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Aus der Reihe: Colección Oro
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El primero en observar las sombras que bajaban al lago desde el doble cuerno de la luna creciente fue el sumo sacerdote Gnai-Kah, así como las terribles nieblas verdes que al encuentro de las sombras se alzaban del lago. Estas envolvieron en terroríficas brumas las torres y cúpulas de Sarnath, cuyo destino ya había sido señalado. Más tarde, quienes se encontraban en las torres y afuera del recinto amurallado observaron luces muy extrañas en el agua y vieron que Akurión, la inmensa roca gris que se alzaba en la orilla a gran altura sobre ellas, estaba casi sumergida. Y el miedo, rápido aunque vago, comenzó a extenderse de tal manera que los príncipes de Ilarnek y de la lejana Rokol desmontaron y plegaron sus tiendas, huyendo veloces sin apenas saber la razón.

Ya cerca de la medianoche, todas las puertas de bronce de Sarnath se abrieron de golpe y por ellas corría una multitud enloquecida que se extendió por la llanura como una gran ola negra, con tal fuerza que todos los visitantes, príncipes o viajeros, huyeron despavoridos. En los rostros de la muchedumbre se notaba la locura nacida de un desmedido horror y sus bocas articulaban palabras tan terribles que ninguno de quienes escucharon semejantes cosas quiso comprobar sin eran verdad. Algunos hombres que tenían la mirada alucinada producto del pánico gritaban a los cuatro vientos lo que habían visto a través de los ventanales del salón de banquetes del rey, donde ya no se hallaban Nargis-Hei ni sus nobles, ni sus esclavos, sino una turba de criaturas verdes indescriptibles, que tenían ojos protuberantes, labios fláccidos, extrañas orejas y carentes de voz. Que estos horribles seres danzaban con espantosas contorsiones, sosteniendo en sus garras las bandejas de oro y pedrería de las que se brotaban llamas de un fuego nunca visto. En su huida de la ciudad maldita de Sarnath, los príncipes y viajeros que iban a lomos de caballos, camellos y elefantes volvieron la mirada hacia atrás y vieron como el lago continuaba engendrando nieblas, y que Akurión, la gran roca gris, estaba casi sumergida.

A través de toda la tierra de Mnar y de los países adyacentes se extendieron los relatos de quienes habían logrado huir de la ciudad de Sarnath. Las caravanas nunca más orientaron su rumbo hacia la ciudad maldita, ni tampoco desearon más sus metales preciosos. Transcurrió mucho tiempo antes de que algún viajero se dirigiese hacia allá y aún en ese momento solo se atrevieron a ir los jóvenes de cabellos rubios y ojos azules más valerosos y aventureros, que no tenían parentesco alguno con los pueblos de Mnar. Es verdad que estos hombres llegaron hasta el lago impulsados por el deseo de conocer la ciudad de Sarnath, pero aunque lograron ver el inmenso lago de aguas tranquilas y la gran Akurión, la roca que se elevaba en la orilla a gran altura sobre ellas, no pudieron observar la que fue maravilla del mundo y orgullo de la humanidad. En el lugar donde antes se habían levantado inmensas murallas de trescientos codos de altura y torres aún más altas, ahora tan solo se extendían riberas pantanosas. Donde antiguamente habían vivido cincuenta millones de hombres, ahora tan solo se arrastraba el detestable reptil acuático. Ni siquiera quedaban las minas de metales preciosos. La MALDICIÓN había caído sobre Sarnath.

Sin embargo, lograron observar un curioso ídolo de piedra verdemar semienterrado entre los juncos, era el antiquísimo ídolo que representaba al gran reptil acuático, Bokrug. Tiempo después, este ídolo fue transportado al gran templo de Ilarnek y fue adorado en toda la tierra de Mnar el día que el doble cuerno de la luna creciente asoma en el cielo.

The Doom that Came to Sarnath: escrito en 1919 y publicado en 1920.

