La sonrisa del mal

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—¿Y?

—Pues que aparte de mirarme de arriba abajo como si fuera un bicho raro, me dijo que no sabía nada de ninguna paloma. ¡Imagínate, mi amor! Entonces le dije que estaban en el contenedor, metidas en bolsas negras. Y en lo que estábamos discutiendo si debía o no abrir el dichoso cubo para comprobar que era cierto lo que yo le contaba, Jose apareció en la puerta y me dijo que las palomas habían desaparecido. Que a primera hora había comprobado el contenedor y que solo había encontrado las bolsas en el fondo. ¿Te lo puedes creer? Casi me muero allí mismo.

Fernando entornó los ojos. A Leo le encantaba aquella expresión. Era señal de que se tomaba en serio lo que le estaba contando.

—¿De veras? ¿Y quién haría algo así? No entiendo nada.

—Pues ya somos dos. Ya verás cuando se entere el bruto de Santiago y se ponga a chillar pidiendo cámaras.

Leo bajó un poco el tono de voz y se puso una mano delante de la boca como si el vecino del seis pudiera oírlo.

—¿Sabes? A veces parece un director de cine: ¡Cámaras! ¡Cámaras!

Su voz se tornó grave intentando imitar a Santiago y su propio chiste le hizo tanta gracia que comenzó a reír hasta que los ojos se le empaparon en lágrimas. Fernando se contagió y los dos rieron al unísono durante un rato. Cuando pudieron parar, Leo lo miró con ternura, aún con la sonrisa dibujada en la cara. Se limpió la boca con la servilleta y la colocó despacio sobre la mesa, como si estuvieran en un restaurante caro y tuvieran que guardar las formas. Acercó su cara a Fernando y lo besó en los labios. Le hizo una mueca graciosa arrugando la nariz.

—Voy a prepararme, que llegamos tarde a la tienda —anunció guiñándole un ojo.

Fernando asintió con la cabeza y terminó su desayuno. Amaba a Leo. A veces se comportaba como un histérico, pero aquel hombre menudo y escandaloso llenaba su vida de luz.

Tenían una tienda de antigüedades y decoración en la capital en la que vendían toda clase de objetos. Leo tenía un gusto exquisito para los artículos y era un vendedor excelente, mientras Fernando trataba con los proveedores y se encargaba de la contabilidad. El negocio iba viento en popa.

Iban en coche, camino al trabajo. Leo tarareaba I´m still standing intentando, con poco éxito, hacer una segunda voz a Elton John. De repente, dejó de cantar y miró a Fernando como si acabara de recordar algo importante. Fernando lo miró por el rabillo del ojo interrogante.

—¿Qué?

—Cari, con el rollo de las palomas me olvidé de contarte lo del nuevo vecino.

—¿Le has conocido? ¿Cómo es?

—Viejo. Muy viejo. Está fuera de tu alcance, guapo —bromeó.

Fernando rio con la ocurrencia.

—No, en serio. ¿Hablaste con él?

—Sí. Cuando volvía de casa de Jose. Casi nos damos de frente. Me dio la impresión de que llevaba detrás de mí todo el tiempo. Es un poco raro, pero no me disgusta. Eso sí, creo que lleva dentadura postiza, no creerías lo perfecta que es.

Leo mostró la parte superior de su dentadura y la recorrió con el dedo índice para reafirmar sus palabras.

—Bueno, ¿y qué te dijo?

—Que se llamaba Víctor Román y que era el nuevo vecino del cuatro. Me dio la mano, fría como la de un muerto. Es muy correcto. Y después me dijo algo que no entendí. Pero como es un poco raro, no le di importancia.

Fernando apartó la vista de la carretera.

— ¿Y qué fue eso que te dijo? Me tienes en ascuas.

—Pues dijo algo de las palomas. Creo que estaba escuchando mi discusión con la camionera porque cuando ya se iba, se giró nuevamente y me dijo: «No debes preocuparte por las palomas. Al final todo termina ocupando el lugar que le corresponde».

