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Aus der Reihe: Colección Oro
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Las ondas mentales se detuvieron en este momento con brusquedad y los pálidos ojos del soñador, ¿o debo decir el muerto?, comenzaron a vidriarse igual que los ojos de un pez. Me acerqué más al camastro y aún sumergido en un cierto estupor, tomé su muñeca pero la descubrí fría, rígida y sin pulso. Las fofas mejillas volvieron a palidecer y los antes tensos labios se abrieron para dejar al descubierto la asquerosa dentadura podrida del degenerado Joe Slater. La visión me estremeció. Coloqué una manta sobre aquel espantoso rostro y desperté al enfermero. Luego salí de la habitación y regresé silenciosamente a mi cuarto. Necesitaba dormir, imperiosa e inexplicablemente, un sueño cuyos sueños no debo recordar.

¿El final? ¿Qué sencillo relato científico puede alardear de semejante efecto persuasivo? Simplemente, he señalado algunos hechos que yo creo que son reales y les he permitido interpretarlos a su antojo. Como ya mencioné anteriormente, mi superior, el viejo doctor Fenton, niega la realidad de cuanto he narrado. Él asegura que yo estaba colapsado por la tensión nerviosa y muy necesitado de las largas vacaciones con sueldo completo que me concedió tan generosamente. También jura, por su honor profesional, que Joe Slater no era sino un paranoico incurable, cuyos fantásticos pensamientos debían ser producto de la torpe herencia de los cuentos populares que circulan en la más decadente de las comunidades existentes. El doctor Fenton asegura todo eso, aunque yo no logro olvidar lo que sucedió en el cielo tras la muerte de Slater. Y para que no crean que soy un testigo interesado, será otra la pluma que recoja este último testimonio que tal vez les brinde el clímax que estaban esperando. Haré una breve reseña del informe sobre la estrella Nova Persei, el cual extraje de las notas de la eminente autoridad astronómica, el profesor Garrett P. Serviss:

“El día 22 de febrero de 1901, una nueva y brillante estrella fue descubierta, no lejos de Algol, por el doctor Anderson, de Edimburgo. Antes, en ese lugar ningún astro era visible y en veinticuatro horas, la desconocida estrella había alcanzado un brillo suficiente como para opacar a Capella. Sin embargo, en una semana o dos su brillo había disminuido notablemente y a los pocos meses era apenas visible a simple vista”.

Beyond the Wall of Sleep: escrito y publicado en 1919.

Memoria18

Una maligna luna creciente brilla tenuemente en el valle de Nis abriéndose paso con su luz y sus borrosos rayos a través de los mortíferos follajes de los grandiosos árboles upas. En la zona más profunda del valle, justo allí donde no alcanza la luz, hay unas figuras que se mueven y que no están hechas para ser vistas. En las laderas, donde las odiosas enredaderas y las plantas rastreras se enroscan alrededor de los muros de los viejos palacios arruinados, aprietan con fuerza columnas rotas y misteriosos monolitos y levantan del suelo las losas de mármol que colocaron unas manos que nadie recuerda, la maleza crece miserablemente. En los ruinosos patios crecen árboles enormes y saltan pequeños monos, mientras entran y salen de profundas criptas llenas de tesoros, serpientes venenosas que se retuercen junto a seres escamosos sin nombre.

Son enormes las piedras que duermen bajo las capas de musgo húmedo y eran poderosos los muros de los que se desprendieron. Fueron levantados para la eternidad por sus constructores y es innegable que aún sirven con nobleza, debajo de ellas aún vive el sapo gris.

En el fondo del valle se encuentra el río Thad. Sus aguas son fangosas y están llenas de algas. Nace en arroyos ocultos y se mueve hacia grutas subterráneas. El demonio del valle no sabe dónde desemboca, ni por qué sus aguas son rojas.

El genio que vigila en los rayos de luna le habló al demonio del valle, y le dijo:

—Soy viejo y he olvidado muchas cosas. Háblame de los hechos, del aspecto y del nombre de aquellos que construyeron estas ruinas de piedra.

A lo que el demonio contestó.