La nave blanca15

Mi nombre es Basil Elton, y soy el guardián del faro de Punta Norte que fue cuidado por mi padre y por mi abuelo antes de hacerlo yo. Alejado de la costa, la torre gris del faro se levanta sobre rocas hundidas que emergen cubiertas de limo al bajar la marea y que se vuelven invisibles cuando la misma sube. Desde hace un siglo, pasan delante de este faro las majestuosas naves que surcan los siete mares. Eran muchas en los tiempos de mi abuelo, no tantas en los tiempos de mi padre, y hoy son tan pocas, que por momentos me siento extrañamente solo, como si yo fuese el último hombre sobre la tierra.

Aquellas grandes embarcaciones de blancas velas venían de costas muy lejanas. De las lejanas costas Orientales donde brilla un sol cálido y dulces fragancias perduran en los alegres templos y en los raros jardines. Mi abuelo era visitado a menudo por viejos capitanes de mar que le contaban estas cosas, que luego él le contaba a mi padre, y que mi padre me contaba a mí cuando el viento del este aullaba misterioso en las largas noches de otoño. Más tarde, cuando todavía era un niño y me entusiasmaba lo prodigioso, yo leí más sobre estas cosas, y sobre otras muchas, en los libros que me regalaron aquellos hombres.

Sin embargo, más asombroso que el saber de los libros y de los ancianos es el saber secreto del océano. El océano nunca está en silencio, es azul, verde, gris, blanco o negro, tranquilo, agitado o montañoso. Toda mi vida lo he visto y escuchado y lo conozco bien. En un principio, solo me narraba historias sencillas acerca de playas serenas y puertos minúsculos, pero con el pasar del tiempo se volvió más amigo y me habló de otras cosas. Eran cosas más extrañas, más lejanas en el tiempo y en el espacio. Muchas veces, en horas de la tarde, los vapores grises del horizonte se abren para permitirme fugaces visiones de las rutas que hay más allá. Otras veces, durante la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes y me han permitido observar las rutas que hay debajo de ellas. Estas visiones eran de las rutas que existieron o pudieron existir, así como de las que aún existen, porque el océano es más antiguo que las montañas y lleva y trae los recuerdos y los sueños del Tiempo.

La Nave Blanca navegaba serena y silenciosamente sobre el mar cuando la luna llena se encontraba muy alta en el cielo. Solía venir del sur, y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, o el viento fuese contrario o favorable, la nave se deslizaba serena y silenciosamente con sus grandes velas distantes y su larga y extraña fila de remos de rítmico movimiento. Una noche logré observar a un hombre de barba y muy ataviado en la cubierta que parecía hacerme señas para que navegara con él rumbo a costas desconocidas. Lo volví a ver muchas veces en las noches de luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.

La noche en que respondí a su llamado la luna brillaba en todo su esplendor y yo crucé hasta la Nave Blanca por el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas. El hombre que me había llamado dijo unas palabras de bienvenida en una lengua que me era familiar y las horas transcurrieron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos silenciosamente rumbo al misterioso sur que aquella tierna luna llena iluminaba con su esplendor.

Cuando despertó el nuevo día, sonrosado y luminoso, pude ver la verde costa de unas desconocidas tierras lejanas, hermosas y radiantes. Orgullosas terrazas salpicadas de árboles se elevaban desde el mar, entre los que asomaban de un lado y del otro los brillantes tejados y las blancas columnatas de unos exóticos templos. Cuando nos acercábamos a esa exuberante costa, el hombre de barba habló de esa tierra donde moran los sueños y los bellos pensamientos que ocupan a los hombres algunas veces y que luego estos olvidan, la tierra de Zar. Cuando me giré para contemplar las terrazas una vez más, comprobé que lo que decía era cierto, pues entre las visiones que tenía frente a mí había muchas cosas que yo había visto entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y también en las fosforescentes profundidades del océano. Además, había formas y fantasías tan espléndidas, que eran incomparables con ninguna de cuantas yo había conocido, visiones de poetas jóvenes que murieron en la pobreza antes de que ninguna persona supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero, no descendimos en los prados inclinados de la tierra de Zar, pues se comenta que aquel que se atreva a pisarlos puede que no regrese nunca a su costa natal.

Cuando la Nave Blanca comenzó a alejarse silenciosamente de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, divisamos en el horizonte lejano las torres de una importante ciudad, y me dijo el hombre de barba:

—Aquella es Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas, donde habitan todos los misterios que el hombre ha querido desentrañar inútilmente.