—¿Y eso qué significa? —preguntó Fernando, esta vez atento a la maniobra de aparcamiento.

—¡Y yo qué sé! Ya te digo que es un poco raro. Además, es demasiado viejo. Igual tiene demencia senil.

Aparcaron cerca de la tienda y bajaron del coche. Leo se adelantó y abrió la cerradura de la puerta de seguridad, la levantó con un leve empujón y abrió la segunda puerta, esta de cristal. Entró en el local y encendió las luces. Volvió a salir con una barra metálica, cuyo extremo terminaba en un gancho, y levantó del todo la primera puerta. Fernando entró con él en la tienda. Miró a Leo en la distancia, mientras colocaba algunos artículos que habían llegado el día anterior. Él se percató y sonrió.

—No te quedes ahí parado. ¿No vas a ayudarme?

Fernando reaccionó como si hubiera despertado de un sueño.

—¡Claro!

Colocó algunas figuras donde le indicaba su esposo y recordó las palabras del vecino. Tenía razón en eso de que al final todo terminaba ocupando el lugar que le corresponde, como las figuras de una tienda en el escaparate. Fernando no dijo nada, pero sintió un miedo irracional a que el estado actual de las cosas cambiara en cualquier momento.

9

Regresaba de su carrera vespertina. Había corrido más de cinco kilómetros sin tener que detenerse a recuperar el aliento y se sentía genial. Si conseguía mantener esa dinámica, pronto se libraría de esos kilitos de más que luchaban por quedarse para siempre anclados en su abdomen en forma de antiestéticos michelines.

Aminoró la marcha cuando llegó a la entrada del residencial y comenzó a caminar junto al número diez. Desde que había decidido empezar a correr, Nelson aprovechaba su vuelta para curiosear tras las vallas de los jardines de los vecinos. No era muy dado a relacionarse con ellos. Prefería mantener una distancia prudencial. Su madre tenía razón cuando decía que mejor cada uno en su casa y Dios en la de todos. Sin embargo, le gustaba echar un vistazo discretamente. Podía hacerlo porque a la hora que regresaba ya empezaba a caer la noche y no solía haber nadie asomado a la calle, cortando el césped o regando las plantas.

Levantó la cabeza cuando alcanzó el número diez. Leo parecía tener buena mano con las flores y el césped siempre estaba cortado y lucía verde y hermoso. Le llamó la atención ver a la pareja sentada ante la mesa de resina. Leo le sonrió y aplaudió entusiasmado:

—¡Bravo, campeón! —le animó al verle llegar, con su voz chirriante, sin dejar de batir las palmas.

Fernando se limitó a elevar una lata de cerveza para brindar en la distancia sonriente.

Nelson hizo un ademán con la cabeza agradeciendo el gesto y apretó un poco el paso.

«¡Joder!, pensó. ¿Qué coño les pasa hoy a estos dos?».

—Hola, titán. ¿Cuántos kilómetros hiciste hoy?

La voz de Lorena, la vecina del nueve, lo sobresaltó cuando aún no se había repuesto de la experiencia con los vecinos del diez. Se quedó mirando a la chica sin saber qué decir. Lorena nunca hablaba con él. Se habían cruzado un par de veces entrando o saliendo del residencial y en alguna reunión de vecinos, pero poco más. Aquello era muy extraño. Lorena no dejaba de sonreírle y le animó a contestar a su pregunta guiñándole un ojo con picardía.

—¿Te gustaría correrte conmigo… un par de kilómetros?

Enrique apareció de repente detrás de ella. Miró a Nelson, se llevó un dedo a la sien y lo giró a un lado y a otro, mientras con la otra mano señalaba a Lorena.

—No tienes nada que hacer. Además, te dejaría sin un céntimo en menos de una semana. Se gasta todo lo que puede y más. Lo que yo te diga.

Nelson comenzó a incomodarse. Esbozó un amago de sonrisa y agachó la cabeza. La distancia entre los dúplex se le antojaba eterna y aunque había acelerado la marcha hasta casi empezar a trotar, no lograba avanzar lo que quería. Sentía el sudor enfriarse en el cuerpo y empezó a tener frío.

