La sonrisa del mal

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—Last thing I remember I was running for the door… (Lo último que recuerdo era que corría hacia la puerta…) I had to find the passage back to the place I had before (Tenía que encontrar el pasadizo de vuelta al lugar donde estaba antes…).

Ahora el viejo se le acercó un poco más y pareció susurrarle al oído cantando la última estrofa mientras acompañaba la frase con ligeros gestos de sus huesudas manos:

—Relax, said the night man. We´re programmed to receive (Relájese, dijo el hombre de la noche, estamos preparados para recibirle). You can check out any time you like, but you can never leave (Puede hacer la reserva en el momento que quiera, pero nunca podrá irse).

El viejo desapareció, mientras en la mente de Santiago sonaban las guitarras de Don Felder y Joe Walsh punteando el final de la canción.

Abrió los ojos escuchando aún los acordes de los músicos californianos. Se sentía aturdido. Sabía que había tenido un sueño, sin embargo, todo había sido demasiado real. Recordaba cada momento, cada escena. Era como si lo hubiera vivido de verdad. Estaba boca arriba y escuchaba su propia respiración, un poco agitada, por encima del suave ronquido de su mujer. Sentía un calor asfixiante. Se liberó del edredón y descubrió asombrado el motivo del sofoco: aunque se había quedado dormido desnudo después de hacer el amor con Virginia y no recordaba haberse levantado a mitad de la noche, ahora llevaba puesta la bata. Se levantó con cuidado para no despertar a su mujer y se deshizo de la prenda, dejándola en los bajos de la cama. Volvió a acostarse y se quedó dormido otra vez, mientras un pétalo de geranio caía suavemente al suelo de la habitación.

6

A las siete y media de la mañana siguiente, el autobús del colegio se detuvo frente al residencial. Eugenia y Álvaro subieron y saludaron a Sofía a través de los cristales, mientras caminaban por el pasillo central del vehículo en busca de un asiento. Su madre les devolvió el saludo desde abajo, llevándose la palma de la mano a los labios y enviando un beso en un soplido. Eugenia se lo devolvió con idéntico gesto y Álvaro disimuló su vergüenza agachando la cabeza.

—Tu madre es muy guapa —observó Raúl cuando Álvaro se sentó a su lado.

—Ya —respondió a desgana.

—Está muy triste y se siente sola. Pero es muy buena. Deberías abrazarla más a menudo.

Álvaro lo miró como si fuera un apestado.

—¡Cállate, renacuajo! No seas raro.

Raúl ignoró el comentario. Se limitó a sonreír y se giró hacia la ventana pegando su carita al cristal y contando los árboles que iban quedando atrás. Álvaro puso los ojos en blanco y suspiró con resignación, acomodándose en el asiento para dormitar durante los veinte minutos que duraba el trayecto.

Tenía nueve años, dos más que Raúl, pero se sentía mucho mayor que él y las salidas de tono del pequeño lo sacaban de quicio. Ambos estudiaban en el colegio del pueblo, a unos kilómetros del residencial. Su hermana, Eugenia, era mayor. Con doce años ya estaba en secundaria. Tanto primaria como secundaria se impartían en el mismo centro, así que casi todos los niños del vecindario compartían ese autobús cada mañana.

Los padres de Álvaro y Eugenia se habían separado hacía cinco años. Antes, cuando la familia estaba unida, vivían en otra casa bastante más grande, en la capital. Aquí habían venido después. Su padre intentó explicarles que cuando los papás no pueden estar juntos, es mejor separarse para así poder ser mejores padres. Eugenia no entendía cómo podían haber dejado de quererse. Se preguntaba si tal vez Álvaro y ella tenían la culpa de aquello. Cuando se peleaba con su hermano, mamá era la primera en pedirle que hicieran las paces. ¿Por qué no podían actuar igual los mayores? ¿Qué podría haber hecho papá tan malo para que mamá no quisiera volver a vivir con él jamás?

