365 días con Francisco de Asís

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Él, siendo rico (2Cor 8,9), quiso sobre todas las cosas elegir, con la santísima Virgen, su Madre, la pobreza en el mundo.

Y cerca de la pasión, celebró la Pascua con sus discípulos y, tomando el pan, dio las gracias y lo bendijo y lo partió diciendo: Tomad y comed, este es mi cuerpo. Y tomando el cáliz dijo: Esta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pecados. Después oró al Padre diciendo: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz (cf Mt 26,26-28). Y se hizo su sudor como gotas de sangre que caían en tierra (Lc 22,44). Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no como yo quiero, sino como quieras tú (Mt 26,42.49).

Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que Él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz; no por sí mismo, por quien fueron hechas todas las cosas (cf Jn 1,3), sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo, para que sigamos sus huellas (cf 1Pe 2,21). Y quiere que todos nos salvemos a través de él y que lo recibamos con nuestro corazón puro y nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvados por él, aunque su yugo sea suave y su carga ligera (cf Mt 11,30).

(Carta a los fieles, segunda redacción, 1: FF 181-185)

28 de febrero

¡Qué bienaventurados y benditos son aquellos que aman a Dios y hacen como dice el mismo Señor en el Evangelio: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22,37.39)!

Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón y mente pura, porque Él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad (Jn 4,23). Pues todos los que lo adoran, lo deben adorar en el Espíritu de la verdad (cf Jn 4,24). Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche diciendo: Padre nuestro, que estás en el cielo (Mt 6,9), porque es preciso que oremos siempre y que no desfallezcamos (cf Lc 18,1).

Ciertamente debemos confesar al sacerdote todos nuestros pecados; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre, no puede entrar en el reino de Dios (cf Jn 6,55.57; 3,5). Sin embargo, que coma y beba dignamente, porque quien lo recibe indignamente, come y bebe su propia condenación, no distinguiendo el cuerpo del Señor (1Cor 11,29), esto es, que no lo discierne. Además, hagamos frutos dignos de penitencia (Lc 3,8). Y amemos al prójimo como a nosotros mismos (cf Mt 22,39). Y si alguien no quiere amarlo como a sí mismo, que al menos no le cause mal, sino que le haga bien.

(Carta a los fieles, segunda redacción, 2-4: FF 186-190)

Marzo

1 de marzo

Y los que han recibido la potestad de juzgar a los otros, ejerzan el juicio con misericordia, como ellos mismos quieren obtener del Señor misericordia. Pues habrá un juicio sin misericordia para aquellos que no hayan hecho misericordia (Sant 2,13).

Así pues, tengamos caridad y humildad; y demos limosnas, porque la limosna lava las almas de las manchas de los pecados. En efecto, los hombres pierden todo lo que dejan en este siglo; llevan consigo, sin embargo, el precio de la caridad y las limosnas que hicieron, por las que tendrán del Señor premio y digna recompensa.

Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados, y de lo superfluo en comidas y bebida, y ser católicos. Debemos también visitar las iglesias frecuentemente y venerar y reverenciar a los clérigos, no tanto por ellos mismos si fueren pecadores, sino por el oficio y administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que sacrifican en el altar, y reciben y administran a los otros.

Y sepamos todos firmemente que nadie puede salvarse sino por las santas palabras y por la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen, anuncian y administran. Y ellos solos deben administrar, y no otros.

Y especialmente los religiosos, que han renunciado al siglo, están obligados a hacer más y mayores cosas, pero sin omitir estas.

(Carta a los fieles, segunda redacción, 5-6: FF 191-194)

2 de marzo

Debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a los que nos tienen odio (cf Mt 5,44; Lc 6,27). Debemos observar los preceptos y consejos de nuestro Señor Jesucristo. Debemos también negarnos a nosotros mismos (cf Mt 16,24) y poner nuestro cuerpo bajo el yugo de la servidumbre y de la santa obediencia, como cada uno lo haya prometido al Señor.

Y que ningún hombre esté obligado por obediencia a obedecer a nadie en aquello en que se comete delito o pecado. Mas aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que es tenido como el mayor, sea como el menor y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus hermanos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante.