Cuando nos acercamos, volví la mirada y vi que era ciudad más grande de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo de tal manera que no era posible ver sus extremos y sus murallas grises y terribles se extendían mucho más allá del horizonte y tan solo dejaban asomar algunos tejados misteriosos y siniestros, los cuales estaban adornados con atractivas esculturas y magníficos frisos. Comencé a sentir un deseo ferviente de ir a tan fascinante y repelente ciudad. Le supliqué al hombre de barba que me dejara desembarcar en el muelle, junto a la gran puerta esculpida de Akariel, pero se negó muy amablemente, diciendo:

—Muchas personas son quienes han entrado en la ciudad de las Mil Maravillas, pero ninguna ha regresado. En esa ciudad habitan tan solo demonios y locas entidades que dejaron de ser humanas. Sus calles están blancas con las osamentas de aquellos quienes vieron el espectro de Lathi que reina en la ciudad de Talarión.

Así, dejando atrás las murallas de Talarión, la Nave Blanca reemprendió el viaje y durante muchos días siguió a un ave que volaba hacia el sur y cuyo plumaje era tan brillante que rivalizaba con el cielo del que había surgido.

 

Más tarde llegamos a una costa plácida y alegre en la que, hasta donde alcanzaba la vista, abundaban las flores de todos los colores y donde encantadoras arboledas y hermosas glorietas florecían bajo el sol meridional. De unos tramados de plantas que no alcanzábamos a ver brotaban canciones y deliciosos fragmentos de lírica armonía, los cuales se escuchaban salpicados de risas. Eran tales mis ansias por llegar a ese fabuloso lugar, que exhorté a los remeros a que hicieran un esfuerzo para llegar más rápido. El hombre de barba no dijo nada, pero, mientras nos acercábamos a la orilla plantada de lirios, me miró largamente. De pronto, un viento sopló por encima de aquellos prados floridos y frondosos, y arrastró una fragancia que me hizo temblar. El viento aumentó y toda la atmósfera se llenó de olor a muerte, a putrefacción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras, desesperadamente, nos alejábamos de aquella costa maldita, el hombre de barbas habló:

—Ese es el País de los Placeres Inalcanzados, su nombre es Xura.

Nuevamente, día y noche, durante días, la Nave Blanca navegaba siguiendo al pájaro que volaba en el cielo por mares cálidos y venturosos, y era empujada por brisas acariciadoras y fragantes. Cuando asomó la luna llena, tan dulce como aquella lejana noche en que abandonamos mi tierra natal, se escucharon las suaves canciones de los remeros. A la luz de la luna, anclamos al fin en el puerto de Sona-Nyl, el cual está protegido por los dos promontorios gemelos de cristal que surgen del mar y que se unen formando un magnífico arco. Sona-Nyl era el País de la Fantasía y bajamos en su verdeante costa por un brillante puente que construyeron los rayos de la luna.

En el país de Sona-Nyl no existían ni el tiempo ni el espacio, ni el sufrimiento ni la muerte. En ese lugar habité durante un tiempo sin fin. Verdes eran las arboledas y los pastos, fragantes y brillantes las flores, azules y cantarines los arroyos, claras y frescas las fuentes, magníficos e imponentes los templos y los castillos y todas las ciudades de Sona-Nyl. Son tierras sin fronteras, pues más allá de cada hermosa vista se alza otra más hermosa aún. Por los campos, igual que por las espléndidas ciudades, las personas están felices y se mueven a su antojo. Además, todas ellas poseen una gracia infinita y gozan de una alegría inmaculada. Durante el tiempo infinito en que habité en ese lugar, circulé feliz por jardines donde se observan singulares pagodas entre bellos macizos de arbustos y donde los blancos caminos están adornados de flores delicadas. Subí a la cima de las ondeantes colinas y desde allí pude admirar encantadores y bellos paisajes, con pueblos asentados en el regazo de verdes valles y ciudades con gigantes cúpulas doradas brillando en el horizonte infinitamente lejano. También contemplé, bajo la luz de la luna, el mar resplandeciente, los promontorios de cristal, y el calmado puerto en el que la Nave Blanca permanecía anclada.

