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Aus der Reihe: Colección Oro
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—Ebenezer podía leer este libro. Está en latín. ¿Lo sabía? Dos o tres maestros me leyeron algunas partes, el reverendo Clark, de quien se dice que murió ahogado en la laguna, también me leyó algo… ¿Usted puede entender lo que dice?

Le dije que sí y para comprobarlo le traduje un fragmento del comienzo. Tal vez cometí algunos errores, pero el anciano no era ningún latinista que pudiera enmendarme. Además, parecía satisfecho con mi versión. Su cercanía se iba incrementando y, al mismo tiempo, se me hacía cada vez más insoportable, pero no encontraba la manera de recuperar la distancia sin que se sintiera ofendido. Me complacía el infantil entusiasmo de aquel anciano iletrado ante los grabados de un libro que no podía leer. Me preguntaba si acaso sabría leer los libros en inglés que estaban sobre la repisa. Reparé en esa simpleza y de pronto sentí como grotescos todos los recelos que había estado sintiendo.

—Es interesante cómo los grabados pueden hacerlo pensar a uno. Por ejemplo, veamos este que está al inicio. ¿Ha visto usted alguna vez árboles más grandes que estos, con hojas tan fabulosas colgando de las ramas? Y estos hombres… no pueden ser negros… da la impresión de que fueran indígenas a pesar de que están en África. Algunos de estos individuos que están aquí miran como si fuesen monos, o medio monos y medio hombres. Nunca escuché de nada parecido a esto —dijo señalando una rara criatura que parecía un dragón con cabeza de lagarto.

—Sin embargo, aun no hemos visto el mejor de todos. A ver, está por aquí, en medio del libro… —su hablar se volvió más denso y sus ojos brillaron con un extraño resplandor.

El libro se abrió inequívocamente en la página que contenía la Lámina XII. Me volvió a sorprender la sensación de intranquilidad, aunque traté que ella no se mostrara en mi cara. Volví a verla y comprobé que lo realmente extraño era que el artista había dibujado a los africanos como si se tratase de hombres blancos. De los muros dibujados colgaban piernas y brazos en una situación evidentemente desagradable, mientras que el carnicero, hacha en mano contribuía al clímax. No obstante, mientras a mí aquel cuadro me horrorizaba, al anciano, en cambio, le encantaba.

—¿Qué le parece? ¿A que nunca había visto nada similar?

Apenas lo miré, le dije a Eb Holt que era algo como para encenderle la sangre a uno. Cuando leo en las Escrituras acerca de las aniquilaciones, la de los medianitas, por ejemplo, me imagino escenas como esta. Aquí está todo lo que se necesita para recrearlo. Tal vez sea pecado, pero, ¿acaso no vivimos todos en pecado? Cada vez que veo a este hombre cortado en trozos siento como un hormigueo que me atraviesa todo el cuerpo. No puedo quitar la vista del grabado. ¿Observó cómo el carnicero separó los pies de un solo hachazo? Sobre el banco está la cabeza y un brazo... el otro está más lejos…

En su peculiar lengua, el anciano era poseído por un nefasto éxtasis, su rostro barbudo cobró una intensa expresividad, pero por el contrario el tono de su voz iba desvaneciéndose. Por mi parte, era un mar de emociones encontradas. Había vuelto a sentir todo el pánico que confusa e intermitentemente había sentido desde que vi la casa, causándome un fuerte rechazo hacia aquella detestable criatura que tenía a mi lado. No podía entender la locura y la perversión de la que hacía alarde, pero lo que más me impresionaba era su voz, que ahora no pasaba de ser un ronco susurro mucho más pavoroso que cualquier grito.

—En efecto, es muy curiosa la capacidad de los grabados para hacer pensar a uno. Joven, me refiero a este. Cuando Eb me entregó el libro solía dedicarme a mirarlo muy a menudo, especialmente después que el pretensioso reverendo Clark blasfemaba todos los domingos. Si no se asusta, joven, me permitiré narrarle una travesura que se me ocurrió una vez. Antes de sacrificar las ovejas para venderlas en el mercado, yo solía mirar el grabado. Era mucho más agradable matar las ovejas después de observarlo…

La voz del anciano continuaba disminuyendo; por momentos no podía escuchar algunas de sus palabras que eran cubiertas por el ruido de la lluvia o por el traqueteo de algunas maderas sueltas. Súbitamente se escuchó el ruido de un rayo, fenómeno particularmente extraño para la época del año en que nos encontrábamos. Primero el resplandor y a continuación el ruido produjo un estremecimiento hasta las bases de la casa. Sin embargo, el anciano, totalmente sumergido en su relato, parecía no haberlo notado.