En la entrada del ocho se encontró con Jose, el traumatólogo. Estaba junto a la valla, con la mano sobre el hombro de su hija. Padre e hija lucían como las fotos de los años veinte: él autoritario y serio, y la niña (no recordaba su nombre) triste y melancólica. Nelson desvió la mirada al pasar a la altura de ambos, pero no pudo evitar escuchar la voz del médico.

—Se llama Marta, hombre. No deberías tratar tan mal a los niños. Eres un capullo con ellos.

Esta vez ni se molestó en contestar. Algo no iba bien. ¿Cuántos dúplex quedaban antes de llegar a su casa? Empezaba a arrepentirse de su manía de entrar al revés. Si hubiera accedido al residencial a través del uno, solo se habría cruzado con Sofía y no tendría que estar haciendo aquella especie de paseo de la fama. Sentía su respiración agitada, a pesar de que hacía un rato que había recuperado las pulsaciones. Dejó atrás al chiflado del traumatólogo y su hija («Se llama Marta», le recordó la voz de Jose otra vez en su cabeza), pasó por la esquina donde el muro del parque exterior separaba este del residencial y giró a la izquierda para enfilar la recta de los dúplex que llevaba del siete al cuatro.

En el siete no había nadie y una sensación de tranquilidad le invadió, no podía dejar de mirar en dirección al ocho. Se acercó un poco a la valla, intentando asegurarse de que nadie más iba a salir a su encuentro en el mismo momento en que Emilia aparecía detrás de un arbusto plantado a la izquierda, junto a la puerta. Sus caras casi se dan de bruces. Emilia sangraba abundantemente por la cabeza y la sangre corría cara abajo ocultando totalmente el ojo izquierdo. A ella no parecía importarle ese hecho. Nelson retrocedió asustado, sin poder evitar soltar un taco.

—¡Hostia puta!

Emilia no dijo nada. Se cruzó de brazos y negó con la cabeza en señal de desaprobación. Giró sobre sí misma en dirección opuesta y Nelson pudo apreciar restos de madera enredados en el pelo manchado de sangre. Comenzó entonces a correr apresuradamente en dirección a su casa. Una sensación de angustia le encogió el estómago y percibió un peligro irracional a su alrededor. Por un momento temió haberse vuelto paranoico. Aquello parecía un residencial de locos. ¿Qué coño hacía todo el mundo en los porches a esa hora y por qué se dirigían a él como si fuera el más popular del barrio?

 

Pasó al trote junto al seis y al cinco. Corría a cámara lenta y entonces tuvo la certeza de que soñaba. Era eso. Un puto sueño de mierda. Le gustó saberlo. Aquello lo explicaba todo. Empezó a relajarse. Si era un sueño, acabaría de un momento a otro y no tenía por qué preocuparse. Las risas procedentes del seis y el cinco le hicieron volver la cabeza cuando casi alcanzaba el número cuatro. Como todo ocurría a cámara lenta tuvo tiempo más que suficiente de ver a los dos matrimonios señalándole sin poder dejar de reír.

Nelson bajó la mirada al pecho y descubrió con espanto que en vez de la sudada camisa, solo llevaba puesto un ridículo sujetador de encaje blanco. Lejos de quedarle ancho, le venía a la perfección y un par de enormes senos colmaban las copas de la prenda. Intentó quitársela llevándose las manos a la espalda sin dejar de correr. Tropezó y cayó de bruces y, a pesar de que su cara rebotó en la acera y la sangre salía a borbotones por su nariz, manchando de rojo el sujetador, no sintió dolor. Sin lugar a dudas, aquella era la peor pesadilla que recordaba.

«Necesito despertar ya, joder».

—Estás casi a punto, amigo mío.

