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Aus der Reihe: Minimalia erótica #170
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5

La voz que llegó por el interfón era la de ella, y fue ella misma quien acudió a abrirle la puerta. Estaba deslumbrante, como siempre, pero quizás había llorado, y su atuendo era de intimidad. Unas incipientes ojeras, en el rostro limpio de maquillaje, le daban un cierto aire de Dolorosa medieval, y su esbelta silueta se recortaba en contornos difusos contra las penumbras del jardín antiguo sobre el que comenzaba a caer la noche.

De ser interrogado por el adjetivo que mejor describía a Fernanda, Martín habría contestado sin vacilar: distinguida. Y en ese momento de revelación, envuelta en una pálida y ligera túnica que ondeaba levemente, su distinción adquiría un cierto aire fantasmal: “¿Quién es ésta que se descubre como el alba?”

Confundido en sus entrañas como no recordaba haberlo estado nunca, Martín cerró lentamente la puerta a sus espaldas e intentó el principio de una torpe plática convencional. Ella no dio muestras de escucharlo. Mirándolo a los ojos, impávi­da, como hablando desde el fondo de un túnel, pronunció con mucha suavidad la frase que volvía superflua cualquier otra palabra.

“No hay nadie” dijo, y Martín no necesitó más para enten­der en un flamazo que ceder a la tentación es siempre un acto de humildad.

6

Al escuchar la perentoria declaración de una Fernanda conteni­damente febril, Martín sintió un violento hervor de su sangre en la palma de las manos, en la nuca, en la garganta, en toda su piel al mismo tiempo. Todavía vaciló un instante infinitesi­mal en el que se conjugaron todas las dudas de su existencia, y luego se abalanzó sobre ella, con un jadeo sordo de animal sofocado. Abarcó con un abrazo furioso los gráciles y firmes contornos del cuerpo apenas cubierto por la seda, e incrustó el rostro en el pelo negrísimo y oloroso a milenios de tentación.

Acaso complacida por la ruda vehemencia, Fernanda le indicó, con suavidad en la voz y languidez en el cuerpo, la primera norma de conducta.

—No —murmuró dejándose estrujar pasivamente por el abrazo—. Aquí no.

Martín, sintiendo que le explotaba la fiebre en el pecho, no supo ni le importó saber si estaba de acuerdo. Lo único en que pudo pensar fue en la desesperada urgencia de llegar inmedia­tamente a donde fuera “aquí sí”

Movido menos por un impulso romántico, ciertamente im­propio de él, que por la necesidad imperiosa de no perder el contacto con ese cuerpo tan esperado, Martín la alzó en brazos y echó a andar a grandes trancos hacia la casona en penumbras que parecía contemplar la escena con la displicencia de quien ya lo ha visto todo..


Fernanda cedió a ese gesto febril como antes al abrazo, sin compartirlo del todo ni resistirlo en absoluto. Pasó los brazos indolentes por el cuello de Martín, cerró los ojos en un abandono sin reservas, y un principio de sonrisa pareció esbozarse en su rostro perfecto. La espesa mata de su cabellera acarició el rostro de Martín y ondeó al viento como una gloriosa bande­ra de liberación.

Cruzó como un ciclón el jardín, provocando rumores de rocío a su paso, y penetró en la casa por la puerta principal, que no se distrajo en cerrar. Atravesó el vestíbulo, el corredor abovedado, la sala de recibir, la sala del piano, y desembocó resoplando en el salón de los antepasados, espacioso galerón desde el cual tres docenas de aburridos óleos de los Cuatro Apellidos y Algunos Más atestiguaban el arranque hacia las alturas de los escalones de mármol, de amplia huella y escaso peralte, entre gruesos barandales de hierro forjado con roseto­nes de bronce encajados en los huecos de las caprichosas volu­tas.

Ahí Martín sufrió un momentáneo titubeo: era la antesala de la verdad. Fernanda, que percibió su vacilación, hizo una lánguida señal con la mano: “Sube”.

Era el salvoconducto supremo y él evocó mentalmente el inocente alarde del valsecito peruano:

Mi sangre,

aunque plebeya,

también tiñe de rojo.

