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Aus der Reihe: Colección Oro
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—¿Los ves? ¿Los ves? ¡Ves a esos seres que alrededor tuyo y a través de ti, flotan y revolotean en cada momento de tu vida? ¿Ves esas criaturas que habitan lo que los hombres llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he logrado romper la barrera? ¿No te he mostrado mundos que ningún otro hombre vivo ha visto? —escuché que gritaba a través de aquel caos y vi su rostro ofensivamente cerca del mío. Sus ojos eran dos hoyos llameantes que me observaban con lo que ahora reconozco como un odio infinito. La máquina sonaba de manera detestable.

—¿Crees que esos seres que se retuercen torpemente fueron los que devoraron a los criados? ¡Imbécil, esos son inofensivos! Pero los criados se han esfumado, ¿no es verdad? Tú trataste de detenerme, me intimidabas cuando necesitaba hasta la más mínima migaja de aliento, te asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, desgraciado cobarde; ¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Qué fue lo que aniquiló a los criados? ¿Qué fue lo que les hizo dar aquellos gritos?... ¡No lo sabes, verdad? Pero de inmediato lo sabrás. Mírame. Oye lo que voy a decirte. ¿Crees que los conceptos de espacio, de tiempo y de magnitud son reales? ¿Crees que existen cosas tales como la forma y la materia? Pues yo te digo que he alcanzado profundidades que tu pequeño cerebro no lograría imaginar. He visto más allá de los confines del infinito y he conjurado a los demonios de las estrellas. He viajado sobre las sombras que van de mundo en mundo diseminando la muerte y la locura... Soy dueño del espacio, ¿me oyes? y ahora hay entidades que me buscan, entidades que devoran y disuelven, pero sé la manera de eludirías. Es a ti a quien atraparán, como atraparon a los criados... ¿Se está moviendo el señor? Ya te he dicho que es peligroso moverse. Te he salvado antes al advertirte que te mantuvieras inmóvil, a fin de que vieses más cosas y oyeras lo que tengo que decir. Si te hubieses movido, hace rato se habrían lanzado sobre ti. No te preocupes, no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados. Fue mirarlos lo que les hizo gritar de aquella forma a esos pobres diablos. No son agraciados... mis animales favoritos vienen de un lugar cuyos patrones de belleza son... muy diferentes. La desintegración es totalmente indolora, te lo puedo asegurar, pero quiero que los veas. Yo estuve dispuesto a verlos, pero logré detener la visión. ¿No te da curiosidad? Siempre supe que no eras científico. Estás temblando, ¿eh? Temblando de inquietud por ver las últimas entidades que he logrado descubrir. ¿Entonces, por qué no te mueves? ¿Estás cansado? Bueno, amigo mío, no te preocupes porque ya vienen... Mira. Mira maldito, mira... allí, sobre tu hombro izquierdo.

Lo que queda por contar es muy breve y tal vez ya lo saben por las noticias que aparecieron en los diarios. La policía escuchó un disparo en la casa de Tillingbast y nos encontró allí a los dos —a Tillinghast muerto y a mí inconsciente—. Me detuvieron porque mantenía el revólver en la mano, pero me soltaron tres horas después, al descubrir que lo que había acabado con la vida de Tillinghast había sido una embolia y comprobar que había dirigido el disparo contra la peligrosa máquina que ahora permanecía inservible en el suelo del laboratorio. No dije nada de lo que había visto, por temor a que el forense se mostrase incrédulo, pero por la leve explicación que le di, el doctor declaró que yo había sido hipnotizado, sin duda, por el vengativo y desquiciado homicida.

Quisiera poder creerle. Mis lacerados nervios se calmarían si dejara de pensar lo que ahora pienso sobre el aire y el cielo que tengo sobre mí y a mi alrededor. Ya no logro sentirme a solas, ni a gusto, y a veces cuando estoy agotado, tengo la aterradora sensación de que me están persiguiendo. Es este simple hecho lo que me impide creer en lo que dice el doctor: la policía no encontró jamás los cuerpos de los criados que creen que mató Crawford Tillinghast.

From Beyond: escrito en 1920 y publicado en 1934.

