365 días con Francisco de Asís

Text
Aus der Reihe: 365 días con #5
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Danos hoy nuestro pan de cada día (Mt 6,11): tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo: para memoria e inteligencia y reverencia del amor que tuvo por nosotros, y de lo que por nosotros dijo, hizo y padeció.

Perdona nuestras ofensas (Mt 6,12): por tu misericordia inefable, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la santísima Virgen y de todos tus elegidos.

Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6,12): y lo que no perdonamos por completo, haz tú, Señor, que lo perdonemos plenamente, para que, por ti, amemos verdaderamente a los enemigos, y ante ti intercedamos por ellos devotamente, no devolviendo a nadie mal por mal, y nos apliquemos a ser provechosos para todos en ti.

No nos dejes caer en la tentación (Mt 6,13): oculta o manifiesta, repentina o importuna.

Y líbranos del mal (Mt 6,13): pasado, presente y futuro.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.

Amén.

(Exposición del Padrenuestro: FF 266-275)

24 de enero

Como la doctrina evangélica, salvadas excepciones singulares, dejaba mucho que desear en todas partes en cuanto a la conducta de la mayoría, Francisco fue enviado por Dios para dar, a imitación de los apóstoles, testimonio de la verdad a todos los hombres y en todo el mundo. Así, sus enseñanzas pusieron en evidencia que la sabiduría del mundo no era más que necedad, y en poco tiempo, siguiendo a Cristo y por medio de la necedad de la predicación, atrajo a los hombres a la verdadera sabiduría divina (cf 1Cor 1,20-21).

Porque el nuevo evangelista de los últimos tiempos, como uno de los ríos del paraíso, inundó el mundo entero con las aguas vivas del Evangelio y con sus obras predicó el camino del Hijo de Dios y la doctrina de la verdad. Y así surgió en él, y por su medio resurgió en toda la tierra, un inesperado fervor y un renacimiento de santidad: el germen de la antigua religión renovó muy pronto a quienes estaban desde hace tiempo decrépitos y acabados. Un espíritu nuevo se infundió sobre los corazones de los elegidos, y se derramó en medio de ellos una saludable unción cuando este santo siervo de Cristo, como astro celeste, irradió la luz de su original forma de vida y de sus prodigios.

Ha renovado los antiguos portentos cuando en el desierto de este mundo, con nuevo orden, pero fiel al antiguo, se plantó la viña fructífera, portadora de flores suaves de santas virtudes, que extiende por doquier los sarmientos de la santa religión.

Y aunque, como nosotros, era frágil, no se contentó, sin embargo, con el solo cumplimiento de los preceptos comunes, sino que, ardiendo en fervorosísima caridad, emprendió el camino de la perfección cabal, alcanzó la cima de la perfecta santidad y vio el límite de toda perfección (Sal 118,96).

Por eso, las personas de toda clase, sexo y edad encuentran en él enseñanzas claras de doctrina salvífica, así como espléndidos ejemplos de obras de santidad. Si algunos quieren emprender cosas arduas y se esfuerzan aspirando a carismas más elevados de caminos más excelentes, mírense en el espejo de su vida y aprenderán toda perfección. Si otros, por el contrario, temerosos de lanzarse por rutas más difíciles y de escalar la cumbre del monte, aspiran a cosas más humildes y llanas, también estos encontrarán en él enseñanzas apropiadas. Quienes, en fin, buscan señales y milagros, contemplen su santidad, y conseguirán cuanto pidan.

Y, ciertamente, su vida gloriosa añade una luz más esplendente a la perfección de los primeros santos; lo prueba la pasión de Jesucristo y su cruz lo manifiesta colmadamente. En efecto, el venerable Padre fue marcado con el sello de la pasión y cruz en cinco partes de su cuerpo, como si hubiera estado colgado de la cruz con el Hijo de Dios. Gran sacramento es este (Ef 5,32), que patentiza la sublimidad de la prerrogativa del amor; pero encierra un arcano designio y un misterio venerando, que creemos es conocido de Dios solamente y en parte revelado por el mismo Santo a cierta persona.