Manteniendo su languidez, Fernanda lo guió por los veri­cuetos de los aposentos privados, menos numerosos que am­plios, hasta entrar en lo que evidentemente era la recámara de ella, fiel reflejo de la levedad que sin remedio transmitía a todo cuanto la rodeaba. Absorto en Fernanda, apenas si captó Martín el ambiente general, vaporoso, de la habitación.

Lo que no pudo dejar de percibir fueron los espejos. Una profusión de espejos de todos tamaños, colgados, empotrados, remetidos, colocados, puestos, pegados, que creaban con su perpetuo intercambio de engaños un inquietante juego de pers­pectivas. Entre esa multiplicación de imágenes, dominaba la recámara en su centro, como un lujurioso altar de la molicie, una alta y enorme cama montada sobre una tarima de dos escalones y cercada por velos que descendían desde las alturas de un baldaquino de rebuscadas columnas salomónicas de madera.

Martín la depositó sin demasiadas ceremonias sobre el mullido edredón de plumas de ganso, y con un sofoco que ya no era solamente de pasión, la miró extasiado, todavía sin creerlo del todo. Recordó la sentencia de san Pablo, que tan eficazmente solía calmar su conciencia en tales ocasiones: “Los pecados de la carne serán perdonados, mas no los del espíritu”. Y él menos que nunca ponía en duda en tales mo­mentos la sabiduría teológica.

Ella, siempre sin abrir los ojos, levantó los brazos como en ofrenda y él entendió lo que quería decir. Tomó el borde infe­rior de la túnica y lo enrolló poco a poco, con manos ligeramente temblorosas, sobre el cuerpo que se fue arqueando a su paso. Bajo la túnica, sin transición de ropajes intermedios, estaba ella en estado de gracia. La piel tersa y de color unifor­me. La cintura estrecha, apretada. Las levantadas nalgas eran duras, pequeñas, y con una suave depresión en su cara exter­na. Los muslos, fuertes, pero no musculosos. Los senos, de cáliz de orfebre veneciano, no admitían otro adjetivo que el insatisfactorio, pero inevitable “turgentes”, y vibraban con firmeza siguiendo la cadencia pausada que Fernanda imponía al descubrimiento de su cuerpo. Y el velloncito minucioso, parejo, como trazado a regla, añadía al casi doloroso deseo de Martín, el puro deleite de la contemplación: “Tu vientre, un montón de trigo cercado de violetas; los dos pechos tuyos como dos cabritos mellizos de una cabra”.

Era la clase de cuerpo compacto, él lo sabía muy bien, que no viene tan sólo de la relativa juventud, los genes selectos y las proteínas abundantes desde la cuna, sino también de la discipli­na y el ejercicio implacable. Estaba enterado de que ella iba al gimnasio con frecuencia, pero nunca sospechó que lo tomara tan en serio.

El olor de su desnudez era a cosa fresca, a fruta sin cortar, a aparato electrónico recién desempacado. Mientras Fernanda mantenía los ojos cerrados y se arqueaba calmosamente sobre la cama como gata golosa, Martín adivinó de algún modo lo que ella deseaba y comenzó a recorrerla entera con la lengua.

De pronto, al levantar la vista mientras lamía el tobillo, su mirada tropezó consigo misma: la base inferior del dosel, es decir el techo de la cama, era un gran espejo que no podía ser, como acaso los demás, para la práctica de la vanidad, sino para las artes del amor. Y desde ese nuevo ángulo, la arrebatadora belleza de Fernanda resultaba aún más enajenante. Martín no quiso especular de quién podría haber sido la idea sorprendente de tan obvia; simplemen­te la agradeció desde el fondo de su corazón.

Ésa era para Martín la prueba de fuego de toda experiencia: si lograba capturarla en el aquí-y-ahora. Porque siempre su mente tendía a fugarse, a separarse de lo que él estuviera haciendo, para juzgar y evaluar el acto desde la fría distancia del pensamiento, en vez de actuarlo simple, espontáneamente. Sus clases de budismo zen le prevenían enfáticamente contra ese perverso desvío de la atención. Tienes que concentrarte, le decían una y otra vez, en lo que estás haciendo, sea lo que sea. Todo tu ser debe estar en lo que estás, o no estás en ninguna parte.

En ese momento, en ese lugar, que eran todo el tiempo y todo el espacio, él estaba con Fernanda, y por una vez parecía estar logrando la concentración absoluta en el acto presente.