Levantó la vista desde el suelo sujetándose la maltrecha nariz con una mano para identificar al hombre que le hablaba. El viejo flaco del cuatro le miraba desde lo alto con una sonrisa blanca y conciliadora, al tiempo que le tendía la mano para ayudarle a levantar. Nelson aceptó la ayuda, pero se arrepintió al instante, en cuanto sus pieles se tocaron. Una garra tan fuerte como el acero tiró de él poniéndolo en pie de un salto y acercando su cara a la del viejo. Las risas del resto de vecinos cesaron al instante.

—Mi nombre es Víctor Román —dijo el viejo mirándole directamente a los ojos y arrastrando las palabras para que causaran el efecto deseado—. No deberías curiosear en casas ajenas. Es mejor que te ocupes de tus propios asuntos. Te aconsejo que regreses. Tienes un asunto pendiente en casa.

Las palabras del anciano lo habrían reconfortado si no hubieran sido acompañadas de aquel tono condescendiente y amenazador, el tacto frío de su huesuda mano y aquella horrible sonrisa de dientes perfectos.

Se liberó de él como pudo (en realidad fue el vecino el que lo dejó libre) y continuó caminando. Su nariz había dejado de sangrar. Levantó nuevamente la vista para mirar hacia el descampado, como si quisiera asegurarse de que tras los muros de aquel residencial la vida era normal. Solo alcanzó a ver a los niños sentados en el suelo jugando con lo que a Nelson le pareció un ave muerta. Ninguno lo miró y él agradeció el gesto. Pasó por delante del tres, temiendo que María o Álex aparecieran en el porche para decirle cualquier cosa, pero eso no ocurrió.

Por fin llegó a su dúplex y entró a toda prisa. Una chica morena salió a su encuentro en el salón. La reconoció al instante. Su último ligue, que le había hecho romper la regla de no llevarse a nadie a casa, lo recibía en su propio hogar. Llevaba enfundado unos pantalones vaqueros y tenía el torso desnudo, dejando a la vista unos pechos enormes. Tenía en la mano una camisa de tirantes.

—Menos mal que has llegado. Devuélveme el sujetador o te culparán de mi muerte.

«Tienes un asunto pendiente en casa», le había dicho el viejo.

Nelson despertó de repente y miró el blanco del techo desde su cama. El corazón no le cabía en el pecho.

10

María entró en el porche y echó un vistazo al buzón. Sacó del interior un puñado de folios mecanografiados que le resultaban familiares. Era una de esas convocatorias de reunión de vecinos que odiaba. El actual presidente de la comunidad era Santiago, así que la reunión prometía, desde luego.

Cerró el buzón y entró en la casa, no sin antes dirigir una mirada de soslayo al número cuatro. Hacía unos días que el nuevo propietario se había instalado en él y no había vuelto a verlo. Ojeó el resto de correspondencia desechando la publicidad y se centró en los folios. Seguro que Santiago había puesto en el orden del día el tema de las cámaras, lo que supondría una sustanciosa derrama, pero tal vez no era mala idea. Sobre todo después de saber que las palomas habían desaparecido del contenedor de Jose y nadie se explicaba cómo ni por qué.

Se dejó caer en el sofá del salón y comenzó a leer la convocatoria. Le aburrían todas aquellas formalidades.

—Lectura del acta anterior y aprobación si procede —leyó en voz alta imitando la voz de Santiago sin poder evitar la risa.

Su marido apareció en el umbral, ajustándose el nudo de la corbata, y se quedó mirándola sonriente.

—¿Qué haces?

María elevó el documento por encima de su cabeza.

—Tenemos reunión de comunidad.

Alex puso cara de asco.

—Toda para ti, gracias.

—Muy generoso —ironizó ella—. Un día de estos podrías coger el relevo, ¿no te parece?

—Sabes que esas cosas me aburren muchísimo, mi amor. La gente grita y se atropellan los unos a los otros sin escucharse. Además, esas reuniones se eternizan. Tú lo soportas mucho mejor que yo, cariño.

—Claro. A mí me encanta —contestó en un murmullo, mientras leía el resto del documento.