(Tomás de Celano, Vida primera, II, 1: FF 474-478)

25 de enero

Un día de invierno, san Francisco llevaba puesto, doblado en forma de manto, un paño que le había prestado cierto amigo de los hermanos de Tívoli. Y, estando en el palacio del obispo de Marsi, se le presentó una viejecita que pedía limosna. Enseguida soltó del cuello el paño y se lo alargó –aunque no era suyo– a la viejecita, diciéndole: «Anda, hazte un vestido, que bien lo necesitas». Sonrió la viejecita, y, sorprendida, no sé si de temor o de gozo, tomó de las manos el paño. Se fue enseguida y, para no correr –si tardaba– el peligro de que lo reclamasen, lo cortó con las tijeras.

Pero, al comprobar que el paño cortado no bastaba para una túnica, tornó a donde el Santo, en las alas de la generosidad que había experimentado, y le hizo ver lo insuficiente del paño. El Santo volvió los ojos al compañero, que llevaba a la espalda otro de igual medida, y le dijo: «¿Oyes, hermano, lo que dice esta pobrecilla? Suframos el frío por amor de Dios y da el paño a la pobrecilla para que complete la túnica». Dio él, dio también el compañero; y, despojados el uno y el otro, vistieron a la viejecita.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 53: FF 673)

26 de enero

En la ermita de los hermanos de Sarteano, el maligno, aquel que envidia siempre los progresos de los hijos de Dios, osó tentar al Santo de este modo.

Veía que el Santo se santificaba más (cf Ap 22,11) y que no descuidaba por la de ayer la ganancia de hoy. Una noche en que se daba a la oración en una celdilla, el demonio lo llamó tres veces:

—Francisco, Francisco, Francisco.

—¿Qué quieres? –respondió este.

—No hay en el mundo –replicó aquel– ni un pecador a quien, si se convierte (cf Ez 33,9), no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, nunca jamás hallará misericordia (cf Dan 3,39).

Enseguida, una revelación hizo ver al Santo la astucia del enemigo, que se había esforzado para inducirlo a la tibieza. Pero, ¿qué más? El enemigo no desiste de presentar nuevo combate. Y, viendo que no había acertado a ocultar el lazo, prepara otro: el incentivo de la carne. Pero en vano, porque quien había descubierto la astucia del espíritu, mal pudo ser engañado con el sofisma de la carne. El demonio desencadena, pues, contra él una tentación terrible de lujuria. Mas el bienaventurado Padre, en cuanto la siente, despojado del vestido, se azota sin piedad con una cuerda: «¡Ea, hermano asno! –se dice–, te corresponde estar así, aguantar así los azotes. La túnica es de la Orden, y no es lícito robarla; si quieres irte a otra parte, vete».

Mas como ve que las disciplinas no ahuyentan la tentación, y a pesar de tener todos los miembros cárdenos, abre la celda, sale afuera al huerto y desnudo se mete entre la mucha nieve. Y, tomando la nieve, la moldea entre sus manos y hace con ella siete bloques a modo de monigotes. Poniéndose ante estos, comienza a hablar así el hombre: «Mira, este mayor es tu mujer; estos otros cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; los otros dos el criado y la criada que se necesitan para el servicio. Pero date prisa –continúa– en vestir a todos, porque se mueren de frío. Y, si te molesta la multiplicada atención que hay que prestarles, sirve con solicitud al Señor sólo».

El diablo huye al instante confuso y el Santo se vuelve a la celda glorificando al Señor.

Un hermano piadoso que estaba en oración a aquella hora fue testigo de todo gracias a la luz de la luna, que resplandecía más aquella noche. Mas el Santo, enterado después de que el hermano lo había visto aquella noche, le mandó que, mientras él viviese, no descubriera a nadie lo sucedido.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 82: FF 703)

27 de enero

A todos los reverendos y muy amados hermanos (...) el hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo, os desea salud en aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre (cf Ap 1,5); al oír su nombre, adoradlo con temor y reverencia, rostro en tierra (cf 2Esd 8,6); su nombre es Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo, que es bendito por los siglos (cf Lc 1,32; Rom 1,25).

