Hola, mi amor

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Se quedó callada, pero yo continué observándola con algo de baba. A mis espaldas se movió Colilla con ruido de botellas, y al instante renovó los vasos con magníficos golpes de muñeca.

Después estacionó su inmenso físico bajo el marco de la puerta.

—Martínez le ha dicho a usted que él es inocente –dijo. Me sorprendió que ya lo supiera. Me reacomodé en el sofá–, pero es el único que nos odia. ¿Quién más podría odiarnos? Algunas mujeres porque sus maridos dejan el dinero en nuestro negocio. ¿Quién más? El cura ese que sermonea hasta el delirio y que nos quería prender fuego. En cambio, Martínez quisiera ser el propietario de La Perla. Él tiene chicas exclusivas, dice, para ingenieros extranjeros que trabajan en el pozo Margarita, pero yo a los gringos los veo aquí cada fin de semana.

—Él dice que fueron los paraguayos.

—Él puede decir cualquier cosa –me interrumpió. Los labios fruncidos y bastante arrugados por un fugaz instante–, pero yo no le creo. Quiero que le diga eso. No le creo ni lo que respira. Y que saldré a buscar venganza de inmediato, salvo que se vaya de aquí. Después de todo, él es un triste colla. ¿Qué hace un colla en Villamontes? Dígale eso de mi parte, nada más.

Me miró frunciendo el ceño, haciéndome saber que era muy capaz de afrontar la situación cuando hiciera falta, pero luego suspiró como madre y se desinfló. Se refugió en su hija.

Carola no me miró en ningún momento. Cruzó un brazo por la fina y tensa espalda de su madre y le susurró al oído. Lila asintió varias veces. Se puso de pie y ordenó a Colilla que el chofer me llevara al boliche.

—No todos los collas son iguales –dijo.

Me alcé de hombros.

Colilla me mostró el camino extendiendo la palma de rayas infinitas de su mano derecha. Salimos sin despedirnos.

Doña Guillermina me sirvió el sillpancho en fuente para que cupiera todo. Una numerosa base de arroz. Un segundo nivel de papas doradas y en rodajas. Un sillpancho orejudo rebalsando por los laterales. Tres huevos de yema anaranjada y temblorosa como senos. Una bella salsa de cebolla con tomate y quirquiña picados y fraganciosos.

Le pedí a Gladis que le tomara una fotografía con su celular. Me dijo algo feo por lo bajo y desapareció por el pasillo. Su hijo, Soraya y el crío se reían en su dormitorio, pero no alcanzaba a saber de qué.

Yo estaba sentado en la mesa de los fundadores observando la calle. Las mesas de la acera ya habían sido retiradas por las tres mujeres, igual la parrilla, y sólo faltaba barrer el piso. Se habían apagado las luces de neón y mi rincón quedó bastante oscuro. El letrero de sábalos iba a ser sustituido por el de sillpanchos a partir de las siete de la tarde. Se podía pensar en una siesta reparadora y reflexiva.

—Gracias, doña Guille.

Apoyé sobre la mesa los cubiertos en su base con las manos abiertas y recé atropelladamente. Corté un buen pedazo de sillpancho y lo enrollé lo mismo que una alfombra. Con el cuchillo lo empujé hacia la base ancha del tenedor. Puncé el huevo en la yema y esperé que se escurriera en las papas y el arroz. Comencé a masticar la carne mientras me embutía una papa y un poco de arroz embadurnado. Volví a abrir un costado de mi boca para una pizca de salsa. Cerré los ojos para soñar plácidamente.

Se me mezclaron los jugos y las ideas. Hice girar mi molinete como un autómata mientras enrollaba otra tira larga de sillpancho y cargaba papa y arroz en el tenedor. Me llené la boca al borde del hipo, pero igual la abrí en una esquinita para introducir algo de salsa. Cerré los ojos nuevamente y continué con lo mío.

–A usted, señor, ya no le gustan las mujeres.