Echaba de menos el estar todos juntos. Pensaba en ello todos los días. Álvaro era un poco más pequeño cuando ocurrió y recordaba menos cosas, pero también se ponía muy triste cuando alcanzaba a ver alguna foto de toda la familia en el ordenador de mamá.

Se sentó junto a Marta pensando que, después de todo, era afortunada. Ella al menos podía ver a su padre y a su madre de vez en cuando, mientras su vecina...

Las niñas se sonrieron.

— ¿Qué tal? —preguntó Marta en cuanto Eugenia se sentó junto a ella.

—Bien. Ya queda poco para que acabe el cole. Perderemos de vista los libros y los profesores. Aunque no a algunos niños raritos —añadió haciendo un ademán con la cabeza en dirección a Raúl.

Las dos niñas lo miraron. El chico seguía con la cara pegada al cristal viendo pasar las líneas discontinuas de la carretera. Ellas se llevaron una mano a la boca para ahogar una risa nerviosa y siguieron hablando animadamente.

Sofía entró en el residencial tras despedir a los niños. Hoy en particular estaba triste. Siempre había tenido facilidad para recordar las fechas: el día en que comenzó su relación con Luis, el padre de sus hijos; el día de su boda, el nacimiento de los pequeños, cuando compraron la primera casa, el día en que murió Punky, su perrita yorkshire de toda la vida…

Hoy se cumplían cinco años de su separación. No fueron tiempos fáciles y no quería recordar ciertas cosas, pero algunas escenas venían a su mente una y otra vez. Y lo peor no era lo que recordaba, sino lo que no había visto, lo que tenía que imaginar.

La verdad es que ni siquiera lo vio venir. Algunos matrimonios se distancian con el tiempo. La rutina y las responsabilidades ganan terreno al deseo y a la pasión. Se pierden hábitos saludables como besarse al entrar o al salir de casa, sentarse juntos a ver la tele, charlar sobre cómo ha ido el día, preocuparse por el otro, tenerlo en cuenta. Los hijos se convierten en el tema de conversación por excelencia y trabajar para pagar las facturas ocupa el resto del tiempo.

Sofía creía que su matrimonio iba bien. Era cierto que los niños eran pequeños y demandaban mucho, pero ella se esforzaba por dedicarle a Luis el tiempo que merecía. Al parecer, no fue suficiente. El maldito cabrón había conocido a una jovencita que le llenó la cabeza de pájaros y se lo llevó a la cama en cuanto pudo. Tal vez se sintió atraída por su madurez. Quizás fue su traje de trescientos euros o su barba canosa, que le daba un aspecto interesante y viril. O tal vez su nómina de ingeniero y su trabajo en el ayuntamiento donde coincidieron Luis de jefe y ella (de la que nunca quiso saber ni el nombre) de becaria.

¿Y él? Él empezó a sentirse más joven, más guapo, más interesante. Recibía toda la atención que creía merecer y una hermosa sonrisa todas las mañanas bañada en rojo carmín, y no desde una cara soñolienta y cansada. Pensaba solamente en sus necesidades, en sus pasiones renovadas, en sus posibilidades. De repente, la familia le asfixiaba, no le dejaba el espacio necesario para expandirse. ¡Menuda gilipollez! A Sofía se le ocurría ahora un par de buenas maneras de expandirle los pocos sesos que le quedaban en esa cabeza de chorlito. Ya lo creo que sí. Machacarle la cabeza de arriba y la de abajo también que, a fin de cuentas, era con la que más pensaba a juzgar por sus actos.

¿Qué más daba? Se cansó de culpar a aquella guarra de que su marido se hubiera marchado, después se cansó de culparle a él por tener el cerebro en la punta de la polla y entonces se culpó a sí misma por no haber sido capaz de evitarlo, de mantenerle a su lado, por seguir queriéndole a pesar de todo.

