicidio y dice dónde hallar el cadáver y dónde hallar al asesino, un senderista llamado Hildegardo Acchara, que está alojado en el hostal Medialuna, en Miraflores, bajo el nombre de Ronald Flores. Esa nota (una carta de dos páginas, que dice muchas cosas más) es el último rastro que deja George antes de desaparecer para siempre…

DIARIO, 29 de agosto de 2015

A la luz de lo que descubro años después, es posible especular que, durante los cincuentaicinco días en que George tuvo a Rainer secuestrado, lo sometió a diversas torturas. Pero también es posible que, más allá de maniatarlo y amordazarlo, no infligiera sobre él ninguna violencia adicional. Al menos no mientras estuvo con vida. Pero sí después. Porque en el acta del médico forense consta que en el cráneo de Rainer se encontró un agujero, horadado con un taladro, bastante más grueso que los dedos de un adulto, que llegaba hasta el ventrículo izquierdo del cerebro. El médico está seguro de que fue hecho post mortem, aunque no se atreve a decir con qué objetivo.

Yo sí lo sé.

Yo imagino a George asomando por el hoyo en el cráneo de Rainer, acercando un ojo, cerrando el otro, para ver mejor, alejarse y estirar el índice y meterlo en el hueco, tantear adentro, tocar con la yema del dedo, pensar que sí, que ahí estaba, que eso era.

Eso tiene que ser, habrá pensado George: es la piedra.

(Pobre hombre, pobre muchacho, buscando la piedra de su locura en una cabeza ajena).

Eso último no se ve en la película que grabó en esos cincuentaicinco días, y que yo veo casi todas las noches desde hace cuatro años en este sótano bajo la biblioteca de mi casa (George hablando en primer plano, Rainer detrás, amarrado a la camilla); una película que conseguí en el año 2013, cuando ya se me había revelado el resto de la historia, cuando ya sabía quién era de verdad Rainer Enzensberger y quién era Laura Trujillo y ya me había cruzado con la legión de fantasmas que llevaron a George a ese sótano y lo obligaron a convertirse en ese monstruo.

DIARIO, 2 de setiembre del 2015

He llamado a Gus Fowley Partridge y le he pedido que no venga.

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