Abrí los ojos sobresaltado por todo. El regio don Germán Zambrana me observaba con los ojos vitales de un adolescente. Estaba parado frente a mi mesa con el grueso cuerpo ligeramente descansado en su bastón. Con la mano derecha se afirmaba en el puño. Con la izquierda se limpiaba la nariz con un pañuelo tan grande como el mantel de mi mesa.

—Es natural –dijo–. Ahora le gusta la comida. ¿Me equivoco? Por la edad. Comer y dormir. A nosotros, los sobrevivientes de la guerra, debido a las penurias padecidas, se nos dio por comer con gula, beber como cosacos y fornicar como Calígula. La guerra enferma a cualquiera. ¿Me permite que lo acompañe mientras tomo una cerveza?

Le hice expresivos gestos con las manos para que se sentara. Batí las palmas llamando al personal de servicio al cliente, pero nadie me respondió ni sacando la cara por la puerta del fondo.

Me puse de pie y le busqué una botella de cerveza y un vaso brillante de limpio que puse a su alcance.

Comencé a cortar una tira de sillpancho.

—La edad también enferma. Como decía mi padre, tanto vivir hace un daño terrible –súbitamente comenzó a sacudirse en una risa originada en su tripa gorda hasta lagrimear–. Salvo excepciones. Yo tengo ciento dos años y no me falta ni un diente y más bien me sobran cinco balas. Parece que me voy a morir sano.

Levanté la vista. El viejo se sacudía de lo más contento y salpicaba la mesa de cerveza. Tenía el fuerte bastón entre sus piernas y ambas manos pecosas sobre el puño. No traspiraba ni una gota.

—¿Usted combatió en la retoma de Platanillos y Loa, don Germán?

—¿Cómo?

—¿En qué batallas combatió usted? ¿Combatió en laguna Pitiantuta?

—¿Cómo?

Dejé mis cubiertos sobre el plato y disparé una ametralladora liviana a doquier. Lo miré a los ojos para saber si me había comprendido. Me volví a mi plato limpiándome la traspiración copiosa de la frente.

—Yo era de batería –dijo con voz gruesa–. Disparábamos de distancia a los objetivos. Por eso duermo tranquilo, pu. Yo creo que errábamos todos los tiros y que no matamos a nadie.

Volvió a sacudirse en una risa vital. Pero de pronto cortó y tomó más de medio vaso dejándose la espuma en la boca. Un momento después se la limpió con el mantel. Su vista aguda buscó algo al fondo.

Doña Guillermina asomó la cara desde el pasillo y me preguntó con los ojos y las cejas si quería más. Le mostré el sillpancho suspendiéndolo con el tenedor. Uno más, para terminar el arroz y la papa.

—Estuve en Nanawa y volví a Villamontes con una bala en la barriga. A los otros los tomaron prisioneros en un cerco grande que ya no recuerdo. Aquí me sacaron medio metro de chinchulines y me enseñaron a comer de nuevo. No me importaba. Podía dormir en cama y les rogaba con lágrimas a las enfermeras para que se dejaran tocar las piernas. ¡Una maravilla! No lo podía creer. Después me propuse arrinconar a alguna, pero me volvieron a alistar para la defensa definitiva de este pueblo. ¡Todavía estaba vendado! Si los paraguayos ganaban esa batalla, ahora seríamos el país más pobre del mundo.

—¿Por los pozos de gas?

—¿Cómo?

Doña Guillermina me llevó el sillpancho en otro plato y lo depositó a un palmo del mío. Giró el cuerpo y desapareció batiendo sus varias polleras vallunas. Mi paisana querida. De inmediato escuché ruido de ollas entre la cocina y la lavandería. Se preparaba para la batalla de la noche.

—¡Uh! –exclamó don Germán con los ojos abiertos–. ¡Si se entraron a Charaña cruzando el Parapetí! ¡Inclusive se treparon el Aguarague! Cuando terminó la guerra se quedaron en Cuevo. Los argentinos hacían prospección buscando petróleo. ¡Qué lástima, todo! ¡Qué pena que me da! Más bien no encontraron nada y se fueron. ¿Por qué hablamos de cosas tristes? ¿Acaso ya no existen las mujeres?

