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Aus der Reihe: Colección Oro
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Ex Oblivione31

Cuando me llegaba el fin de mis días, y los sinsentidos de la vida me hundían en la locura, como esas gotas de agua que el torturador deja caer incesante y repetidamente sobre un punto de su víctima, lograr dormir era lo más parecido a un luminoso refugio. En las ilusiones que creaba mi cabeza al dormir encontré un poco de la belleza que había buscado durante la vida, caminando por viejos jardines paradisíacos y bosques mágicos.

Una vez en que el viento era suave y fragante oí la llamada del sur, y navegué interminable y lánguidamente bajo extrañas estrellas.

Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra adentro por un río sin sol, hasta que llegué a un mundo de crepúsculo púrpura, emparrados iridiscentes y rosas imperecederas.

Y en otra ocasión, anduve por un valle dorado que conducía a umbríos bosquecillos y ruinas, y terminaba en un enorme muro verde con parras antiguas, y un pequeño acceso con puerta de bronce.

Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me demoraba más en él, en una media luz espectral donde los árboles gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo gris se extendía húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de templos enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de vid y la puerta de bronce.

Algún tiempo después, a medida que los días vigiles se iban haciendo menos soportables por monótonos y grises, vagué a menudo en hipnótica paz por el valle y por los umbríos bosquecillos; y me preguntaba cómo podría adoptar estos parajes como morada eterna, de manera que nunca más tuviese que volver a un mundo insulso y falto de interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta del muro poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso.

Así que por las noches, en sueños, trataba de encontrar el cerrojo de la cancela del templo cubierto de hiedra, aunque estaba muy oculto. Y me decía que el reino del otro lado del muro no solo era más duradero, sino también más hermoso y radiante.

Luego, una noche, descubrí en la ciudad onírica de Zakarion un papiro amarillento repleto de pensamientos de los sabios que habitaban desde antiguo esa ciudad, y eran demasiado sabios para haber nacido en el mundo vigil. En él había escritas muchas cosas sobre el mundo de los sueños, entre ellas el saber sobre un valle dorado y un bosquecillo sagrado con templos, y un gran muro con una abertura cerrada por una pequeña puerta de bronce. Cuando fui consciente de esto, comprendí que se refería a los escenarios que había frecuentado; así que me enfrasqué en la lectura del papiro amarillento.

Algunos de estos sabios soñados hablaban con deslumbramiento de las maravillas del otro lado de la puerta sin retorno, si bien otros lo hacían con horror y decepción. No sabía qué creer; aunque anhelaba cada vez más entrar definitivamente en el país desconocido; porque la duda y el misterio son el más irresistible de los señuelos, y ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de la vulgaridad. Así que cuando supe de una droga que abría la cancela y permitía cruzar adentro, decidí tomarla tan pronto despertase.

Anoche la tomé y, en su sueño, recorrí flotando el valle y los bosquecillos umbríos; y al llegar esta vez al muro antiguo, vi que la pequeña puerta de bronce estaba entornada. Del otro lado llegaba un resplandor que iluminaba espectralmente los árboles gigantescos y seguí desplazándome musicalmente, expectante de las glorias del país del que nunca volvería.

Sin embargo, al abrirse un poco más la puerta, y mi voluntad llevada por la droga y el sueño me empujaron por ella, supe que las glorias y visiones habían llegado a su fin; porque no había ni tierra ni mar en ese nuevo reino, sino solo el blanco vacío del espacio ilimitado y desierto. Así, más feliz de lo que podía siquiera pensar, me perdí de nuevo en esa infinitud original de olvido transparente de la que el demonio Vida me había sacado por una hora corta y solitaria.

Ex Oblivione: escrito entre 1920 y 1921. Publicado en 1921.

La búsqueda de Iranon32

Deambulando por la pétrea ciudad de Teloth, iba el joven coronado con hojas de vid, su pelo amarillo fosforesciendo por la mirra y su traje púrpura destrozado por las zarzas de la montaña Sidrak que se halla al otro lado del puente de piedra.