El Árbol22

“Fata viam invenient.”

En Arcadia, en una verde ladera del monte Ménalo, se encuentra un olivar muy cerca de las ruinas de una villa. Al lado se halla una tumba, antiguamente embellecida con las más hermosas esculturas, pero ahora está sumergida en la misma decadencia que la vivienda. A un extremo de la tumba, crece un olivo antinaturalmente grande y de forma particularmente desagradable, con sus características raíces desplazando los bloques de mármol pentélico vejados por el tiempo. Tanto se parece a la figura de un hombre deforme, o de un cadáver retorcido por la muerte, que los lugareños temen pasar cerca de allí en esas noches que la luna brilla lánguidamente a través de sus retorcidas ramas.

El monte Ménalo es uno de los parajes favoritos del temible Pan, el de el enjambre de raros compañeros, y los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna aterradora relación con estos bárbaros silenos, pero un anciano ovejero que habita en una cabaña cercana me narró una historia diferente.

Hace muchos años, cuando la villa de la ladera era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La hermosura de su obra era alabada desde Lidia hasta Neápolis, y nadie se atrevía a pensar que la habilidad de uno sobrepasara al otro. El Hermes de Calos se levantaba en un marmóreo templo de Corinto y la Palas de Musides completaba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y a Musides, y se sorprendían de que ninguna sombra de envidia artística desalentara el calor de su fraternal amistad.

Pero aunque Calos y Musides convivían en perfecta armonía, sus maneras de ser no eran iguales. Mientras que Musides disfrutaba las noches entre los placeres citadinos de Tegea, Calos prefería permanecer en casa, descansando fuera de la vista de sus esclavos bajo el fresco abrigo del olivar. Allí meditaba sobre las imágenes que colmaban su mente y allí ideaba las formas de belleza que luego inmortalizaría en mármol casi vivo. Por supuesto, los ociosos decían que Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran más que las imágenes de las dríadas y los faunos con los que se relacionaba, ya que nunca realizaba sus trabajos a partir de modelos vivos.

Tan famosos eran Calos y Musides que nadie se sorprendió cuando el tirano de Siracusa despachó a sus mensajeros para hablarles sobre la valiosa estatua de Tycho que planeaba levantar en su ciudad. Habría de ser de gran tamaño y belleza sin par, ya que la estatua habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en un destino para los viajeros. Honrado, más allá de cualquier pensamiento, sería aquel cuyo trabajo fuese escogido y Calos y Musides estaban invitados a disputar tal distinción. Era de sobra conocido su amor fraterno, y el astuto tirano presumía que, en vez de ocultarse sus obras, se prestarían mutua ayuda y consejo, así que producirían dos imágenes de belleza extraordinaria, cuya belleza eclipsaría inclusive los sueños de los poetas.

Los escultores aceptaron encantados el encargo del tirano, así que los días que siguieron los esclavos podían escuchar el permanente golpeteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron sus trabajos, aun cuando mantuvieron su visión solo para ellos dos. A excepción de los suyos, ningún ojo pudo observar las dos divinas figuras liberadas a través de los expertos golpes en la bruta piedra que las aprisionaban desde los principios del mundo.

Al igual que antes, Musides frecuentaba de noche los salones de banquetes de Tegea, mientras Calos paseaba a solas por el olivar. Pero, mientras pasaba el tiempo, la gente notó cierta falta de alegría en el antes brillante Musides. Comentaban entre sí, que era muy raro que ese desánimo hubiera hecho presa a quien tenía tantas oportunidades de lograr los más altos honores artísticos. Siguieron pasando los meses, pero en el rostro apagado de Musides se percibía una afanosa tensión que debía estar provocada por la situación.

Entonces, un día, Musides habló sobre la enfermedad de Calos. Después de eso, nadie volvió a asombrarse ante su tristeza ya que el afecto entre los dos escultores era ampliamente conocido como un afecto profundo y sagrado. Por tanto, muchos fueron a visitar a Calos, notando en efecto la palidez de su rostro, aunque se notaba en él una serena felicidad que hacía su mirada más brillante que la de Musides quien se hallaba visiblemente sumergido en la ansiedad, y que retiraba a los esclavos en su deseo por cuidar y alimentar a su amigo con sus propias manos. Mientras, las dos figuras inacabadas de Tycho se encontraban ocultas tras pesados cortinajes, apenas tocadas últimamente por el convaleciente y por su fiel enfermero.