En esa cama, se dijo, instante por instante comenzaban y terminaban el universo y la eternidad. Y al momento se dio cuenta de la contradicción: otra vez estaba pensando lo que estaba haciendo, no lo estaba haciendo sin más. Se exigió, abatido, borrar toda idea, poner su mente en blanco y hundirse entero en la experiencia. ¡Pero ya! Y se puso talmúdico: Si no él, ¿quién? Si no entonces, ¿cuándo?

Sin interrumpir el meticuloso recorrido de su lengua por las inacabables sinuosidades del cuerpo que se cimbraba como bambú al paso de la caricia, Martín fue despojándose de sus ropas con movimientos bastante desaliñados, pero eventualmen­te efectivos, hasta que su desnudez acompañó a la de Fernanda en el estanque ilusorio del espejo en el dosel.

Se dejó sin embargo los gruesos lentes de fino arillo metáli­co, porque quitárselos era tanto como sacarse los ojos. Al ver su propio cuerpo reflejado arriba junto al otro espécimen soberbio, debió Martín reconocer que no obstante su pasado no tan remoto de gimnasta universitario, y a pesar de las dietas, los ayunos y los trotes diarios que lo conservaban en un estado físico superior al normal de su edad, no eran ellos dos animales comparables.

Ante la deslumbrante turgencia de carnes y perfección de líneas de Fernanda, su propia figura con lentes justificaba el concluyente dictamen del espejo: no eran, él y ella, animales equivalentes. Ya ni siquiera sus glúteos, construidos en la última adolescencia a punta de ejercicio implacable, y antaño reputados como “sexys” por algunas amigas de buena volun­tad, eran lo que habían sido.

 

En muchos aspectos había él llegado tarde a Fernanda. Unas mil canas y desveladas tarde; cientos de libros y botellas tarde; docenas de frustraciones y colesteroles tarde; dos o tres arrugas y gonorreas tarde.

Su mente había olvidado muchos de esos agravios, pero su cuerpo guardaba, en testimonio de un deterioro acumulado, eficaz memoria de todos y cada uno de ellos. Era, en fin, ese cuerpo sombra de aquel otro menos dañado, el que había conservado encendido un fuego ante el altar de Fernanda, y el que ahora llegaba como buenamente podía a esa cita tan largamente deseada.

Pero él sabría, se prometió recuperando el ánimo, compen­sar con ardor, con experiencia, con entrega, lo que ella le aventajaba en estética. Así que redobló la demora, la tardanza provocativa y esmerada de su lengua en cada milímetro del cuerpo fogoso que comenzaba ya claramente a acelerar sus ondulaciones.

Aspirando con fruición los diversos aromas de cada región de la piel explorada, Martín empezó a entender la maliciosa sabiduría de los espejos repartidos por la recámara. Desde la cama, y solamente desde ella, se descubría que la distribución de los espejos no era caprichosa. Estaban perfectamente orien­tados para crear en su conjunto una escenografía despiadada y simultánea, desde todos los ángulos posibles, de cuanto en la cama ocurría. Así, formaban una suerte de ojo de mosca del erotismo doméstico, una especie de foro a la impudicia, dise­ñado para el exclusivo solaz de los ocupantes de ese mullido tabernáculo de voluptuosidad. Lo cual le hizo recordar aquella falsa cita de Borges sobre lo abominables que son la cópula y los espejos, porque multiplican y divulgan el visible universo, que es una ilusión o más precisamente un sofisma.

Fernanda, siempre con los ojos cerrados y siempre cule­breando el cuerpo, comenzó a gemir cuando la lengua de Martín bajó de los pezones inflamados al clítoris tirante. Fue al principio un gemido quedo, como de cachorro desamparado. Y cada vez más alto. Y cada vez más rápido. Y cada vez más potente. Y a la lengua de Martín se unieron sus labios y sus dientes. Y las imágenes en los espejos se desbocaron. Y Mar­tín se retorcía de furor con el rostro remachado en la viscosa entrepierna, y las uñas de sus manos se clavaban sin misericor­dia en las nalgas endurecidas del cuerpo ajeno fuera de con­trol. Fernanda, además de agitarse como traspasada por brutales choques eléctricos, comenzó a azotar el rostro de un lado a otro y a morderse sin piedad el labio inferior, mientras sus manos afianzaban encarnizadamente la cabeza de Martín con­tra su ávida ranura.