—Yo también soy viejo, en cambio, mi memoria es buena y sé mucho del pasado. Esos seres no estaban hechos para ser entendidos, ellos eran como las aguas del río Thad. Sus hazañas no fueron más que momentáneas, por lo que ya no las recuerdo. Su aspecto era parecido al de los pequeños monos arbóreos. Y recuerdo con claridad su nombre, porque rimaba con el del río. Esos antiguos seres se llamaban Humanidad.

Entonces, el genio regresó volando a la luna creciente y el demonio se quedó pensativo y observando un pequeño mono que se había subido a un árbol que crecía en un ruinoso patio.

Memory: escrito en 1919 y publicado en 1923.

Hechos tocantes al difunto

Arthur Jermyn y su familia19

La vida es algo terrible y desde lo más profundo que hemos conocido de ella asoman indicios malignos que, a veces, la vuelven más terrible aún. En caso de desatarse en el mundo, quizá sea la opresiva ciencia con sus tremendas revelaciones quien aniquile definitivamente nuestra especie humana si es que somos una especie aparte, porque jamás podrán ser imaginados por nuestros cerebros mortales su cantidad de sorprendentes horrores. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que se prendió fuego una noche después de empapar sus ropas de gasolina. No hubo quien guardara sus restos carbonizados en una urna, ni quien le dedicara un monumento funerario, ya que aparecieron algunos documentos y un objeto dentro de una caja que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de quienes lo conocían niegan, inclusive, su existencia.

Cuando llegó de África, Arthur Jermyn, después de ver el objeto de la caja, subió al páramo y se prendió fuego. Lo que lo impulsó a acabar con su vida fue este objeto y no su extraño aspecto personal. Muchos no habrían soportado su existencia de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn, pero él era un hombre de ciencia y también poeta por lo que nunca le importó su aspecto físico.

Llevaba el saber en su sangre. Su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un renombrado antropólogo, y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la zona del Congo así como autor de diversos estudios profundos sobre sus tribus, animales y sus supuestas ruinas. Wade estuvo dotado, ciertamente, de un celo intelectual muy cercano a la manía. Su excéntrica teoría sobre una civilización congoleña blanca le ganó punzantes ataques cuando apareció su libro titulado, Reflexiones sobre las diversas partes de África. Este atrevido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon en 1765.

La gente se alegraba de que los Jermyn no fueran muchos ya que poseían un rasgo de locura. El linaje carecía de ramas y el último de ellos fue Arthur, de no haber sido así, no se sabe qué habría ocurrido cuando llegó aquel objeto. Los Jermyn jamás tuvieron un aspecto del todo normal, podía notarse en ellos algo raro, aunque el caso más dramático fue el de Arthur. Sin embargo, antes de Wade, los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn mostraban rostros muy hermosos. Claro está que la locura empezó con Wade, cuyas estrafalarias historias acerca del continente africano eran, a la vez, las delicias y el terror de sus nuevos amigos. Su locura quedó reflejada en su colección de ejemplares y trofeos que eran muy distintos de los que un hombre normal poseería, y se hizo más evidente con el nivel de reclusión en el que mantuvo a su esposa. Él solía decir que ella era hija de un comerciante portugués que había conocido en África y que no compartía las costumbres inglesas. Se la había traído al regresar de su segundo y más largo viaje, junto a su pequeño hijo nacido en África. Luego, ella lo acompañó en el tercero y último, pero no regresó con vida.

Durante la corta estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn nadie la vio nunca de cerca, ni siquiera los criados, por causa de su violento y extraño carácter. Ocupó un ala remota de la mansión y solo su marido la atendía. En efecto, Wade fue muy particular con las atenciones para con su familia, ya que al regresar de África tampoco permitió que nadie atendiese a su hijo, salvo una desagradable negra de Guinea. Luego, después de la muerte de la señora Jermyn, él asumió los cuidados del niño completamente.