—¿Matar ovejas era muy agradable… pero usted ya sabe, no era tan agradable. Es verdaderamente raro cómo uno llega a entusiasmarse con un grabado. Confío en que usted no revelará lo que voy a contarle. Le juro por Dios que observaba el grabado y se me desataba un hambre de alimentos que no podía adquirir ni cultivar… no se ponga nervioso… ¿le pasa algo? Después de todo no hice nada… solo me cuestionaba ¿qué habría sucedido de haberlo hecho?… Se dice que la carne es algo bueno para el cuerpo humano, que vigoriza la vida, así que me preguntaba si el hombre no podría extender mucho más su existencia si comiese una carne más similar a la suya.

En este punto el susurro del anciano se apagó completamente. La interrupción no se debió al pavor que evidentemente yo no podía disimular, ni a la cada vez más furiosa tempestad. La razón fue un hecho mucho más simple, aunque sorprendente.

Frente a nosotros se encontraba el libro abierto, naturalmente, con el repugnante grabado mirando hacia arriba. Al pronunciar el anciano la frase “más parecida a la suya”, se escuchó un sutil goteo sobre el papel amarillento del grabado. Al principio pensé que se trataría de una gotera que se había colado por alguna de las tantas grietas del techo, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales de Anzique brillaba una pequeña gota de color rojo que le daba una intensidad adicional al ya de por sí pavoroso detalle. Fue al ver esa gota que el anciano paró de hablar, de inmediato, levantó la cabeza dirigiendo su mirada al piso de la habitación de la que había bajado un momento antes.

Acompañé el camino de su mirada y exactamente sobre nosotros vi una gran mancha irregular de una sustancia húmeda y roja que parecía ir creciendo a medida que la mirada continuaba detenida en ella. Permanecí quieto y callado donde me encontraba, pero sin poder soportar el espectáculo cerré los ojos. Instantes después escuché cómo se descargaba otro rayo descomunal, que esta vez atinó de lleno en la casa haciéndola saltar por los aires y borrando para siempre sus enmarañados secretos. También derramó el olvido que permitió la protección de mi mente.

The Picture in the House: escrito en 1920 y publicado en 1921.

El templo24

Yo, Karl Heinrich Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta de la Armada Imperial Alemana y al mando del submarino U-29, el día 20 de agosto de 1917 lanzo esta botella y este informe en el océano Atlántico, en una ubicación que me es desconocida pero que probablemente ronda los 20° de latitud norte y los 35° de longitud oeste, donde mi nave reposa averiada en el fondo del océano. Hago esto porque es mi deseo dar a conocer a la luz pública ciertos hechos sorprendentes dado que probablemente no sobreviviré para dar estas noticias en persona, ya que las circunstancias que me rodean son tan amenazadoras como asombrosas e incluyen, no solo el fatal daño del U-29, sino inclusive el desmayo de mi férrea voluntad alemana en una forma de lo más funesta.

En la tarde del 18 de junio, tal y como informamos por radio al U-61 que se dirigía a Kiel, disparamos al buque carguero británico Victory que navegaba de Nueva York a Liverpool, en latitud 45° 1’ norte y longitud 28° 34’ oeste, permitiendo a la tripulación embarcar en sus botes para lograr una buena filmación cuyo fin eran los archivos del almirantazgo. El barco se hundió de forma convenientemente teatral, a pique por la proa y con la popa alzándose sobre las aguas hasta que todo el casco se orientó perpendicularmente hacia el fondo del mar. Nuestra cámara no perdió detalle y lamento que una película tan buena no pueda llegar a Berlín. Después, hundimos a cañonazos los botes salvavidas y nos sumergimos.

