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Aus der Reihe: Colección Oro
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El buque misterioso4

I

El pequeño condado de Ruralville, durante la primavera de 1847, se vio sorprendido por una alteración general a causa de la entrada de un bergantín misterioso en el puerto. No tenía nombre. No izaba ninguna bandera y todo hacía que fuera de lo más sospechoso. El nombre del capitán era Manuel Ruello. Sin embargo, la curiosidad creció cuando John Griggs desapareció de su casa. Eso fue el 4 de octubre y el día 5 el bergantín había zarpado.

II

Cuando el bergantín zarpó, fue interceptado por una corbeta de los Estados Unidos y se produjo una tremenda batalla. Cuando finalizó, habían perdido a un hombre llamado Henry Johns.

III

El bergantín siguió su ruta hasta llegar a Madagascar. Allí los nativos huyeron aterrorizados. Cuando se agruparon nuevamente al otro lado de la isla, uno de ellos había desaparecido. Su nombre era Dahabea.

IV

Después de eso, se decidió que había que tomar medidas. Se ofreció una recompensa de 5.000 libras por la captura de Manuel Ruello y entonces se supo la impresionante noticia de que un navío extraordinario se había hundido en los cayos de la Florida.

V

Entonces, un buque fue enviado a La Florida y se supo lo que había ocurrido. En medio del combate fue botado un submarino al agua y este tomó lo que quería. Luego, allí estaba meciéndose serenamente en las aguas del Atlántico cuando alguien gritó “John Brown ha desaparecido”. Y, por supuesto, John Brown había desaparecido.

VI

El choque con el submarino y la desaparición de John Brown causaron una nueva sorpresa entre la gente y fue en ese momento cuando se produjo un nuevo hallazgo. Pero, para mencionarlo, es importante aclarar antes un tema geográfico. Existe un gran continente formado por suelo volcánico en el Polo Norte, una de sus partes es accesible para los viajeros. Su nombre es Tierra de Nadie.

VII

En el inmenso sur de la Tierra de Nadie se halló una choza, así como muchas otras señales de intervención humana. Entraron sin tardanza y allí hallaron encadenados al suelo a Griggs, Johns y Dahabea. Después de volver a Londres, los tres se separaron y se dirigieron, Griggs a Ruralville, Johns a la fragata y Dahabea a Madagascar.

VIII

Pero la desaparición de John Brown seguía sin solución, por lo que se mantuvo una minuciosa vigilancia en el puerto de Tierra de Nadie. Cuando llegó el submarino y los piratas encabezados por Manuel Ruello, uno por uno fueron abandonando el barco, estos fueron sometidos por la fuerza de las armas y después de la lucha, Brown fue rescatado.

IX

Griggs fue felizmente recibido en Ruralville, se celebró una cena para honrar a Henry Johns, Dahabea llegó a ser rey de Madagascar y Brown capitán de su barco.

The Mysterious Ship: escrito en 1902. Publicado en 1959 de manera póstuma.

La bestia en la cueva5

La más terrible conclusión que había estado trastornándome constantemente no había hecho más que confirmarse. No había nada que pudiera hacer, descorazonado en el gran y enrevesado recinto de la caverna de Mamut. Mirara a donde mirara, no había absolutamente nada que me pudiera dar una pista de dónde había una salida. Estaba perdido y sentía que no volvería jamás a contemplar un bendito amanecer, tampoco pasear por los agradables valles y montañas de todo ese hermoso mundo que está afuera. No había nada que hacer. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, sentí una satisfacción grande con mi conducta fría; porque, aunque había leído bastante sobre la desesperación en el que caían las víctimas en estos casos, no me pasaba nada de eso, por lo que permanecí muy tranquilo cuando entendí que todo estaba perdido.

Tampoco me preocupó en demasía la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir —reflexioné—, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mucho mejor que cualquiera que pudiera ofrecerme algún cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desespero.

Iba a perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me sentí incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.

La luz de mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría ya en la oscuridad total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por tratar de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y sin un solo sonido. Este es el momento, me dije con lóbrego humor, en que me había llegado la oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi despedida de este mundo.

Decidí no dejar una piedra sin remover, ni desechar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que —apelando a toda la fuerza de mis pulmones— proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz —aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba— no llegaría a más oídos que los míos.