Oíd, señores hijos y hermanos míos, y prestad oídos a mis palabras (He 2,14). Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios (Is 55,3). Guardad en todo vuestro corazón sus mandamientos y cumplid perfectamente sus consejos.

Confesadlo, porque es bueno, y ensalzadlo en vuestras obras (Sal 135,1); porque por esa razón os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él (cf Tob 13,4). Perseverad en la disciplina (Heb 12,7) y en la santa obediencia, y lo que le prometisteis con bueno y firme propósito cumplidlo. Como a hijos se nos ofrece el Señor Dios (Heb 12,7).

Así pues, os ruego a todos vosotros, hermanos, besándoos los pies y con la caridad que puedo, que manifestéis toda reverencia y todo honor, tanto cuanto podáis, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en el cual las cosas que hay en los cielos y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente.

(Carta a toda la Orden: FF 215-217)

28 de enero

Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del Altísimo, que siempre que quieran celebrar la misa, lo hagan simple y llanamente reverenciando el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona, porque allí solo Él mismo obra como le place; porque, como Él mismo dice: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19) si alguno lo hace de otra manera, se convierte en Judas, el traidor, y se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor (cf 1Cor 11,27).

 

Recordad, hermanos míos sacerdotes, lo que está escrito de la ley de Moisés, cuyo transgresor, aun en cosas materiales, moría sin misericordia alguna por sentencia del Señor. ¡Cuánto mayores y peores suplicios merecerá padecer quien pisotee al Hijo de Dios y profane la sangre de la alianza, en la que fue santificado, y ultraje al Espíritu de la gracia! (Heb 10,28-29). Pues el hombre desprecia, profana y pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, no distingue (1Cor 11,29) ni discierne el santo pan de Cristo de los otros alimentos y obras, y o bien lo come siendo indigno, o bien, aunque sea digno, lo come vana e indignamente, siendo así que el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que hace la obra de Dios fraudulentamente. Y a los sacerdotes que no quieren poner esto en su corazón de veras los condena diciendo: Maldeciré vuestras bendiciones (Mal 2,2).

(Carta a toda la Orden, II: FF 218-219)

29 de enero

Oídme, hermanos míos: Si se honra a la santísima Virgen tal y como se merece, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista bienaventurado se estremeció y no se atreve a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro, en el que yació por algún tiempo, es venerado, ¡qué santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar! (1Pe 1,12).

Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque él es santo (cf Lev 19,2). Y así como el Señor Dios os ha honrado a vosotros sobre todos por causa de este ministerio, así también vosotros, sobre todos, amadlo, reverenciadlo y honradlo. Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el mundo.

¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo (Jn 11,27)!

¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan!

Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones (Sal 61,9); humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por Él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero.

(Carta a toda la Orden, II: FF 220-221)

30 de enero

San Francisco encontró una vez en Colle, condado de Perusa, a uno muy pobre, a quien había conocido estando todavía en el mundo. Y le preguntó: «¿Cómo te va, hermano?». El pobre, irritado, comenzó a maldecir contra su señor, que le había despojado de todos los bienes. «Por culpa de mi señor –dijo–, a quien el Señor todopoderoso maldiga, lo único que puedo es estar mal» (cf Gén 5,29).

Más compadecido del alma que del cuerpo del pobre, que persistía en su odio a muerte, el biena-venturado Francisco le dijo: «Hermano, perdona a tu señor por amor de Dios, para que libres a tu alma de la muerte eterna, y puede ser que te devuelva lo arrebatado. Si no, tú, que has perdido tus bienes, perderás también tu alma». «No puedo perdonar de ninguna manera –replicó el pobre–, si no me devuelve primero lo que se ha llevado».

El bienaventurado Francisco, que llevaba puesto un manto, le dijo: «Mira: te doy este manto y te pido que perdones a tu señor por amor del Señor Dios». Calmado y conmovido por el favor, el pobre, en cuanto recibió el regalo, perdonó los agravios.