Cuando emergimos, al atardecer, descubrimos el cuerpo de un marino en cubierta, aferrado de una manera muy curiosa a la barandilla. El pobre hombre era joven, bastante moreno y muy agraciado, seguramente era griego o italiano y, seguramente, tripulante del Victory. Sin duda, había buscado protección en la misma nave que se había visto obligada a destruir la suya. Una víctima más de la injusta y agresiva guerra que los malditos perros ingleses llevan a cabo contra la patria. Nuestros hombres lo registraron en busca de algo y encontraron en su bolsillo una pieza de marfil sumamente rara, tallada en forma de una joven cabeza coronada de laureles. El otro comandante, el teniente Klenze, se apoderó de ella pensando que aquello era algo muy antiguo y de gran valor artístico. Cómo había podido llegar a las manos de un insignificante marinero, era algo que ninguno de los dos podíamos figurar.

Al arrojar el cuerpo por la borda tuvieron lugar dos sucesos que perturbaron considerablemente a la tripulación. Los hombres le habían cerrado los ojos, pero, al separarlo de la barandilla estos se abrieron, y muchos sufrieron la extraña sensación de que miraban atentamente y en son de burla a Schmidt y Zimmer quienes se hallaban inclinados sobre el cadáver. El contra­maestre Müller, un hombre mayor, al que le habría ido mejor de no ser un supersticioso rufián alsaciano, se perturbó tanto por la impresión, que estuvo observando el cuerpo en el agua, y jura que tras sumergirse un poco, colocó los brazos en posición de nadador y se impulsó hacia el sur bajo las aguas. Tanto a Klenze como a mí nos molestaron esas muestras de campesina ignorancia y amonestamos severamente a los hombres, sobre todo a Müller.

 

Al día siguiente, debido al quebranto de varios miembros de la tripulación, se formó un verdadero problema. Evidentemente, estaban aquejados por algún tipo de tensión nerviosa causada por nuestro largo viaje y habían sufrido varias pesadillas. Algunos de ellos parecían confundidos y obnubilados y, tras comprobar que ninguno de ellos fingía su agotamiento, les relevé de sus funciones. El mar se hallaba bastante picado, así que nos sumergimos a una profundidad donde las olas nos resultaran un problema menor. Allí nos mantuvimos en una calma relativa, a pesar de la aparición de una misteriosa corriente de rumbo sur que no pudimos hallar en nuestras cartas. Los sollozos de los enfermos resultaban efectivamente fastidiosos, pero ya que no parecían desalentar al resto de la tripulación, evitamos tomar medidas drásticas. Teníamos la intención de continuar en aquella posición e interceptar al buque de línea Dacia, señalado en la información que recibimos de nuestros agentes en Nueva York.

Salimos a la superficie a primera hora de la tarde y descubrimos el mar menos agitado. El humo de un buque de guerra sobresalía en el horizonte norte, pero la distancia a la que nos encontrábamos y nuestra capacidad de inmersión nos mantenían seguros. Lo que más nos inquietaba eran las habladurías del contramaestre Müller, que se hacían más inconvenientes al caer la noche. Se hallaba en un detestable estado infantil y murmuraba acerca de visiones de cuerpos muertos flotando al otro lado de las ventanillas, cuerpos que le miraban fijamente y que él, a pesar de lo hinchados que estaban, podía reconocer por haberlos visto morir durante alguna de nuestras victoriosas proezas germánicas. Y decía que su jefe era el joven hallado y arrojado al mar. Era algo absurdo y anómalo, así que mandamos que le dieran unos cuantos latigazos y le pusimos grilletes a Müller. Los hombres no se mostraron muy de acuerdo con semejante castigo, pero la disciplina es fundamental. Inclusive, rechazamos la petición de una comisión encabezada por el marinero Zimmer, que solicitaba que la rara cabeza tallada en marfil fuera lanzada al mar.

El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmidt, que habían caído enfermos el día antes, se volvieron locos furiosos. Lamenté que no hubiera ningún médico entre nuestros oficiales, ya que las vidas alemanas son preciosas, pero los constantes disparates de ambos marinos acerca de una espantosa maldición eran de lo más perjudicial para la disciplina, así que tuvimos que tomar una decisión severa. La tripulación aceptó este hecho de forma sombría, aunque eso pareció tranquilizar a Müller, que a partir de ese momento no volvió a dar problemas. Le liberamos por la tarde y en silencio volvió a sus labores.

