Teoría y análisis de la cultura

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OBSERVACIONES CRÍTICAS

La antropología cultural “clásica” —reseñada hasta aquí— ha tenido el enorme mérito de haber hecho posible la representación científica de la cultura, poniendo en crisis “las concepciones elitistas y etnocéntricas que dividían a los hombres en pueblos con historia y pueblos sin historia”. (55) Además, hizo posible la investigación de este nuevo campo elaborando instrumentos metodológicos de primer orden: protocolos rigurosos de observación, detección de modelos de comportamiento y de sus modos de articulación, estudio de su distribución espacial y temporal, etcétera.

En el plano teórico su principal acierto radica en haber señalado desde el principio el carácter ubicuo y “total” de la cultura, en oposición a las concepciones elitistas, restrictivas y parcializantes. La cultura se encuentra en todas partes y lo abarca todo, desde los artefactos materiales hasta las más refinadas elaboraciones intelectuales, como la religión y el mito.

Este carácter totalizador de la cultura, que la hace coextensiva a la sociedad, tiene por fundamento la dicotomía naturaleza/cultura, que constituye el punto de partida de la concepción antropológica de la cual nos estamos ocupando. Y debe reconocerse que esta dicotomía —metodológica y no real— fue un requisito indispensable para armar las primeras articulaciones teóricas en el campo de la cultura.

Sin embargo, paradójicamente, el acierto de esta concepción “total” de la cultura es también la fuente de su mayor limitación. Pese a una discusión prolongada por varios decenios, la antropología cultural clásica no ha sido capaz de definir un nivel específico de fenómenos suficientemente homogéneos que pudieran denominarse “hechos culturales”, capaces de contraponerse de algún modo a los hechos sociales. En la práctica, el concepto antropológico de cultura ha funcionado subrepticiamente como sustituto ideológico del concepto marxista de formación social. O, peor aún, como sinónimo de sociedades extraoccidentales simples, susceptibles de un análisis global. La definición tyloriana, en particular, lejos de circunscribir un campo, lo ha ampliado “hasta el punto de hacerlo coincidir con la totalidad de la historia humana o, si se prefiere, con la totalidad de la historia de cada una de las civilizaciones o de las sociedades, sin delimitación de espacio ni de tiempo y sin distinción entre los diferentes niveles de la interacción humana”. (56)

La ausencia de un punto de vista específico capaz de homogeneizar conceptualmente la enorme diversidad de los hechos llamados culturales se manifiesta claramente en las definiciones descriptivas que, siguiendo el modelo tyloriano, se limitan a presentar un repertorio —siempre en forma de enumeración incompleta— de elementos tan heterogéneos entre sí como las creencias, ritos, hábitos sociales, técnicas de producción y artefactos materiales.

Es cierto que el culturalismo intentó reducir esta heterogeneidad a un denominador común: los modelos de comportamiento. De aquí el enorme éxito de la definición normativa de la cultura como “modelos de comportamiento aprendidos y transmitidos, incluyendo su solidificación en artefactos.”

Pero si bien una definición como ésta permitiría distinguir, en principio, el orden de la cultura del orden de la naturaleza, no podría servir como criterio para postular una distinción ulterior entre cultura y sociedad. En efecto, la referencia a modelos, normas y reglas es una característica inherente a la totalidad de las prácticas sociales, sobre todo cuando se las considera desde el punto de vista de la reproducción social. Y si son igualmente “culturales” los modelos de gestión de la práctica capitalista, las formas de ejercicio del poder político y las modalidades recurrentes de la práctica religiosa, ¿cómo puede establecerse una distinción entre cultura y formación social? Ahora se entiende por qué todos los intentos culturalistas al respecto se han realizado siempre a costa de un vaciamiento escandaloso de la noción de sociedad (“grupo organizado de individuos”), que termina siendo aplicable también al mundo subhumano de las hormigas y de las abejas.