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 56: FF 676)

31 de enero

El padre de los pobres, el pobrecillo Francisco, identificado con todos los pobres, no estaba tranquilo si veía otro más pobre que él; no era por deseo de vanagloria, sino por afecto de verdadera compasión. Y si es verdad que estaba contento con una túnica extremadamente mísera y áspera, con todo, muchas veces deseaba dividirla con otro pobre. Movido de un gran afecto de piedad y queriendo este pobre riquísimo socorrer de alguna manera a los pobres, en las noches más frías solicitaba de los ricos del mundo que le dieran capas o pellicos. Como estos lo hicieran devotamente y más a gusto de lo que él pedía de ellos, el bienaventurado Padre les decía: «Acepto recibirlo con esta condición: que no esperéis verlo más en vuestras manos». Y al primer pobre que encontraba en el camino lo vestía, gozoso y contento, con lo que había recibido.

No podía sufrir que algún pobre fuese despreciado, ni tampoco oír palabras de maldición contra las criaturas. Ocurrió en cierta ocasión que un hermano ofendió a un pobre que pedía limosna, diciéndole estas palabras injuriosas: «¡Ojo, que no seas un rico y te hagas pasar por pobre!». Habiéndolo oído el padre de los pobres, san Francisco, se dolió profundamente, y reprendió con severidad al hermano que así había hablado, y le mandó que se desnudase delante del pobre y, besándole los pies, le pidiera perdón. Pues solía decir: «Quien dice mal de un pobre, ofende a Cristo, de quien lleva la enseña de nobleza y que se hizo pobre por nosotros en este mundo» (cf 2Cor 8,9). Por eso, si se encontraba con pobres que llevaban leña u otro peso, por ayudarlos lo cargaba con frecuencia sobre sus hombros, en extremo débiles.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 28: FF 453-454)

Febrero

1 de febrero

El siervo de Dios Francisco, pequeño de talla, humilde de alma, menor por profesión, estando en el mundo, escogió para sí y para los suyos una pequeña porción del mundo, ya que no pudo servir de otro modo a Cristo sin tener algo del mundo. Pues no sin presagio divino se había llamado desde la antigüedad Porciúncula este lugar que debía caberles en suerte a los que nada querían tener del mundo.

Es de saber que había en el lugar una iglesia levantada en honor de la Virgen Madre, que por su singular humildad mereció ser, después de su Hijo, cabeza de todos los santos. La Orden de los Menores tuvo su origen en ella, y en ella, creciendo el número, se alzó, como sobre cimiento estable, su noble edificio. El Santo amó este lugar sobre todos los demás, y mandó que los hermanos tuviesen veneración especial por él, y quiso que se conservase siempre como espejo de la Religión en humildad y pobreza altísima, reservada a otros su propiedad, teniendo el Santo y los suyos el simple uso.

Se observaba en él la más estrecha disciplina en todo, tanto en el silencio y en el trabajo como en las demás prescripciones regulares. No se admitían en él sino hermanos especialmente escogidos, llamados de diversas partes, a quienes el Santo quería devotos de veras para con Dios y del todo perfectos. Estaba también absolutamente prohibida la entrada de seglares. No quería el Santo que los hermanos que moraban en él, y cuyo número era limitado, buscasen, por ansia de novedades, el trato con los seglares, no fuera que, abandonando la contemplación de las cosas del cielo, vinieran, por influencia de charlatanes, a aficionarse a las de aquí abajo. A nadie se le permitía decir palabras ociosas ni contar las que había oído. Y si alguna vez ocurría esto por culpa de algún hermano, aprendiendo en el castigo, bien se precavía en adelante para que no volviera a suceder lo mismo. Los moradores de aquel lugar estaban entregados sin cesar a las alabanzas divinas día y noche y llevaban vida de ángeles, que difundía en torno maravillosa fragancia.