La semana siguiente todos estuvimos muy nerviosos, esperando al Dacia. La tensión aumentó con la desaparición de Müller y de Zimmer, que sin duda se suicidaron víctimas de los terrores que parecían atormentarlos, aunque nadie los vio en el momento de saltar al mar. Yo me sentía relativamente aliviado de librarme de Müller, ya que hasta su silencio había afectado muy negativamente a la tripulación. Ahora, todos parecían dados a guardar silencio, como guardando secretos temores. Muchos estaban enfermos, pero ninguno estaba trastornado. El teniente Menze, crispado por la tensión, se alteraba ante cualquier nimiedad, como por ejemplo, un banco de delfines que rondaba en número cada vez mayor en torno al U-29, o por la creciente intensidad de esa corriente sur que no aparecía en ninguna de nuestras cartas.

Finalmente, se hizo evidente que se nos había escapado el Dacia por completo. Sucesos así no son extraños y nos sentíamos más complacidos que defraudados, ya que ahora se nos ordenaba volver a Wilhelmshaven. El mediodía del 28 de junio tomamos rumbo al noreste y pese a algún enredo bastante gracioso con la sorprendente masa de delfines, nos pusimos en marcha.

A las dos de la tarde, la explosión en la sala de máquinas nos tomó totalmente desprevenidos. No se había detectado ningún desperfecto en las máquinas y tampoco negligencia de los hombres, pero aun así, sin previo aviso, la nave se vio sacudida de punta a punta por una gran explosión. El teniente Klenze se dirigió hacia la sala de máquinas, encontrando que el depósito de combustible y la mayor parte de la maquinaria estaba destruida, asimismo los maquinistas Raabe y Schneider habían resultado muertos en el acto. En un instante nuestra situación se había vuelto extrema, ya que aunque los renovadores químicos estaban seguros, podíamos usar los aparatos para emerger y sumergirnos y abrir las escotillas mientras tuviéramos aire comprimido y batería, nos veíamos imposibilitados para propulsarnos o conducir el submarino. Buscar la salvación en los botes salvavidas significaba ponernos a nosotros mismos en manos de enemigos extremadamente resentidos contra nuestra fuerte nación alemana, y nuestra radio había estado fallándonos desde que, debido al tema del Victory, nos pusimos en contacto con otro U-boat de la Armada Imperial.

Desde la hora del accidente, hasta el 2 de julio, derivamos incesantemente hacia el sur sin hacer ningún plan ni encontrar nave alguna. Los delfines todavía rodeaban el U-29, una situación digna de narrar, habida cuenta de la distancia recorrida. En la mañana del 2 de julio vimos un buque de guerra que enarbolaba colores estadounidenses y los hombres se agitaron deseosos de rendirse. Al final, el teniente Klenze tuvo que usar su arma contra un marinero llamado Traube que incitaba a tal acto antialemán con especial entusiasmo. Eso calmó de momento a la tripulación y nos sumergimos sin ser vistos.

Durante la tarde siguiente, una gran bandada de aves marinas llegó desde el sur y el mar comenzó a tornarse peligroso. Cerramos las escotillas y esperamos los acontecimientos hasta entender que debíamos sumergirnos o morir entre las montañosas olas. La electricidad y la presión de aire disminuían, y tratábamos de evitar cualquier uso innecesario de nuestros muy escasos recursos mecánicos, pero en este caso no teníamos alternativa. No bajamos demasiado, y cuando el mar se calmó horas más tarde, decidimos emerger a la superficie. No obstante, aquí surgió un nuevo contratiempo, ya que la nave no respondió a nuestro objetivo, a pesar de todos los esfuerzos realizados por los mecánicos. Según crecía el pánico entre los hombres encerrados en esta prisión submarina, algunos de ellos comenzaron a murmurar contra la cabeza de marfil del teniente Klenze, pero los aplacó la visión de una pistola automática. Tuvimos ocupados, tanto como pudimos, a los pobres diablos hurgando entre la maquinaria, aunque sabíamos bien que todo eso era inútil.

Klenze y yo solíamos turnarnos para dormir, y durante mi periodo de sueño, el 4 de julio hacia las cinco de la mañana, se desató abiertamente el motín. Sospechando que estábamos perdidos, los seis cerdos marineros supervivientes estallaron violentamente en una ira maniaca motivada por nuestra negativa a rendirnos dos días antes al navío de guerra norteamericano, y se hundieron en un delirio de insultos y destrucción. Gruñían como los animales que eran y rompían, sin distinción, mobiliario e instrumental gritando insensateces sobre la maldición de la imagen de marfil y el joven moreno muerto que nos miraba y se alejaba nadando. El teniente Klenze parecía paralizado e incapaz de dar respuesta, que es lo que cabría esperar de un blando y afeminado oriundo del Rin. Acabé con los seis hombres, pues fue necesario, y me aseguré de que no sobreviviera ninguno.