Dejamos de lado otras muchas dificultades concernientes más específicamente a cada uno de los contextos teóricos que ha albergado al concepto de cultura, como la tendencia de los culturalistas a reificar sus “modelos de comportamiento”, convirtiéndolos en verdaderos principios de las prácticas culturales, o el permanente juego estructuralista con la ambigüedad de los términos “modelo”, “norma” y “regla”, (57) para señalar otra gran carencia de la antropología cultural en cualquiera de sus tendencias: la no consideración de los efectos de la desigualdad social —y por lo tanto de la estructura de clases— sobre el conjunto de la cultura.

Es cierto que algunos psicólogos sociales como Erich Fromm y H. Hyman, propusieron alguna vez el concepto de “personalidad de clase” en el marco de una teoría de la estratificación social, (58) pero los antropólogos no marxistas desconocen, por lo general, esta problemática y tienden a presentar el territorio de la cultura como una superficie lisa, sin fracturas ni desniveles de clase.

Esta carencia resulta un tanto comprensible si se considera que los antropólogos están acostumbrados a tratar sólo con sociedades poco diferenciadas, caracterizadas por una escasa división social del trabajo. Pero de todos modos se trata de una carencia que puede afectar gravemente la comprensión de la dinámica cultural, sobre todo cuando se intenta transportar la investigación antropológica de la cultura al ámbito de las sociedades modernas. En este último caso no se puede eludir el problema del papel que desempeña la cultura en las relaciones de dominación y de explotación.

20- Claude Lévi–Strauss, Las estructuras elementales del parentesco, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1981, p. 125 (reimpresión).

21- Edward Burnet Tylor, Primitive Culture: Researches Into the Development of Mythology, Philosophy, Religion, Language, Art and Custom, J. Murray, Londres, 1871. Traducción al español: La cultura primitiva, Editorial Ayuso, Madrid, 1977. La definición citada inicia el capítulo intitulado: “La ciencia de la cultura”. Este capítulo fue recogido en la antología de J.S. Kahn, El concepto de cultura: textos fundamentales, Editorial Anagrama, Barcelona, 1976, pp. 29–46.

22- A.M. Cirese, Da Tylor a Lévi–Strauss, Facoltá di Lettere e Filosofia, Roma, 1981–82, p. 1.

23- Ibid., p. 2 y ss. Véase también: Marvin Harris, El desarrollo de la teoría antropológica. Una historia de las teorías de la cultura, Siglo XXI Editores, Madrid, 1978, p. 122 y ss. Este trabajo de Harris, concebido desde la perspectiva neoevolucionista en antropología, es fundamental para la revisión de la teoría de la cultura en la tradición antropológica. Puede consultarse también, bajo esta misma óptica, el trabajo de Ino Rossi y Edward O’Higgins, Teorías de la cultura y métodos antropológicos, Editorial Anagrama, Barcelona, 1981.

24- Harris, op. cit., p. 218 ss.; Pietro Rossi, op. cit., pp. 31–129.

25- Roy Wagner, 1992, L’invenzione della cultura, Mursia, Milán, p. 16.

26- Pietro Rossi, op. cit., pp. 135–192. Véase también Audrey I. Richards, “El concepto de cultura en la obra de Malinowski”, en Hombre y cultura, Siglo XXI Editores, 1981, pp. 19–38.

27- “La escuela culturalista, que consumó la alianza entre la psicología y la etnología, tuvo el mérito de enunciar claramente las nociones de modelo social y de norma social. A partir de los años 1930, que presencian en psicología general el triunfo de las teorías del aprendizaje, etnólogos y sociólogos como Ruth Benedict y Herskovits se adhieren a las mismas”. Ivonne Castellan, Initiation a la psichologie sociale, Armand Collin, Collection U2, París, 1970, p. 75. En los capítulos 4, 5 y 6 de este libro puede encontrarse una exposición pedagógicamente clara de las tesis centrales del culturalismo. Véase también Harris, op. cit., p. 340 y ss. Para la crítica del culturalismo, ver, Pierre Bourdieu, Esquisse d’une théorie de la pratique, Librairie Droz, París, 1972, pp. 178, 245 (notas 10 y 17) y 251 (nota 42); y desde la perspectiva marxista, Lucien Sève, Marxisme et théorie de la personnalité, Éditions Sociales, París 1969, p. 289 y ss.