A medida que pasaba el tiempo, iba olvidándose de la culpa. Sus hijos seguían allí, con ella. Entonces empezó a perdonarse a sí misma por haber pensado alguna vez que era culpable de algo. Pero quedaba la rabia y la rabia era difícil de dominar. La rabia era su demonio poderoso que gobernaba su infierno particular.

Sofía odiaba a veces su buena memoria. Hoy se cumplían cinco años. Había salido adelante. Algunos hombres intentaron acercarse después de aquello, pero ella los rechazó. No estaba preparada para nada de eso. Sus hijos ocupaban su tiempo.

Cuando el autobús escolar se perdió de vista, volvió a entrar en el residencial. Su casa era la primera junto a la acera de la calle. Se pasó de largo la valla de entrada para curiosear un poco junto al porche del número cuatro. Se acercó lo suficiente como para observar algunos detalles. El dúplex lucía igual de descuidado que en días anteriores. Ni siquiera se habían molestado en limpiar un poco la maleza que había crecido en las orillas del empedrado de la entrada. Era el único que no tenía césped. En lugar de la hierba verde y recién cortada del resto de las casas, el suelo del cuatro estaba cubierto de grandes losas de piedra natural, y solo en los márgenes habían dejado hueco para unos parterres en los que alguna vez hubo árboles y plantas. Ahora la maleza y las malas hierbas crecían sin control y lo invadían todo. A Sofía le daba pena que aquella esquina del residencial estuviese tan descuidada, con ese dúplex siempre cerrado. Le habían contado que hubo una reforma de todos los dúplex poco antes de que llegaran los vecinos más viejos, pero por alguna razón que desconocía, no hicieron nada en el número cuatro. Y había quedado tal cual estaba, con su apariencia original de los ochenta.

Observó la puerta del garaje, con la pintura desconchada, a juego con la valla, y levantó la cabeza en dirección a las ventanas del dúplex. La cortina del piso superior, que daba al porche, se movió. Sofía sintió un impulso incontrolable y se acercó un poco más, disimulando como podía, ya que se encontraba demasiado expuesta para no ser vista. Cuando estaba a dos metros de la valla de la entrada, volvió a ver moverse la cortina. Esta vez miró descaradamente para identificar a alguno de los nuevos vecinos. Se arrepintió de haberlo hecho en el mismo instante en que pudo ver más allá del cristal cubierto de polvo y telarañas. El rostro de un viejo delgado la miraba desde el primer piso, aunque Sofía pensó que no era posible que la viera. No había ojos dentro de aquellas cuencas oscuras.

 

La mujer dio un respingo y ahogó un grito llevándose la mano a la boca. Giró sobre sí misma e intentó volver sobre sus pasos en dirección a su casa, pero se dio de bruces con un hombre que permanecía quieto en medio de la explanada como si hubiese estado todo el tiempo a su espalda.

—¡Jesús! —gritó esta vez sin reparo.

Las manos del extraño la sujetaron por los hombros para evitar que se golpeara contra él, mientras Sofía abría los ojos de par en par. Era el mismo hombre que había visto hacía unos segundos tras los cristales de la ventana del cuatro: flaco, viejo e impecablemente vestido, aunque ni la fortaleza de sus manos, ni la firmeza con que evitó que los dos cayeran al suelo parecían las de un anciano. Además, este en particular sí tenía ojos. Dos hermosos ojos azules que la miraban con una intensidad inquietante.

—¡Cuidado! —advirtió el hombre con una sonrisa—. ¿Está usted bien?

—¡Dios mío! Lo siento mucho —se disculpó Sofía riendo histéricamente un poco abochornada—. No le había visto y casi le tiro.

—No se preocupe. Tendría que esmerarse un poco más para tumbarme. Soy duro de roer.

El viejo le tendió una de sus manos huesudas y frías al tiempo que se presentaba.

—Soy Víctor Román, el propietario de ese dúplex que estaba mirando usted con tanta curiosidad.