Y no se irrite contra el hermano por el pecado cometido, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo.

No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino que, por el contrario, debemos ser sencillos, humildes y puros. Y tengamos nuestro cuerpo en oprobio y desprecio, porque todos, por nuestra culpa, somos miserables y pútridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: Yo soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desprecio de la plebe (Sal 21,7).

Nunca debemos desear estar por encima de los otros, sino que, por el contrario, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios

(1Pe 2,13).

(Carta a los fieles, segunda redacción, 7-9: FF 196-199)

3 de marzo

En cierta ocasión, al principio de la Orden, cuando el bienaventurado Francisco empezó a tener hermanos, moraba con ellos en Rivotorto. Una vez, a media noche, cuando los hermanos descansaban en sus yacijas, un hermano exclamó: «¡Me muero! ¡Me muero!». Todos los hermanos se despertaron aturdidos y asustados. El bienaventurado Francisco se levantó y dijo: «Levantaos, hermanos, y encended la lámpara». Cuando tuvieron luz, preguntó Francisco: «¿Quién es el que ha gritado: “Me muero”?». Un hermano respondió: «He sido yo». El bienaventurado Francisco le dijo: «¿Qué te ocurre, hermano? ¿Por qué te vas a morir?». «Me muero de hambre», contestó él.

El bienaventurado Francisco, hombre lleno de caridad y discreción, no quiso que aquel hermano pasase vergüenza de comer solo. Mandó preparar enseguida la mesa, y todos comieron con aquel hermano. Hay que tener en cuenta que tanto este como los demás hermanos eran recién conversos y con indiscreto fervor se entregaban a grandes penitencias corporales.

Después de la comida, habló así el bienaventurado Francisco a los hermanos: «Hermanos míos, entendedlo bien: cada uno ha de tener en cuenta su propia constitución física. Si uno de vosotros puede pasar con menos alimento que otro, no quiero que el que necesita más intente imitar al primero. Cada uno, según su naturaleza, dé a su cuerpo lo necesario. Pues, si hemos de evitar los excesos en la comida y la bebida, igualmente, e incluso más, hemos de librarnos del excesivo ayuno, ya que el Señor quiere la misericordia y no el sacrificio» (cf Os 6,6; Mt 9,13; 12,7).

(Compilación de Asís, 50: FF 1568)

4 de marzo

Los primeros hermanos, en efecto, y los que durante mucho tiempo se les unirían, mortificaban sus cuerpos no sólo con una excesiva abstinencia en la comida y bebida, sino también durmiendo poco, pasando frío y trabajando con sus manos. Llevaban, sobre la piel, cinturones de hierro y cotas de malla que podían procurarse, así como los cilicios más punzantes que pudieran conseguir.

Por eso, el santo padre, pensando que con este proceder los hermanos podían caer enfermos, como efectivamente ya había acaecido con algunos poco tiempo antes, prohibió en un capítulo que los hermanos llevaran sobre la carne otra cosa que la túnica.

Nosotros que vivimos con él podemos dar este testimonio: si bien desde el momento en que tuvo hermanos y durante toda su vida practicó con ellos la virtud de la discreción, procuró, con todo, que se guardasen siempre, en cuestión de alimentos y de cosas, la pobreza y la virtud requeridas por nuestra Orden y que eran tradicionales a los hermanos más antiguos; sin embargo, en cuanto a él, tenemos que decir que trató a su cuerpo con dureza tanto desde los inicios de su conversión, cuando todavía no contaba con hermanos, como durante toda su vida, a pesar de que desde joven fue de constitución delicada y frágil, y en el mundo no podía vivir si no rodeado de cuidados.

Un día, juzgando que sus hermanos empezaban a quebrantar la pobreza y exagerar en materia de alimentos y de cosas, dijo a algunos hermanos, pero refiriéndose a todos: «¿No creen los hermanos que mi cuerpo tiene necesidad de un régimen especial? Sin embargo, porque debo ser modelo y ejemplo para todos los hermanos, quiero usar alimentos y cosas pobres y no delicadas y estar contento con ellos».

