El león y el unicornio y otros ensayos

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En el vientre de la ballena
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Cuando se publicó en 1935 Trópico de Cáncer, la novela de Henry Miller, fue recibida con elogios más bien cautos, condicionados en no pocos casos por el temor a dar la impresión de que uno disfrutaba con la pornografía. Entre quienes lo elogiaron se encontraban T. S. Eliot, Herbert Read, Aldous Huxley, John Dos Passos, Ezra Pound: en conjunto, no son precisamente los escritores que hoy estén de moda. Y lo cierto es que la temática del libro, y en cierta medida su ambiente intelectual, son más propios de los años veinte que de los treinta.

Trópico de Cáncer es una novela escrita en primera persona, o bien una autobiografía novelada, como se prefiera considerar. El propio Miller insiste en que es directamente autobiografía, aunque el ritmo y el método narrativo son los de una novela. Es la historia del París de los expatria­­dos norteamericanos, aunque no a la manera habitual, ya que resulta que los norteamericanos que en ella comparecen no tienen dinero. Durante los años del boom, cuando abundaban los dólares y el valor de cambio del franco era muy bajo, invadió París un enjambre de artistas, escritores, estudiantes, diletantes, turistas, libertinos y simples vagos, probablemente como nunca se ha visto en el mundo. En algunos barrios de la ciudad, los presuntos artistas debían de ser más numerosos que la población activa. De hecho, se ha calculado que a finales de los años veinte llegaron a ser hasta treinta mil los pintores que pululaban por París, en su inmensa mayoría impostores. El populacho se había hecho tanto a la presencia de los artistas que las lesbianas de voz áspera, con sus pantalones de corderoy, y los jóvenes vestidos con disfraces griegos o medievales podían pasear a su antojo por la calle sin llamar la atención, y por las márgenes del Sena, cerca de Notre Dame, era prácticamente imposible pasar debido a la cantidad de caballetes desplegados. Era la época en que ganaban los tapados en las carreras de caballos, la época de los genios desconocidos. La frase que corría en boca de todos era: Quand je serai lancé? Como pronto se vio que nadie iba a ser lanzado al estrellato, el fracaso cayó sobre todos ellos como una nueva glaciación. La cosmopolita chusma de los artistas desapareció como por ensalmo, y los espaciosos cafés de Montparnasse, que sólo diez años antes estaban llenos hasta la bandera incluso de madrugada, repletos de hordas de alborotadores que se las daban de interesantes y entendidos, se han convertido en tumbas lúgubres que ni siquiera visitan los espectros. Es este mundo, descrito entre otras novelas en Tarr, de Wyndham Lewis, el que sirve de material a Henry Miller, aunque en realidad se ocupa solamente de los bajos fondos, de los márgenes del proletariado lumpen que ha logrado sobrevivir a la depresión precisamente por estar compuesto, al menos en parte, por artistas genuinos y, en parte, por sanguijuelas no menos auténticas. Los genios desconocidos, los paranoicos que siempre están “a punto de” escribir una novela que dejará a Proust a la altura del barro, siguen estando ahí, aunque sólo son genios en los contados momentos en que no andan desesperados por llevarse algo a la boca si es que pueden. En su mayor parte, se trata de una historia que transcurre en habitaciones sórdidas, llenas de chinches, en hoteles de medio pelo, o bien de pelea en pelea, de una melopea a la siguiente, en burdeles baratos, entre refugiados rusos, limosneos y camelos, timos, trabajillos de ocasión. Y todo el ambiente de los barrios más pobres de París tal como los ve un extranjero –los callejones adoquinados, el agrio hedor de los desperdicios, los bistrós con sus grasientos mostradores de zinc y desgastados suelos de ladrillo, las verdes aguas del Sena, los capotes azules de la guardia republicana, los orinales de peltre desportillado, el peculiar y dulzón olor de las estaciones del metro, los cigarrillos repartidos entre dos o más, las palomas de los jardines de Luxemburgo– está ahí presente. Al menos, está presente la sensación de estar ahí.