Los hombres de Teloth son sombríos y austeros. Habitan en casas cuadradas y hoscamente interrogaron al forastero sobre su origen, así como sobre su nombre y fortuna. A lo que el joven repuso:

—Soy Iranon y vengo de Aira, una ciudad lejana que recuerdo solo ligeramente, pero que anhelo volver a encontrar. Canto canciones que aprendí en esa lejana ciudad y mi ambición consiste en crear belleza con aquello que recuerdo de la infancia. Mi fortuna está en esas pequeñas memorias y sueños, y en los deseos que canto en los jardines cuando la luna es amable y el viento de poniente conmueve los botones de loto.

Los hombres de Teloth, oyendo tales cosas murmuraron entre sí, ya que aunque no hay en la pétrea ciudad ni risas ni cánticos, los hoscos hombres observan a veces hacia las colinas Karthianas en primavera y piensan en las cítaras de la lejana Oonai, conocida por los relatos de los viajeros. Y con tal pensamiento incitaron al forastero a quedarse y a cantar en la plaza que está frente a la torre de Mlin, aunque no les agradaba el color de su ropa desgarrada, ni la mirra de sus cabellos, tampoco su corona de hojas de parra, ni la juventud de su dorada voz. Iranon cantó al atardecer y mientras lo hacía un anciano empezó a rezar y un ciego aseveró ver un halo sobre la cabeza del cantor. Pero la mayoría de aquellos hombres de Teloth bostezaron, otros se rieron y otros se fueron a dormir, ya que Iranon no les dijo nada lucrativo, solo cantó sobre sus recuerdos, sus anhelos y sus sueños.

—Recuerdo el atardecer, la luna y los cánticos suaves, también la ventana junto a la que me mecían para que me durmiera. Tras la ventana estaba la calle de donde llegaban luces resplandecientes, donde bailaban las sombras sobre las casas de mármol. Recuerdo el lienzo de luz de luna en el suelo, incomparable a cualquier otra luz y las visiones que surgían sobre esa luminosidad cuando mi madre me cantaba. Y recuerdo el sol de la mañana brillando en el verano sobre las multicolores colinas y la dulzura de las flores en las alas del viento del sur que hacía susurrar a los árboles.

¡Oh, Aira, ciudad de mármol y berilo, cuán infinitas son tus bellezas! ¡Cuánto he apreciado las cálidas y fragantes arboledas en la otra orilla del límpido Nithra, y las cascadas del pequeño Kra que recorre el verde valle! En aquellos bosques y en ese valle los niños se trenzaban guirnaldas y al anochecer yo soñaba extraños sueños bajo los árboles de la montaña mientras observaba abajo las luces de la ciudad y el ondulante Nithra reflejando una cadena de estrellas.

Y en la ciudad había castillos de colorido y veteado mármol, con bóvedas doradas y paredes pintadas, y verdes jardines con pálidos estanques y fuentes cristalinas. A menudo jugaba en esos jardines, salpicando en los estanques, y reposé y soñé debajo los árboles entre las pálidas flores. A veces, al caer el sol, subía por la larga calle empinada hacia la ciudad y la llanura y veía sobre Aira, la ciudad mágica de mármol y berilo, espléndida en su traje de luces doradas.

Hace mucho que te extraño, Aira, pues yo era extremadamente joven al partir hacia el exilio, pero mi padre era tu rey y yo regresaré a ti, ya que así lo ha señalado el destino. Te he buscado por los siete reinos y algún día regiré sobre tus arboledas y jardines, tus caminos y palacios, y cantaré ante hombres capaces de estimar mi canto, que no me desdeñen ni me den la espalda. Porque soy Iranon, el que fuera príncipe de Aira...

Esa noche los hombres de Teloth albergaron al forastero en un establo y a la mañana siguiente un arconte llegó hasta él y le solicitó acudir al negocio de Athok, el zapatero remendón, y hacerse su aprendiz.

—Pero yo soy Iranon, cantor de canciones —dijo—. No estoy hecho para el trabajo de zapatero.

—En Teloth todos tienen que trabajar duro —contestó el arconte—, esa es la ley.

