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Aus der Reihe: Colección Oro
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Ni siquiera puedo decir a qué se parecía aproximadamente, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, espantoso, indeseado, inaudito y execrable. Era una aterradora sombra de podredumbre, decadencia y desolación. La descompuesta y pegajosa imagen de lo perjudicial, la bestial desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería esconder por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo —o al menos ya no lo era—, y sin embargo, con gran temor de mi parte, pude ver en sus rasgos corroídos con huesos que se distinguían, una repelente y lejana memoria de formas humanas y en sus gastadas y desintegradas ropas, una inexpresable cualidad que me sacudía más aún.

Estaba casi inmovilizado, pero no tanto como para no hacer un pequeño esfuerzo hacia la salvación, un tropiezo hacia atrás que no pudo romper el maleficio en que me tenía apresado ese monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, hechizados por aquellos desagradables ojos vítreos que me miraban fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto tras la primera impresión, se veía ahora más confundido. Traté de alzar la mano y borrar la visión, pero estaba tan abrumado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, la tentativa fue suficiente como para perturbar mi equilibrio y, bamboleándome, camine hacia adelante para no caer. Al hacerlo logré de pronto la angustiosa noción de la proximidad de esa cosa, cuya viciada respiración tenía casi la sensación de oír. Poco menos que enardecido, pude no obstante extender una mano para contener a la pestilente imagen, que se aproximaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la podrida extremidad que el monstruo alargaba por debajo del arco dorado.

No grité, pero todos los diabólicos vampiros que volaban en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron llegar a mi mente un alud de intimidantes recuerdos.

En ese mismo instante supe todo lo ocurrido. Recordé hasta más allá del pavoroso castillo y sus árboles, recordé el edificio en el cual me encontraba, lo más terrible fue que reconocí la impía abominación que se levantaba frente a mí mirándome de lado, mientras yo apartaba de los suyos mis denigrados dedos.

Pero en el universo existe el alivio además de la amargura, y ese alivio es el olvido. En el supremo terror de ese momento olvidé lo que me había asustado y la explosión del recuerdo se esfumó en un caos de repetidas imágenes. Como entre sueños, hui de aquel terrorífico y maldito edificio y eché a correr veloz y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando volví al mausoleo de mármol y bajé sus peldaños, descubrí que no podía mover la trampa de piedra, pero no lo lamenté, ya que había logrado odiar el antiguo castillo y sus árboles. Ahora avanzo junto a los fantasmas, irónicos y amables al viento de la noche, y durante el día juego entre las cavernas de Nefre-Ka, en el apartado e inexplorado valle de Hadoth a orillas del Nilo. Ya sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco lo es la alegría, salvo las fiestas sin nombre de Nitokris bajo la Gran Pirámide. Sin embargo, en mi nueva y bestial libertad casi agradezco el dolor de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha traído la serenidad, no por eso desconozco que soy un extranjero, un extraño a este siglo y a todos aquellos que aún son hombres. Esto es lo que descubrí desde que alargué mis dedos hacia esa cosa execrable que apareció en aquel gran marco dorado, desde que alargué mis dedos y toqué la fría e inquebrantable superficie del pulido espejo.

The Outsider: escrito en 1921 y publicado en 1926.

El pantano de la Luna30

Denys Barry desapareció en algún lugar, en alguna región pavorosa y lejana de la que no sé nada. La última noche que estuvo entre los hombres yo estaba con él y escuché sus alaridos cuando el espécimen lo agredió, pero ni todos los campesinos, ni los policías del condado de Meath pudieron hallarlo, ni a él ni a los otros, aunque investigaron por todas partes. Ahora tiemblo cuando escucho croar las ranas en los pantanos o veo la luna en algún lugar solitario.