Igualmente, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.

¿Era posible que estuviera cerca de recuperar mi libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Empujado por estas preguntas jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.

No me quedó ninguna duda entonces de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, probablemente a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso destinara para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Fue así como, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia —al quedarse sin un sonido que la guiase— perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.

También advertí, por tanto, que tendría que estar armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado inevitable. Pasaban los instantes y las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad, era muy extraña la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero —a intervalos breves y frecuentes— me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a encararse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la tenebrosa gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión de mis pensamientos se hizo agobiante. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. Sentía que estaba a punto de dejar escapar un agudo grito, aunque hubiese sido lo bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba paralizado por completo, enraizado al lugar en donde me encontraba. Vacilaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba correspondientemente fatigado. Súbitamente se rompió el hechizo; mi mano, guiada por mi sentido del oído —siempre digno de confianza— lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció detenerse.

 

Después de volver a afinar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer a la criatura, rendida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el alivio que me invadió, me apoyé en la pared. Se seguía oyendo la respiración de la bestia, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era —tan aproximadamente como pude juzgarlo en mi condición de frenesí— la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Fue ahí cuando grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se acercaba. Me precipité al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba —a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí— explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y —guiado por su propio sentido intuitivo de la orientación— se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.

Después de contar esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí, en la oscuridad, y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de la terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque este era el más extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado en la vida. Resultó tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizá de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en solo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y casi ultraterrena, tan característica de toda su anatomía. No parecía tener cola.

Su respirar era ya muy débil, y el guía sacó su pistola con la clara intención de despachar a la criatura, cuando de súbito un sonido que esta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.

A la vez, un efímero espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el descanso de la muerte.

El guía cogió la manga de mi chaqueta y se estremeció tan violentamente que la luz se estremeció en una sola convulsión, proyectando en la pared tenebrosas sombras que parecían moverse.

Yo no pude moverme; estaba de nuevo petrificado, preso completamente del horror, y mis ojos fijos en el suelo delante de mí.

Todo temor se esfumó, y en su lugar me embargaron sentimientos de compasión, asombro y respeto; todos los sonidos que había emitido esta criatura que estaba tendida en este horroroso lugar hizo que nos diéramos cuenta de una tremenda verdad: esta criatura que yo había golpeado y a la que le había robado la vida, la extraña bestia de la cueva maldita, era —o fue alguna vez— ¡¡¡un hombre!!!

The Beast in the Cave: escrito entre 1904 y 1905. Publicado en 1918.

El alquimista6

En lo alto de una herbosa cima con un montículo de gran pendiente, cubierto de arboles por los lados, se erige la mansión que pertenece a mi familia desde hace mucho tiempo. Durante centenares de años sus almenas han visto el salvaje terreno que lo rodea, haciendo de guarida y cobijo para la casa cuyo noble linaje es aún más viejo que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus ancestrales torreones, duramente castigados durante siglos por las torrenciales aguas, destruidos por el lento pero imparable paso de los años, en la época feudal fueron parte de una de las más temerarias e increíbles fortalezas de toda Francia. Desde sus escarpadas almenas y sus aspilleras, muchos barones, condes y también reyes han sido retados, sin que nunca el paso del invasor resonara en sus amplios salones.

Pero desde aquellos gloriosos años todo ha cambiado. Una pobreza colindante en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan solo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los en otro tiempo poderosos señores del lugar.

Fue de esa manera como en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. No conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi avejentado guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.

Aislado como estaba, librado a mis propios recursos, dedicaba mis horas de infancia a hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás debido a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.

Me permitieron saber muy poco de mis antepasados, y lo poco que supe me sumía en profundas depresiones. Tal vez, al principio, fue solo la clara aversión mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el viejo Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.

 

El papel me hizo ir tan atrás como lo es el siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; su nombre era Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.

Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido asesinado en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Después, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz leve pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.

«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida

Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»

proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.

El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos empezaron a murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.

Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más valiosa cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.

En el momento en que yo pisaba los treinta años, el anciano Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto le gustaba deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, según el viejo Pierre, no habían sido pisados por ningún ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.

Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.