Mientras, inexplicablemente, empeoraba más y más a pesar de las atenciones de los turbados médicos y las de su inquebrantable amigo, Calos con frecuencia solicitaba que le trasladaran a su tan amada arboleda. Allí solicitaba que lo dejasen solo, ya que deseaba dialogar con seres invisibles. Musides complacía invariablemente sus deseos, aunque con lágrimas en los ojos al creer que Calos prestaba más atención a faunos y dríadas que a él. Poco tiempo después, el fin estuvo cerca y Calos mencionaba cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió una sepultura aún más hermosa que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más sobre glorias de mármol. Solamente un deseo se amparaba en el pensamiento del moribundo, que unas ramitas de ciertos olivos de la arboleda fueran enterradas en su sepultura y colocadas junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos murió.

Hermoso más allá de cualquier narración resultaba el sepulcro de mármol que el desconsolado Musides cinceló para su bien amado amigo. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido hacer aquellos bajorrelieves, donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco olvidó Musides enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.

 

Cuando los primeros tormentos de la tristeza cedieron ante la resignación, Musides trabajó con ahínco en su figura de Tycho. Ahora le pertenecía todo el honor, ya que el tirano no deseaba sino su obra o la de Calos. Dio cauce a sus emociones a través del esfuerzo y trabajaba más duro cada día, absteniéndose de los placeres que una vez disfrutara. Mientras, sus tardes transcurrían junto a la tumba de su amigo, donde un joven olivo había brotado cerca de la cabeza del difunto. El crecimiento de este árbol fue tan rápido, y su forma era tan inaudita, que quienes lo contemplaban se desataban en exclamaciones de sorpresa, y Musides parecía descubrirse fascinado y repelido por él al mismo tiempo.

Tres años después de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se comentó en el ágora de Tegea que la gran estatua estaba terminada. Para entonces, el árbol de la tumba había alcanzado extraordinarias proporciones y sobrepasaba al resto de los de su clase, desarrollando una rama particularmente pesada sobre el lugar en el que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudían a observar el prodigioso árbol tanto como para admirar el arte del escultor, razón esta por la que Musides casi nunca se hallaba solo. Pero a él no le interesaba esa cantidad de invitados, más bien parecía tener miedo de quedarse a solas ahora que había terminado su absorbente trabajo. El suave viento de la montaña susurrando a través del olivar y el árbol de la tumba, recordaba de forma extraña ciertos rumores vagamente pronunciados.

El cielo había oscurecido la tarde en que llegaron a Tegea los emisarios del tirano. Era sabido de sobra que llegaban para hacerse cargo de la gran escultura de Tycho y para brindar imperecederos honores a Musides, por los que los próxenos les dedicaron un recibimiento sumamente caluroso. Ya, al caer la noche, sobre la cima del Menalo se desató una violenta ventisca, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder reposar a gusto en la ciudad. Hablaron sobre su ilustrado tirano y del esplendor de su ciudad, regocijándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la humanidad de Musides y de su honda tristeza por la pérdida de su amigo, así como de que ni las inminentes recompensas del arte lograrían animarlo ante la ausencia del Calos que podría haberlas disfrutado en su lugar. También mencionaron el árbol que crecía en la tumba junto a la cabeza de Calos. El viento comenzó a aullar aún más pavorosamente y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus plegarias a Eolo.

Al día siguiente, los próxenos condujeron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había ejecutado extrañas proezas. Los gritos de los esclavos se alzaban en una terrible escena de desolación, los patios humildes y las tapias lucían solitarios y estremecidos, y en el olivar ya no se levantaban las brillantes columnas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Sobre la suntuosa galería mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del insólito árbol nuevo, reduciendo absolutamente a un montón de ruinas espantosas, aquel poema de mármol.

Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande y siniestro árbol cuyo talante resultaba tan inexplicablemente humano y cuyas raíces alcanzaban de manera tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y su vértigo aumentaron al buscar entre el derribado aposento, ya que no pudo hallarse resto alguno del noble Musides ni de su imagen maravillosamente cincelada de Tycho. Entre aquellas espantosas ruinas no moraba sino el caos y los representantes de ambas ciudades se vieron desilusionados. Los siracusanos porque no tuvieron estatua para trasladar a casa y los tegeanos porque ya no tenían un artista al que conceder los laureles.

Sin embargo, los siracusanos lograron obtener una espléndida estatua para Atenas y los tegeanos se consolaron levantando en el ágora un templo de mármol para evocar los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.

Pero el olivar sigue allí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano ovejero me contó que a veces en las noches ventosas las ramas murmuran entre sí, diciéndose una y otra vez, “¡yo sé! ¡yo sé! ¡yo sé!”

The Tree: escrito en 1920 y publicado en 1921.

El grabado en la casa23

Los admiradores del horror suelen buscar los sitios lejanos y llenos de misterio como las catacumbas de Ptolomeo o los fastuosos mausoleos de cualquier parte. Se entregan a trepar las arruinadas torres de los castillos del Rin preferiblemente a la luz de la luna o a transitar inseguros entre las tenebrosas escaleras llenas de telarañas que aún existen entre los restos de algunas ciudades asiáticas. Sus templos son los bosques embrujados o las montañas escabrosas, y sus reliquias están dadas por los horribles monolitos que se alzan en islas deshabitadas. Sin embargo, para el verdadero amante del horror, aquel que puede llegar a sentir justificada toda su existencia ante un nuevo estremecimiento, son especialmente atractivas las viejas y solitarias granjas de Nueva Inglaterra, puesto que es allí donde se produce la combinación perfecta de elementos tales como la fantasía, la soledad, lo ignorado y la presencia de fuerzas oscuras, que unidas en conjunto, pueden alcanzar altos vértices de lo tenebroso.

Los paisajes más sugestivos, en este sentido, son necesariamente aquellos que se hallan a gran distancia de los caminos más recorridos, donde se levantan pequeñas viviendas sin pintar, casi siempre recubiertas de hiedra y ocultas bajo alguna tosca ladera o algún peñasco gigantesco. A veces, han estado allí por más de doscientos años percibiendo continuas generaciones de inmensos árboles o de serpenteantes enredaderas. En la actualidad ha vencido la vegetación, que casi las ha devorado envolviéndolas con su verdosa sombra, sin embargo, sobreviven algunas ventanas pequeñas, por lo general de guillotina, como si fueran ojos que abren y cierran agobiados por la dificultad de expresar todo lo que saben. En esas casas han vivido decenas de personas de las más diversas naturalezas y de los más variados orígenes. Fanatizados por sombrías creencias que los obligaron a separarse de sus semejantes, ellos y sus descendientes buscaron en esos páramos cierta libertad para dedicarse a sus extrañas actividades. Ciertamente, los hijos encontraron las facilidades que buscaban y se desarrollaron al margen de cualquiera de las tribulaciones que les habría impuesto la sociedad, pero en cambio debieron soportar un lamentable acatamiento impuesto por el siniestro culto que se había apoderado de su imaginación.

Completamente al margen de los avances de la civilización, toda la tecnología de estos curiosos puritanos procedía de desarrollos autóctonos. El aislamiento, su autorrepresión patológica y la inclemente lucha contra un medio agreste, dibujaron rasgos sombríos sobre los ya —de por sí oscuros— rasgos de su atávica ascendencia nórdica. Necesariamente austeros y esencialmente prácticos, estos no eran hombres que disfrutaran del pecado. Expuestos a equivocarse, como cualquier mortal, su propio código moral los obligaba a ocultarlo y así llegó el momento en que fueron plenamente incapaces de identificar que estaban ocultando. Solo las casas deshabitadas, insomnes y majestuosas, en apartadas y boscosas regiones, guardan lo que desde tiempos inmemoriales permanece oculto. Pero habitualmente se muestran poco orientadas a remover su letargo y tornarse comunicativas. Algunas veces, al observarlas, uno siente que lo que mejor podría hacer con ellas es arrasarlas de una buena vez.