Visto lo visto, es difícil encontrar un material menos prometedor. Cuando se publicó Trópico de Cáncer, los italianos invadían Abisinia y los campos de concentración de Hitler ya empezaban a llenarse. Los focos intelectuales del mundo eran Roma, Moscú, Berlín. No parecía un momento propicio para que nadie escribiera una novela de gran valor acerca de unos cuantos desgalichados norteamericanos que bebían de gorra en el Barrio Latino. Obvio es que ningún novelista está obligado a escribir directamente acerca de la historia contemporánea, si bien un novelista que sencillamente prescinde de los grandes acontecimientos públicos del momento en que le ha tocado vivir es por lo general un majadero o un sencillo imbécil. A partir de un simple examen de la materia narrativa de Trópico de Cáncer, la mayoría probablemente sacaría en claro que es poco más que un resto, un sobrante pícaro de los años veinte. En realidad, prácticamente todo el que la haya leído se ha dado cuenta de que no tiene nada que ver con eso. Es un libro muy notable. ¿Cómo y por qué notable? Esta pregunta nunca es fácil de responder. Es mejor comenzar por describir la impresión que Trópico de Cáncer ha dejado en mi ánimo.

Cuando abrí Trópico de Cáncer por primera vez y vi que estaba repleto de palabras malsonantes y de obscenidades, mi reacción inmediata fue una negativa en redondo a dejarme impresionar. La de la mayoría debió de ser muy similar, digo yo. No obstante, al cabo de un tiempo, el ambiente del libro, además de sus innumerables detalles, parece persistir en mi recuerdo de una manera especial. Un año después se publicó el segundo libro de Miller, Primavera negra. Para entonces, Trópico de Cáncer volvía a estar mucho más presente en mi memoria, de manera más vívida, de lo que estuvo cuando lo leí por primera vez. Mi primera impresión fue que Primavera negra demostraba menos talento, y es evidente que carece de la unidad que tiene el otro libro. Sin embargo, al cabo de otro año hubo muchos pasajes de Primavera negra que también habían arraigado en mi memoria. Es evidente que estos libros son de los que dejan un sabor; son libros que “crean un mundo propio”, como se suele decir. Los libros en los que esto sucede no por fuerza son buenos; pueden ser libros bastante malos, como Raffles o los relatos de Sherlock Holmes, o bien perversos, mórbidos, como Cumbres borrascosas o La casa de las persianas verdes.22 Pero de vez en cuando aparece una novela que abre un mundo nuevo no sólo por revelar lo extraño, sino también por revelar lo familiar que hay en él. Lo realmente llamativo de Ulises, por ejemplo, es lo tópico de todos sus materiales. Obviamente, hay en el Ulises mucho más que esto, pues Joyce es al mismo tiempo un poeta y un pedante colosal, aun cuando su verdadero logro haya sido poner sobre el papel lo más conocido. Osó –es cuestión de atreverse, tanto como lo es de técnica– denunciar las imbecilidades de la mente en sus momentos más íntimos, y de ese modo descubrió una América que en realidad estaba delante de las narices de cualquiera. Hay en este libro todo un mundo de asuntos que cualquiera ha vivido desde que era niño, asuntos que cualquiera ha supuesto que eran de naturaleza incomunicable, y resulta que llega alguien que es capaz de comunicarla. El efecto que tiene es que se quiebra, al menos momentáneamente, la soledad en que vive el ser humano. Cuando se leen determinados pasajes de Ulises, se llega a creer que la mentalidad de Joyce y la nuestra propia son una y la misma, que lo sabe todo acerca de no­­sotros, por más que nunca haya oído nuestro nombre, y que existe un mundo fuera del espacio y del tiempo en el que uno está a solas con él. Y aunque en múltiples aspectos no se asemeje a Joyce, en Henry Miller se da en cierto modo esta misma cualidad. No siempre, porque su obra es muy desigual, y sobre todo en Primavera negra tiende a resbalar hacia la mera verborrea o hacia el universo exprimible del surrealismo. Pero si se leen cinco páginas, diez páginas, se siente ese peculiar alivio que proviene no tanto de entender cuanto más bien de ser entendido. Uno piensa: “lo sabe todo acerca de mí”; “esto lo ha escrito expresamente para mí”. Es como si fuera posible oír una voz que nos habla directamente, una amistosa voz con acento norteamericano, que no se anda por las ramas, sin intención moralista, que sencillamente asume que todos somos iguales. Por un instante, uno se ha alejado de todas las mentiras y las simplificaciones, de la cualidad de teatro de guiñol que tiene toda la ficción al uso, incluso algunas buenas ficciones, y se encuentra ante experiencias muy reconocibles, de seres humanos de carne y hueso.