Arrojamos los cuerpos a través de las escotillas dobles y nos quedamos solos en el U-29. Klenze parecía muy nervioso y bebía demasiado. Yo estaba dispuesto a seguir vivo tanto como fuera posible, empleando el generoso depósito de provisiones y el suministro químico de oxígeno, que no habían sufrido de las locuras de aquellos malditos puercos marineros. Nuestras agujas, barómetros y otros instrumentos de precisión estaban destruidos, por lo que de ahí en adelante cualquier cálculo sería un mero estimado, basado en nuestros cronómetros, almanaques y la deriva calculada a juzgar por algunos objetos que podíamos observar a través de las troneras o desde la torreta. Afortunadamente, teníamos baterías almacenadas capaces aún de largo uso, tanto para alumbrado interior como para emplear el foco exterior. A menudo barríamos con este alrededor de la nave, pero únicamente veíamos delfines nadando paralelos a nuestro propio rumbo a la deriva. Desde el punto de vista científico, yo me sentía interesado en aquellos delfines, ya que aunque el Delphínus delphis común es un cetáceo incapaz de sobrevivir sin aire, observé durante más de dos horas a uno de estos nadadores y no lo vi abandonar en ningún momento su inmersión.

Con el tiempo, observando la fauna y flora marinas, Klenze y yo llegamos a la conclusión de que seguíamos derivando hacia el sur, sumergiéndonos más y más. Leímos mucho al respecto en los libros que yo me había llevado conmigo para los ratos de ocio, sin embargo, no pude dejar de notar la escasa preparación científica de mi compañero. Su intelecto no era prusiano, sino dado a ilusiones y teorías sin valor. La cercanía de nuestra muerte le afectaba de forma curiosa y reiteradamente hablaba arrepentido sobre los hombres, mujeres y niños que había enviado a la muerte, olvidando que todo eso resultaba grande para alguien que sirve al estado alemán. Transcurrido un tiempo, comenzó a enloquecer notablemente, observando su imagen de marfil durante horas y maquinando fantásticas historias acerca de objetos perdidos y olvidados en el fondo del mar. A veces, como un experimento psicológico, yo provocaba esos desvaríos para escuchar sus infinitas citas poéticas y relatos sobre barcos hundidos. De veras lo sentía, porque detesto ver sufrir a un alemán, pero él no resultaba una buena compañía para morir. Por mi parte me sentía orgulloso, sabiendo que la patria honraría mi memoria y que mis hijos serían educados para ser hombres como yo.

El 9 de agosto vimos el suelo del océano y con el foco proyectamos un poderoso rayo de luz sobre él. Se trataba de una extensa planicie ondulada, cubierta en su mayor parte de algas y salpicado por las conchas de pequeños moluscos. Aquí y allá había objetos fangosos con formas inquietantes, rematados de algas e incrustados de percebes que Klenze supuso viejos buques hundidos. Algo lo trastornó, un pico de materia sólida sobresaliendo cerca de un metro del lecho del océano, con cerca de medio metro de ancho, lados planos y suaves superficies superiores que coincidían en un ángulo sumamente cerrado. Yo manifesté que aquel pico debía ser un afloramiento rocoso, pero Klenze creía haber observado tallas en su superficie. Tras un momento comenzó a temblar y alejó la vista como si tuviese miedo, aunque sin dar más explicación de que se sentía estupefacto ante las dimensiones, oscuridad, lejanía, antigüedad y misterio de los abismos oceánicos. Su mente estaba fatigada, pero yo soy siempre un alemán y no tardé en reconocer dos cosas: una, que el U-29 aguantaba grandiosamente la presión del mar, y otra, que los peculiares delfines seguían alrededor nuestro, incluso a una profundidad donde la mayoría de los naturalistas suponen imposible la vida para organismos superiores. Parecía indudable que yo había sobrestimado nuestra profundidad, pero aun así estábamos lo bastante abajo como para que ese fenómeno resultara trascendente. Nuestra velocidad de deriva hacia el sur, según lo medía por el suelo del océano, era más o menos la calculada mediante los seres con los que nos habíamos cruzado en niveles superiores. A las tres y cuarto de la tarde del 12 de agosto, el pobre Klenze enloqueció totalmente. Había estado en la torreta usando el reflector, antes de precipitarse en la biblioteca donde yo estaba leyendo, y su rostro lo traicionó inmediatamente.