Había congeniado con Denys Barry en Estados Unidos, donde él se había hecho rico, y lo aplaudí cuando, en el aletargado Kilderry, compró el antiguo castillo contiguo al pantano. Su padre era oriundo de Kilderry y allí, entre paisajes ancestrales, era donde Barry quería saborear su riqueza. Antiguamente, los de su estirpe se enseñoreaban sobre Kilderry y ellos habían construido y poblado el castillo pero aquellos días resultaban muy lejanos, así que durante generaciones el castillo había estado vacío y arruinado. Tras regresar a Irlanda, Barry me carteaba a menudo contándome cómo, por medio de sus cuidados, el oscuro castillo veía alzarse una torre tras otra sobre sus recuperados muros, tal como se alzaran una vez hace siglos atrás, y cómo los campesinos lo honraban por revivir los viejos días con su oro de ultramar. Más tarde surgieron problemas, y los campesinos dejaron de honrarlo y huyeron de él como de una maldición. Entonces me envió una carta solicitándome que lo visitara, ya que se había quedado solo en el castillo sin nadie con quien hablar, aparte de los nuevos criados y peones contratados en el norte.

La fuente de todos los problemas era el pantano, según me refirió Barry la noche de mi llegada al castillo. Alcancé Kilderry en un atardecer veraniego, mientras el dorado de los cielos iluminaba el verde de las colinas, los árboles y el azul de la ciénaga donde, sobre un distante islote, unos raros escombros antiguos brillaban de forma espectral. El atardecer resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían advertido y decían que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me agité al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El auto de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no transita por Kilderry. Los lugareños habían esquivado al coche y a su conductor que procedía del norte, pero a mí me habían dicho cosas, palideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras nuestro encuentro, Barry me narró por qué.

Los campesinos habían dejado Kilderry porque Denys Barry deseaba secar el gran pantano. A pesar de su gran amor por Irlanda, Estados Unidos no lo había dejado incólume y odiaba ver sin ocupación la amplia y hermosa área de la que podía extraer turba y secar las tierras. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no lograron impresionarlo y ridiculizó a los aldeanos cuando primero rehusaron ayudarle y más tarde, cuando lo vieron decidido, lo maldijeron largándose a Ballylough con sus exiguas pertenencias. En su lugar contrató trabajadores del norte y cuando también lo abandonaron los criados, los reemplazó. Así que Barry se encontraba solo entre desconocidos, por lo que me pidió que lo visitara.

Cuando conocí los temores habían desterrado a la gente de Kilderry, me reí tanto como mi amigo, ya que tales temores eran de la clase más imprecisa, ridícula y absurda. Tenían que ver con una extraña leyenda tocante al pantano y con un aterrador espíritu guardián que moraba en las extrañas ruinas antiguas del distante islote que observara al crepúsculo, infinidad de luces danzantes en la penumbra nocturna y helados vientos que soplaban cuando la noche era calurosa, de blancos fantasmas revoloteando sobre las aguas y de una supuesta ciudad de piedra ahogada bajo la extensión pantanosa. Pero destacando sobre todas esas chifladas fantasías, la única en ser voluntariamente repetida, estaba que la maldición descendería sobre quien se atreviera a tocar o secar el gran pantano rojizo. Decían los campesinos, que hay secretos que no debían descubrirse, secretos que persistían ocultos desde que la plaga aniquilase a los hijos de Partholan durante los imaginados años previos a la historia. En el Libro de los invasores se cuenta que esos descendientes de los griegos fueron todos sepultados en Tallaght, pero los ancianos de Kilderry hablan de una ciudad resguardada por la diosa de la luna protectora, así como de los montes impenetrables que la resguardaron cuando los hombres de Nemed vinieron de Escitia con sus treinta barcos.

Tales eran los turbios cuentos que habían llevado a los lugareños al abandono de Kilderry, que al oírlos no me resultó extraño que Denys Barry no hubiera querido prestarles atención. No obstante, yo sentía un gran interés por las antigüedades y estaba preparado a estudiar a fondo el pantano en cuanto lo secasen. Había viajado con frecuencia a las ruinas blancas del islote pero, aunque indudablemente eran muy antiguas y su estilo tenía muy poca relación con la mayoría de las ruinas irlandesas, se encontraba demasiado estropeado para brindar una idea de su periodo de gloria. Ahora, estaban a punto de comenzar los trabajos de drenaje y los trabajadores del norte pronto arrancarían al pantano prohibido el musgo verde y el brezo rojo, también arrasarían los pequeños riachuelos sembrados de conchas y los serenos estanques azules rodeados de juncos.