Una noche del inolvidable año de Tharp, vi la silueta recortada contra la luna llena del pájaro celestial que me llamaba, y comencé a sentir los primeros síntomas de inquietud. Fui a hablar con el hombre de barbas y le mencioné mis nacientes deseos de partir hacia la lejana ciudad de Cathuria que, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente, nunca ha sido vista por hombre alguno. Los hombres pregonan que es el País de la Esperanza, que en ella resplandecen las ideas perfectas de todo cuanto conocemos. Pero el hombre de barba me dijo:

—Debes cuidarte de esos mares peligrosos donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. Aquí en Sona-Nyl no existen ni el dolor ni la muerte, pero, ¿quién puede saber qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?

Sin embargo, el plenilunio siguiente me embarqué en la Nave Blanca y abandoné el feliz puerto, rumbo a mares inexplorados, junto al renuente hombre de barba.

Guiándonos con su vuelo, el pájaro celestial nos llevó hasta las columnas basálticas de Occidente. Esta vez los remeros no cantaron sus dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, a menudo veía el desconocido país de Cathuria con espléndidos jardines y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me estarían esperando. “Cathuria”, me decía, “es el hogar de los dioses y el país donde existen incontables ciudades de oro. Igual que los de Camorin, sus bosques son de sándalo y aloe, y entre sus árboles trinan alegres pájaros que entonan amables cantos. Entre sus verdes y floridas montañas se elevan templos de mármol rosado, ricos en bellas pinturas y bellas esculturas, con hermosas fuentes de plata en sus patios donde burbujean, con una música encantadora, las frescas aguas del río Narg, el cual nace en una gruta. Las ciudades del país de Cathuria están cercadas con murallas de oro y también lo son sus pavimentos. En los jardines de las ciudades hay exóticas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de ámbar y coral. Durante la noche, las calles y los jardines están iluminados con alegres linternas, elaboradas con las conchas tricolores de las tortugas y se escuchan las suaves notas del cantor y del tañedor del laúd. Todas las casas de las ciudades de Cathuria son palacios construidos junto a un canal que lleva las fragantes aguas del sagrado río Narg. Son casas de mármol y de pórfido, y los techos, también de oro centelleante, reflejan los rayos del sol y hacen más hermosas las ciudades que, desde lejanos picos, son contempladas por dioses bienaventurados. Lo más maravilloso es el palacio del gran rey Dorieb, de quien muchos dicen que es un semidiós y otros que es un dios. El palacio de Dorieb es muy alto y sobre sus murallas se alzan muchas torres de mármol. En sus grandes salones se reúnen multitudes y en ellos cuelgan trofeos de todas las épocas. El techo es de oro puro y está sostenido por altos pilares de rubí y de azurita donde han sido esculpidas figuras de dioses y de héroes de tal magnitud, que aquel que las mire creerá estar contemplando el Olimpo viviente. El suelo del palacio es de cristal, y bajo él corren, ingeniosamente iluminadas, las aguas del río Narg. En ellas nadan alegres peces de colores, desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria”.

Todo eso me decía a mí mismo de Cathuria, aunque el hombre de barba no dejaba de aconsejarme que regresara a las bienaventuradas costas de Sona-Nyl.

—El país de Sona-Nyl es conocido por los hombres, mientras que Cathuria jamás ha sido vista por nadie —decía.

Después de treinta y un días siguiendo al pájaro celestial, divisamos las columnas basálticas de Occidente. Estaban envueltas en niebla por lo que nadie podía ver más allá, tampoco se podían ver sus cumbres, razón por la cual dicen algunos que estas llegan hasta el cielo. Una vez más, el hombre de barba me suplicó que volviese pero no lo escuché, ya que procedentes de las brumas, más allá de las columnas de basalto, me pareció escuchar las notas de los cantores y los tañedores de laúd, más dulces que las canciones más dulces de Sona-Nyl, y que además, cantaban mis propias alabanzas. Eran las alabanzas de aquel que venía de la luna llena y que habitaba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellas notas melodiosas y penetró la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Cuando la música cesó y se levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en el medio del cual nuestra frágil embarcación navegaba hacia algún lugar desconocido. Al poco tiempo pudimos escuchar el lejano tronar de una cascada y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo sin fin. Entonces, con lágrimas en las mejillas, el hombre de barba me dijo:

—Los dioses son más grandes que los hombres y nos han vencido. Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que nunca jamás volveremos a contemplar.