¿Qué clase de experiencia? ¿Qué clase de seres humanos? Miller escribe sobre el hombre de la calle. A la sazón, es una lástima que esa calle esté llena de burdeles. Ése es el precio que se paga por abandonar la tierra natal. Supone trasladar las propias raíces a un terreno menos profundo. El exilio es probablemente más dañino para un novelista que para un pintor e incluso un poeta, porque el efecto que tiene es arrancarle del contacto con la vida del trabajo, y de menguar su espectro de opciones y reducirlo a la calle, el café, la iglesia, el burdel y el estudio en que habita. En general, en los libros de Miller uno lee acerca de seres humanos que llevan la vida de los expatriados, personas que beben, hablan, meditan y fornican, y no acerca de personas que trabajen, que se casen, que críen a sus hijos. Una lástima, porque en tal caso habría descrito tan bien un conjunto de actividades como el otro. En Primavera negra hay un maravilloso flash-back sobre Nueva York, el Nueva York bullicioso e infestado de irlandeses del periodo de O. Henry, pero las escenas parisinas son mejores y, habida cuenta de su absoluta falta de valor como tipos sociales, los borrachos y la gente de mal vivir de los cafés reciben un tratamiento en el que se nota una apreciación de los personajes y una maestría técnica que no tienen parangón en ninguna novela reciente. Todos ellos no sólo son verosímiles, sino absolutamente familiares. Tenemos la sensación de haber vivido esas aventuras. No es que éstas sean especialmente asombrosas. Henry encuentra un trabajo en el que tiene a un indio melancólico por alumno, en­­cuentra otra ocupación en una temible escuela francesa, en plena ola de frío, cuando hasta el agua de los retretes se congela, sigue de farra por El Havre con su amigo Collins, el capitán de un mercante, se va a los burdeles en los que encuentra unas negras estupendas, charla con su amigo Van Norden, novelista, que tiene en la cabeza la gran novela de todos los tiempos pero que nunca es capaz de sentarse a escribirla. Su amigo Karl, a punto de morir de inanición, liga con una viuda rica que se quiere casar con él. Hay interminables conversaciones hamletianas en las que Karl trata de precisar qué es peor, si pasar hambre o acostarse con la vieja. Describe con gran detalle sus visitas a la viuda, cómo acude al hotel todo endomingado, cómo antes de entrar se olvida de orinar, de modo que toda la noche es un constante crescendo de tormento, etc., etc. Y al fin y al cabo nada es verdad, la viuda ni siquiera existe, Karl se la ha inventado para darse un poco de importancia. Todo el libro discurre más o menos en esta vena. ¿A qué se debe que estas monstruosas trivialidades sean tan apasionantes? Sencillamente, a que todo el ambiente resulta profundamente familiar, a que tenemos la sensación todo el tiempo de que lo que cuenta nos está ocurriendo a nosotros. Y esto ocurre porque alguien ha decidido prescindir del lenguaje ginebrino de la novela normal y corriente y ha sacado la real-politik íntima de la mentalidad humana a campo abierto. En el caso de Miller, no es tanto cuestión de explorar los mecanismos de la mente como de reconocer los hechos cotidianos, las emociones normales. La verdad es que muchas personas de a pie, tal vez la mayoría, hablan y se comportan de hecho tal como aquí queda escrito. La insensible aspereza con que hablan los personajes de Trópico de Cáncer es muy poco habitual en la ficción, pero sumamente común en la vida real; yo una y otra vez he oído esa clase de conversaciones entre personas que ni siquiera eran conscientes de que estaban hablando de forma ordinaria. Vale la pena señalar que Trópico de Cáncer no es el libro de un autor joven. Miller tenía cuarenta y tantos cuando lo publicó, y aunque desde entonces ha dado a la luz otros tres o cuatro, es evidente que este primer libro ha convivido con él durante años. Es uno de esos libros que maduran lentamente en la pobreza y en el anonimato, escrito por una de esas personas que saben qué tienen que hacer, y que por tanto saben esperar. La prosa es impresionante. En algunos pasajes de Primavera negra es incluso mejor. Por desgracia, no puedo aducir citas. Hay muestras de lenguaje malsonante casi a cada paso. Pero aconsejo vivamente al lector que se haga con un ejemplar de Trópico de Cáncer, o con Primavera negra, y que lea muy en especial las primeras cien páginas. Dan buena idea de lo que aún se puede hacer, incluso en fecha tan avanzada como ésta, modelando la prosa inglesa. En ambos, el inglés recibe el tratamiento de la lengua oral, pero hablada sin ningún temor, esto es, sin miedo a la retórica, sin miedo a la palabra inesperada o poética. El adjetivo ha vuelto tras diez años de exilio. Es una prosa que fluye, una prosa hinchada, una prosa llena de ritmos, muy distinta de las afirmaciones planas y cautas y de los dialectos de snack-bar que ahora están de moda.