Carcajeó de golpe y pensé que se le reventaría el abdomen.

Le hice una seña con la mano y caminé hacia mi tanque. Me enchufé a la manguera y jalé la cadena. También tragué aire.

De todas formas, se me volvió a abrir el apetito. Corté una tira larga algo quemada del sillpancho, clavé la penúltima papa dorada en el tenedor y cargué con el dedo gordo algo de arroz. Don Germán Zambrana me miró, pero disimuló pronto mirando su reloj. Comencé a masticar, pero sin cerrar los ojos. Atento a las moscas. Ovidio curioseó al interior desde el pasillo de refilón y no me dio tiempo para la reacción. Aleteé como pájaro herido. El muchacho volvió a meter la cabeza al local y me miró detenidamente.

Le hice las señas debidas apuntando al tanque.

—Yo vine a decirle un par de cosas, pero me olvidé qué eran –dijo don Germán–. Han debido ser burreras de viejo, no me haga caso. Si recuerdo le mando a decir con mi biznieto. Ahora me voy a caminar a mi huerto hasta la hora del mate. Como es sábado, se reúne la familia en casa. Parecemos un pueblo originario.

Se puso de pie sacudiendo todo el cuerpo. Hurgó entre sus bolsillos y encontró el billete de diez bolivianos. Lo dejó sobre la mesa sin mirarme. A los pocos pasos volvió a girar y alzó un dedo como festejando un gol inútil, de puro trámite.

—¡Veinte sillpanchos para las siete de la tarde! Los mando a recoger.

Caminé al canchón percibiendo que el mataco borracho ya no estaba. Ya no estaba. Se había trepado el muro de adobe mientras la gente hacía la siesta o chacoteaba con el crío. Nos debía cuarenta y cinco bolivianos sólo del sábalo, diez de la cerveza y alguna moneda de propina que esa gente no daba nunca. A cambio nos quedamos con su machete viejo ideal para cortar las ramas colgantes del algarrobo. Nos debía treinta bolivianos y centavos todavía. Empezaban a correr los intereses.

A las cinco de la tarde dispuse practicar una siesta. Cerré puertas y ventanas y puse en funcionamiento el viejo ventilador de aspas colgado del techo. Me pareció la hélice de la avioneta Misión Sueca Libre. Apoyé la cabeza en media cama sobre mi almohada alta cosa de evitar ronquidos tan agresivos como develadores de mi sana gordura y asenté ambas plantas de los pies en el mosaico frío.

 

De inmediato me atemperé muy bien.

A las seis y veintiocho sonaron dos disparos. Yo oí dos, al menos. A las seis treinta me dediqué a silbar una milonga bajo la cascada de la ducha con énfasis en la nuca. A las seis treinta y dos Gladis me sorprendió casi en la puerta del baño, a medio camino de la cama, vociferando.

—No te hagas al machito. Si tus putas vuelven a rondar por aquí yo te pongo la maleta en la acera.

Me hice al sordo sacándome espuma de jabón de las orejas.

—Dos disparos, mamita. De revólver. ¿Dónde sería? Qué nos importa. Son líos de mafiosos.

Cerró la puerta violentamente y desapareció.

A las siete en punto comenzaron a salir los sillpanchos de la cocina a cargo de Gladis y la cholita Guillermina. Yo ubicaba un plato en la mano, y otro en el brazo y uno más en el antebrazo izquierdo. Con la mano derecha llevaba el cuarto plato y aún así no me daba abasto para tan nutrida como selecta clientela. Ovidio hacía lo que podía y Soraya cobraba en caja con el pequeño Tiago en brazos. Sillpanchos, cervezas y gaseosas. Carrera hacia las mesas, a la cocina y a la caja. Carrera al refrigerador, a la misma acera para espantar a tantos perros vagabundos. Carrera al tanque colgado en la pared. Jalada de cadena. La cabellera chorreante, como la frente, la panza y la espalda.