Ante la caída inminente cerré los ojos y dejé de ver al pájaro celestial que, con burla, agitaba sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.

La caída nos precipitó en la oscuridad y escuché los gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Los vientos impetuosos del Este se levantaron y me traspasó el frío agachado sobre una húmeda losa que se había alzado bajo mis pies. Luego escuché otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía una eternidad. Abajo, en la oscuridad, podía reconocerse la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las crueles rocas y, cuando me asomé en la penumbra, descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.

Cuando entré de nuevo en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario que aún estaba como yo lo había dejado en el momento de partir. Al amanecer, cuando bajé de la torre busqué los restos del naufragio entre las rocas, pero solo encontré el cuerpo sin vida de un extraño pájaro cuyo plumaje era tan azul como el cielo y un mástil destrozado de un blanco más blanco que la nieve de los montes y el penacho de las olas.

Después de esto, el mar nunca más me ha contado sus secretos y aunque, muchas veces desde entonces, la luna ha brillado en los cielos con todo su esplendor, la Nave Blanca no regresó nunca más.

The White Ship: escrito y publicado en 1919.

La transición de Juan Romero16

Hablar de los hechos ocurridos en la mina Norton el 18 de octubre de 1894, no es agradable. Solo el sentimiento de obligación para con la ciencia es lo que me lleva a recordar ese momento de mi vida, lleno de escenas y hechos cargados de un intenso y espantoso horror por cuanto no puedo hablar de ello con claridad. Pero creo que debo contar cuanto sé de la, podemos llamarla, transición de Juan Romero antes de morir.

La historia futura no necesita saber ni mi origen ni mi nombre, de hecho, creo que es mucho mejor omitirlos, ya que cuando un hombre emigra de pronto a las colonias o a los Estados Unidos deja tras de sí el pasado. Por otro lado, lo que yo fuese en tiempos pasados no tiene la menor importancia en este relato, salvo tal vez por el hecho de que durante mi servicio en la India yo me sentía mejor entre los nativos maestros de barbas blancas que entre mis compañeros oficiales. Había estudiado no poco los diversos saberes orientales cuando sufrí las adversidades que me impulsaron a buscar una nueva vida en el gran Oeste americano. En esa vida me pareció mejor cambiar de nombre, el nombre que uso ahora, que es muy común y no significa nada.

Durante el verano y el otoño del año 1894, fui empleado como peón en la famosa mina Norton en las desérticas extensiones de las montañas Cactus, cuyo descubrimiento, algunos años antes, por un viejo geólogo había logrado que los alrededores de una zona apenas poblada se convirtieran en un caldero rebosante de mala vida.

Una mina de oro, que se hallaba bajo un lago en la montaña, había enriquecido a su anciano descubridor más allá de lo inimaginable y se había convertido en el escenario de infinitas labores de apertura de túneles que efectuaba la empresa que había terminado comprándola. Se descubrieron otras grutas de oro y la extracción del valioso metal resultaba en extremo abundante, por lo que un ejército de mineros, fuerte y variado, trabajaba día y noche en las innumerables galerías y profundidades de piedra. Un tal señor Arthur era el supervisor y a menudo disertaba sobre la particular formación geológica del lugar, especulando sobre el posible crecimiento de la red de cuevas e imaginando el futuro de la gran empresa minera. Él consideraba que pronto se franquearía la última de aquellas grutas auríferas las cuales eran el resultado de la imponente acción del agua.