Entonces Iranon repuso:

—¿Por qué tienen que afanarse? ¿Acaso no pueden vivir y ser felices? ¿Si trabajan únicamente para trabajar aún más, cuándo encontrarán la felicidad? ¿Trabajan para vivir cuando la vida está hecha de belleza y cánticos? Si no aceptan cantores entre ustedes, ¿cuáles son los frutos de tanto esfuerzo? Trabajar duro sin canciones es como un penoso viaje sin fin. ¿No es mejor la muerte?

Pero el arconte era hombre oscuro y no le comprendió, así que reprochó al extranjero.

—Eres un joven extravagante y me molestan tanto tu rostro como tu voz. Tus palabras resultan sacrílegas, ya que los dioses de Teloth aseveran que el trabajo arduo es bueno. Nuestros dioses nos han prometido un paraíso de luz después de la muerte en el que reposaremos por toda la eternidad, y una frialdad transparente en la que nadie confundirá su mente con pensamientos o sus ojos con belleza. Ve a Athok el zapatero o vete de la ciudad al atardecer. Aquí hay que esforzarse y cantar resulta una estupidez.

Así que Iranon dejó el establo y se fue por las angostas calles de piedra, entre oscuras casas cuadradas de piedra, buscando algo verde en el aire de la primavera. Pero en Teloth no había nada verde, ya que todo era de piedra.

Los semblantes de los hombres también eran huraños, pero junto a un muelle de piedra, junto al calmado río Zuro, se sentaba un joven de ojos tristes observando las aguas en busca de las verdes ramas en flor empujadas por los torrentes desde las alturas. Y el muchacho le dijo:

 

—¿No eres tú, aquel del que hablan los arcontes, el que busca una distante ciudad en una hermosa tierra? Yo soy Romnod, nacido de la estirpe de Teloth, pero no soy tan anciano como esta ciudad de piedra y ansío a diario las calurosas arboledas y las lejanas tierras de canciones y belleza. Más allá de las alturas Karthianas está Oonai, la ciudad de los laúdes y bailes, de la que los hombres relatan que es a un tiempo encantadora y espantosa. Me gustaría ir allí apenas sea lo suficientemente mayor como para hallar el camino, y allí debieras ir tú ya que podrás cantar y hallar auditorio. Dejemos esta ciudad de Teloth y caminemos juntos a través de las alturas primaverales. Tú me mostrarás los caminos y yo oiré tus cantos al anochecer, cuando las estrellas, una tras otra, enciendan sueños en la fantasía de los soñadores. Y tal vez esa Oonai, la ciudad de laúdes y bailes, sea la evocada Aira que buscas, ya que dices que no has visto Aira desde la infancia y los nombres a veces cambian. Vamos a Oonai, ¡Oh Iranon de los cabellos dorados!, donde los hombres conocerán nuestro deseo y nos recibirán como hermanos, sin burlarse ni arrugar el ceño ante nuestras palabras.

E Iranon contestó:

—Así sea, joven. Yo no te dejaré aquí, suspirando junto al calmado Zuro, y quienquiera que en esta ciudad de piedra anhele la belleza, deberá buscarla en las montañas y aún más allá. Pero no creas que al pasar las colinas Karthianas encontrarás el placer y la felicidad, tampoco en cualquier lugar que puedas encontrar en un día, un año o inclusive en un lustro de viaje. Oye, cuando yo era tan joven como tú habitaba en el valle de Narthos, junto al frío Xari, donde nadie prestaba atención a mis deseos y me decía a mí mismo que al ser mayor me marcharía a Sinara, en la ladera sur, y cantaría para los alegres camelleros en la plaza del mercado.

Pero cuando fui a Sinara tropecé con los camelleros completamente ebrios y trastornados, y noté que sus cantos no eran como los míos; así que descendí en barco el Xari hasta Jaren, la de las paredes de ónice. Y los soldados de Jaren se burlaron de mí y me desterraron, así que hube de viajar por muchas otras ciudades. He visto Stethelos, que está bajo una gran cascada, y el pantano donde una vez se alzara Sarnath. Estuve en Thraa, Ilarnek y Kadatheron, junto al sinuoso río Ai, y he vivido mucho tiempo en Olatoë, en el país de Lomar. Pero aunque a veces he gozado de un auditorio, siempre ha sido exiguo, y sé que únicamente seré bienvenido en Aira, la ciudad de mármol y berilo donde mi padre fuera antes rey. Así que buscaremos Aira, aunque será bueno visitar la lejana —y honrada por los laúdes— Oonai, cruzando las colinas Karthianas, que pudiera ser en efecto Aira, aunque lo dudo. La belleza de Aira es extraordinaria y nadie puede hablar de ella sin embelesarse, mientras que los camelleros murmuran lujuriosamente acerca de Oonai.