Pero cuando Wade se encontraba bebido, su manera de hablar fue lo que hizo suponer a aquellos que lo conocían que estaba loco. En el siglo XVIII, la época de la razón, era una locura que un científico hablara de raros paisajes bajo la luna y de visiones sin sentido, o de una ciudad en ruinas con murallas y pilares gigantes e invadida por la vegetación olvidada. Menos aún, de secretas y húmedas escaleras que interminablemente bajaban a oscuras criptas abismales e inconcebibles catacumbas en el Congo.

En particular, hablar con tal delirio de los habitantes que poblaban esos lugares era una osadía. Seres mitad de la jungla, mitad de esa antigua y sacrílega ciudad. Seres que el propio Plinio habría descrito incrédulamente y que pudieron surgir después de que los grandes monos invadieron la moribunda ciudad de las murallas, los pilares, las criptas y las misteriosas catacumbas.

Sin embargo, al regresar de su último viaje, casi siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, Wade hablaba de esas cosas con un entusiasmo desmedido y misterioso y alardeaba de lo que había descubierto en la selva y de que había vivido entre las terribles ruinas que nadie más conocía. Al final, hablaba de tal manera de los seres que allí vivían que lo internaron en el manicomio. Cuando lo encerraron en una celda enrejada de Huntingdon no se mostró muy afectado, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir del momento en que su hijo comenzó la adolescencia, su hogar le fue gustando cada vez menos, al punto que hacia el final, parecía agobiarlo y el Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio habitual. Así que cuando lo internaron pareció mostrar una vaga gratitud, como si para él fuera una protección. Tres años más tarde, murió.

 

El hijo de Wade Jermyn, Philip, era una persona particularmente rara. Aunque tenía un gran parecido físico con su padre todos acabaron por rehuirle, ya que su aspecto y comportamiento eran, en muchos detalles, muy toscos. No heredó la locura como muchos temían, pero era muy torpe y muy propenso a repentinos accesos de violencia. Era pequeño de estatura, sin embargo, poseía una fuerza y una agilidad increíbles. Doce años después de recibir su título, se casó con la hija de su guardabosque, que se comentaba era de origen gitano, y antes de nacer su hijo se alistó en la marina de guerra como marinero, lo cual fue el detalle que colmó el rechazo general que sus costumbres y su unión habían despertado. Cuando terminó la guerra en América, se decía que iba de marinero en un navío mercante que se dedicaba a comerciar en África, ya que había ganado muy buena reputación con sus proezas de fuerza y habilidades para trepar. Finalmente una noche, mientras su barco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo, desapareció.

Ahora, con el hijo de Philip Jermyn la reconocida marca familiar terminó convirtiéndose en algo extraño y fatal. Pese a sus particulares proporciones físicas, Robert Jermyn era un joven alto y bastante agraciado con una especie de misteriosa gracia oriental. Inició su vida de erudito e investigador haciendo célebre su apellido en el campo de la etnología y la exploración, también fue el primero en estudiar científicamente la gran colección de reliquias que su loco abuelo había traído de África. En 1815, Robert esposó a la hija del séptimo vizconde de Brightholme, cuyo matrimonio recibió la bendición de tres hijos. El mayor y el menor nunca fueron vistos en público debido a sus deformidades físicas y mentales. El científico se refugió en su trabajo, abrumado por tal desventura, e hizo dos largas expediciones al corazón de África. Su segundo hijo, Nevil, era una persona especialmente desagradable que parecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la altivez de los Brightholme. En 1849 se fugó con una vulgar cantante, aunque regresó un año después. Fue perdonado y Nevil volvió a la mansión Jermyn, viudo y con un niño, Alfred, que sería al crecer el padre de Arthur Jermyn.

Sus amigos decían que esta serie de desgracias fue lo que trastornó el juicio de Robert Jermyn, aunque tal vez la culpa estaba tan solo en algunas costumbres africanas. El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus Onga que se hallaban cercanas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo. Tenía la esperanza de hallar explicación a las extravagantes historias de Wade Jermyn sobre la ciudad perdida, habitada por extraños seres.

Los particulares escritos de su antepasado sugerían, con cierta coherencia, que la imaginación del investigador pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. Un 19 de octubre en 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los Onga, convencido de que podían ser muy útiles al etnólogo. En ellos se mencionaban ciertas leyendas acerca de una ciudad de piedra, poblada de monos blancos y gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, Seaton debió proporcionarle muchos detalles adicionales, pero jamás llegará a conocerse la naturaleza de los mismos, dada la espantosa serie de hechos trágicos que sobrevinieron después.