Alex desapareció de su vista y volvió al rato con la chaqueta doblada sobre el brazo y arrastrando una pequeña maleta de viaje. Ella le miró desde el sillón y le sonrió.

—Estás muy guapo. ¿Habrá mujeres en esa reunión de trabajo a la que vas?

—¡Por supuesto! —bromeó—. Muchas.

Se acercó y se inclinó sobre ella poniendo su boca junto a la oreja de la mujer. El roce le dio escalofríos, pero aguantó como pudo. Alex le dijo bajito:

—Pero ninguna tan hermosa como mi mujercita linda.

María le acarició las mejillas y le besó en los labios.

—Ten cuidado y vuelve entero.

—No te preocupes, lo haré. Además, solo serán un par de noches esta vez, así que el sábado me tendrás de vuelta en casita. ¿Para cuándo dices que es esa reunión?

—Para este viernes. ¡Fin de semana a tope! —bromeó con un puño en alto.

— ¡Qué horror! Suerte.

—Gracias. Creo que voy a necesitarla esta vez.

A María no le gustaba quedarse sola. Aunque su marido cada vez viajaba menos, todavía tenía que ausentarse al menos una o dos veces al mes. En esas ocasiones, la casa se le hacía demasiado grande y entonces echaba de menos no tener ningún empleo (no tener ningún hijo. Era justo eso lo que echaba de menos).

Tras su segundo aborto, la empresa en la que trabajaba como recepcionista había decidido darle una patadita en el culo y prescindir de sus servicios. Después de eso, la crisis se encargó de cerrarle el resto de puertas y ya no tuvo oportunidad de encontrar otro empleo. Álex ganaba suficiente dinero para los dos, pero tenían una hipoteca importante y siempre venía bien un dinerito extra en casa. María había terminado un ciclo medio de administrativo pero, con su corto currículo, solo podía aventurarse a pedir trabajo de cajera en los grandes almacenes, sin que por el momento hubiera obtenido resultados positivos.

En cuanto llegó el taxi, despidió a su marido en la puerta y regresó al sillón. Releyó el comunicado de la convocatoria de vecinos y dejó los folios sobre la mesa del salón. Sonó el timbre de la puerta y fue a abrir, esperando ver otra vez a Álex. Entraría a toda prisa echando maldiciones por su mala memoria y buscando su cartera, sus llaves o cualquier otra cosa que se hubiera dejado olvidada. No era raro que le sucediera algo así. Ella siempre le decía que no se dejaba la cabeza atrás porque la tenía pegada al cuerpo.

En lugar de su marido, la persona que encontró en el umbral fue Julia, la vecina del cinco. También venía con un puñado de folios en la mano y María imaginó que había leído la convocatoria.

—Hola. ¿Tienes un momento?

—Hola, Julia. Pasa, mujer. Ya veo que has leído la convocatoria de Santiago.

María sonrió esperando que su vecina comenzara a quejarse de lo plasta que era el propietario del seis. Tendrían la oportunidad de echarse unas risas y desahogarse juntas, pero el semblante de Julia no era de fiesta.

—¿Has hecho café? Creo que me vendría bien uno cargado.

—No, pero lo preparo en un segundo. ¿Ocurre algo? —preguntó preocupada, mientras se dirigían a la cocina.

En lo que María preparaba el café, Julia se sentó y apoyó las manos entrelazadas encima de la mesa. No levantó la vista, como si le costara mirar a su vecina para decirle lo que quiera que fuera a contarle.

—Voy a contarte algo, pero tienes que prometerme que me guardarás el secreto.

María terminó de preparar la cafetera y la puso al fuego. Corrió a sentarse junto a Julia. Su vecina la miró sin decir nada.

—¿Qué ha pasado? —la animó a empezar.

—Ayer me desperté en plena noche. Había tenido una pesadilla horrible. No recuerdo muy bien de qué iba. Solo sé que intentaba escapar de algo muy malo.

—¿Algo muy malo? ¿Un animal o algo así?

—Más bien una cosa. Una cosa horripilante. No puedo explicarlo, pero esa no es la cuestión.