Al caer el sol, Iranon y el pequeño Romnod dejaron Teloth y vagaron largo tiempo por las verdes colinas y los frescos bosques. El camino resultaba dificultoso y tenebroso, y no parecían hallarse nunca cerca de Oonai, la ciudad de los laúdes y bailes, pero al atardecer, mientras salían las estrellas, Iranon pudo cantar sobre Aira y sus bellezas, y Romnod escucharlo, por lo que en cierta manera, ambos fueron felices. Comieron bayas rojas y frutas en abundancia, y no advirtieron el paso del tiempo, aunque debieron transcurrir muchos años. El pequeño Romnod ya no era tan chico y era de voz profunda antes que estridente, pero Iranon parecía siempre el mismo y adornaba su cabello dorado con hojas de vid y resinas fragantes encontradas en los bosques. Así llegó un día en que Romnod lució más viejo que Iranon, aunque él era sumamente joven cuando Iranon lo descubrió, en la orilla de piedras, observando las verdes ramas en flor junto al calmado río Zuro en Teloth.

Entonces, una noche, cuando la luna estaba llena, los viajeros llegaron a la cima de un monte y pudieron ver a sus pies la infinidad de luces de Oonai. Los campesinos les habían mencionado que estaban cerca, e Iranon supo que esa no era su ciudad natal de Aira. Las luces de Oonai no eran como aquellas de Aira, ya que estas eran duras y cegadoras, mientras que las luces de Aira brillaban tan gentil y suavemente como brillaba el claro de luna sobre el suelo a través de la ventana, cuando la madre de Iranon lo arrullaba antiguamente entre canciones. Pero Oonai era ciudad de laúdes y bailes, por lo que Iranon y Romnod bajaron la inclinada cuesta, pensando hallar hombres a quienes extasiar con sus cantos y ensueños. Al entrar en la ciudad hallaron personas con tocados de rosas, que iban de casa en casa y se asomaban a ventanas y balcones, escuchaban las canciones de Iranon y le lanzaban flores, aplaudiendo acto seguido. Entonces, por un momento, Iranon creyó haber hallado a quienes pensaban y sentían como él, aunque la ciudad no era ni la más mínima parte de hermosa de lo que fuera Aira.

Al amanecer, Iranon miró alrededor desalentado, ya que las cúpulas de Oonai no eran doradas bajo la luz del sol, sino grises y tristes. Y los hombres de Oonai estaban palidecidos por la juerga y aturdidos por el vino, completamente diferentes de los radiantes hombres de Aira. Pero ya que la gente le había lanzado flores y había celebrado sus cantos, Iranon se quedó, y con él Romnod, que gustaba de la juerga ciudadana y adornaba sus cabellos oscuros con rosas y mirto. Iranon cantaba a menudo durante las noches para los juerguistas, pero seguía siendo el de siempre, coronado únicamente con la vid de las montañas y evocando las marmóreas calles de Aira y el trasparente Nithra. Cantó en los salones cubiertos de fresco del emperador, sobre un pedestal de cristal que se levantaba sobre un suelo de espejo y al cantar pintaba sucesos para su auditorio, hasta que finalmente el suelo pareció reflejar antiguos hechos, hermosos y medio recordados, y no a las personas rubicundas por el vino que le arrojaban rosas. Y el rey le hizo retirar su andrajosa púrpura para vestir seda y bordados de oro, con anillos de jade verde y brazaletes de marfil teñido, y lo albergó en una sala dorada llena de tapices, sobre una cama de dulce madera labrada, cubierta de cortinas y frazadas de seda con flores bordadas. Así residió Iranon en Oonai, la ciudad de laúdes y bailes.