Cuando Robert Jermyn salió de su biblioteca dejó detrás de sí, el cuerpo estrangulado del explorador y antes de que pudiera ser detenido, había puesto fin a la vida de sus tres hijos —los dos que no habían sido vistos jamás y el que se había fugado—. Nevil Jermyn murió dando la vida por salvar a su hijo de dos años, lo cual logró. Al parecer, en las locas maquinaciones del anciano estaba incluido también el asesinato del pequeño. El propio Robert, tras múltiples intentos de suicidio se negó a pronunciar un solo sonido articulado y el segundo año de ser recluido murió de un ataque de apoplejía.

Alfred Jermyn fue nombrado barón antes de cumplir los cuatro años, pero su conducta jamás estuvo a la altura de su título. A los veinte, se unió a una banda de músicos, y a los treinta y seis abandonó a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo ambulante americano. Murió de forma realmente repugnante.

Entre los animales del circo con el que viajaba, había un enorme gorila macho sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre los artistas de la compañía. Era un animal cuyo color era algo más claro de lo normal y Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila. En muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn logró que le permitiesen adiestrar al animal, asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus actos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero golpeó al segundo más fuerte de lo habitual, lastimando su cuerpo y su dignidad de domador novato. Los miembros de “El Mayor Espectáculo del Mundo” prefieren no hablar de lo que sucedió después. No esperaban el escalofriante e inhumano grito que profirió Alfred, tampoco esperaban verlo agarrar con ambas manos a su torpe antagonista y arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula para luego morderlo furiosamente en la garganta peluda. El gorila no tardó en reaccionar, lo había cogido desprevenido, pero antes de que el domador oficial pudiera hacer nada, el cuerpo que una vez había pertenecido al barón quedó irreconocible.

Arthur, era el hijo de Alfred Jermyn y de una cantante de music hall de origen desconocido. Cuando su marido, y padre de su hijo, abandonó la familia, la madre llevó al niño a la casa de los Jermyn donde no había nadie que se opusiera a su presencia. Ella tenía presente lo que debe ser la dignidad de un noble y cuidó que su hijo recibiera la mejor educación que su escasa fortuna le podía ofrecer. La Casa de los Jermyn había caído en la ruina y los recursos de la familia eran muy escasos, pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía y, a diferencia de sus antepasados, era poeta y soñador.

Algunas familias de la vecindad, que habían oído contar historias sobre la desconocida esposa portuguesa de Wade Jermyn, afirmaban que estas preferencias revelaban su sangre latina, pero la mayoría de las personas la atribuían a su madre cantante —a la que no habían aceptado socialmente— y se burlaban de la sensibilidad del joven ante la belleza.

Si se tenía en cuenta su rudo aspecto personal, la poética delicadeza de Arthur Jermyn era mucho más evidente. La mayoría de los Jermyn había tenido una pinta particularmente extraña y desagradable, pero el caso de Arthur era asombroso. Era difícil decir con precisión a qué se parecía, no obstante, su expresión, su ángulo facial y la longitud de sus brazos generaban un gran rechazo en quienes lo veían por primera vez.

Sin embargo, el carácter y la inteligencia de Arthur Jermyn compensaban su rara apariencia. Culto y poseedor de un gran talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a recuperar la reputación intelectual de su familia. Planeaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas usando la magnífica, aunque extraña, colección de Wade. No obstante, su temperamento era más poético que científico. Llevado por su imaginativa mentalidad, pensaba con frecuencia en la prehistórica civilización en la que había creído absolutamente el loco explorador e imaginaba, relato tras relato, los alrededores de la misteriosa ciudad de la selva que era mencionada en sus últimas y más extravagantes anotaciones. Las veladas palabras sobre una feroz y desconocida raza de híbridos de la selva, le producían un confuso y mezclado sentimiento de terror y atracción al imaginar el posible fundamento de tal fantasía y al tratar de encontrar alguna pista en los datos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los Onga.