 

Cuando se publica un libro como Trópico de Cáncer, es natural que lo primero que llame la atención sea su obscenidad. Si se tienen en cuenta las nociones que actualmente prevalecen sobre la decencia en literatura, no es nada fácil abordar con el debido desapego un libro que frisa lo impublicable. O bien se siente horror y asco o bien uno se siente morbosamente incitado, o incluso uno se decide, ante todo, a no dejarse impresionar. Es posible que ésta sea la reacción más habitual, a resultas de lo cual los libros impublicables a menudo reciben menos atención de la que merecen. Está muy de moda decir que no hay nada más fácil que escribir un libro obsceno, que la gente lo hace para que se hable de ellos, para ganar dinero, etc. Lo que prueba que esto no es cierto es bien sencillo: los libros obscenos en el sentido policial y judicial del término son claramente insólitos. Si se pudiera ganar dinero fácil con un libro escrito a golpe de palabras malsonantes, lo haría mucha más gente. Pero precisamente porque los libros “obscenos” no aparecen muy a menudo, hay una tendencia, generalmente injustificable, de meterlos en un mismo saco. Trópico de Cáncer se ha relacionado de manera más bien vaga con otros dos libros: Ulises y Viaje al fin de la noche. En ninguno de los casos es muy grande el parecido. Miller tiene en común con Joyce, a lo sumo, la voluntad de hablar de los hechos sórdidos e inanes de la vida cotidiana. Dejando a un lado las diferencias técnicas, la escena del funeral que figura en Ulises, por ejemplo, encajaría en Trópico de Cáncer. Todo el capítulo es una suerte de confesión, una denuncia de la insensibilidad interior, terrible, del ser humano. Ahí terminan las semejanzas. Como novela, Trópico de Cáncer está muy por debajo de Ulises. Joyce es un artista en un sentido en el que Miller no lo es, ni probablemente desee serlo. En cualquier caso, aspira a mucho más. Explora distintos estados de conciencia, de ensoñación, de sueño (el capítulo en el que “se da bronce por oro”), de embriaguez, etc., y los ensambla en un patrón narrativo de una complejidad inmensa, dándoles casi una “trama” en el sentido victoriano. Miller es sencillamente una persona dura como el pedernal que habla de la vida, un norteamericano que se dedica a sus asuntos, que tiene valentía intelectual y tiene el don de la palabra. Tal vez sea significativo que su aspecto externo se corresponda con la idea que cualquiera tiene de un norteamericano que se dedica a sus asuntos. En cuanto a la comparación con Viaje al fin de la noche, éste es un libro con una clara intención, que consiste en protestar contra el horror y el sinsentido de la vida moderna o, más bien, de la vida misma. Es un grito que brota de una repugnancia intolerable, una voz que proviene de las cloacas. Trópico de Cáncer es casi exactamente todo lo contrario. Ha ocurrido algo tan insólito que parece casi anómalo, pero se trata del libro de un hombre que es feliz. Igual sucede con Primavera negra, sólo que en menor medida, porque en ocasiones está teñida de nostalgia. Con muchos años de vida de lumpen a sus espaldas, de hambre, de vagabundeo, de suciedad, de noches al raso, de batallas con los oficiales de inmigración, de pugnas interminables y picarescas por obtener un poco de dinero, Miller descubre que se lo está pasando muy bien. Exactamente los mismos aspectos de la vida que a Céline lo han colmado de espanto a él le atraen. Lejos de protestar, acepta. Y la palabra “aceptación” recuerda su verdadera afinidad precisamente con otro norteamericano, con Walt Whitman.