No se sabe cuánto tiempo permaneció Iranon en Oonai, pero un día el rey llevó a su palacio un grupo de salvajes bailarinas del vientre del desierto liranio y unos sombríos flautistas de Drinen en el este, y después de eso los juerguistas no lanzaron sus rosas con el mismo derroche sobre Iranon como lo hacían con las bailarinas y los flautistas. Y día tras día, aquel Romnod que fuera niño en la granítica Teloth se volvía más tosco y encarnado por el vino, al tiempo que menos y menos soñador y ahora escuchaba con disminuido placer las canciones de Iranon. Pero aunque Iranon se sentía triste no cesaba de cantar, y cada noche repetía sus sueños sobre Aira, la ciudad de mármol y berilo. Luego, una noche, el rubicundo e hinchado Romnod jadeó pesadamente entre las arrulladoras sedas de su diván y murió luchando, mientras Iranon, pálido y delgado, cantaba para sí mismo en una lejana esquina. Y cuando Iranon hubo llorado sobre la tumba de Romnod, y la cubrió de verdes ramas en flor, tal como a Romnod solía gustarle, apartó sus sedas y atavíos y se marchó sin ser visto de Oonai, la ciudad de los laúdes y bailes, vestido tan solo con la desgarrada púrpura con la que llegara y engalanado con nuevas hojas de parra de las montañas.

Iranon vagó hacia poniente, buscando aún su tierra natal y a los hombres que lograrían entender y amar sus cantos y sueños. En todas las ciudades de Cydathria y en las tierras del otro lado del desierto Bnazico, jóvenes de rostro alegre se reían de sus antiguas canciones y de sus destrozadas ropas púrpuras, pero Iranon se mantenía siempre joven, llevando una corona sobre su dorada cabeza al cantar a Aira, agrado del pasado e ilusión del futuro. Entonces una noche llegó a la mísera choza de un anciano pastor, sucio y cargado de hombros, que recogía su pequeño rebaño en una rocosa ladera, sobre un pantano de arenas movedizas. Iranon se dirigió a este hombre, como a otros tantos:

—¿Sabrías decirme dónde encontrar Aira, la ciudad de mármol y berilo, por donde corre el cristalino Nythra y donde las cascadas del pequeño Kra cantan entre verdes valles y colinas llenas de árboles?

Y el pastor, al escucharlo, miró larga y curiosamente a Iranon, como recordando algo muy antiguo, y se fijó en cada rasgo del perfil del forastero, en su dorado cabello y en sus hojas de parra. Pero era muy anciano y agitó la cabeza al replicar:

—Oh forastero, es cierto que he escuchado el nombre de Aira y cuantos otros has mencionado, pero provienen de lo más antiguo de los años. Los oí en mi juventud en boca de un compañero de juegos, un pequeño indigente, perturbado por raros sueños, que era capaz de tejer interminables leyendas sobre la luna y las flores y el viento del oeste. Solíamos reírnos de él a causa de su nacimiento, aunque él creyera ser hijo de un rey. Era apuesto como tú, pero lleno de ideas extrañas y demencia. Se fue siendo muy joven para encontrar a quienes pudieran oír con gusto sus cantos y sueños. ¡Cuán a menudo me cantó sobre lugares que nunca existieron y cosas que nunca serán! Hablaba sin parar de Aira. De Aira y del río Nithra, y de las cascadas del pequeño Kra. Siempre mencionaba que había vivido allí una vez como príncipe, aunque todos conocíamos su origen. Nunca existió la marmórea ciudad de Aira, ni quienes pudieran disfrutar sus extraños cantos, excepto en los sueños de mi antiguo compañero de juegos Iranon, quien ya no está con nosotros.

Y al anochecer, mientras las estrellas iban apareciendo una tras otra y la luna derramaba sobre el pantano una luz semejante a la que un niño ve vibrar sobre el suelo mientras le mecen para dormirlo, un hombre muy anciano, envuelto en destrozada púrpura y tocado con marchitas hojas de parra, se sumergió en las letales arenas movedizas mirando hacia adelante como si observara las cúpulas doradas de una bella ciudad donde los sueños encuentran comprensión. Y esa noche en el antiguo mundo murieron un poco de la juventud y la belleza.

The Quest of Iranon: escrito en 1921 y publicado en 1935.