María seguía mirándola con atención. Su vecina había conseguido intrigarla. La relación que les unía no era exactamente de amistad. Es decir, no quedaban para salir juntas al cine o a tomar algo y cosas por el estilo, pero ambas sabían que podían contar la una con la otra en caso necesario. Era una de esas relaciones entre vecinas que se entienden bien. Sin embargo, el hecho de que Julia hubiera acudido a ella para contarle algo tan personal como una pesadilla la descolocaba un poco y la halagaba también.

La instó a seguir explicándose:

—¿Entonces?

—Me desperté sobresaltada y me levanté para tomar un poco de agua. Miré el reloj y comprobé que eran las tres y media de la madrugada. Recuerdo perfectamente que fue así. Ya no estaba soñando entonces. Ricardo dormía como un tronco. Para despertarlo hay que tirar un par de bombas en medio de la habitación y aun así tengo serias dudas de que despertase.

María sonrió ante la imagen que se dibujó en su mente. Ella era igual: cuando conciliaba el sueño era difícil que algún ruido la despertase.

—Al regresar de la cocina, me asomé a la habitación de los chicos. Tengo esa manía siempre que me levanto en medio de la noche. Pude ver a Lucas. Estaba dormido y había tirado su almohada al suelo, como casi siempre. Entré y la coloqué en su sitio. Le separé el pelo de la frente y lo arropé un poco. Un pie asomaba por debajo del edredón y su respiración era acompasada y normal. Llámame loca, pero compruebo que respiran.

En este punto, Julia estuvo a punto de decir: «Ya sabes cómo somos las madres», pero en el último segundo cayó en la cuenta de lo poco afortunado que hubiera sido el comentario y no pronunció palabra.

María sonrió con cierta tristeza. «Los míos no respiraban», pensó.

—¿Y el pequeño?

A Julia se le llenaron los ojos de lágrimas. Tardó un momento en responder y cuando lo hizo, sus palabras apenas eran perceptibles para María.

—Raúl no estaba.

María tomó una servilleta de encima de la mesa y se la ofreció a Julia, que agradeció el gesto con un amago de sonrisa.

—Tranquilízate. ¿Cómo que no estaba? ¿Había ido al baño o algo así?

—Eso pensé en un primer momento y fui a comprobarlo, pero no estaba en toda la planta. Te juro que casi me vuelvo loca. Bajé al piso inferior y miré en todos sitios. Allí tampoco había nadie. Volví arriba a la carrera. Estaba confundida por la hora y por la impresión. Comprobé una vez más en todas las habitaciones y no pude dar con él. Entonces, fui a despertar a Ricardo y al entrar en la habitación miré por la ventana y vi dos figuras que estaban en medio del aparcamiento, junto a la fuente. ¿Puedes darme un vaso de agua, por favor?

María tardó unos segundos en reaccionar. Estaba abducida por el relato de Julia y no se esperaba que lo dejara a medias para pedirle agua.

«¡Joder, Julia! ¡Qué agua ni qué cojones! Termina de contarme esa historia, mujer». El pensamiento cruzó su mente como un rayo en lo que se levantaba para coger un vaso y servir a su vecina.

—¿Quiénes eran los de la calle? —preguntó con impaciencia al tiempo que llenaba el vaso. Se lo tendió.

Julia lo agarró temblorosa, se lo bebió de un tirón y se limpió la comisura de los labios con la servilleta.

 

«La ha doblado, pensó María, los mocos están por el otro lado».

—Las figuras de la explanada eran Raúl, que estaba en pijama y subido a la bici, y un viejo flaco muy bien vestido.

María no la dejó acabar.

—¿Víctor?

—¿Quién?

—Víctor Román. El nuevo propietario del cuatro.

Julia se asustó visiblemente. Su nerviosismo iba en aumento.

—¡No me jodas! ¿En serio? ¿Cómo puedes saberlo?