Sentí mucho sueño cuando Barry me hubo contado todo aquello, ya que el viaje durante el día había resultado trabajoso y mi anfitrión había permanecido hablando hasta muy tarde en la noche. Un criado me acompañó a mi habitación que se encontraba en una lejana torre, dominando la aldea y la planicie que había al pie del pantano, así como la propia ciénaga, por lo que a la luz de la luna pude ver desde la ventana las calmadas viviendas abandonadas por los campesinos y que ahora cobijaban a los trabajadores del norte. También divisé la iglesia parroquial con su viejo capitel, y a lo lejos, en la ciénaga que parecía al acecho, las lejanas y viejas ruinas brillando de manera espectral sobre el islote. Al acostarme, creí percibir débiles sonidos a lo lejos, ritmos extraños y algo musicales que me causaron una extraña turbación que penetraron mis sueños. Pero al despertar la mañana siguiente, consideré que todo había sido un sueño, ya que las visiones que tuve eran más asombrosas que cualquier sonido de flautas salvajes en la noche. Mi mente, influenciada por la leyenda que me había narrado Barry, había rondado en sueños alrededor de una grandiosa ciudad, ubicada en un verde valle cuyos caminos y estatuas de mármol, villas y santuarios, frisos e inscripciones, recordaban de numerosas maneras el encanto de Grecia. Cuando le conté el sueño a Barry, nos echamos a reír juntos, pero yo me reía más, porque él se sentía desconcertado ante la conducta de sus trabajadores norteños. Por sexta vez se habían quedado dormidos, despertando aturdidos y de una forma muy lenta, procediendo como si no hubieran reposado, aun cuando la noche antes se habían acostado temprano.

 

Esa mañana y durante la tarde, vagué a solas por el poblado bañado por el sol, conversando aquí y allá con los agotados trabajadores, ya que Barry estaba atareado con los planes finales para emprender su trabajo de secado. Los obreros no estaban tan alegres como debieran, ya que la mayoría parecía intranquila por culpa de algún sueño, aunque trataban de recordarlo en vano. Les conté el mío, pero no se impresionaron por él hasta que mencioné los raros sonidos que creí escuchar. Entonces me observaron de forma extraña y dijeron que ellos también creían evocar unos sonidos extraños.

Al anochecer, Barry cenó conmigo y me informó que comenzaría el trabajo de drenaje en dos días. Me alegré, porque aunque me disgustaba ver desaparecer el musgo, el brezo y los pequeños riachuelos y lagos, sentía un creciente deseo de ver con mis ojos los viejos secretos que la densa turba pudiera esconder. Esa noche el sonido de las resonantes flautas y las galerías de mármol tuvo un final violento e impresionante, ya que vi descender sobre la ciudad del valle un efluvio y, posteriormente, la aterradora avalancha de las pendientes boscosas que arroparon los cuerpos muertos en las calles y dejaron descubierto en lo alto tan solo el templo de Artemisa, donde Cleis, la vieja sacerdotisa de la luna, permanecía fría y callada con una aureola de marfil sobre sus sienes plateadas.

Desperté de repente y sobresaltado, por un instante no fui capaz de establecer si me hallaba dormido o despierto, pero cuando noté sobre el suelo el frío resplandor de la luna y los perfiles enrejados de una ventana gótica, resolví que debía estar despierto y en el castillo de Kilderry. Entonces sentí un reloj en algún lejano corredor de abajo tocando las dos y distinguí que estaba despierto. Pero aún escuchaba el fastidioso toque de flauta a lo lejos. Sonidos extraños, irracionales, que me hacían imaginar alguna danza de faunos en el antiguo Menalo. No me dejaban dormir y me levanté inquieto, caminando en la habitación. Solo por casualidad llegué a la ventana norte y observé la callada aldea, así como la llanura al pie de la ciénaga. No quería ver, porque lo que deseaba era dormir, pero las flautas me inquietaban y tenía que hacer o ver algo. ¿Cómo podía sospechar lo que estaba a punto de observar?