El primer grito de Fernanda fue como el bramido único de una fiera herida. Los siguientes, que pusieron a Martín en un estado de fiebre enloquecida, llegaron a confundirse con la espeluznante serie de alaridos de quien es torturado por un experto.

Martín, con su ansiosa boca prendida al capullo de Fernan­da como a su última esperanza, pensó que no podría soportarlo más. Mil generaciones de antepasados varones le pateaban el cerebro con la orden fulminante de montar en ese mismo instante esa atroz cabalgadura. Era un apremio de barbarie, absoluto y tajante, el más primario e irracional de todos, que él supo de algún modo que debía resistir hasta que brotara de ella la exigencia de consumar el rito.

De pronto Fernanda lo jaló rabiosamente hacia sí, y de un zarpazo preciso aferró con violencia la erguida heráldica de Martín —su ya a esas alturas muy adolorida heráldica— y la encajó de golpe y sin miramientos en el húmedo vellón que se convulsionaba como yegua salvaje.

Gritando y sacudiéndose como endemoniada, Fernanda se encargó de pulverizar en un par de minutos la tremebunda erección de Martín, quien sin poder contenerse derramó bien adentro de ella tres caudalosas oleadas de tributos estupefactos, en un síncope de agonía y dando gracias a Dios por el milagro de estar vivo.

No era eso a lo que estaba acostumbrado Martín. Para él la mecánica del amor exigía perpetuarse en la refriega del balanceo a cualquier ritmo, con el sexo pausado de un dinosaurio, hasta que su compañera, saturada de crestas y valles de emo­ción, le suplicara entre quejidos lastimeros concluir por favor la tortura. Y aun entonces él se complacía en demorar el clí­max con saña de verdugo distraído, satisfecho de un dominio que en más de una ocasión le había dejado las rodillas irritadas por el frote excesivo con las sábanas.

Era así como su marca, como de hierro al rojo, solía gra­barse en el alma de sus inspiraciones. O al menos eso prefería él creer.

Y era así como Martín obedecía su vocación de apóstol del erotismo y de maestro de la dilación en un paraje estadístico donde tres cuartas partes de la población masculina en edad de merecer sufrían de eyaculación precoz.

Fernanda, jadeante debajo de él, comenzó a pasar de la crispación al relajamiento. Su respiración se fue aquietando, y minúsculas gotas de sudor brillaron en su cuello y en sus axilas de durazno. Martín sentía su progresivo aflojamiento como un triunfo de la paz, en tanto que la espesura del vellón minucioso aprisionaba aún su heráldica con pastosa tenacidad. Era sorprendente la fuerza que tenía Fernanda en los músculos vaginales; no guardaba él memoria, en su extenso catálogo de nidos, de ningún otro nido tan vigoroso.

Tampoco recordaba otro sabor íntimo como el suyo. La experiencia le había permitido verificar a Martín un conoci­miento confidencial transmitido con celo por los varones de su familia desde tiempos remotos, según el cual si las cosas se parecen a sus dueños y los perros se comportan como sus entrenadores, las vaginas exhiben a sus dueñas. Puesto en la fórmula escueta que utilizó su padre al comunicarle el secreto el día en que él cumplió 18 años: igual que su lubricante, es la mujer.

Para Martín esa regla había demostrado ser artículo de fe. Como una denuncia insobornable, como una confesión bajo drogas, como una evidencia más fiel que una huella digital, así había llegado él a considerar al elíxir de bienvenida, que reve­laba la cruda verdad de su propietaria con un veredicto sin apelación. Amarga, ácida, dulce, agria, insípida, melosa, espesa, picante, tibia, escurridiza, generosa… Como fuera una, era la otra. Todo el secreto estaba ahí.

Ese sencillo conocimiento ancestral le había ahorrado a Martín muchos desengaños, y gracias a él ahora estaba seguro de dos cosas: Fernanda era mucho más de lo que aparentaba ser, y no iba a desengañarlo. Su linfa era distinta a cuantas él recordaba. Grata y serena, incitante al olfato y placentera al gusto, tierna al tacto y sugerente a la vista, era una linfa hospi­talaria, amable y a la vez tentadora, de una feminidad altiva y confiada: la linfa de una real y apasionada dama. Tenía razón la serenata reiterada:

Nuestras almas se acercaron tanto así,

que yo guardo tu sabor

pero tú guardas también

sabor a mí.