—No lo sé. Lo supongo por tu descripción. El otro día lo conocí y me dio un susto de muerte porque estaba de pie junto a la valla de su casa sin decir nada. Es flaco y va muy bien vestido. Pero, ¿qué coño hacía a las tres y media de la mañana en la explanada hablando con tu hijo?

El sonido de la cafetera las sobresaltó a las dos. María se levantó y colocó en la mesa dos tazas y la azucarera. Sirvió el café y volvió a sentarse, esperando la explicación de Julia, que tomó un sorbo antes de continuar.

—Cuando le vi allí abajo con ese hombre, me puse muy nerviosa. Abrí la ventana y lo llamé desde arriba, segura de que Ricardo no iba a despertarse. Los dos me miraron y continuaron con su charla como si tal cosa. El viejo sonreía y Raúl parecía muy interesado en lo que decía. Me vestí con lo primero que encontré y bajé descalza. Te juro que no tardé más de dos minutos en llegar a la calle.

—¿Y luego?

—Cuando abrí la puerta no vi a nadie.

—¿Cómo que no viste a nadie?

Julia se terminó el café y se acercó todo lo que pudo al rostro de María. Hablaba bajito, casi siseando. La expresión de su cara, desencajada, preocupó a su vecina, que se retiró un poco hacia atrás, casi imperceptiblemente.

—Te digo que en la puta calle no había ni un alma, joder.

María volvió a llenar las tazas de café.

—Vale, vale. ¿Qué hiciste entonces?

—Lo llamé como una loca un par de veces, sin atreverme a avanzar un poco más. Algo me decía que no me retirara de la puerta porque podría ser peor. Ya sé que suena raro, pero todo esto es condenadamente raro. No sé cómo no desperté a los vecinos con mis gritos. Después entré corriendo y subí los escalones de dos en dos para despertar a Ricardo y entonces casi me muero del susto.

—¿Qué fue lo que te asustó?

—Mi hijo Raúl. Estaba en lo alto de la escalera, mirándome. El pobre intentaba quitarse las legañas de los ojos y me observaba como si fuera un bicho raro por la expresión de mi cara y porque yo venía de la calle de madrugada, vestida solo con unos shorts y descalza.

—¿Raúl estaba en casa? No entiendo. ¿No dijiste…?

En un claro gesto de nerviosismo, Julia sonrió por primera vez desde que había llegado, asintiendo con la cabeza compulsivamente. Continuó con su relato, obviando la pregunta de María.

—Me preguntó si pasaba algo. Le pedí que me explicara qué hacía hablando con un desconocido en la calle a esa hora y cómo había conseguido entrar antes que yo si no me había separado de la puerta.

—¿Y qué contestó?

—Me dijo: «Mami, yo no he bajado a la calle». Eso fue todo lo que dijo.

— ¿Y tú qué hiciste?

Julia se terminó el segundo café. Se quedó mirando el fondo de la taza como si buscara algo en el interior.

—¿No tienes algo más fuerte que esto?

—Lo siento, no. Ni Álex ni yo bebemos y no recibimos muchas visitas, la verdad.

—No te preocupes.

—¿Qué pasó después? ¿El niño volvió a la cama?

—Sí. El niño volvió a la cama. Bajé otra vez y cerré la puerta de la calle con llave. Entré en su cuarto, lo arropé. Entonces me dijo que había tenido un sueño. Le pregunté si quería contármelo y lo hizo.

Julia hizo una pausa y prosiguió calculando las palabras para que hicieran el efecto deseado en María:

—Soñó que hablaba con el vecino del cuatro. El nuevo. Me dijo que le había dicho su nombre: Víctor Román y que serían muy buenos amigos. Le habló de algo sembrado que germinaría pronto y le pidió que le ayudara.

—¡Joder!

—Sí. ¡Joder! —Julia se frotó un brazo distraídamente—. Todavía se me pone la piel de gallina al contarlo. Me dijo que no le gustó el sueño porque, aunque iba montado en bici, todavía tenía puesto el pijama y no le gustaba salir en pijama a la calle, pero el vecino tenía prisa porque debía marcharse.