Llevábamos dos horas y media de ajetreo constante cuando el gorila de la mañana se me interpuso entre la cocina y las mesas para sonreírme. A su manera me pareció simpático. Los vellos de sus manos eran más gruesos y tupidos en la única ceja que le corría de un extremo a otro de la cara. Los ojos negros y redondos me miraron con gracia de muñeco, y parecieron en el ánimo de disculparse por su torpe comportamiento de la víspera. Y todo su voluminoso cuerpo se flexibilizó, se encorvó y terminó doblando ambas rodillas, presto a dar un brinco a la copa del churqui de la acera del frente.

—¡Doña Guillermina! ¡Un plátano de favor para este gorila!

Alguna gente próxima se sonrió.

No le gustó mi broma. Alzó la mano derecha hacia mi clavícula con el rostro fruncido. La ceja se le anudó sobre la nariz. Frunció la boca como disponiéndose a un gran esfuerzo cuando le estrellé el plato en el rostro. De manera seguida le encajé una patada en la rodilla izquierda y esperé que se le desprendieran los arroces, terminara de gotear el huevo y se derrumbara como un enorme edificio. No sucedió lo último. Antes de aplicar un nuevo golpe alguien me aplaudió el número desde una mesa distante. Me inhibió.

Manrique Martínez.

Se sonrió cebándose en la idea de triturarme en algún momento.

Los comensales no alcanzaron a alborotarse debido a la sorpresa.

Luego Martínez me llamó con un dedo.

Las mujeres de la cocina sacaron la cara al comedor para curiosear a gusto. Ovidio corrió al canchón en busca de una escoba. Seguramente fue él mismo quien subió el volumen al gato que sonaba en la radio local para el retorno de la normalidad.

—Corres mucho riesgo golpeando a Tony, Blanquito –dijo Martínez–. A tu edad y con tu sobrepeso. Tony es serbio y sólo entiende el idioma del dinero, por eso se ayuda con las manos. A ti ya te estaba tomando simpatía, pero creo que hemos vuelto a foja cero.

El gorila se acomodó a mi espalda y resopló para hacérmelo saber.

Manrique Martínez espantó una mariposa desorientada que rondaba su cabeza. Un manotazo tardío y lento que le despertó el mal humor.

—No has cumplido mi encargo, camarada. ¿Escuchaste los disparos? Fue Tony. Una sombra trepaba el muro de mi casa con un cuchillo entre los dientes. Un cuchillo grande, digo. De monte. Seguramente quería pasarlo y repasarlo por mi cuello. Rebanármelo con repulgue para que nunca más use collar.

Se rio sin ganas de su estúpido comentario. Algunas mesas no daban más de impacientes y reclamaban sus sillpanchos a los gritos. Ovidio era un técnico en explotación del gas, pero imposible que pudiera controlar a tanta gente hambrienta. Escuché que Gladis me reemplazaba protestando.

Martínez me quitó la vista de encima como quien desatornilla furioso el tornillo empotrado en la pared. Sus ojos vulgares como los higos fueron a posarse en mi mujer.

Se sonrió.

—Vas a disculpar, Blanquito, pero yo la tengo vista. Ya son dos años o un poco más que pienso dónde he visto a esta mujer. Cierro los ojos hasta la desesperación y nada. Pero la tengo vista en mi juventud. ¿No trabajó en la policía? ¿Dónde la conociste tú?

Giré el cuerpo para irme, pero la mano del gorila me lo impidió sin el menor esfuerzo. Martínez volvió a mirarme y carraspeó como para cantar a capela. Se arregló el saco de su traje mientras fruncía el ceño.

—No has cumplido. Piensas que como ya no soy policía me ablandé. A muchos les sucede eso. A otros les sucede en plena institución. Creo que tú mismo criabas una llamita, algo recuerdo. Pero no, yo no me ablandé. A mí me hierve la sangre y reviento. Meto bala. ¿Por qué no cumpliste lo que te dije? Yo no tengo nada que ver en la muerte de los Leches. Por mí que se mueran todos, pero por su puta cuenta. ¿Me entendiste? Dile eso pronto a tu fulana, porque de otra manera arderá Troya. Y luego pasas por mi lugar. Yo tengo mejores chicas.