(Compilación de Asís, 50: FF 1569)

5 de marzo

Una noche, tras larga oración, adormeciéndose poco a poco, acabó por dormirse. Su alma santa entró en el santuario de Dios (cf Sal 72,17) y vio en sueños, entre otras cosas, una señora con estas características: cabeza, de oro; pecho y brazos, de plata; vientre, de cristal, y las extremidades inferiores, de hierro; alta de estatura, de presencia fina y bien formada. Y, sin embargo, esta señora de belleza singular se cubría con un manto sórdido.

 

Al levantarse a la mañana el bienaventurado padre refiere la visión al hermano Pacífico –hombre santo–, pero no le revela lo que quiere significar. Aunque muchos otros la han interpretado a su aire, no me parece fuera de razón mantener la interpretación del mencionado Pacífico, que, mientras la escuchaba, le sugirió el Espíritu Santo.

«La señora de belleza singular –explicó– es el alma hermosa de san Francisco. La cabeza de oro, la contemplación y la sabiduría de las cosas eternas; el pecho y los brazos de plata, las palabras del Señor meditadas en el corazón y llevadas a la práctica; el cristal, por su dureza, designa la sobriedad; por su transparencia, la castidad; el hierro es la perseverancia firme; y el manto sórdido es el cuerpecillo despreciable –créelo– con que se cubre el alma preciosa».

Pero muchos en quienes reside el espíritu de Dios (cf Dan 4,5) interpretan que esa señora, en calidad de esposa del Padre, es la pobreza: «A esa –dicen– la hizo de oro el premio de la gloria; de plata, el encomio de la fama; de cristal, una misma y única profesión sin dineros fuera ni dentro; de hierro, la perseverancia final. Mas el manto sórdido para esa esclarecida señora lo ha tejido la opinión de hombres carnales».

Son también muchos los que aplican este oráculo a la Religión, tratando de ajustar la sucesión de los tiempos al curso señalado por Daniel (cf Dan

2,36-45).

Pero que se refiera al padre corre claro, si consideramos, sobre todo, que –en evitación del orgullo– se negó a dar ninguna interpretación. Y en verdad que, de referirse a la Orden, no la hubiera callado.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 50: FF 669)

6 de marzo

Aunque este hombre bienaventurado no había hecho estudios científicos, con todo, aprendiendo la sabiduría que desciende de Dios (cf Col 3,1-3) e ilustrado con las iluminaciones de la luz eterna, poseía un sentido no vulgar de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios (cf Col 1,26), y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar.

Leía a las veces en los libros sagrados, y lo que confiaba una vez al alma le quedaba grabado de manera indeleble en el corazón. «La memoria suplía a los libros»; que no en vano lo que una vez captaba el oído, el amor lo rumiaba con devoción incesante. Decía que le resultaba fructuoso este método de aprender y de leer y no el de divagar entre un millar de tratados. Para él era filósofo de veras el que no anteponía nada al deseo de la vida eterna. Y aseguraba que quien, en el estudio de la Escritura, busca con humildad, sin presumir, llegará fácilmente del conocimiento de sí al conocimiento de Dios (cf Prov 2,5). A menudo resolvía cuestiones difíciles con una sola frase, y, sin ser maestro en el hablar, ponía de manifiesto, a todas luces, su entendimiento y su virtud.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 68: FF 689)

7 de marzo

Cuando llegó al retiro del Alverna para celebrar la Cuaresma en honor del arcángel san Miguel, aves de diversa especie aparecieron revoloteando en torno a su celda, y con sus armoniosos cantos y gestos de regocijo, como quienes festejaban su llegada, parecía que invitaban encarecidamente al piadoso padre a establecer allí su morada.

Al ver esto, dijo a su compañero: «Creo, hermano, que voluntad de Dios es que permanezcamos aquí por algún tiempo, pues parece que las hermanas avecillas reciben un gran consuelo con nuestra presencia».