Bajo la luz de la luna que se observaba sobre el espacioso llano, allí se desarrollaba un espectáculo que ningún ser humano, habiéndolo observado, jamás podrá olvidar. Al sonido de flautas de caña que provocaban ecos sobre la ciénaga, se escurría silenciosa y aterradoramente una afluencia entremezclada de figuras oscilantes, realizando una danza circular como las que los sicilianos debían ejecutar antiguamente en honor a Deméter, bajo la luna de la cosecha junto a Ciane. La extensa llanura, la dorada luz de la luna, las figuras bailando entre las sombras y, sobre todo, el chillón y aburrido son de flautas producían un efecto que casi me inmovilizó, aunque a pesar de mi perturbación vi que la mitad de aquellos danzarines maquinales e inagotables eran los obreros que yo creía dormidos, mientras que la otra mitad eran insólitos seres blancos y etéreos de naturaleza indeterminada y que, sin embargo, parecían pálidas y pensativas sílfides de las amenazadas fuentes acuosas de la ciénaga. No sé cuánto tiempo estuve contemplando esa imagen desde la ventana del aislado torreón antes de caer súbitamente en un desmayo sin sueños del que me despertó el sol ya alto de la mañana.

Al despertar mi primer impulso fue informar a Denys Barry todos mis recelos y observaciones, pero cuando vi el brillo del sol a través de la enrejada ventana oriental me persuadí de que lo que yo suponía haber visto era algo irreal. Soy proclive a fantasías raras, aunque no soy lo bastante endeble como para creérmelas, por lo que esta vez me limité a preguntar a los obreros, que habían dormido hasta muy tarde y no lograban recordar nada de la noche anterior, salvo nublados sueños de sonidos ensordecedores. Ese tema del sombrío toque de flautas de veras me abrumaba y me pregunté si habrían llegado antes de tiempo los grillos del otoño para importunar las noches y amenazar las visiones de los hombres. Más tarde tropecé con Barry en la librería, concentrado en los planos del gran trabajo que iba a emprender al día siguiente, y sentí por primera vez una señal del mismo miedo que había espantado a los campesinos. Por alguna extraña razón sentía temor ante la idea de alterar la antigua ciénaga y sus sombríos secretos e imaginé espantosas visiones reposando en la oscuridad bajo las inalcanzables profundidades del viejo pantano. Me parecía demencial que tales secretos salieran a la luz y empecé a querer tener una excusa para dejar el castillo y la aldea. Alcancé a mencionarle a Barry el tema de pasada, pero no me atreví a continuar cuando explotó con una de sus ruidosas risotadas. Así que mantuve silencio cuando el sol se escondió llameante en las distantes colinas y Kilderry se cubrió de rojo y dorado en medio de un resplandor semejante a un milagro.

Si los sucesos que ocurrieron esa noche fueron realidad o delirio, nunca lo sabré a ciencia cierta. La realidad es que trascienden cualquier cosa que podamos imaginar como obra de la naturaleza o del universo, y aún no es posible dar una explicación natural a esas desapariciones que fueron notadas después de ocurridas. Me retiré pronto y lleno de desconfianzas, y durante mucho tiempo me fue imposible alcanzar el sueño en el pasmoso silencio de aquella noche. Estaba absolutamente oscuro, ya que a pesar de que el cielo estaba despejado, la luna estaba casi en fase de luna nueva y no asomaría hasta la madrugada. Mientras estaba acostado pensé en Denys Barry y en lo que podía ocurrir en esa ciénaga al llegar el amanecer, y me encontré con el impulso casi delirante de correr en aquella oscuridad, tomar el vehículo de Barry y conducir frenético hacia Ballylough, lejos de las tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores pudieran convertirse en hechos, me había dormido y vislumbraba sueños sobre la ciudad del valle, helada y muerta bajo una envoltura de sombras pavorosas.