Una tarde de noviembre de 1896, mientras paseaba por el lugar, estalló un aguacero tan furioso que me vi forzado a buscar cobijo en una de estas casas semiderruidas por el tiempo. En verdad, ya hacía algún tiempo que transitaba la región vecina al valle de Miskatonic en busca de cierta información genealógica y en virtud de la geografía del lugar y de la naturaleza propia de mis movimientos, pese a la estación del año, había decidido emplear una bicicleta. De esta forma, la tarde en cuestión, me había encontrado en una carretera de apariencia abandonada, por el que me había aventurado creyendo que era el atajo más conveniente para ir hasta Arkham. En este camino, cuando me encontraba en el punto más alejado de cualquier pueblo, el cielo pareció desmoronarse en un violento diluvio y no tuve otra alternativa que correr hacia un arruinado edificio de madera que apareció en mi pequeño campo visual. Cercada por dos formidables olmos ya casi sin hojas y reclinada contra un cerro de piedras, desde el primer instante la casa no me inspiró ninguna confianza. Las ventanas empañadas, parecían astutos ojos entrecerrados. Sus bases —aún con mucha solidez y las paredes exteriores bastante enteras— correspondían con elementos básicos que se relacionaban con otros tantos que aparecían en las leyendas que había recopilado en mis investigaciones, y que me predisponían contra lugares como al que debía acudir entonces. En efecto, la fuerza de la tormenta era tal que no tuve más que apartar mis temores, lanzar la bicicleta por la bajada enmarañada de maleza que dirigía hasta la casa y así, de pronto me encontré frente a una puerta que, de cerca, mostraba una gran sugerencia.

Llegué convencido de que no podía tratarse sino de una casa abandonada, pero al estar frente a ella, algunos indicios me hicieron pensar que el lugar no se encontraba del todo abandonado. Por ejemplo los senderos cubiertos de maleza pero no desdibujados, por eso en vez de abrir la puerta sin más preferí golpear cautelosamente. Mientras tanto me iba dominando una ansiedad cuyos orígenes no sabría explicar. De pie sobre la piedra que hacía las veces de escalón de entrada, me dediqué a inspeccionar las ventanas que tan mal me habían impresionado a lo lejos y pude evidenciar que, pese al daño del tiempo y a la suciedad que las cubría, ni los marcos ni los vidrios estaban rotos. Prueba adicional para mi sospecha de que, a pesar del abandono y al aislamiento, la casa debía estar habitada. Sin embargo, los golpes en la puerta no obtenían la menor respuesta. Volví a golpear en la puerta y tras una sensata espera, que también resultó inútil, me decidí a hacer girar el oxidado picaporte. Sin mucha sorpresa advertí que la puerta estaba abierta. Entré a un recibidor pequeño, de cuyas paredes se desprendía el yeso. A través de la puerta fluía un olor particularmente desagradable. Aún con la bicicleta en la mano, ya en el interior, cerré la puerta detrás de mí. Divisé una escalera angosta que concluía en una puerta también estrecha y que, sin duda, conducía al sótano. A la izquierda y a la derecha se podían ver otras tantas puertas que debían comunicar con las otras habitaciones de la planta baja.

Apoyé la bicicleta contra la pared, abrí la puerta de la izquierda y entré en una pequeña habitación de techo muy bajo, iluminada por dos ventanas con vidrios casi velados por el polvo y las telarañas y, prácticamente, sin muebles. Parecía haber sido una sala de estar, si se tenía en consideración el mobiliario compuesto por una mesa, algunas sillas y una gran chimenea sobre cuya repisa se distinguía un antiguo reloj del que aún se oía el tic-tac. Había algunos libros, aunque la tenue luz que llegaba hasta aquel lugar me imposibilitaba leer sus títulos. Me resultaba interesante lo antiguo que se respiraba en cualquiera de los detalles de aquel lugar. Era habitual encontrar numerosas reliquias del pasado en las casas de la región, pero aquí, la presencia de lo antiguo era impresionante. Por ejemplo, en la habitación donde me hallaba no había un solo objeto que perteneciera a una fecha posterior a la Revolución. Pese a la sencillez del mobiliario, aquella casa habría sido el paraíso de un coleccionista.