Al poco tiempo de mi llegada y de haber sido contratado, también llegó a la mina Norton, Juan Romero. Él era uno más de la inagotable masa de sucios mejicanos que venían del país vecino. Desde un principio me llamó la atención por sus rasgos que, aunque eran con seguridad del tipo piel roja, resultaban sin embargo, llamativos por su tez clara y facciones refinadas, absolutamente distintas a las de los ordinarios “greasers” o payutes locales. Resultaba curioso que, siendo tan diferente de los indios hispanizados y de los indios puros, Romero no daba la impresión de poseer ni una pizca de sangre blanca. Él no era como el conquistador castellano, ni tampoco como el pionero americano. Él era, más bien, como aquel antiguo y noble azteca que viene a nuestra imaginación, cuando al amanecer, el callado peón se levanta y observa fascinado cómo el sol se pone sobre las colinas orientales y, al mismo tiempo, abre sus brazos hacia el planeta, como ejecutando un rito cuya naturaleza ni él mismo puede entender. Aparte de su rostro, Romero no poseía ni un rasgo de nobleza. Era sucio e ignorante y su lugar estaba junto a los demás mejicanos.

 

Me contaron más tarde, que venía de los niveles sociales más bajos de la zona. Cuando era muy niño fue el único superviviente de una terrible epidemia que acabó con todos y lo encontraron en la montaña en una choza muy pobre. Cerca de la choza, al pie de una fisura bastante insólita que había en la roca, se hallaban dos osamentas recién descarnadas por los buitres y se presume que eran los restos de sus padres. Nadie conocía sus identidades y en muy poco tiempo casi todos se olvidaron de ellos. Además, la fisura rocosa se cerró a causa de una avalancha que ocurrió más tarde y el derrumbe de la cabaña de adobe ayudó a borrar, aún más, todo aquello de la memoria. Romero fue criado por un cuatrero mejicano que le dio su apellido y Juan se diferenciaba muy poco de aquellos iguales a él.

Juan Romero solía mostrarme un aprecio que, sin duda, tenía su origen en el extraño y antiguo anillo hindú que yo usaba cuando no estaba trabajando en la mina. El cómo llegó a mis manos o su naturaleza, prefiero no comentarlo. El anillo era mi último lazo con un capítulo de mi vida que había cerrado para siempre y que tenía en gran estima. En corto tiempo descubrí que aquel mejicano con raro aspecto estaba interesado en él y lo observaba de una manera que alejaba cualquier sospecha de codicia. Los antiguos símbolos del anillo, aunque no podía haberlos visto antes, parecían despertar algún sutil recuerdo en su mente inculta pero despierta. Al poco tiempo de su llegada, Romero se comportaba como mi fiel sirviente, a pesar de que yo no era más que otro vulgar minero y nuestra comunicación era muy limitada. Yo, descubrí que el español que aprendí en Oxford era muy diferente a la jerga que hablaban los peones en Nueva España y Juan, sabía muy pocas palabras en inglés.

A continuación, relataré algunos sucesos que no fueron precedidos por profecía alguna. Aun cuando Romero me resultaba un personaje curioso y mi anillo le había afectado de manera tan particular, no creo que ninguno de nosotros tuviese una mínima idea de lo que ocurriría tras la gran explosión. Algunas consideraciones de tipo geológico recomendaban hacer una prolongación hacia abajo en la mina partiendo de la parte más profunda del área subterránea y, creyendo el supervisor que solo encontraría piedra sólida, fue colocada una inmensa cantidad de dinamita. Ni Juan Romero ni yo estábamos relacionados con ese trabajo, por lo fue a través de otras personas que nos llegaron las primeras noticias que tuvimos de los extraordinarios pormenores. La carga, seguramente más potente de lo esperado, pareció estremecer toda la montaña. En los barracones de la ladera, las ventanas saltaron en pedazos con la onda de choque, mientras que en los pasadizos cercanos los mineros fueron derribados al suelo. Muy cerca al lugar del estallido, el lago Joya se levantó como azotado por una tempestad. Al investigar, un nuevo abismo abierto sin fin se descubrió bajo el lugar de la explosión. Era una sima tan profunda que no había sonda de mano que pudiera medirla, ni lámpara alguna que pudiera iluminarla.