Giró el cuerpo para irse a la acera, pero Tony no lo siguió. Se quedó en su sitio mirándome mientras le temblaba la mandíbula y zapateaba muy menudo como los tordos. Tenía ambos puños amartillados pero la fuerza de su deber le negaba el deseo de estrellarlos en mi cara.

Por fin se fue detrás de su patrón. Pasó por mi lado golpeándome con el hombro izquierdo, pronto sentí que se acalambraba el mío. Trastabillé. Tuve que sostenerme en el respaldar de algún comensal. Lo vi desaparecer por la acera y a los segundos bufó el motor del vehículo que luego arrancó.

Sacudí la cabeza para recuperar la cordura y concentración. Gladis y Ovidio me miraban. Soraya me ofrecía un vaso de agua. Guillermina había estado mirándome muy atenta, pero se metió a la cocina y me quedé con la chispa de su pollera roja en la retina.

En esos segundos de torbellino imprevistamente recordé que amaba a Gladis. Le sonreí desde el mismo corazón.

La faena terminó cerca a medianoche cuando Guillermina comenzó a carcajear con Gladis en la cocina. Ovidio retiró el letrero de sillpanchos de la acera junto a las tres mesas. Soraya se llevó al crío en andas y la caja con los billetes y las monedas. Y yo posé mis pies en las viejísimas huellas aún presentes del inodoro clausurado y jalé la cadena. Un chorro vigorizante de cerveza se metió en mi estómago enfriando deliciosamente mis tripas. Pero también me chorreó feliz por la cara y el cuello.

—Sólo falta que te duches con cerveza –dijo Gladis limpiando la mesa del rincón para la familia–. Deberías probar el agua. Quizás te guste.

Yo repetí sillpancho en fuente debido a las orejas de la carne, los tres huevos y el volumen del arroz y las papas, pero Gladis sorpresivamente se sirvió un ají de fideo con bastante caldo humeante, pedazos gordos de carne y mucha papa. Doña Guillermina llegó con el mismo plato para ella más un platillo de perejil picado que fue a dar a sus cumbres. Soraya comió apenas un poco de arroz y carne, e inclusive dejó saldo. Y Ovidio paseó con Tiago e hizo que jalara un tanto la cadena del inodoro para distraerse. Reían él y el crío.

Gladis frunció el ceño y entrecerró el ojo derecho.

—No lo tientes con ese veneno. Crea vicio.

Ovidio se sonrió. Dio un pequeño toque a la cadena para que corriera a la manera de un péndulo y el niño lo observara boquiabierto.

—Está jugando –dijo–. Todavía está en un momento muy básico para esa lección sobre el alcohol.

Se lo agradecí en silencio. Busqué la llajua pero doña Guille dijo que se había dado fin con todo el frasco. Me ofreció un locoto verde sacándolo de su bolsillo. Lo masqué de la punta y en el acto comencé a traspirar. Era el momento de la papa dorada o de un pedazo de pan. Sofoqué el incendio y me puse de pie rumbo al tanque colgante.

Gladis volvió a abrir la boca.

—No lo hagas delante del niño. Esperá que se lo lleven a otro lado.

—¡Mamá, no exageres!

No le hice caso y jalé la cadena.

Soraya se puso de pie y reclamó al hijo. Luego ambos desaparecieron por la acera. Doña Guillermina se levantó de la mesa llevando su plato aún con comida. Se la escuchó jalar una silla en la cocina.

Ovidio ingresó a la cocina y de allí salió con un sillpancho módico y comercial, pero con gran entusiasmo.

—Otra vez están hablando que el Pilcomayo está contaminado. Ojalá no nos echen la culpa. El Pilcomayo se contamina con las minas del norte, las del gringo Sánchez de Lozada, y no con nuestros pozos.

Gladis comenzó a reír a carcajadas. Inclusive botó el trapo blanco de su hombro a la mesa. Dio un manotazo que hizo saltar vasos y cubiertos. El salero brincó como maricón y recuperó la verticalidad.