Sofía sintió cómo el rubor le calentaba las mejillas y agachó la mirada para evitar el contacto visual con su interlocutor. Su vista lo agradeció. La sonrisa del viejo le daba un poco de repelús, demasiado blanca y perfecta para un hombre tan mayor.

—Discúlpeme. ¡Qué vergüenza! Pensará usted que soy una de esas vecinas curiosas.

—Para nada, mujer. Perdone, no me ha dicho su nombre.

La mujer volvió a ruborizarse. Hoy no estaba siendo su día desde luego. Se había saltado dos veces consecutivas las reglas básicas de educación que tanto se esmeraba en inculcar a sus hijos: no curiosear por los dúplex de los vecinos y presentarse adecuadamente cuando la ocasión lo requiriera.

—Discúlpeme otra vez. Soy Sofía —contestó sin dejar de sonreír, aunque incómoda con la situación—. Me enteré ayer de que teníamos nuevos vecinos y, bueno, yo… solo quería saber si necesitaban algo o… bueno, creo que me pudo un poco la curiosidad. Lo siento.

El anciano le devolvió la sonrisa que esta vez le pareció sincera.

—No tiene por qué disculparse. Es normal. Todos sentimos curiosidad. Vive usted en el número uno, ¿no?

—Así es. ¿Cómo lo sabe?

—Bueno, le confieso que yo también soy un poco curioso. La he visto salir con los chicos. ¿Son sus hijos?

—Sí—respondió sin poder evitar sentir cierta inquietud.

La imaginación le jugó una mala pasada y una idea le rondó la mente con creciente insistencia: «El cazador cazado. ¿Me estaría observando con esas cuencas vacías?».

El viejo siguió hablando, aparentemente sin percibir la tensión de la mujer:

—Encantadores. Su padre estará muy orgulloso de tener una familia tan bella.

El comentario sacudió a Sofía con violencia. Se sintió desplazada a la época en la que Luis, ella y los niños formaban una familia unida y feliz. Pensó otra vez en la confesión de su esposo, recordó el suelo resquebrajándose bajo sus pies y el abismo insondable y doloroso dándole la bienvenida e instalándose en su corazón una buena temporada. El rubor de sus mejillas la abandonó y la palidez de la tristeza volvió para quedarse. El viejo la miraba con aquellos ojos azules esperando una respuesta a su observación. A Sofía le resultó extraño que no se hubiera dado cuenta del efecto que habían producido sus palabras. Después pensó, casi de manera irracional, que sí se había dado cuenta, que de hecho, lo sabía y por alguna extraña razón disfrutaba del momento. Esa idea apenas duró un segundo en su mente. Ya no confiaba en ningún hombre y el pobre viejo pagaba el pato de las decisiones de su marido.

—Estoy separada —dijo sin poder disimular su amargura e intentando evitar que las lágrimas inundaran sus ojos.

—¡Vaya! ¡Cuánto lo siento!

—Es igual, no se preocupe. Ya hace tiempo que pasó.

—La belleza es efímera. Solo los sentimientos permanecen. No estamos preparados para asimilar esa gran verdad. ¿No lo cree usted?

Sofía no entendía a qué se refería, pero tenía la sensación de que el vecino sabía exactamente lo que quería decir y se dirigía a ella en particular. «La belleza es efímera», había dicho. De eso estaba segura. Era el cabrón de su marido el que parecía no tenerlo tan claro.

Tuvo un presentimiento extraño. Aquel hombre parecía leerle el pensamiento. Intentó, otra vez de manera irracional, dejar la mente en blanco. El viejo seguía esperando una respuesta sin dejar de sonreír con sus dientes inmaculadamente blancos. Ella esbozó media sonrisa.

—Seguramente. Disculpe, pero tengo que ir a trabajar, así que debo prepararme.

Víctor levantó las palmas de las manos como un jefe mafioso en una negociación complicada.

—Claro. Ya nos veremos, Sofía. Que tenga un buen día.