Y con toda razón. Porque, según atestiguan antiguos moradores, el lugar se llamaba también Santa María de los Ángeles. El dichoso padre solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas.

(Tomás de Celano, Vida segunda, I, 12: FF 604-605)

2 de febrero

Lugar santo, en verdad, entre los lugares santos. Con razón es considerado digno de grandes honores.

Dichoso en su sobrenombre; más dichoso en su nombre; su tercer nombre es ahora augurio de favores.

Los ángeles difunden su luz en él; en él pasan las noches y cantan.

Después de arruinarse por completo esta iglesia, la restauró Francisco; fue una de las tres que reparó el mismo padre.

La eligió el Padre cuando vistió el sayo. Fue aquí donde domó su cuerpo y lo obligó a someterse al alma.

Dentro de este templo nació la Orden de los Menores cuando una multitud de varones se puso a imitar el ejemplo del Padre.

Aquí fue donde Clara, esposa de Dios, se cortó por primera vez su cabellera y, pisoteando las pompas del mundo, se dispuso a seguir a Cristo.

La Madre de Dios tuvo aquí el doble y glorioso alumbramiento de los hermanos y las señoras, por los que volvió a derramar a Cristo por el mundo.

Aquí fue estrechado el ancho camino del viejo mundo y dilatada la virtud de la gente por Dios llamada.

Compuesta la Regla, volvió a nacer la pobreza, se abdicó de los honores y volvió a brillar la cruz.

Si Francisco se ve turbado y cansado, aquí recobra el sosiego y su alma se renueva.

Aquí se muestra la verdad de lo que se duda y además se le otorga lo que el mismo Padre demanda.

(Espejo de perfección, IV, 84: FF 1781)

3 de febrero

Francisco se introdujo (fluxit) por completo, con el cuerpo y con la mente, dentro de las cicatrices impresas por el Amado que se le había aparecido, y el amante se transformó en el amado. Como el fuego tiene poder de separar y, consumiendo la materia terrenal, siempre tiende hacia las cosas superiores, porque es su naturaleza elevarse hacia lo alto, así el fuego del amor divino, consumiendo el corazón de Francisco y prendiendo su carne, la inflamó y la configuró, arrastrándola hasta las zonas altas, de forma que se cumplió en él aquello que él pidió que le ocurriera: «Te suplico, Señor (...)» (sigue la oración Absorbeat).

(Ubertino da Casale, El árbol de la vida, I: FF 2095)

4 de febrero

Te suplico, Señor,

que la fuerza abrasadora y meliflua de tu amor

absorba de tal modo mi mente

que la separe de todas las cosas que hay debajo del cielo,

para que yo muera por amor de tu amor,

ya que por amor de mi amor, tú te dignaste morir.

(Oración «Absorbeat»: FF 277)

5 de febrero

Francisco practicaba todas las devociones, porque gozaba de la unción del Espíritu (cf Lc 4,18); sin embargo, profesaba un afecto especial hacia algunas formas específicas de piedad.

Entre otras expresiones usuales en la conversación, no podía oír la del «amor de Dios» sin conmoverse hondamente. En efecto, al oír mencionar el amor de Dios, de súbito se excitaba, se impresionaba, se inflamaba, como si la voz que sonaba fuera tocara como un plectro la cuerda íntima del corazón.

Solía decir que ofrecer ese censo a cambio de la limosna era una noble prodigalidad y que cuantos lo tenían en menor estima que el dinero eran muy necios. Y cierto es que él mismo observó inviolable hasta la muerte el propósito que –entretenido todavía en las cosas del mundo– había hecho de no rechazar a ningún pobre que pidiera por amor de Dios.

En una ocasión, no teniendo nada que dar a un pobre que pedía por amor de Dios, toma con disimulo las tijeras y se apresta a partir la túnica. Y lo hubiera hecho de no haberle sorprendido los hermanos, de quienes obtuvo que dieran otra cosa al pobre.

Solía decir: «Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho».