28- Pietro Rossi, op. cit., p. 289.

29- Ibid.

30- Ibid., p. XIX.

31- Ralph Linton, Cultura y personalidad, Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 45.

32- Pietro Rossi, op. cit., p. 306.

33- Ibid., p. 272.

34- Ibid., p. 290.

35- Ibid., p. 270.

 

36- Ibid., p. 329.

37- Ibid., p. 316.

38- “Decir que una sociedad funciona es una trivialidad; pero decir que en una sociedad todo funciona, es un absurdo”. Lévi–Strauss, Antropología estructural, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 1968.

39- Lévi–Strauss, Las estructuras elementales del parentesco, op. cit., p. 41.

40- Lévi–Strauss, Le régard éloigné, Librairie Plon, París, 1983, p. 62. (Hay traducción al español).

41- Ibid., p. 49 y ss.

42- “Mauss cree todavía posible elaborar una teoría sociológica del simbolismo, cuando en realidad lo que hay que hacer es buscar el origen simbólico de la sociedad”. Lévi–Strauss, “Introducción a la obra de Marcel Mauss”, en Marcel Mauss, Sociología y antropología, Editorial Tecnos, Madrid, 1979, p. 22.

43- Lévi–Strauss, Le régard éloigné, op. cit., pp. 15, 25–26, y 47–48.

44- Traducción literal: “Toda cultura procede de otra cultura”.

45- Pietro Rossi, op. cit., p. 75.

46- Ibid., p. 221.

47- Ibid., p. 266.

48- Talcott Parsons, Edward A. Shils, Hacia una teoría general de la acción, Editorial Kapelusz, Buenos Aires, 1968, pp. 20–46. Kroeber y Parsons acuerdan una especie de “armisticio” para evitar una competencia dañina entre sociólogos y antropólogos culturales: cf. “The concept of Culture and of Social System”, en American Sociological Review, 1958, p. 582 y ss.

49- Pietro Rossi, op. cit., p. 154.

50- Ibid., p. 138.

51- Ibid.

52- Ibid., p. 191.

53- A.R. Radcliffe–Brown, A Natural Science of Society, Free Press, Nueva York, 1948.

54- Pietro Rossi, op. cit., p. 197.

55- Cf. Amalia Signorelli, “Antropologia, culturologia, marxismo. Risposta a Francesco Remotti”, Rassegna Iitaliana di Sociologia, año XXI, núm. 1, enero–marzo de 1980, p. 100.

56- Ibid.

57- Cf. Pierre Bourdieu, Le sens pratique, Les Éditions de Minuit, París, 1980, p. 63 y ss.

58- E. Fromm, “Le caractère social”, en A. Lévy, Psychologie sociale. Textes fondamentaux anglais et américains, (estudio núm. 3); ver también allí mismo, H. Hyman, “Les systèmes de valeurs des différentes classes” (estudio núm. 29).

3. La cultura en la tradición marxista
UNA PERSPECTIVA POLÍTICA EN LA CONSIDERACIÓN DE LA CULTURA

La tradición marxista no ha desarrollado en forma explícita y sistemática una teoría propia de la cultura ni se ha preocupado por elaborar dispositivos metodológicos para su análisis. Desde este punto de vista puede afirmarse que el concepto de cultura es ajeno al marxismo. De hecho, el interés por incorporar este concepto al paradigma materialista histórico es muy reciente, (59) y ha dado lugar a contribuciones que, aun siendo muy importantes, están lejos de haber alcanzado el grado de refinamiento y de operacionalidad logrado por el discurso etnoantropológico sobre la cultura.