—Lo mismo le deseo.

Emprendió el regreso hacia su casa mirando al suelo y un tanto contrariada. Todo lo sucedido le parecía un poco raro. Cuando alcanzó la valla del número uno, se giró para ver si el anciano hacía lo propio en el número cuatro, pero no vio absolutamente a nadie. No se lo explicaba. Aquel hombre no había tenido tiempo de llegar a su casa. Juraría que se lo había tragado la tierra.

Entró en casa y cerró la puerta tras de sí. Se quedó allí, de pie. Cerró los ojos, respiró profundamente y esperó a que pasaran las ganas de llorar.

7

Las sábanas de Nelson se pegaban a su cuerpo bañado en sudor. Se despertó sobresaltado y miró el reloj. Las nueve de la mañana. Se quedó un momento pensando, desorientado, sin saber bien qué día era y qué debía hacer. Poco a poco, su cerebro fue enviando información y logró hacer una reconstrucción más o menos completa de las últimas doce horas. Había estado bebiendo con algunos amigos hasta la madrugada. ¿Hubo alguna chica? Sí. La recordaba. Era guapa. Bueno, quizás no. Pero había ingerido la suficiente cantidad de alcohol para que a él se lo pareciera. Esa era una de las consignas que compartía con sus amigos cuando hablaban de las posibilidades de ligar en una noche de diversión: «Bebe hasta que te parezca guapa». Y él lo había hecho. ¡Oh, sí! Ya lo creo.

Estiró el brazo para tocar el otro lado de la cama, mientras recordaba que había abandonado el pub con aquella chica, bajo la cómplice mirada de sus acompañantes, que lo despidieron con una sonrisa maliciosa sin separarse de la barra.

No halló a nadie acostado junto a él y respiró aliviado. Rebuscó un poco más en su memoria y se vio entrando en su casa seguido de su acompañante. Recordó que ella se lo había comido a besos nada más cerrar la puerta de la calle, abalanzándose sobre él y haciéndole caer sobre uno de los brazos de madera del sillón, en el que casi se deja parte del coxis. Al llegar a este punto de sus recuerdos, se llevó la mano a la zona, masajeándola distraídamente, como si quisiera comprobar que todo seguía en orden por allí atrás. Todo bien de momento.

La nena resultó ser demasiado fogosa para su gusto y no le dejó llegar a la habitación. Terminaron en el suelo duro y frío del salón con uno de los cojines del sofá haciendo las veces de almohada. Si volviera a verla, cosa que dudaba seriamente, quizás mantendría una animada charla con ella sobre la diferencia sutil entre hacer una buena mamada y arrancarle el pene, literalmente, con los dientes. Eso también lo recordaba y en ese momento, Nelson trasladó la mano de atrás hacia adelante para comprobar que también aquello estaba en orden.

Con todo ese material actualizado en su mente, se desperezó y recordó que el día anterior había sido festivo. Nelson era quiromasajista y trabajaba por su cuenta. Solía aceptar servicios los festivos, así que olvidaba con facilidad qué día de la semana era.

Se estiró en la cama y tocó con el dedo del pie un trozo de tela. Al principio creyó que era un calcetín, poco probable porque él odiaba dormir con calcetines. Lo arrastró con la pierna hasta media altura y lo cogió con dos dedos, poniéndolo a la vista como si fuera un bicho muerto. Un sujetador de encaje blanco se balanceó ante sus ojos como el péndulo de un reloj de pared. Por el tamaño de la prenda, se hizo una idea de lo que pudo atraerle de la chica la noche anterior. Entonces cayó en la cuenta de que si el sujetador estaba aún en su cama, quizás la mujer andaba todavía por su casa. Un nudo atenazó su garganta y le impidió tragar. Por un momento pensó en llamarla en voz alta, pero no recordaba su nombre. A decir verdad, ni siquiera recordaba habérselo preguntado. Encontró sus calzoncillos y se los puso deprisa. Se levantó y se dirigió al cuarto de baño, seguro de que escucharía correr el agua. En su crisis de terror momentánea incluso creyó escuchar la voz de la chica cantando desafinadamente el I want to break free de Queen. Le entró pánico escénico. Divertirse una noche con alguien estaba bien si no pasaba de esa noche. La ducha mañanera, los arrumacos, compartir desayuno y hablar de sus vidas no entraba en el pack. No, señor. Ni de coña. Y menos con alguien con quien corrías el riesgo de que te la amputara con los dientes.