Fijando, pues, allí su morada, un halcón que anidaba en aquel mismo lugar se le asoció con un extraordinario pacto de amistad. En efecto, todas las noches, a la hora en que el Santo acostumbraba levantarse para los divinos oficios, el halcón le despertaba con sus cantos y sonidos. Este gesto agradaba sumamente al siervo de Dios, ya que semejante solicitud ejercida con él le hacía sacudir toda pereza y desidia.

Mas, cuando el siervo de Cristo se sentía más enfermo de lo acostumbrado, el halcón se mostraba comprensivo, y no le marcaba una hora tan temprana para levantarse, sino que al amanecer –como si estuviera instruido por Dios– pulsaba suavemente la campana de su voz.

Ciertamente, parece que tanto la alegría exultante de la variada multitud de aves como el canto del halcón fueron un presagio divino de cómo el cantor y adorador de Dios –elevado sobre las alas de la contemplación– había de ser exaltado en aquel mismo monte mediante la aparición de un serafín.

(Buenaventura, Leyenda mayor, VIII, 10: FF 1157-1158)

8 de marzo

Cuando el varón de Dios marchaba a Celle di Cortona, enterada una mujer noble del castillo llamado Volusiano corre a su encuentro; fatigada por la larga caminata, ella, que era débil ya de por sí y delicada, llegó por fin a donde el Santo. El padre santísimo, al notar el cansancio y la respiración entrecortada de la mujer, compadecido, le dijo: «¿Qué quieres, señora?». «Padre, que me bendigas». Y el Santo: «¿Estás casada o no?».

«Padre –respondió ella–, tengo un marido cruel, y sufro con él, porque me estorba en el servicio de Jesucristo. Este es mi dolor más grande: el de no poder llevar a la práctica, por impedírmelo el marido, la buena voluntad que Dios me ha inspirado. Por eso, te pido a ti, que eres santo, que ruegues por él, para que la misericordia divina le humille el corazón».

Admira el Santo la fortaleza viril de la mujer, la madurez de alma de la joven, y, movido a piedad, le dice: «Vete, hija bendita, y sábete que tu marido te dará muy pronto un consuelo. Dile, de parte de Dios y de la mía –añadió–, que ahora es el tiempo de salvación, y después el de la justicia». Con la bendición del Santo, se vuelve la mujer, encuentra al marido, le comunica el mensaje. De repente, el Espíritu Santo descendió sobre él, y, cambiándolo de hombre viejo en nuevo, le hace hablar con toda mansedumbre en estos términos: «Señora, sirvamos al Señor y salvemos nuestras almas en nuestra casa».

Replicó la mujer: «Me parece que hay que poner la continencia por cimiento seguro del alma, y luego edificar sobre ella las demás virtudes».

«Eso es –dijo él–; como a ti, también a mí me place». Y, llevando desde entonces, por muchos años, vida de célibes, murieron santamente en el mismo día, como holocausto de la mañana el uno y sacrificio de la tarde el otro.

¡Dichosa mujer, que ablandó así a su señor para la vida! Se cumple en ella aquello del Apóstol: Se salva el marido no creyente por la mujer creyente.

(Tomás de Celano, Vida segunda, IX, 38: FF 623)

9 de marzo

Escuchad, pobrecillas, por el Señor llamadas, que de muchas partes y provincias habéis sido [congregadas: vivid siempre en la verdad, que en obediencia muráis.

No miréis a la vida de fuera, porque la del espíritu es mejor. Yo os ruego con gran amor que tengáis discreción de las limosnas que os da el [Señor. Las que están por enfermedad gravadas y las otras que por ellas están fatigadas, unas y otras soportadlo en paz, porque muy cara venderéis esta fatiga, porque cada una será reina en el cielo coronada con [la Virgen María.

(Audite, poverelle: FF 263/1)

10 de marzo

Dijo el Señor a Adán: Come de todo árbol, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas (cf Gén 2,16-17). Podía comer de todo árbol del paraíso, porque, mientras no contravino a la obediencia, no pecó.

Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien, aquel que se apropia su voluntad y se enaltece del bien que el Señor dice y obra en él; y así, por la sugestión del diablo y la transgresión del mandamiento, vino a ser la manzana de la ciencia del mal. Por eso es necesario que sufra la pena.