Sin embargo, los clásicos del marxismo se refirieron con frecuencia a los problemas de la civilización y de la cultura, entendidas en el sentido del iluminismo europeo del siglo XVIII, y algunos de ellos, como Lenin y Gramsci, nos legaron un buen lote de reflexiones específicas que, pese a su carácter ocasional y fragmentario, no han cesado de alimentar la reflexión contemporánea sobre la cultura.

De modo general, la tradición marxista tiende a homologar la cultura a la ideología, terminando por alojarla dentro de la tópica infraestructura– superestructura. Por eso suele hablarse, dentro de esta tradición, de “instancia ideológico–cultural”. Además, el tratamiento de este problema aparece subordinado siempre a preocupaciones estratégicas o pedagógicas de índole política. Esto significa, entre otras cosas, que los marxistas abordan el análisis de las producciones culturales sólo o principalmente en función de su contribución a la dinámica de la lucha de clases y, por lo tanto, desde una perspectiva políticamente valorativa. Estas peculiaridades ponen de manifiesto toda la distancia que media entre el punto de vista marxista y el punto de vista etnoantropológico en esta materia.

COMPRENSIÓN LENINISTA DE LA CULTURA

La teoría leninista de la cultura es indisociable de su contexto histórico y exige ser interpretada a la luz de los acontecimientos que precedieron, acompañaron y sucedieron a la Revolución de Octubre.

A escala de la formación social rusa, Lenin describe la cultura como una totalidad compleja que se presenta bajo la forma de una “cultura nacional”. (60) Dentro de esta totalidad cabe distinguir una cultura dominante que se identifica con la cultura burguesa erigida en punto de referencia supremo y en principio organizador de todo el conjunto; culturas dominadas, como la del campesinado tradicional en los diferentes marcos regionales, y los “elementos de cultura democrática y socialista”, cuyos portadores son las masas trabajadoras y explotadas (el proletariado). “En cada cultura nacional existen, aunque sea en forma rudimentaria, elementos de cultura democrática y socialista, pues en cada nación hay masas trabajadoras y explotadas cuyas condiciones de vida engendran inevitablemente una ideología democrática y socialista. Pero cada nación posee asimismo una cultura burguesa (por añadidura, en la mayoría de los casos centurionista y clerical) no simplemente en forma de elementos sino como cultura dominante”. (61) En este texto se asimila expresamente la cultura a la ideología; se plantea la determinación de la cultura por factores extraculturales (las condiciones materiales de existencia); y se introduce la relación dominación/subordinación —como efecto de la lucha de clases— también en la esfera de la cultura. Además, la distinción entre “elementos” y “cultura dominante” parece sugerir que la contradictoria pluralidad cultural que se observa en cada nación se halla reducida a sistema por la dominación de la cultura burguesa.

Desde el punto de vista político, Lenin reconoce una virtualidad alternativa y progresista sólo a los “elementos de cultura democrática y socialista” (tesis de la centralidad obrera aun en el plano de la cultura). Estos elementos son, por definición, de carácter internacionalista y se contraponen al nacionalismo burgués, es decir, a la idea de una “cultura nacional” que no puede ser más que “la cultura de los terratenientes, del clero y de la burguesía”. (62) De aquí la guerra sin cuartel declarada por Lenin contra el nacionalismo cultural: “Nuestra consigna es la cultura internacional de la democracia y del movimiento obrero mundial”. (63)

Sin embargo, Lenin se vio obligado a hacer importantes rectificaciones a su tesis del protagonismo cultural obrero en el curso de un célebre debate sobre la cuestión cultural suscitado en el seno del Partido Bolchevique en la época de la revolución. Frente a las tesis liquidacionistas de Bogdanov y del Proletkult, que propugnaban la creación ex ovo de una cultura proletaria radicalmente nueva y diferente de la cultura burguesa, Lenin concibe la mutación cultural como un proceso dialéctico de continuidad y ruptura: “La cultura proletaria no surge de fuente desconocida, no es una invención de los que se llaman especialistas en cultura proletaria. Eso es pura necedad. La cultura proletaria tiene que ser el desarrollo lógico del acervo de conocimientos conquistados por la humanidad bajo el yugo de la sociedad capitalista, de la sociedad terrateniente, de la sociedad burocrática”. (64)