—¡Todo está contaminado! –exclamó. Creo que sorprendió a todos.

Nos quedamos mirándola. Yo me alcé de hombros y me atiborré toda la boca, hasta las amígdalas y la campanilla, con dos tiras de sillpancho con cuatro rodajas de papas, dos tenedores de arroz, uno de salsa y un cacho del feroz locoto. Me puse a pensar en la inmortalidad del burro.

Las carcajadas solitarias de Gladis continuaron hasta que terminé de comer, hice una reverencia general y desaparecí rumbo al baño.

Todavía se la escuchaba desde allí.

Me senté en el inodoro pensando gravemente en la conducta hostil y el maltrato al prójimo. Desde todo punto de vista era recomendable decir ya no te quiero, gordo. Haz el favor de irte. Te ayudo a empacar y punto, ya ni te conozco. Sin embargo Gladis optaba por el deterioro de baja intensidad y los dardos diarios pero enarbolando la bandera del amor. Podía humillarme porque lo hacía en nombre del amor que yo con mi conducta libertina, algo promiscua, estaba mandando a la mierda. Era su opinión.

“¡Todo está contaminado!”

Manoteé a mis espaldas buscando un suplemento cultural, pero hacía un mes que no había ninguno. Sólo llegaba con el periódico de Santa Cruz y nosotros no lo comprábamos nunca. Yo prefería pedirle al ferretero que me regalara una lectura y le birlaba el suplemento. Me acodaba entre tantos clavos y tornillos, lijas y frascos de pegamento sobre su mostrador y leía a mis anchas bajo su atenta mirada. Cuando miraba a un cliente o al estante y se distraía, yo jalaba el suplemento y lo metía bajo mi camisa. Caminaba a mi casa con las manos en los bolsillos por si él me vigilaba desde la puerta de su negocio. Y entraba hasta el baño. Allí lo depositaba sobre algunos de los otros ya robados.

—¿Qué escondes en tu panza? –preguntaba Gladis.

Pero el señor ferretero comenzó a sospechar y fruncir el ceño.

—¿Usted lee todo el periódico? –le pregunté una de las tantas mañanas felices que me tocó vivir. Quizás buscaba alguna negociación.

—Sí.

—¿También el suplemento cultural?

Titubeó: —¿El, qué?

Me sonreí de su ignorancia. Él se molestó otro poco más.

Seguí leyendo el periódico a sus anchas, pero el muy buen hombre se había ingeniado un par de tablillas en paralelo, con tornillos mariposa, para aprisionar el conjunto del periódico.

La primera vez me lo prestó sonriéndose de mi estupor sincero ante su artefacto. Me sentí en la hemeroteca de la municipalidad cochabambina con cámaras de seguridad en las esquinas. Disimulé mi molestia. Cuando se descuidó le arranqué unas dos hojas del suplemento. Fue lo peor que hice.

El siguiente lunes ya me lo ocultó definitivamente.

—He dejado de comprar periódico. Ahora sólo lo leo una vez al mes si voy al peluquero.

Así que no había uno solo a mi espalda en el inodoro.

Me metí a la ducha pensando en las carcajadas de Gladis. Hice que el chorro golpeara y remojara mi nuca por un buen momento, y me jaboné el cuerpo para sacarme el humo prendido que había motivado las risas de Lila Echegaray. Luego me vestí con ropa limpia y me miré en el espejo.

Camino a la calle alcé mi machete oculto de pie detrás de la puerta.

Si hubiera salido un gato negro a la calle, creo que alguien le habría preguntado a dónde iba.

la perla me recibió con los brazos abiertos. Claro que mi machete quedó oculto entre los matorrales externos que iniciaban el bosque tupido que terminaba saliendo del Paraguay hacia el sur del continente. No dejó de sorprenderme que el local abriera sus puertas pese a la fea muerte de Omar Ferrarino, uno de los tantos hijos de la dueña. El largo mostrador extrañaba su presencia, aunque estaba a cargo de los mismos empleados de siempre, y las mismas botellas brillantes colgaban como higos de un techito forrado de madera. Tampoco vi brillar el cráneo pelado y con frente de Colilla entre la gente de pie o entre las mesas y el corredor a los cuartos. Se me ocurrió que bien podía estar en la sólida vivienda principal por si se desataba la guerra, cuidando a su patrona.