(Admoniciones, II: FF 146-147)

11 de marzo

Dice el Señor en el Evangelio: El que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y: El que quiera salvar su vida, la perderá (Lc 9,24).

Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de su prelado. Y todo lo que hace y dice que él sepa que no es contra la voluntad del prelado, mientras sea bueno lo que hace, es verdadera obediencia. Y si alguna vez el súbdito ve cosas mejores y más útiles para su alma que aquellas que le ordena el prelado, sacrifique voluntariamente sus cosas a Dios, y aplíquese en cambio a cumplir con obras las cosas que son del prelado. Pues esta es la obediencia caritativa, porque satisface a Dios y al prójimo.

Pero si el superior le ordena algo que sea contra su alma, aunque no le obedezca, sin embargo no lo abandone. Y si a causa de eso sufriera la persecución de algunos, ámelos más por Dios. Pues quien sufre la persecución antes que querer separarse de sus hermanos, verdaderamente permanece en la perfecta obediencia, porque da su vida por sus hermanos (cf Jn 15,13).

Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven cosas mejores que las que les ordenan sus prelados, miran atrás y vuelven al vómito de la propia voluntad (cf Lc 9,62); estos son homicidas y, por sus malos ejemplos, hacen que se pierdan muchas almas (cf 2Pe 2,22).

(Admoniciones III: FF 148-151)

12 de marzo

Y mis hermanos benditos, tanto clérigos como laicos, confiesen sus pecados a sacerdotes de nuestra Orden. Y si no pueden, confiésenlos a otros sacerdotes discretos y católicos, sabiendo firmemente y considerando que, de cualquier sacerdote católico que reciban la penitencia y absolución, serán sin duda alguna absueltos de sus pecados, si procuran cumplir humilde y devotamente la penitencia que les haya sido impuesta.

Pero si entonces no pudieran tener sacerdote, confiésense con un hermano suyo, como dice el apóstol Santiago: Confesaos mutuamente vuestros pecados (Sant 5,16). Mas no por esto dejen de recurrir al sacerdote, porque la potestad de atar y desatar ha sido concedida solamente a los sacerdotes.

Y así, contritos y confesados, reciban el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo con gran humildad y veneración, recordando lo que dice el Señor: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna (cf Jn 6,55); y también: Haced esto en conmemoración mía (Lc 22,19).

(Regla no bulada, XX: FF 53-54)

13 de marzo

Considera, oh hombre, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios, porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a su semejanza según el espíritu.

Y todas las criaturas que hay bajo el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú. Y ni siquiera los demonios lo crucificaron, sino que tú, con ellos, lo crucificaste y todavía lo crucificas deleitándote en vicios y pecados. ¿De qué te vanaglorias entonces?

Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia y supieras interpretar todo género de lenguas e investigar sutilmente las cosas celestiales, de ninguna de estas cosas puedes gloriarte; porque un solo demonio supo de las cosas celestiales y ahora sabe de las terrenas más que todos los hombres, aunque hubiera alguno que hubiese recibido del Señor un conocimiento especial de la suma sabiduría.

De igual manera, aunque fueras más hermoso y más rico que todos, y aunque también hicieras maravillas, de modo que ahuyentaras a los demonios, todas estas cosas te son contrarias, y nada te pertenece, y no puedes en absoluto gloriarte en ellas; por el contrario, en esto podemos gloriarnos: en nuestras enfermedades y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo.

(Admoniciones, V: FF 153-154)

14 de marzo

El Santo repetía, a veces, los avisos siguientes: «En la medida en que los hermanos se alejan de la pobreza, se alejará también de ellos el mundo; buscarán y no hallarán (cf Prov 1,28; 8,17). Pero, si permanecieren abrazados a mi señora la pobreza, el mundo los nutrirá, porque han sido dados al mundo para salvarlo».

Y también: «Hay un pacto entre el mundo y los hermanos: estos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los hermanos la provisión necesaria. Si los hermanos, faltando a la palabra, niegan el buen ejemplo, el mundo, en justa correspondencia, les negará la mano».