—¡Él nos llama! ¡Él nos llama! ¡Lo estoy oyendo! ¡Tenemos que acudir! —mientras hablaba cogió de la mesa la imagen de marfil, se la metió en el bolsillo y agarró mi brazo en un intento por arrastrarme escaleras arriba hasta la cubierta. En un momento vislumbré que pretendía abrir la escotilla y lanzarse en mi compañía al exterior, una incongruencia suicida y asesina para la que yo no estaba prevenido. Cuando retrocedí y traté de tranquilizarlo se volvió aún más violento.

—Vamos ahora... no esperemos más, es mejor arrepentirse y obtener el perdón que retar y ser condenado.

Entonces yo abandoné el intento de calmarlo y lo acusé de estar loco... loco de atar. Pero él se mantuvo imperturbable y decía:

 

—¡Si estoy loco, estoy de suerte! ¡Qué los dioses se compadezcan del hombre que en su obstinación permanezca cuerdo hasta el fin! ¡Ven y enloquece ahora que él aún nos llama con benevolencia!

Aquel estallido pareció calmar una presión en su mente, ya que al concluir se tornó más comedido, pidiéndome que lo dejase ir solo en caso de no querer acompañarle. Mi obligación estaba clara. Él era un alemán, pero tan solo un plebeyo oriundo del Rin, y ahora se había transformado en un maniático potencialmente peligroso. Aprobando su petición suicida me libraría en el acto de alguien que era más bien una amenaza que una compañía. Le solicité que me cediera la imagen de marfil antes de irse, pero tal petición despertó en él una hilaridad tan excesiva que no me atreví a insistir. Entonces le pregunté si deseaba dejar alguna memoria o un mechón de cabello para su familia en Alemania, por si se daba el caso de que yo fuera rescatado, pero de nuevo estalló en esa extraña risa. Así que mientras él subía la escalerilla, yo asistí a las palancas y aguardando el tiempo necesario, accioné la maquina que lo envió a la muerte. Asegurándome luego de que no se hallaba a bordo, dirigí el foco alrededor del submarino tratando de lograr un último vistazo, ya que deseaba comprobar si la presión del agua lo había aplastado, tal y como debiera haber ocurrido teóricamente, o si por el contrario no había sido afectado su cuerpo, tal y como sucedía con aquellos sorprendentes delfines. De todos modos, no logré localizar a mi finado compañero ya que los delfines se apiñaban en gran número alrededor de la torreta.

Esa tarde lamenté no haber cogido secretamente la imagen de marfil del bolsillo del pobre Klenze, en el momento en que me dejó, ya que el recuerdo de aquella me fascinaba. Aun cuando no soy de temperamento artístico no podía olvidar la hermosa cabeza juvenil con su corona de hojas. Lamentaba bastante no tener con quien conversar. Klenze, aun no estando a mi altura intelectual, era mucho mejor que nada. Esa noche no dormí bien, y me preguntaba cuándo llegaría el fin con exactitud. Era obvio que tenía muy pocas oportunidades de ser rescatado.

Al día siguiente subí a la torreta y comencé la observación de costumbre con el foco. Hacia el norte el panorama era parecido al de los cuatro días que habíamos tardado en llegar hasta el fondo, pero observé que la deriva del U-29 resultaba menos rápida. Según paseaba el rayo por el sur, noté que el suelo oceánico a proa mostraba un pronunciado declive y en algunos sitios surgían bloques de piedra curiosamente regulares, dispuestos como manifestando algún tipo de planificación. La nave no bajaba paralela al fondo del océano, por lo que me vi obligado a acomodar el foco para lograr un haz de luz lo más estrecho posible. Debido a la brusquedad del cambio se desconectó un cable, lo que obligó a una pausa de varios minutos mientras lo reparaba, pero finalmente la luz se proyectó, iluminando el valle marino que tenía debajo.