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 148: FF 784)

6 de febrero

Como se entregaba a la alegría espiritual, evitaba con cuidado la falsa, como quien sabía bien que debe amarse con ardor cuanto perfecciona y ahuyentar con esmero cuanto inficiona. Así, procuraba sofocar en germen la vanagloria, sin dejar subsistir ni por un momento lo que es ofensa a los ojos de su Señor. De hecho muchas veces, cuando era ensalzado, el aprecio se convertía en tristeza, doliéndose y gimiendo.

 

Un invierno en que por todo abrigo de su santo cuerpecillo llevaba una sola túnica con refuerzos de burdos retazos, su guardián, que era también su compañero, adquirió una piel de zorra y, presentándosela, le dijo: «Padre, padeces del bazo y del estómago; ruego en el Señor a tu caridad que consientas que se cosa esta piel por dentro con la túnica. Y, si no la quieres toda, deja al menos coserla a la altura del estómago».

«Si quieres que la lleve por dentro de la túnica –le respondió Francisco–, haz que un retazo igual vaya también por fuera; que, cosido así por fuera, indique a los hombres la piel que se esconde dentro». El hermano oye, pero no lo acepta; insiste, pero no logra otra cosa. Cede al fin el guardián, y se cose retazo sobre retazo para hacer ver que Francisco no quiere ser uno por fuera y otro por dentro.

¡Oh identidad de palabra y de vida! ¡El mismo por fuera y por dentro! ¡El mismo de súbdito y de prelado! Tú que te gloriabas siempre en el Señor (1Cor 1,31), no querías otra gloria ni de los extraños ni de los de casa. Y no se ofendan, por favor, los que llevan pieles preciosas si digo que se lleva también piel por piel (cf Job 2,4), pues sabemos que los despojados de la inocencia tuvieron que cubrirse con túnicas de piel (cf Gén 3,21).

(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 93: FF 714)

7 de febrero

Bienaventurado el hombre que soporta a su prójimo según su fragilidad en aquello en que querría ser soportado por él, si estuviera en un caso semejante.

Bienaventurado el siervo que devuelve todos los bienes al Señor Dios, porque quien retiene algo para sí, esconde en sí el dinero de su Señor Dios, y lo que creía tener se le quitará (cf Mt 25,18; Lc 8,18).

Bienaventurado el siervo que no se tiene por mejor cuando es engrandecido y exaltado por los hombres, que cuando es tenido por vil, simple y despreciado, porque el hombre delante de Dios es lo que no es, y no más. ¡Ay de aquel religioso que ha sido puesto en lo alto por los otros, y por su voluntad no quiere descender! Y bienaventurado aquel siervo que no es puesto en lo alto por su voluntad, y siempre desea estar bajo los pies de los otros.

Bienaventurado aquel religioso que no encuentra placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría. ¡Ay de aquel religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas y con ellas conduce a los hombres a la risa!

Bienaventurado el siervo que, cuando habla, no manifiesta todas sus cosas con miras a la recompensa, y no habla con ligereza, sino que prevé sabiamente lo que debe hablar y responder. ¡Ay de aquel religioso que no guarda en su corazón los bienes que el Señor le muestra y no los muestra a los otros con obras, sino que, con miras a la recompensa, ansía más bien mostrarlos a los hombres con palabras! Él recibe su recompensa, y los oyentes sacan poco fruto (cf Mt 6,2.16).

(Admoniciones, XVIII-XXI: FF 167-171)

8 de febrero

Bienaventurado el siervo que está dispuesto a soportar tan pacientemente la advertencia, acusación y reprensión que procede de otro, como si procediera de sí mismo. Bienaventurado el siervo que, reprendido, asiente benignamente, con vergüenza se somete, humildemente confiesa y gozosamente satisface. Biena-venturado el siervo que no es ligero para excusarse, sino que humildemente soporta la vergüenza y la reprensión de un pecado, cuando no incurrió en culpa.

Bienaventurado el siervo a quien se encuentra tan humilde entre sus súbditos, como si estuviera entre sus señores. Bienaventurado el siervo que permanece siempre bajo la vara de la corrección. Es siervo fiel y prudente (cf Mt 24,45) el que, en todas sus ofensas, no tarda en castigarse interiormente por la contrición y exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra.