Preocupado con la pobreza el hombre de Dios, temía que llegaran a ser un gran número, porque el ser muchos presenta, si no una realidad, sí una apariencia de riqueza. Por esto decía: «Si fuera posible, o, más bien, ¡ojalá pudiera ser que el mundo al ver hermanos menores en rarísimas ocasiones, se admire de que sean tan pocos!».

 

Atado de todos modos con vínculo indisoluble a la dama Pobreza, vive en expectación de la dote que le va a legar ella no al presente, sino en el futuro.

Solía cantar con más encendido fervor y júbilo más desbordante los salmos que hablan de la pobreza, como este: No ha de ser por siempre fallida la esperanza del pobre (Sal 9,19); y este otro: Lo verán los pobres, y se alegrarán (Sal 8,33).

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 40: FF 656-658)

15 de marzo

El padre santo, que progresaba continuamente en méritos y en virtud, viendo que sus hijos aumentaban en número y en gracia por todas partes y extendían sus ramos maravillosos por la abundancia de frutos hasta los confines de la tierra, reflexionó muchas veces cuidadosamente sobre el modo de conservar y de ayudar a crecer la nueva plantación teniéndola atada por el lazo de unidad.

Observaba ya entonces que muchos se revolvían furiosos, como lobos, contra la pequeña grey, y que, envejecidos en la maldad, aprovechaban la ocasión de hacer daño por el solo hecho de su novedad.

Preveía que entre los mismos hijos podrían ocurrir percances contrarios a la santa paz y a la unidad, y, como sucede muchas veces entre los elegidos, dudaba de si llegaría a haber algunos rebeldes, llenos del sentimiento de su propia valía y dispuestos en su espíritu a discordias e inclinados a escándalos.

Y como el varón de Dios diese en su interior muchas vueltas a estas y parecidas preocupaciones, una noche mientras dormía tuvo la siguiente visión. Ve una gallina pequeña y negra, semejante a una paloma doméstica, con las patas cubiertas de plumas. La gallina tenía incontables polluelos, que, rondando sin parar en torno a ella, no lograban todos cobijarse bajo las alas. Despierta el varón de Dios, repasa en su corazón lo meditado y se hace intérprete de su propia visión: «Esa gallina –se dice– soy yo, pequeño de estatura y de tez negruzca, a quien por la inocencia de vida debe acompañar la simplicidad de la paloma, la cual, siendo tan extraña al mundo, vuela sin dificultad al cielo. Los polluelos son los hermanos, muchos ya en número y en gracia, a los que la sola fuerza de Francisco no puede defender de la turbación provocada por los hombres, ni poner a cubierto de las acusaciones de lenguas enemigas (Sal 30,21)

Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana, para que con su poderoso cetro abata a los que les quieren mal y para que los hijos de Dios tengan en todas partes libertad plena para adelantar en el camino de la salvación eterna. Desde esa hora, los hijos experimentarán las dulces atenciones de la madre y se adherirán por siempre con especial devoción a sus huellas veneradas. Bajo su protección no se alterará la paz en la Orden ni hijo alguno de Belial (cf Dt 13,13) pasará impune por la viña del Señor (cf Is 5,1-7). Ella que es santa emulará la gloria de nuestra pobreza y no consentirá que nieblas de soberbia desluzcan los honores de la humildad. Conservará en nosotros inviolables los lazos de la equidad y de la paz imponiendo severísimas penas a los disidentes.

La santa observancia de la pureza evangélica florecerá sin cesar en presencia de ella y no consentirá que ni por un instante se desvirtúe el aroma de la vida».

Esto es lo que el santo de Dios únicamente buscó al decidir encomendarse a la Iglesia; aquí se advierte la previsión del varón de Dios, que se percata de la necesidad de esta institución para tiempos futuros.

(Tomás de Celano, Vida segunda, I, 16: FF 609-611)

16 de marzo

Por más cuidado que ponía el Santo en tener oculto el tesoro encontrado en el campo (Mt 13,44), no pudo evitar que algunos llegaran a ver las llagas de sus manos y pies, a pesar de llevar casi siempre cubiertas las manos y andar desde entonces con los pies calzados.