Por lo tanto, no todo es alienante y negativo dentro de la cultura burguesa. Ésta contiene elementos universalizables y progresistas —el arte, la ciencia y el desarrollo tecnológico— que deben distinguirse cuidadosamente de su “modo de empleo” capitalista y burgués. Por eso “hace falta recoger toda la cultura legada por el capitalismo y construir el socialismo con ella. Hace falta recoger toda la ciencia, la técnica, todos los conocimientos, el arte [...]”. (65)

Pero, según Lenin, la cultura proletaria, en estado germinal dentro de cada cultura nacional, no se opone solamente a la cultura burguesa sino también a la cultura campesina tradicional y a la cultura artesanal. Estas formas tradicionales de cultura, ligadas al regionalismo y a la “madrecita aldea”, son residuos del pasado feudal y deben considerarse como retrógradas y retardatarias. Comparada con la situación del campesinado tradicional, la condición del obrero urbano más explotado y miserable es culturalmente superior. Por eso la migración campesina a las ciudades constituye, en el fondo, un fenómeno progresista: “Arranca a la población de los rincones perdidos, atrasados, olvidados por la historia, y la incluye en el remolino de la vida social contemporánea. Aumenta el índice de alfabetización de la población, eleva su conciencia, le inculca costumbres cultas y necesidades culturales. [...]. Ir a la ciudad eleva la personalidad civil del campesino, liberándolo del sinnúmero de trabas de dependencias patriarcales, personales y estamentales que tan vigorosas son en la aldea”. (66)

Esta posición hostil a la cultura popular campesina cobra sentido en el contexto de una larga polémica leninista contra el populismo, que había echado hondas raíces entre los intelectuales rusos desde fines del siglo XIX. Los populistas creían que el socialismo debía construirse a partir de la comunidad campesina, evitando pasar por el capitalismo. Frente a la devastación provocada por el capitalismo en Rusia, el campesinado debía considerarse como el único elemento sano de la nación, y el trabajo agrícola comunal como la única fuente de regeneración. La tesis leninista acerca de la cultura tradicional debe situarse dentro de este contexto polémico.

Finalmente, el tratamiento de los problemas culturales se halla ligado en Lenin a la problemática de la lucha de clases y de la revolución en Rusia. En la fase prerrevolucionaria, la tarea cultural se subordina a la instancia política, que desempeña entonces el papel principal. Pero en la fase posrevolucionaria, la revolución cultural pasa al primer plano y se convierte en la tarea principal. “En nuestro país la revolución política y social precedió a la revolución cultural, a esa revolución ante la cual, a pesar de todo, nos encontramos ahora. Hoy no es suficiente esta revolución cultural para llegar a convertirnos en un país socialista, porque presenta increíbles dificultades para nosotros, tanto en el aspecto puramente cultural (pues somos analfabetos) como en el aspecto material (pues para ser cultos es necesario un cierto desarrollo de los medios materiales de producción, se precisa cierta base material)”. (67) En resumen: la concepción leninista de la cultura contrasta con el positivismo y el relativismo cultural de los antropólogos, en la medida en que se inscribe en el contexto abiertamente valorativo de un proyecto político y social. Dentro de una formación social, las diferentes configuraciones culturales no son equiparables entre sí ni tienen el mismo valor. Por lo tanto, hay que discriminarlas y jerarquizarlas. Claro que los criterios de valoración no serán los del elitismo cultural —que identifica la cultura “legítima” con la cultura dominante— sino otros muy diferentes y más próximos a la objetividad científica.

 

Para Lenin, una cultura es superior a otra en la medida en que permite una mayor liberación de la servidumbre de la naturaleza (de donde la alta estima de la tecnología) y favorezca más el acceso a una socialidad de calidad superior que debe implicar en todos los casos la liquidación de la explotación del hombre por el hombre (“cultura democrática y socialista”).