La hostilidad que había concebido hacia la casa al verla desde lejos no hizo más que aumentar a medida que iba transitando con la mirada el paisaje que se me presentaba. Era imposible determinar cuál era la causa que me provocaba temor o desagrado. Baste con decir que había algo indefinido en la atmósfera que me hacía pensar en evocaciones de tiempos obscenos, en la más ordinaria brutalidad y en circunstancias que valía más sepultar en el olvido. Nada me inducía a sentarme apaciblemente a esperar que la lluvia cesara, así que seguí dando vueltas y reconociendo los objetos que había descubierto al entrar. Me llamó la atención un libro de tamaño mediano que estaba sobre la mesa; su apariencia era tanta antigüedad que era sorprendente verlo fuera de un museo. Tenía la encuadernación en cuero guarnecido con metal y su estado de conservación era excelente. Es de hacer notar que no era cosa de todos los días hallar semejante volumen en una casa tan sencilla. Lo abrí y descubrí con sorpresa que se trataba de la descripción del Congo que hizo Pigafetta a partir de las reflexiones del marinero Lope. Estaba escrito en latín y había sido impreso en Frankfurt en 1598.

 

Había oído hablar muchas veces de aquella obra, llamativamente ilustrada por los hermanos de Bry, así que abstraído en su examen terminé por olvidar la incomodidad que me producía el lugar. Las ilustraciones eran verdaderamente únicas, decididamente inclinadas hacia la fantasía, con relativa fidelidad a las descripciones del texto. Una presencia, repetida en ellos, era la de los negros de piel blanca y rasgos caucásicos. Estuve un largo rato examinando el precioso volumen y habría seguido así mucho más si una insignificancia no hubiese venido a molestarme y a revivir mi ansiedad. Me molestaba el hecho de que quisiera o no, el libro siempre se abría en la Lámina XII, una estremecedora representación de los caníbales Anziques. No dejé de sentirme avergonzado por semejante exageración de susceptibilidad, pero en verdad permanecía la circunstancia de que aquel grabado no me agradaba en lo más mínimo, especialmente en los detalles que se referían la gastronomía anziqueña.

Lo coloqué sobre la mesa y me giré hacia el estante que había observado al comienzo. Había pocos libros, una Biblia del siglo XVIII, un Pilgrim’s Progress del mismo siglo ilustrado con rústicos grabados de madera e impreso por el creador de almanaques Isaiah Thomas, un lamentable Magnalia Christi Americana de Cotton Mather y otros pocos libros más de la misma época. De pronto, todo mi cuerpo se puso tenso al escuchar el característico sonido de pasos en la habitación de arriba. La sorpresa se debía a la falta de respuesta a mis insistentes golpes en la puerta, pero no tardé en tranquilizarme pensando que fuera quien fuese seguramente acababa de despertarse de una intensa siesta y ya, con mayor tranquilidad, escuché el sonido estridente de la escalera revelando que alguien descendía por ella. Eran pasos firmes, aunque parecían trasmitir algo de prudencia. Por mi parte, había tenido la cautela de cerrar detrás de mí la puerta de la habitación en la que me encontraba ahora. Al otro lado de la puerta se produjo un silencio, tiempo en el que seguramente quien fuese se dedicaba a inspeccionar la bicicleta que había dejado apoyada contra la pared. Luego observé un movimiento familiar en el picaporte y vi como se abría la puerta.

Apareció una persona con una apariencia tan estrafalaria que si no la recibí con un grito de espanto fue debido a mi muy cuidada y observada educación. Se trataba de un viejo de barba canosa, vestido solo con harapos, pero con un semblante y un porte que infundían admiración y respeto. Medía no menos de un metro noventa y a pesar de su apariencia general y la clara pobreza en que se encontraba, era de constitución fuerte y casi deportiva. Escondida por una barba que le recubría totalmente las mejillas, la piel de su rostro mostraba un tinte extraordinariamente rosado y casi no tenía pliegues. Los ojos azules, ligeramente empañados en sangre, eran de una visible vitalidad y proyectaban miradas de profunda intensidad. De no ser por su particular apariencia, el hombre hubiese impuesto su presencia distinguida y su excepcional forma física. Precisamente, la apariencia estrafalaria era lo que lo infectaba irremediablemente con un aire desagradable. No es posible detallar lo que en otro tiempo había sido su vestimenta, ahora reducida a un montón de trapos que caían sobre un par de botas de caña. Tampoco es posible señalar el grado de inmundicia de toda su persona.