Muchos hermanos vieron las llagas durante la vida del Santo; y aunque por su santidad relevante eran dignos de todo crédito, sin embargo, para eliminar toda posible duda, afirmaron bajo juramento, con las manos puestas sobre los evangelios, ser verdad que las habían visto.

Las vieron también algunos cardenales que gozaban de especial intimidad con el Santo, los cuales, consignando con toda veracidad el hecho, enaltecieron dichas sagradas llagas en prosa, en himnos y antífonas que compusieron en honor del siervo de Dios, y tanto de palabra como por escrito dieron testimonio de la verdad (cf Jn 5,33).

Asimismo, el sumo pontífice señor Alejandro, una vez que predicaba al pueblo en presencia de muchos hermanos –entre ellos me encontraba yo–, afirmó haber visto con sus propios ojos las sagradas llagas mientras vivía aún el Santo.

Las vieron, con ocasión de su muerte, más de cincuenta hermanos, y la virgen devotísima de Dios Clara, junto con sus hermanas de comunidad y un grupo incontable de seglares, muchos de los cuales –como se dirá en su lugar–, movidos por la devoción y el afecto, llegaron a besar y tocar con sus propias manos las llagas para confirmación testimonial.

En cuanto a la llaga del costado, la ocultó tan sigilosamente el Santo, que nadie pudo verla mientras él vivió, si no era de manera furtiva.

Así sucedió cuando un hermano que solía atenderle con gran solicitud le indujo con piadosa cautela a quitarse la túnica para sacudirla; entonces miró atentamente y le vio la llaga, incluso llegó a tocarla aplicando rápidamente tres dedos. De este modo pudo percibir no sólo con el tacto, sino también con la vista, la magnitud de la herida.

(Buenaventura, Leyenda mayor, XIII, 8: FF 1232-1233)

17 de marzo

En cierta ocasión, estando el bienaventurado Francisco junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula cuando todavía eran pocos los hermanos, salía de vez en cuando a visitar las aldeas y las iglesias de los alrededores de Asís, anunciando y predicando a los hombres la penitencia. Llevaba consigo una escoba para barrer las iglesias, pues sufría mucho cuando, al entrar en ellas, las encontraba sucias.

Por eso, cuando terminaba de predicar al pueblo, reunía a todos los sacerdotes que se encontraban allí en un local apartado para no ser oído por los seglares. Les hablaba de la salvación de las almas, y, sobre todo, les recomendaba mucho el cuidado y diligencia que debían poner para que estuvieran limpias las iglesias, los altares y todo lo que sirve para la celebración de los divinos misterios.

Un día, el bienaventurado Francisco entró en la iglesia de una aldea de la ciudad de Asís y se puso a barrerla. Enseguida corrió la noticia de su llegada por toda la aldea, pues sus habitantes gustaban mucho de verle y oírle.

Un hombre llamado Juan, de admirable simplicidad, estaba arando en un campo suyo cercano a la iglesia; tan pronto supo que había llegado, corrió a él y le halló barriendo la iglesia. Le dijo: «Hermano, quiero ayudarte; déjame la escoba». Él se la dio, y Juan barrió lo que faltaba. Luego, sentándose los dos, aquel hombre habló al bienaventurado Francisco: «Hermano, desde hace tiempo deseo dedicarme al servicio de Dios; sobre todo desde que oí hablar de ti y de tus hermanos; pero no encontraba ocasión de acercarme a ti. Ahora que al Señor ha tenido a bien que te viera, quiero hacer lo que tú me digas».

Al ver tanto fervor, el bienaventurado Francisco se llenó de alegría en el Señor, sobre todo porque todavía eran pocos los hermanos y porque le pareció que aquel hombre, dada su pura simplicidad, sería un buen religioso. Le dijo: «Hermano, si quieres llevar nuestra vida y unirte a nosotros, has de expropiarte de todos los bienes que hayas adquirido sin escándalo y dárselos a los pobres, según el consejo del Evangelio, pues es lo que han hecho aquellos de mis hermanos a quienes les ha sido posible».