Probablemente fue el agudo chillido de flautas el que me despertó, aunque no fue eso lo primero que observé al abrir los ojos. Me encontraba acostado de espaldas a la ventana este, desde la que se divisaba la ciénaga y por donde la luz de la luna se alzaría y por tanto yo esperaba ver caer la luz sobre el muro opuesto frente a mí, pero no esperaba ver lo que apareció. La luz, en efecto, alumbraba los cristales del frente, pero no se trataba del resplandor que da la luna. Espantoso y fuerte resultaba el exceso de roja refulgencia que salía a través de la gótica ventana, y la habitación entera brillaba envuelta en un resplandor penetrante y sobrenatural. Tan solo en las leyendas los hombres hacen las cosas de manera previsible y dramática, por lo que mis actos inmediatos resultaron peculiares en aquella situación. En vez de mirar hacia el pantano, en busca de la fuente de aquella luz nueva, alejé los ojos de la ventana, lleno de espanto y me vestí torpemente con la desorientada idea de escapar. Me recuerdo asiendo mi sombrero y mi revólver, pero antes de terminar habían desaparecido ambos sin disparar el uno ni ponerme el otro. Pasado un tiempo, el encanto de la roja radiación venció en mí el temor y mirando me deslicé hasta la ventana oeste, mientras el continuo y espeluznante toque de flauta aullaba y vibraba a través del castillo y sobre el poblado.

Sobre la ciénaga caía una lluvia de luz encendida, roja y siniestra, que brotaba de la extraña y antigua ruina del lejano islote. No puedo narrar el aspecto de esas ruinas… debí estar trastornado, ya que parecía levantarse majestuosa, colmada, espléndida y rodeada de columnas, y el brillo de las llamas sobre el mármol de la construcción agrietaba el cielo como la cumbre de un templo en la cúspide de una montaña. Las flautas chillaban y los tambores empezaron a doblar y, mientras yo miraba lleno de miedo y terror, creí ver oscuras figuras saltarinas que grotescamente se silueteaban contra aquella visión de mármol y sus reflejos. El efecto resultaba monstruoso —completamente increíble— y podría haber estado viendo eternamente de no ser que el chillido de las flautas parecía aumentar hacia la izquierda. Estremecido por un pánico que se entremezclaba de manera extraña con el éxtasis, atravesé la sala circular hacia la ventana norte, desde la que podía verse el poblado y la llanura que se abría al pie de la ciénaga. Entonces mis ojos se desorbitaron ante un descomunal prodigio aún más grande, como si no terminase de dar la espalda a un hecho que desbordaba la naturaleza, ya que por el llano fantasmalmente iluminado de rojo se movía una procesión de seres con tales formas que no podían provenir sino de feas pesadillas.