7

Después de un largo rato de quietud sabiamente concedido a la sedimentación del amor, ella abrió los ojos, con indolencia suprema, y le sonrió como somnolienta. Tomó el rostro de él y lo besó suavemente en los labios. No parecía sorprenderle su breve desempeño. Quizá creía que siempre era así. Sin duda, con otro —¿o con otros?—, pero no con él. Ya se encargaría de desengañarla. Y se juró a sí mismo que la próxima vez, la próxima vez…

Mientras tanto, una inquietud lo acosaba. Se apoyó en los codos para separarse unos centímetros de Fernanda y la miró a los ojos. La pregunta era obvia: ¿por qué él?

“¿Por qué no?”, contestó ella. Era su primera vez, es decir, la primera ilegal, y muy probablemente la última, aunque no se arrepentía. No es que le diera culpa. Era algo que tenía que hacer desde hacía mucho. Se lo debía a sí misma. Además él y ella eran antiguos conocidos, y ella sabía que lo atraía. Además él era discreto. Y…, continuó con una sonrisa mali­ciosa, Rogelio le había dicho que tenía fama de buen amante.

De modo, pensó Martín, que el miserable de Rogelio Cua­tro le había contado de él. ¿Qué más le habría dicho? ¿Que eran compinches del metódico libertinaje corporativo, pagado siempre por la constructora? ¿Que en sus fiestas privadas frecuentemente rivalizaban en la alfombra de la sala, entre el coro de aduladores, duraciones sobre sus respectivas cabalgaduras, y que casi siempre ganaba Martín? ¿Que en el asoleade­ro de algún penthouse ellos dos habían servido de panes del sándwich a cierta actricita que gustaba de actuar en esa clase de rodajes como rebanada de jamón? ¿Que una atlética negra fisicoculturista por poco estrangula a Rogelio con los muslos en una apartada playa de Oaxaca, mientras él y su vedette panameña los rociaban a chorros con champaña tibia? ¿Que en una suite de Cancún compartieron el mismo lecho con dos monumentales canadienses de ocho metros de altura, a las que montaron cuatrapeados sobre ellas mientras se saboteaban mutuamente el entusiasmo haciéndose uno al otro cosquillas en las plantas de los pies con plumas de ganso de un edredón destripado? ¿Le habría informado que esas experiencias eran divertidas, pero no excitantes? ¿Que eran más demostraciones de poder que búsquedas del placer? ¿Que el propósito de toda bacanal era alimentar el olvido y no la memoria, la trivialidad y no la hondura? ¿Que esos juegos tribales no alcanzaban la categoría de pecados sino, cuando mucho, de travesuras? ¿Podría adivinar Fernanda que en esos retozos simplemente no era posible alcanzar las conmociones telúricas que él acababa de experimentar con ella en ese lecho megalómano? ¿Qué tanto sabría ella, contado por Rogelio?

Martín quiso saber si había estado a la altura de sus reco­mendaciones, y en respuesta la risa de Fernanda esta vez casi pareció franca y sonora. Para deleite de Martín, se confirmaban a gran velocidad sus hallazgos vaginales. Mientras la fingida pazguatez de ella para consumo social se desgarraba a jirones, Fernanda estaba revelando, minuto a minuto, facetas nuevas y fascinantes. Sobre todo, un agudo sentido del humor, la única cualidad que para Martín distinguía a los seres huma­nos de los primates y de las estatuas.

Algún comentario hizo él en ese momento sobre la esceno­grafía de espejos, y ella le preguntó si le gustaba ver.

El asintió con la cabeza, y entonces ella estiró un brazo hacia atrás. En una esquina de la cabecera un tablero mostraba varios controles manuales. Fernanda hizo girar una perilla para que todas las luces de la recámara disminuyeran de intensidad hasta casi desaparecer. Luego oprimió uno de los botones, y el gran espejo superior se iluminó desde su parte posterior con una enorme imagen de televisión.