En el cuarto de baño no había nadie. Tampoco en el resto de la casa. La voz que intentaba imitar a Freddy Mercury también cesó en su cabeza. Nelson respiró aliviado por segunda vez. Volvió a la habitación y cogió el sujetador con la intención de deshacerse de él. Se lo llevó a la nariz casi por instinto e inspiró. Una mezcla de perfume y sudor lo invadió. Decidió no tirar la prenda íntima. Quizás la chica volviera a tocar en su puerta para pedírselo y sería de mal gusto no poder devolvérselo. ¿Quién sabe? Tal vez pudiera darle esas clases prácticas sobre felación en otro momento.

Guardó el sujetador en la mesa de noche, junto a los calcetines y decidió que una ducha le ayudaría a despejarse. Mientras dejaba que el agua corriera libremente por su cuerpo, intentó recordar un poco más, pero seguía existiendo un tupido velo sobre el resto de acontecimientos de la noche anterior. Aunque sí recordaba lo sucedido durante la mañana. De repente, acudió a su memoria el extraño caso de las palomas muertas en los porches.

Se enjabonó por segunda vez, tratando de desprenderse del olor a sexo que se empeñaba en aferrarse a su cuerpo y repasó mentalmente el asunto de las palomas.

El día anterior había empezado de manera extraña. Se despertó con el ruido de una mudanza en el cuatro y con las voces de los vecinos que habían formado una especie de reunión comunitaria improvisada en medio de la explanada. Los gritos de Santiago, el propietario del seis, terminaron de joderle lo que prometía ser una buena sobada hasta las doce. Se había levantado y se había vestido con un pantalón de deporte y una camiseta, y había salido al porche para averiguar qué coño pasaba fuera. Entonces se percató de los críos en bici que lo observaban con curiosidad. Los miró con desagrado. No le gustaba la chiquillería y parecía que a ellos tampoco les caía muy simpático, así que todos en paz. Que estuvieran curioseando tan cerca de su casa no le gustó en absoluto.

—¿Qué pasa, enanos? —les preguntó con acritud—. ¿Tengo monos en la cara o qué?

—Lo que tienes es una paloma muerta en el césped —contestó una de las chicas del grupo.

El animal estaba, en efecto, en el suelo, delante de él.

—¿Qué coño es eso? —preguntó malhumorado—. ¿Habéis sido vosotros?

—No —contestó el más pequeño—. Pero podemos llevárnosla si quieres.

—De eso nada —les interrumpió Sofía, la vecina del uno, el dúplex que quedaba a su derecha.

Nelson la miró con curiosidad, sorprendido por la interrupción y casi esperando una explicación.

—Buenos días, Nelson —le dijo Sofía haciéndose un hueco entre los pequeños—. Al parecer unos gamberros tiraron anoche una paloma muerta en cada porche. Ponla en una bolsa, si te parece, y me la das, que se las estamos llevando a Jose, el del ocho, para que las meta en su contenedor hasta que mañana vengan los del ayuntamiento a por ellas.

Nelson solo entendía a medias lo que le contaba la del uno. Pudo procesar a duras penas lo de la bolsa y lo de dárselo al tío del ocho.

 

—Ok —se obligó a contestar—. Espera un segundo.