Sorprendidos, los picadores sostuvieron una reunión con el supervisor, que mandó grandes tramos de cuerda al inmenso hoyo, ordenando que esta fuera empalmada y se bajara sin descanso hasta tocar fondo. Los empalidecidos mineros no tardaron en informar al supervisor de su fracaso. Muy respetuosamente le informaron de su firme negativa a volver a descender en el abismo, y de ni siquiera volver trabajar en la mina, hasta que este fuese cegado. Era innegable que se encontraban ante algo que sobrepasaba sus expectativas, ya que hasta donde ellos habían experimentado, aquel abismo era infinito.

El supervisor no les hizo ningún reproche. Más bien, comenzó a reflexionar e hizo una gran cantidad de planes para el día siguiente y el turno de la noche no fue a trabajar esa tarde. Hacia las dos de la mañana, un coyote solitario comenzó a aullar en la montaña muy quejumbrosamente y en algún lugar dentro del terreno un perro, en respuesta al coyote o a lo que fuese, comenzó a ladrar. Sobre la serranía estaba formándose una tormenta y nubes con formas extrañas se veían correr espantosamente por un turbio camino de luz celeste que mostraba los intentos de una luna saliente por brillar a través de la multitud de capas de cirrostratos. La voz de Juan Romero, que se encontraba en la litera superior, me despertó. Tenía la voz tensa y alterada a causa de una indeterminada expectativa que yo no lograba comprender.

—¡Santo Dios!... ese sonido... ese sonido... ¡oiga usted!... ¿lo oye?... ¡Señor, ESE SONIDO!

Presté atención, sin dejar de preguntarme a qué sonido podría referirse. El coyote, el perro, la tormenta, todo eso era audible. La tormenta ahora cobraba fuerza, mientras el viento aullaba más y más furiosamente. Por las ventanas del barracón se veían los relámpagos y, enumerando los sonidos escuchados, le pregunté al nervioso mejicano:

—¡El coyote?... ¿el perro?... ¿el viento?

Pero Romero no contestaba. Luego, muy asustado, comenzó a murmurar:

—El ritmo, señor... el ritmo de la tierra... ¡ESA VIBRACIÓN BAJO LA TIERRA!

En ese momento yo también lo escuché. Escuché el sonido y sin saber por qué me estremecí. Abajo, muy por debajo de nosotros había un sonido —más bien un ritmo, tal como dijera Romero— que, aunque era débil, se imponía a los sonidos del perro, del coyote y de la tormenta que arreciaba. Tratar de describirlo no tiene sentido, ya que es imposible de describir. De todas sus características, fue su profundidad lo que más me impresionó. Podría decirse que era como el latido de la maquinaria debajo de los grandes buques, tal como se siente cuando se está en cubierta, aunque este sonido no era tan mecánico, tan desprovisto de vida y de consciencia. Algunos fragmentos de un pasaje de Joseph Glanvill que Edgar Allan Poe ha citado con tremendo efecto, regresaron a mi memoria...

“La amplitud y profundidad insondable de Su creación tienen una hondura mayor que la del pozo de Demócrito”.

De pronto, Romero saltó de su litera, y se detuvo ante mí para observar el raro anillo que estaba en mi mano, el cual brillaba de manera muy extraña ante cada relámpago y luego observaba intensamente en dirección a la boca de la mina. Yo también me levanté y durante un rato estuvimos quietos, afinábamos el oído mientras el sorprendente ritmo parecía cobrar más y más vida. Entonces, aparentemente, como sin voluntad, comenzamos a dirigirnos hacia la puerta que se batía a causa del temporal, dando una reconfortante sensación de realidad tangible. El canto que brotaba de las profundidades de las que emergía el sonido, aumentaba su volumen y su definición, y nos sentimos irresistiblemente urgidos a salir hacia la tormenta y hacia la hueca negrura de la mina.

Ningún ser viviente se cruzó en nuestro camino, ya que los hombres del turno nocturno habían sido liberados del trabajo y, sin duda, ahora se encontraban en el poblado de Dry Gulch, regando siniestros rumores al oído de los taberneros semidormidos. Sin embargo, en la caseta del vigilante, brillaba un pequeño cuadrado de luz amarilla igual que un ojo guardián. Al pasar me pregunté cómo habría afectado el rítmico sonido al vigilante, pero Romero tenía prisa y yo le seguí sin detenerme.