Todo eso, sumado al miedo involuntario que me poseía desde antes de su llegada, causó en mí un sentimiento de rechazo hacia el anciano. Sin embargo, fue una gran sorpresa observar, en clara contradicción con su apariencia y con los sentimientos que experimentaba, cómo me invitaba con un gesto elegante a que me sentara y me hablaba con voz débil, pero muy agradable, para declararme su respetuosa hospitalidad. Hablaba en un idioma particular, una especie de variante del dialecto yanqui a la que yo presumía desaparecida hacía mucho tiempo y que ahora tenía ocasión de estudiar, mientras hablábamos plácidamente frente a frente.

—¿Lo sorprendió la lluvia? —comenzó la conversación—. Afortunadamente estaba cerca de la casa. Imagino que debí haber estado dormido, de lo contrario, lo habría oído… Necesito dormir muchas horas todos los días, ya no soy joven... ¿Va muy lejos? No pasa mucha gente por esta ruta desde que suprimieron la diligencia de Arkham.

Le contesté que efectivamente me dirigía a Arkham y le pedí disculpas por haber entrado de aquel modo en su casa. El anciano volvió a hablar.

—Me alegra verlo, señor. Son muy pocos los rostros nuevos que pueden verse por aquí y no hay mucho con qué entretenerse. Imagino que usted es de Boston. Nunca estuve allí, pero soy capaz de reconocer a alguien de esa ciudad solo con verle. En el 84 tuvimos un maestro para todo el distrito, pero un día se marchó y nadie volvió a saber de él.

El anciano dejó escapar una especie de risa contenida y, al preguntarle, no me respondió sobre la causa de la misma. Lucía de muy buen humor, pero dejaba ver las excentricidades propias de alguien con su apariencia. Durante un rato continuó hablando solo, como si encontrara un importante placer en ello, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había llegado hasta sus manos un libro tan extraño como el Regnum Congo de Pigafetta. Aún no me había recuperado del asombro que me causó encontrar ese ejemplar en esa casa y por algunos momentos había reprimido mis deseos de hablar sobre ello, pero finalmente mi curiosidad fue más fuerte que todas las demás aprensiones. Afortunadamente, la pregunta no generó la iniciación de un tema incómodo para mi anfitrión, quien se entregó a una extensa explicación.

—¿El libro africano? Se lo canjeé al capitán Ebenezer Holt por algún objeto que ahora no recuerdo, creo que en el año 68, antes que él muriera en la guerra.

El nombre Ebenezer Holt hizo que pusiera atención de inmediato. Durante mis investigaciones genealógicas me había encontrado con aquel nombre, pero no había podido hallar datos precisos acerca de él desde los tiempos de la Revolución. Me imaginé que aquel hombre podría ayudarme en la ubicación de esos datos, pero resolví aplazar la pregunta para más tarde. Mientras tanto, él continuaba con su relato:

—Ebenezer navegó durante muchos años en un navío comercial de Salem y no había puerto donde se detuviera en el que no se encaprichara con alguna alabada rareza. Me parece que este libro lo había conseguido en Londres. Le gustaba mucho ir a las tiendas para comprar esas cosas. Una vez visité su casa en las montañas, donde había ido a vender caballos y vi este libro. Me gustaron mucho los grabados y le propuse un intercambio. Es un libro muy raro. Vamos a verlo… Necesito mis lentes…

El anciano introdujo una mano entre sus harapos y de allí sacó un par de lentes grasientos e increíblemente antiguos, de aquellos con pequeñas lentes octogonales y patillas de acero. Se las puso, tomó con extremo cuidado el libro y se puso a pasar las páginas.