Después de la muerte de su madre en 1911, Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final. A fin de obtener el dinero necesario, vendió parte de sus propiedades, preparó una expedición y zarpó rumbo al Congo. Con ayuda de las autoridades belgas contrató a un grupo de guías y pasó un año en las regiones de Onga y Kaliri. Allí logró obtener muchos más datos de lo que él esperaba. Entre los Kaliri había un jefe anciano llamado Mwanu que poseía un grado de inteligencia excepcional junto a una gran memoria, además, de un profundo interés por las tradiciones antiguas. El anciano confirmó la historia que Jermyn había escuchado, añadiendo, tal como él la había oído contar, su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos.

Según Mwanu, la ciudad de piedra y las criaturas híbridas habían desaparecido hacía muchos años, eliminadas por los belicosos N’bangus. Esta tribu, después de matar a todos los seres vivientes y destruir la mayor parte de los edificios, se había llevado a la diosa disecada que había sido el objetivo de la incursión: la diosa-mono blanca. Las tradiciones del Congo atribuían a su cuerpo, que había reinado como princesa entre ellos y que era adorada por extraños seres. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron tener aquellos seres blancos y simiescos, pero estaba convencido de que ellos eran quienes habían construido la ciudad que estaba en ruinas. Jermyn no logró formarse una opinión muy clara, pero después de infinitas preguntas logró una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.

Se decía que la princesa-mono se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Ambos reinaron en la ciudad durante mucho tiempo, pero se marcharon de la región al nacer su hijo. Luego, el dios y la princesa regresaron y al morir ella, su esposo había ordenado momificar el cuerpo, entronizándolo en una gigantesca construcción de piedra donde era adorado. Luego volvió a marcharse solo. En este punto la leyenda tenía tres variantes. De acuerdo con la primera versión, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de poder para la tribu que la poseyera, razón por la que los N’bangus se habían apoderado de ella. La segunda versión, hacía mención al regreso del dios y su muerte a los pies de la entronizada esposa. Y la tercera, mencionaba el retorno del hijo ya hombre —o mono o dios, según el caso—, pero ignorante de su identidad. Era innegable que los imaginativos africanos habían sacado el máximo provecho de aquel misterio que subyacía debajo de la extravagante leyenda, fuera lo que fuese.

A principios de 1912, Arthur Jermyn dejó de dudar de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito y no se sorprendió cuando encontró lo que quedaba de ella. Pudo comprobar que se habían exagerado las dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un tradicional poblado negro. Lamentablemente, no logró encontrar ninguna representación escultórica, y lo reducida de la expedición no le permitió hacer el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a un sistema de criptas mencionado por Wade. Interrogó a todos los jefes y nativos de la zona acerca de la diosa momificada y los monos blancos, pero quien pudo ampliarle la información que le había dado el viejo Mwanu fue un europeo. M. Verhaeren, era un agente belga de una fábrica en el Congo que creía no solo que podía localizar, sino también que podía conseguir, a la diosa momificada de la que había oído hablar ligeramente. Los que en otro tiempo eran los poderosos N’bangus, ahora eran sumisos servidores del gobierno del rey Alberto, por lo que podría convencerlos sin mucha dificultad para que se desprendieran de aquella fea deidad de la que se habían apoderado. Cuando Jermyn partió nuevamente para Inglaterra, lo hizo animado con la esperanza de que, en unos pocos meses, podría recibir la inapreciable reliquia etnológica que confirmaría la más extraña de las historias que sostenía su antepasado, la cual era la más disparatada de cuantas él había escuchado. Aunque tal vez, los campesinos que vivían alrededor de la Casa de los Jermyn habían escuchado historias aún más extravagantes que aquella, alrededor de las mesas del Knight’s Head.