Regresó al instante con una bolsa de basura y recogió a la paloma con cierta repulsión. La levantó en el aire y le miró el pico. La dejó caer en la bolsa con una mueca de asco. Le hizo un nudo y se la dio a la vecina. Le dio las gracias, dedicó una última mirada de pocos amigos a los chicos y entró en la casa. Todavía podía escuchar algunos gritos de Santiago, pero a esas alturas ya le daba igual. Ya no tenía sueño.

Ese día no tenía ningún servicio pendiente. Por la tarde salió a correr porque se había propuesto bajar un par de kilos y reducir un poco la incipiente panza que comenzaba a aflorar debajo de la camisa. Siempre que salía a correr, daba primero una vuelta por el residencial para calentar los músculos y en vez de salir a la derecha, pasar por delante del uno y alcanzar la calle principal, lo hacía hacia la izquierda, pasando junto al resto de casas, bordeando todo el perímetro. Cuando regresaba, también entraba al revés, por el número diez, y volvía a pasar por delante de casi todos los dúplex hasta llegar a su casa.

Cuando pasó junto al número cuatro, saludó con un ademán de cabeza a un señor mayor, vestido como un dandi que le devolvió el saludo con una amplia sonrisa.

«El nuevo vecino», pensó.

Después de la carrera, se había duchado y por la noche había salido con algunos amigos a tomar un par de gin-tonic. Lo demás lo recordaba a medias. Habían ido al pub de siempre. Bebió un par de copas y después otro par, mientras discutía de fútbol con los demás y echaba un vistazo en busca de alguna chica fácil que no le exigiera demasiado esfuerzo. Entonces, después de mucho buscar, se fijó en una joven y le pareció mona. Sus amigos lo animaron para que entrara a matar y él no se hizo de rogar en exceso. No tuvo que hablar demasiado para conectar con ella, que lo recibió como si hubiera estado esperándolo toda la vida. Una de sus máximas era no llevar ligues a casa. Prefería buscar algún lugar donde aparcar el coche y echar un buen polvo al aire libre, pero esa noche había bebido demasiado, precisamente aprovechando que no había llevado el coche. Así que la chica se ofreció a llevarle y se las había ingeniado para hacerle romper su primera regla de oro.

Terminó de ducharse y mientras se secaba, siguió actualizando sus recuerdos. Recordó que no podía dejar de mirarle los muslos mientras conducía. Llevaba una falda que se acortaba peligrosamente al sentarse y el movimiento de sus pies cada vez que debía pisar el embrague o el freno, dejaba a la vista una buena porción de piernas, blancas y apetecibles, que mostraban el camino hacia la séptima maravilla. Aun así, Nelson no se había atrevido a posar la mano en aquella zona. Se dijo a sí mismo que mejor se concentraba en no marearse. Si al bajar del coche la calle empezaba a darle vueltas y se ponía a vomitar, se iría al traste su oportunidad de follar esa noche. Eso es lo que había hecho. Se portó como un caballero hasta que entraron en la casa y la joven se convirtió en una leona en celo. Nunca sabías qué había debajo de la piel de cada cordero. Al recordar nuevamente toda la escena que vino después, sonrió por primera vez aquella mañana.

Salió del cuarto de baño y se vistió con ropa informal. Desayunó tostadas, zumo y café con leche. Se lavó los dientes, preparó la camilla y las cremas para atender tres servicios en el centro. Tenía la corazonada de que el día sería fructífero. Aún no lo sabía, pero no iba a ser el día, sino la noche la que le depararía la experiencia más interesante.

8

Leo y Fernando formaban una feliz pareja de casados que ocupaban el número diez del residencial. Leo era el más joven de los dos. Se acercaba a los treinta y cinco, aunque aparentaba un poco más. Era afeminado, estridente y sarcástico. Intentaba retrasar su inevitable calvicie con un ridículo tupé que cada vez retrocedía más en su frente, dando la impresión de ser una gran ola lejana en una playa de arena. Era divertido y solía caer bien a la gente.