 

Yo también la hubiera cuidado de mil amores.

Avancé por las mesas laterales de la derecha a la pasarela buscando mi lugar habitual junto a Carlos Aguilar, pero sólo hallé a mi silla. Pensé en los disparos oídos en la víspera y supuse que el fiscal lo tenía trabajando en busca de los casquetes.

Se tenía un buen ambiente para el desfile de las muchachas. Quedaba más de una mesa libre en la periferia, y el suficiente respetable murmuraba, no vociferaba, en la espera. Tomaba su trago, fumaba, charlaba como en la platea del cine, y los mozos hacían su trabajo en paz sin necesidad de liarse a golpes y arrojar borrachos insoportables a la calle.

Así de bien estaban las cosas.

Sólo que algo no encajaba. Continué bebiendo una cuba libre con ron barato y demasiado limón. Un parlante ronco anunciaba el inicio del show y lo hacía en castellano e inglés y no en mataco. Cuando hablaba se cortaba la salsa y cuando callaba brincaba la salsa a los mordiscos. Las luces lucían sus colores mientras buscaban un avión enemigo tanto en el altísimo techo de calamina como en los rostros del ansioso y traspirado público. Parecían abejas luminosas capaces de brincar como el sarampión y posarse en un ojo, en un diente o en una oreja sin lóbulo. Y cruzarse agresivas y por fin ir a la pesca de la paraguaya inaugurante del desfile.

Bebí un sorbo largo buscando en detalle la causa de mi incomodidad.

La modelo arrancó aplausos a su paso por la pasarela dispuesta en L. Pálida antes que blancota, apenas superior al uno sesenta de altura, gruesa de muslos y semi plana del pecho, caminó de un extremo al otro moviendo las caderas, aplastando las nalgas contra la raíz de sus piernas­ y sonriendo a la mesa de ingenieros y técnicos del pozo Margarita. Mientras se quitaba el sostén y desataba hilaridad, volvió a caminar por la pasarela mostrando un par de tetitas tiernas. Volvió a sonreír a los profesionales. En pleno codo se aferró a la barra y trepó como un monito amarillo más de dos metros. Soltó las manos tensando los muslos y giró como un molinete. Primero muy lento y luego a la velocidad necesaria para que su cabellera flameara.

Yo me puse de pie y caminé en el alboroto hacia la puerta prohibida para el público. Pasé cerca a la pasarela cuando la muchacha desanudaba su hilo dental y uno de los ingenieros corría a jalárselo de la punta. Aplausos y gritos de los compañeros de trabajo. Avancé hacia la cabina del relator que lucía como mosca dentro de un vaso volcado contra la mesa. Traspiraba por cada poro y su boca de labios delgados y debiluchos dibujaba verbalmente la misma morbosidad de cada fin de semana.

Una enfermedad incurable.

Después de un breve momento, me sonreí. Reparé que era la misma voz que relataba los partidos de fútbol. Abrí los ojos sorprendido.

Me detuve frente a la siguiente modelo en el pasillo en penumbras. No terminaba de acomodarse el sostén. Tenía alguna molestia en el zapato derecho. Se sujetaba el cabello con una liga castaña y probaba a soltarlo en el momento culminante, único, de su actuación. Tenía que reconocerlo para no anticiparse ni demorarse.

—No sueltes las tetas pronto –le dije deteniéndome ante ella–. Hazlo al empezar el segundo tema. Los tendrás babeando como perros. Ansiosos.

—Está bien. Pero no voy a abrirme de piernas en ningún momento. Si me lo quieren ver que paguen el cuarto. Ya lo hablé con Bernard.

—De acuerdo. Mostrales el culo, nada más, y que se jodan.

—Eso digo yo.

Avancé por el pasillo casi a tientas y abrí la puerta posterior. La bella luz de la luna me pareció un alivio.