Medio deslizándose, medio flotando por el aire, las apariciones de la ciénaga, vestidas de blanco, iban replegándose lentamente hacia las serenas aguas y hacia las ruinas de la isla en fabulosas formaciones que hacían pensar en alguna danza solemne y antigua. Sus brazos sinuosos y traslúcidos, al ritmo de los infames toques de aquellas flautas invisibles, reclamaban con asombroso ritmo a la multitud de vacilantes trabajadores que perrunamente les seguían, con pasos ciegos e involuntarios, tropezando como obligados por una voluntad diabólica, torpe pero inquebrantable. Cuando las sílfides llegaban a la ciénaga sin apartarse, una nueva fila de retrasados serpenteaba tropezando como borrachos, dejando el castillo por alguna puerta alejada de mi ventana, dando tumbos de ciego por el patio, y a través de la parte intercalada de la aldea, se unieron a la turbada columna de obreros en la llanura. A pesar de la altura, pude reconocerlos como los criados que vinieron del norte ya que distinguí la fea y gruesa silueta del cocinero cuyo tonto semblante resultaba ahora intensamente trágico. Las flautas sonaban de manera horrible y volví a oír el batir de los tambores oriundos de las ruinas de la isla. Entonces, las sílfides llegaron al agua y, callada y graciosamente, se fundieron una tras otra con la vieja ciénaga, mientras la línea de seguidores, sin medir sus pasos, chapoteaba torpemente tras ellas para terminar desapareciendo en un ligero remolino de malsanas burbujas que apenas podía distinguir en la luz escarlata. Y mientras el último y patético rezagado, el gordo cocinero desaparecía fatigosamente de la vista en el oscuro estanque, las flautas y los tambores enmudecieron, y los deslumbradores rayos de las ruinas se desvanecieron al instante, dejando la aldea de la maldición afligida y solitaria bajo los leves rayos de una luna recién acabada de salir.

Ahora, mi ánimo era el de un inexpresable caos. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me protegí solo gracias a un compasivo adormecimiento. Creo haber hecho cosas tan risibles como rezar a Artemisa, Latona, Deméter, Perséfone y Plutón. Todo aquello que podía recordar de mis días de estudios clásicos de adolescencia vino a mis labios mientras los espantos de aquella situación estimulaban mis supersticiones más enraizadas. Sentía que había sido testigo de la muerte de toda una aldea y sabía que estaba solo en el castillo con Denys Barry, cuya osadía había desatado la maldición. Al pensar en él me asaltaron nuevos temores y caí en el suelo, no inconsciente, pero sí corporalmente incapacitado. Entonces sentí el frío soplo desde la ventana este, por donde se había asomado la luna y comencé a escuchar unos gritos abajo en el castillo. Pronto aquellos gritos habían alcanzado una magnitud y talante que no quiero reproducir y que me hacen indisponerme al recordarlos. Todo cuanto puedo señalar es que venían de algo que yo conocí como mi amigo.

En cierto momento, durante ese estremecedor instante, el viento frío y los gritos debieron hacerme poner en pie, ya que mi siguiente recuerdo es el de una frenética carrera por la antesala, a través de corredores oscuros como la tinta y afuera cruzando el patio para hundirme en la espantosa noche. Al amanecer me encontraron deambulando trastornado cerca de Ballylough, pero lo que me trastornó por completo no fue ninguno de los espantos escuchados o vistos antes. Lo que yo susurraba cuando regresé lentamente de la oscuridad eran un par de hechos sucedidos durante mi huida, incidentes de poca importancia, pero que me angustian sin cesar cuando estoy solo en algunos lugares cenagosos o bajo la luz de la luna.

 

Mientras escapaba de ese maldito castillo por la orilla de la ciénaga, escuché un nuevo sonido, algo habitual, aunque no lo había escuchado antes en Kilderry. Las aguas estancadas, últimamente muy despobladas de vida animal, ahora burbujeaban repletas de grandes ranas viscosas que croaban penetrante e incesantemente en tonos que desafinaban de manera extraña con su tamaño. Brillaban verdes e hinchadas bajo los rayos de luna y parecían observar fijamente la fuente de luz. Yo seguí la vista de una rana muy gorda y fea y noté la segunda de las cosas que me hizo perder el juicio.

Echado entre las raras ruinas antiguas y la luna menguante, mis ojos creyeron descubrir un rayo de frágil y vibrante resplandor que no se reflejaba en las aguas de la ciénaga. Y subiendo por ese descolorido camino mi febril cerebro imaginó una ligera sombra que luchaba lentamente, una sombra turbiamente perfilada que se arqueaba como tirada por monstruos invisibles. Demente como estaba, encontré en esa aterradora sombra un espantoso parecido, una caricatura repugnante y asquerosa, una sacrílega imagen de aquel que fuera Denys Barry.

The Moon-Bog: escrito en 1921 y publicado en 1926.