Arthur Jermyn esperó pacientemente la caja que enviaría M. Verhaeren, mientras, estudiaba con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade y buscaba rastros de su vida personal en Inglaterra, igual que de sus hazañas en África. Sobre su misteriosa y recluida esposa, había numerosas narraciones orales pero no había ninguna prueba palpable de su estancia en la Mansión Jermyn. Arthur se preguntaba cuáles circunstancias pudieron provocar tal desaparición e imaginó que la razón principal debió de ser la enajenación mental de su marido. También recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Estaba claro que el sentido práctico que había heredado de su padre y su conocimiento del Continente Negro, aunque superficial, lo habían motivado a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el Congo y eso era algo que un hombre como él no habría olvidado. Ella había muerto en África, donde su marido, sin duda, la llevó a la fuerza decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn comenzaba con estas reflexiones, siglo y medio después de la muerte de sus antepasados, no podía menos que sonreír ante su poca trascendencia.

 

En junio de 1913, llegó una carta en la que M. Verhaeren le notificaba que había encontrado la diosa disecada. En ella, escribió el belga que se trataba de un objeto excepcional, imposible de clasificar para un inexperto. Que solo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano. Aun así, sería muy difícil la clasificación debido a su estado de deterioro. En el Congo, el tiempo y el clima no son favorables para las momias, especialmente, cuando han sido preparadas por aficionados, como parecía haber ocurrido en este caso. Rodeando el cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que tenía un relicario vacío con emblemas nobiliarios, sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero a quien debieron de arrebatárselo los N’bangus, para colgárselo a la diosa en el cuello a modo de amuleto. M. Verhaeren, hacía una fantástica descripción comentando las facciones de la diosa, más bien, aludía jocosamente lo mucho que iba a sorprenderse su corresponsal al recibirla, pero estaba profundamente interesado desde el punto de vista científico para extenderse en trivialidades. Anunciaba que la diosa momificada llegaría, debidamente embalada, un mes después que su carta.

La tarde del 3 de agosto de 1913, fue recibido el envío en Casa de los Jermyn, siendo inmediatamente trasladado a la sala que alojaba la gran colección de ejemplares africanos, tal como los habían ordenados Robert y Arthur. Lo que sucedió después puede deducirse de lo que contaron los criados y del resultado que arrojaron los objetos y documentos que fueron examinados después.

De las diferentes versiones, la del anciano Soames, mayordomo de la familia, es la más amplia y coherente. De acuerdo con este fiel servidor, Arthur ordenó que todo el mundo se retirase de la habitación antes de abrir la caja, aunque los ruidos del martillo y el cincel indicaron que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más. Soames no podía precisar cuánto tiempo, pero menos de un cuarto de hora más tarde se escuchó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn del lugar y, como un loco, echó a correr en dirección a la entrada como perseguido por algún terrible enemigo. La expresión de su rostro —que ya era bastante horrible— era indescriptible. Cuando llegó a la puerta, pareció que pensó en algo, dio media vuelta y corriendo, desapareció finalmente por la escalera del sótano.

Los criados se quedaron estupefactos mirando en lo alto, pero el señor no regresó. Eso sí, les llegó un olor a gasolina. Ya de noche escucharon el ruido de la puerta que comunicaba el patio con el sótano y el mozo de cuadra vio salir sigilosamente a Arthur Jermyn, todo bañado en gasolina, y desaparecer hacia el negro páramo que bordeaba la casa. Luego, todos presenciaron un final de máximo horror, en el páramo surgió una chispa, se elevó una llama y una columna de fuego humano llegó hasta el cielo. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.

En el objeto que se encontró luego en la caja está la razón por la cual los restos carbonizados de Arthur Jermyn no fueron recogidos para ser enterrados. La visión de la diosa disecada era una visión nauseabunda, arrugada y consumida, pero era indudablemente un mono blanco momificado de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente muy próximo al ser humano... exageradamente próximo. Hacer una descripción detallada resultaría terriblemente desagradable, pero hay dos detalles que merecen ser mencionados, ya que encajan de manera precisa con algunas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas y con las leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son: los emblemas nobiliarios del relicario de oro que la criatura llevaba en el cuello eran los de la familia Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren al parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso y terrible espanto, nada menos que al rostro del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa.

Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaron aquella momia, tiraron el relicario a un pozo y todos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.

Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His Family: escrito en 1920 y publicado en 1921.