Fernando acababa de cumplir cincuenta. Extremadamente guapo y de aspecto maduro, contrastaba cómicamente con Leo. Se cuidaba mucho. Iba al gimnasio tres o cuatro veces por semana y le gustaba llevar una vida sana. Procuraba no abusar de los dulces ni del alcohol, no fumaba y hacía largas sesiones de meditación siempre que tenía oportunidad.

La mañana siguiente al suceso de las palomas preparaba el desayuno para ambos cuando la puerta de la calle se abrió y la figura de Leo apareció en el umbral. Su nerviosismo era evidente y Fernando lo hubiera notado si hubiese levantado la vista de la encimera de la cocina. Se dirigió a él sin dejar de introducir el pan en la tostadora.

—¿Dónde estabas?

Leo cerró la puerta tras de sí y se quedó pegado a ella sobreactuando, como era su costumbre. Se llevó una mano al pecho.

—Vengo de la casa de Jose.

—¿Cómo?

Fernando levantó la vista esta vez para mirar por encima de las gafas. Leo se alegró de que le prestase un poco de atención.

—No vas a creer lo que ha pasado con las dichosas palomas.

Fernando abrió la nevera, sacó la mermelada y la mantequilla, y las colocó en la mesa. Leo se adelantó un poco pero sin intención de ayudarle a preparar el desayuno.

—¿Todavía andas con eso? ¿No iban a llevárselas los del ayuntamiento?

—Pues se supone que sí. Esta mañana me he levantado más temprano para comprobarlo y he ido al dúplex de Jose para hablar con la señora que viene a limpiarle. Estuve toda la noche soñando con eso, y me preocupaba que Jose se olvidara y no le comentara nada.

Fernando colocó los platos con las tostadas en la mesa y encaró a Leo procurando no perder los nervios.

—¿Se puede saber en qué estabas pensando? ¿Cómo se te ocurre meter las narices en casa ajena tan temprano después de que Jose haya sido tan amable con todos nosotros?

Leo levantó las manos mostrando las palmas en señal de disculpa mientras rodeaba a Fernando y se sentaba a la mesa.

—Ya lo sé, ya lo sé. No me sermonees. Es que estaba muy nervioso con todo ese asunto tan desagradable. Además, no ha sido en vano porque de otro modo no me habría enterado de que las palomas ya no están en el contenedor.

Se quedó mirando a su marido con los labios apretados, esperando su reacción. Fernando se sentó junto a él sin decir nada y puso mantequilla sobre la tostada. Sus movimientos eran suaves y metódicos. Más que untar el pan, parecía que lo pintaba. Leo esperaba impaciente a que le preguntara qué había sucedido sin dejar de mirarle. Fernando lo notó e hizo una pausa adrede, divertido. Por fin lo miró y le sonrió ampliamente. Se llevó la tostada a la boca y la dejó suspendida en los labios. Leo tuvo deseos de ser tostada.

—O sea, que los del ayuntamiento se te adelantaron, ¿no es eso? Te está bien empleado por metiche.

Leo levantó la esquina del labio superior inclinando un poco la cabeza en señal de desagrado. Se llevó otra vez la mano al pecho en un gesto exagerado de agravio.

—¿Perdooona? Primero: yo no soy metiche, cariño. Me intereso por las cosas que nos importan, que es distinto. Y segundo: los del ayuntamiento no se me adelantaron. De hecho, aún no han llegado (otra pausa). ¿Cómo se te queda el cuerpo, bonito?

Su respuesta despertó el interés de su marido por primera vez. Él se dio cuenta y se regocijó. Arqueó las cejas y continuó con su explicación sin esperar que Fernando volviera a interrogarle:

—A las siete y media me fui a casa de Jose y llamé al timbre porque sé que a esa hora ya está esa mujer con pinta de camionera en su casa. Ya sabes, la que viene a limpiar. Pues eso, que abrió la puerta y me presenté, y le pregunté si sabía lo de las palomas y que los de la recogida de animales vendrían hoy por la mañana a por ellas.

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