Bienaventurado el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle.

Bienaventurado el siervo que ama y respeta tanto a su hermano cuando está lejos de él, como cuando está con él, y no dice nada a su espalda, que no pueda decir con caridad delante de él.

Bienaventurado el siervo que tiene fe en los clérigos que viven rectamente según la forma de la Iglesia romana. Y, ¡ay de aquellos que los desprecian!; pues, aunque sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque sólo el Señor en persona se reserva el juzgarlos.

Pues cuanto mayor es el ministerio que ellos tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a los demás, tanto más pecado tienen los que pecan contra ellos, que los que pecan contra todos los demás hombres de este mundo.

(Admoniciones, XXII-XXVI: FF 172-176)

9 de febrero

Francisco, a semejanza de Jesús, sintiendo que en el cuerpo estaba en el exilio lejano del Señor (cf 2Cor 5,6), se volvió también exteriormente completamente insensible a los deseos terrenales por el amor de Cristo Jesús; rezando sin interrupción, buscaba tener siempre a Dios presente. La oración era la dicha del contemplador cuando, ya convertido en conciudadano de los ángeles y vagando por las moradas eternas, contempló a sus arcanos y, con un agitado deseo, contemplaba al Amado, del que solamente lo separaba el frágil muro de la carne. Absorto en su acción, él fue su defensa. En todo lo que hacía, desconfiando de su capacidad, imploraba con insistente oración que el bendito Jesús lo dirigiera, e incitaba a los frailes a la oración con todos los medios que estaban a su disposición. Además, él mismo se mostró siempre presto a sumergirse en la oración de forma que, caminase o estuviese quieto, trabajara o descansara, parecía que siempre estuviera absorto en la oración, tanto exterior como interiormente. Parecía que no sólo dedicara a la oración el cuerpo y el corazón, sino también la acción y el tiempo.

(Ubertino da Casale, El árbol de la vida, I: FF 2086)

10 de febrero

A veces se quedaba tan suspendido por el exceso de contemplación que, arrastrado fuera de sí y de los sentidos humanos, no se percataba de cuanto sucedía en torno a él. Y, puesto que el espíritu del hombre a través de la soledad se recoge sobre las cosas más íntimas y el abrazo del Esposo es enemigo de las miradas de la multitud, fue a las iglesias abandonadas, en busca de lugares solitarios para rezar durante la noche. Allí mantenía terribles luchas con los demonios, que combatían contra él cuerpo a cuerpo en un intento de impedirle que se concentrara en la oración; y triunfaba maravillosamente, quedando a solas y en paz. Llenaba entonces los bosques de gemidos. Algunas veces los frailes lo observaban, lo escuchaban interceder con un gran clamor ante Dios por los pecadores y lloraba en voz alta, como si tuviera ante sí la pasión del Señor. Allí se le vio rezar durante una noche con las manos extendidas en forma de cruz, con todo el cuerpo elevado desde el suelo, mientras una pequeña nube iluminaba todo en torno a él, dando testimonio maravilloso y evidente, en torno al cuerpo de la admirable iluminación que llenaba su alma. Se abrieron ante él los secretos arcanos de la sabiduría de Dios. Allí aprendieron las cosas que estaban escritas en la Regla y en su santísimo Testamento y todo lo que mandó respetar a los hermanos. En efecto, como es más que evidente, la incansable dedicación a la oración, unida al continuo ejercicio de la virtud, condujo al varón de Dios a tal serenidad de su mente que, aunque no hubiese perecido por doctrina en las Sagradas Escrituras, sin embargo, iluminado por el fulgor de la luz eterna, penetraba con admirable agudeza en las verdades más profundas de la Escritura. Allí obtuvo del Señor un luminoso espíritu de profecía, por el que, en su época, predijo muchas cosas futuras que se cumplieron puntualmente según su palabra, tal y como se ilustra a través de muchas pruebas en su leyenda.