Crucé el camino de cascajo fino directo a la puerta principal. Probé de abrirla. La pesada manivela cedió a mi presión. Me escurrí al interior y me detuve con las voces provenientes del mismo ambiente de la tarde.

—Colilla no se mueve de aquí y apostamos dos hombres armados en el muro posterior. Carola no asoma la nariz fuera de la casa.

—Sé defenderme.

—Haces lo que te digo. Vamos, mamá.

Retrocedí de mi ubicación apresuradamente. Abrí una puerta justo en el momento en que las voces salieron al pasillo. Me quedé quieto esperando que los pasos fueran en dirección contraria a la mía.

—A partir de mañana no abren la puerta a nadie. Colilla, tú eres el jefe y responsable de todo. Bala, mi viejo, sin timidez. No te olvides.

Los pasos se dirigieron a la puerta principal y yo atisbé. Lila con un maletín en la mano y Bernard Ochaizpur con un revólver.

Al minuto se escuchó el motor de un vehículo que raudo abandonaba la casa.

Me quedé en mi lugar esperando saber qué haría Colilla.

A los siete minutos comenzó la balacera en el local.

Colilla comenzó a dar de gritos de los puros nervios. Corrió hacia la puerta principal y disparó tres tiros a la noche cargada de estrellas gritando palabrotas. Yo aproveché para filtrarme al ambiente de Carola con el dedo índice en la boca. La muchacha se sorprendió al verme, pero no se asustó ni por un instante. Se metió detrás del mueble pesado que trancaba la puertita haciéndome señas con la mano para que la siguiera pronto. La seguí. Desde el cuarto contiguo jalé el mueble bufando. Primero con las dos manos y de cuclillas, pero luego con sólo la izquierda y con una rodilla a tierra debido a que el mismo armatoste iba cerrando la puerta y apretando mi brazo. Quedó semi cerrado, necesitaba un último empujón, pero externo.

Apenas sonó un disparo más.

Carola encendió la luz y nos hallamos en un ambiente múltiple muy bien equipado. Casi al instante escuchamos que Colilla ingresaba al cuarto de Pedro Jáuregui buscándola.

Al no verla se asustó. Gritó su nombre.

—¿Qué pasa, Colilla? –preguntó ella desde este lado de la puerta–. ¿Se murió alguien?

Colilla parecía extremadamente agitado. Supuse que los sobresaltos, el tamaño gigante de su cuerpo y el sobrepeso no le sentaban nada bien a su corazón.

Respiró por la nariz y la boca emitiendo sonidos guturales para dar su informe.

—Riña de dos matacos con un técnico –explicó buscando aire–. Por la chica de Bernard. Hemos amarrado a los salvajes hasta que llegue Aguilar o alguien. Al técnico le hemos quitado su pistola y lo tenemos quieto en el baño de las mujeres. Nada más.

—Bueno –dijo Carola–. Yo me quedo aquí.

—Yo me quedaré en el sofá –dijo él–, pero primero daré una ronda.

Salió del ambiente todavía agitado. Tenía dificultades en meter aire a sus pulmones. Dilataba su nariz, abría la boca, y no le alcanzaba. Sus pasos resonaron torpes en el pasillo, pero imposible determinar hacia dónde iban.

No me importó pensar al respecto.

—Tú quieres decirme algo desde la otra noche –dije.

Carola se alisó la blusa negra en las mangas. Caminó apenas un poco y se sentó en un sofá grande apoyado contra la pared. Me invitó a hacer lo mismo golpeando sobre el cojín vecino con la palma abierta de su mano.

—Alguien quiere matar a mi madre. Hace tres semanas que amenaza y amenaza por teléfono o pasando papelitos por la puerta del garaje. Primero hemos pensado en Martínez, pero creemos que él, de quererlo, la mataría y punto. Como lo ha hecho con Omar y seguramente con Edward. Bernard y yo pensamos que debería irse a La Paz, donde unos tíos, por una larguísima temporada, pero ella dice que sería ceder terreno al mafioso, muy difícil de recuperar después.