—¡La hostia! ¿Y qué le dijiste entonces?

—Hice de tripas corazón y le dije que no se preocupara, que solo había sido un sueño. Volví a mi habitación, me desnudé y me acosté.

Volvió a inclinarse para quedar cerca de María y bajó el tono de la voz nuevamente, como si quisiera que nadie más pudiera oírla, aunque en la casa solo estaban las dos mujeres.

—Cuando comprobé que Ricardo seguía durmiendo, me giré en la cama y eché un vistazo al despertador de la mesita de noche.

En este momento del relato se detuvo y apretó los labios hasta que casi se le quedaron blancos. María no esperó mucho para apremiarla a continuar.

—¿Y qué?

—Seguían siendo las tres y media de la madrugada.

—¿Cómo?

—¿No lo entiendes? Me desperté a las tres y media de la madrugada, fui a beber agua, entré en el cuarto de los niños, no vi a Raúl, bajé y lo busqué por todos lados, volví a subir, lo vi en la calle, me vestí, fui a su encuentro, no lo hallé, regresé, hablé con él en la escalera, bajé a cerrar la puerta de la calle, regresé arriba, lo arropé, entré en mi cuarto, me desvestí, me acosté, me di la vuelta y… ¡seguían siendo las putas tres y media de la madrugada, joder!

Julia se retiró, apoyando la espalda en la pared y mirando a María como si su vecina pudiera darle una respuesta que la reconfortara. Esta tragó saliva e intentó tranquilizarla, cuidando que sus palabras no la ofendieran o la pusieran aún más nerviosa de lo que estaba.

—¿No pudo haberse parado el reloj?

—Lo comprobé con el móvil. El reloj funcionaba perfectamente.

—Y dices que estás segura de que era justo esa hora cuando te despertaste de la pesadilla y fuiste a por agua.

—Tan segura como que estoy hablando contigo de toda esta mierda.

—¿No pudo ser todo un sueño? Quiero decir: ¿no es posible que no despertaras del primero, como creíste, y que continuaras soñando, te vistieras sonámbula y bajaras a la calle a por tu hijo?

—Es una de las explicaciones que he querido darme a mí misma, aunque nunca he sido sonámbula. Pero si quieres que te diga lo que siento, estoy completamente segura de que no soñaba y sé lo que vi. Vi a mi hijo en la calle hablando con un viejo flaco. Y estoy segura de que bajé a por él. No lo soñé. Además, a la mañana siguiente le pregunté a Raúl si había descansado y me contestó que sí, que después de su sueño raro pudo dormir otra vez. Es lo que me trae aquí.

María intentó disculparse.

—Bueno, te agradezco que hayas confiado en mí para contarme todo esto. La verdad es que es muy raro, pero no te obsesiones. Quizás necesites descansar más. A veces el estrés nos juega malas pasadas. Sin embargo, no creo que te sirva de gran ayuda. No soy especialista en sueños, ni nada de eso.

—Te repito que no fue un sueño. Te he contado esto porque quiero que apoyes la derrama para colocar las cámaras de vigilancia. Si las hubiéramos tenido, no tendría que convencerte de que mi hijo bajó a la calle a hablar con ese hombre.

—¿Y cómo explicas que volviera antes que tú si no te moviste de la puerta?

—No lo sé, pero intentaré averiguarlo.

María lanzó un suspiro de resignación.

—De acuerdo. Cuenta conmigo. De todos modos, a mí no me parece mala idea. Tal vez así se relajen un poco los nervios en este residencial.

Julia se levantó y le sonrió.

—Gracias. Perdona si he abusado de tu confianza, pero tenía que empezar por aquí. Si tú me hubieras dicho que no, ni me habría preocupado por convencer al resto.

María la acompañó a la puerta.

—¿Vas a contarle lo mismo a los demás?

—Por supuesto que no. Soy consciente de cómo suena. No quiero que me tachen de loca antes de tiempo. Y menos que señalen a Raúl, ya sabes que puede llegar a ser muy especial cuando quiere.

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