No soy proclive a emociones de ningún tipo, pero mi asombro fue considerable al observar lo que había revelado el resplandor eléctrico. Sin embargo, estando empapado de la mejor Kultur prusiana no debía asombrarme, ya que la geología y la tradición mencionan las tremendas conmociones en áreas oceánicas y continentales. Lo que yo vi resultaba una espaciosa y elaborada visión de edificios en ruinas, todos erigidos en una inclasificable y magnífica arquitectura y en diferentes estados de conservación. La mayor parte parecía de mármol que brillaba blanquecino bajo los rayos del proyector, y el plano general resultaba el de una inmensa ciudad al fondo de un angosto valle, con infinito número de templos y villas diseminadas por las pendientes laderas. Los techos estaban caídos y las columnas rotas, pero aún mantenían un aire de esplendor inmemorialmente antiguo que nada podía velar.

Enfrentado finalmente con esa Atlántida que yo, previamente, consideraba un mito, ahora era el más ansioso de los exploradores. Alguna vez hubo un río en el fondo de ese valle, ya que mientras estudiaba con más detenimiento el lugar, pude ver ruinas de puentes y diques de piedra y mármol, así como terrazas y muros que una vez fueran gratos y verdes. Me volví casi tan tonto en mi entusiasmo, como el pobre Klenze, y tardé un rato en notar que la corriente de rumbo sur había cesado al fin, permitiendo al U-29 descender lentamente sobre la ciudad submarina, tal y como un aeroplano desciende sobre una ciudad en las tierras emergidas. También tardé en darme cuenta de que el banco de sorprendentes delfines se había esfumado.

En un par de horas la nave fue a descansar sobre un espacio pavimentado cerca de la pared rocosa del valle. A un lado podía observar toda la ciudad bajando desde la plaza a la antigua orilla del río. Al otro lado, en una impresionante proximidad, descubrí la fachada opulentamente ornamentada y en perfecto estado de conservación de un gran edificio, sin duda un templo tallado en roca viva. Tan solo puedo suponer sobre la factura natural de esa titánica construcción. La fachada, de colosales dimensiones, cubre aparentemente una gran abertura, ya que sus ventanas son muchísimas y están dispuestas por todos lados. En el centro se abre un gran portal, al que se llega mediante una imponente escalera, y se halla rodeado por delicadas tallas, semejantes a escenas de festines en relieve. Ante ellos se hallan grandes columnas y frisos, decorados con esculturas de hermosura inexplicable, representando obviamente idílicas escenas pastorales y marchas de sacerdotes y sacerdotisas llevando extraños objetos de ceremonias en honor a un dios resplandeciente. El arte era de la más asombrosa perfección, concepciones impregnadas de helenismo aunque curiosamente particulares. Emanaban una sensación de antigüedad tremenda, como si se tratase del más lejano y no del más cercano precedente del arte griego. No tengo ninguna duda de que cada detalle de este inmenso edificio fue labrado en la roca viva de nuestro planeta en la ladera de la colina. Evidentemente, era parte de la muralla del valle, aunque cómo pudo ser el inmenso interior excavado alguna vez no logro ni imaginarlo. Quizá su centro estuviese formado por una cueva o por una serie de ellas. Ni la edad ni su estado sumergido han dañado la prístina belleza de este impresionante templo, ya que de un templo debe tratarse, y hoy tras miles de años reposa con todo su brillo inmaculado en la noche y el silencio sin fin del abismo oceánico.

No puedo determinar la cantidad de horas empleadas en la observación de esa ciudad sumergida con sus edificios, arcos, estatuas, puentes, y el colosal templo colmado de belleza y misterio. Aunque sabía de mi próxima muerte, me consumía la curiosidad y paseaba rodeando la luz del proyector en anhelante búsqueda. El haz de luz me permitió llegar a conocer infinidad de detalles, pero no pudo mostrarme nada más allá de la puerta abierta de entrada al templo tallado en la roca. Al cabo de un tiempo corté la corriente, a sabiendas de que necesitaba ahorrar energía. Los rayos ahora resultaban visiblemente más débiles de lo que fueran durante las semanas de deriva. Mi deseo de explorar los misterios acuáticos crecía, como avivado por la progresiva atenuación de la luz. ¡Yo, un alemán, debía ser el primero en adentrarme en aquellos pasajes olvidados por el tiempo!