Pero hay algo realmente extraño en el hecho de ser un Whitman en los años treinta. No está del todo claro que si Whitman siguiera vivo ahora diera en escribir nada ni remotamente parecido a Hojas de hierba. Lo que dice a cada paso es, en el fondo, “acepto”, y hay una diferencia radical entre aceptar el hoy y aceptar aquel entonces. Whitman escribía en una época de prosperidad sin igual. Aún más: escribía en un país en el que la libertad era algo más que una palabra. La democracia, la igualdad, la camaradería de la que habla de continuo no son ideales remotos, sino realidades que existían ante sus propios ojos. En la Norteamérica de mediados del siglo xix, los hombres se sentían libres e iguales, y eran libres e iguales, en la medida en que tal cosa es posible fuera de una sociedad puramente comunista. Había pobreza aquí y allá, había incluso diferencias de clase, pero con la excepción de los negros, no existía una clase permanentemente sumergida. Todo el mundo tenía en su interior, cual núcleo intocable, la certeza de que podía ganarse la vida con decencia y sin lamerle el culo a nadie. Cuando leemos cosas sobre los barqueros y pilotos del Misisipi como las pinta Mark Twain o sobre los mineros del oro que describe Bret Harte, nos parecen hoy más lejanos que los caníbales de la Edad de Piedra. La razón es simple: se trata de seres humanos libres. Pero igual sucede incluso con la Norteamérica apacible y domesticada de la costa Este, la Norteamérica de Mujercitas, Los niños de Helen o “De vuelta de Bangor”. La vida posee una calidad despreocupada, boyante, que se percibe al leer como una sensación física en la boca del estómago. Eso es lo que Whitman celebra, aunque en realidad lo haga de muy mala manera, porque es uno de esos escritores que nos dicen qué deberíamos sentir en vez de hacérnoslo sentir. Por suerte para sus creencias, es de suponer, murió demasiado pronto y no llegó a presenciar el deterioro de la vida en Norteamérica que se produjo con el ascenso de la industria a gran escala y la explotación de la mano de obra barata que suponían los inmigrantes.

El planteamiento de Miller es sumamente afín al de Whitman. Prácticamente todo el que lo ha leído lo ha señalado. Trópico de Cáncer termina con un pasaje de resonancias muy whitmanianas, en el cual, tras tanta lascivia, timos, peleas, borracheras e imbecilidades, se sienta a ver correr las aguas del Sena en una suerte de mística aceptación de las cosas tal cual son. Ya, pero ¿qué es lo que acepta? En primer lugar, no Norteamérica, sino ese antiquísimo montón de huesos que es Europa, en donde cada palmo de terreno ha sido pisado por innumerables cuerpos humanos. En segundo lugar, no una época de expansión y libertad, sino una época de miedo, tiranía y regimentación. Decir “acepto” en una época como la nuestra es decir que uno acepta los campos de concentración, las porras de caucho, Hitler, Stalin, las bombas, los aviones, la comida en lata, las ametralladoras, los putsches, las purgas, los eslóganes, las cadenas de montaje, las máscaras antigás, los submarinos, los espías, los agentes provocateurs, la censura de la prensa, las cárceles secretas, las aspirinas, las películas de Hollywood y los asesinatos políticos. No sólo estas cosas, claro está, sino éstas entre otras. Y ésta es en conjunto la actitud de Henry Miller. No siempre: en algunos momentos da muestras de una nostalgia literaria bastante habitual. Hay un largo pasaje, en el arranque de Primavera negra, en alabanza de la Edad Media; por su calidad de prosa literaria, debe de ser uno de los fragmentos escritos más notables de los últimos años, aun cuando despliegue una actitud no muy distinta de la de Chesterton. En Max y los fagocitos blancos aparece una diatriba contra la moderna civilización norteamericana (cereales para el desayuno, papel de celofán, etc.) desde el ángulo habitual en el literato que detesta el industrialismo. Pero la actitud en general sigue siendo la de “traguémonoslo todo”. Y de ahí la aparente preocupación por la indecencia y por el aspecto de pañuelo sucio que tiene la vida. Sólo es aparente, pues lo cierto es que la vida, la vida ordinaria y cotidiana, consta de muchos más horrores que lo que los escritores de ficción suelen estar dispuestos a reconocer. El propio Whitman “aceptó” muchas cosas que a sus contemporáneos les resultaban innombrables. Y es que no sólo escribe sobre las praderas, sino que también se pierde en la ciudad y toma nota del cráneo resquebrajado del suicida, de “las caras grises y enfermas de los onanistas”, etc. Es incuestionable de todos modos que nuestra época, al menos en Europa occidental, sea mucho menos sana y mucho menos esperanzadora que la época en la que escribía Whitman. Al contrario que Whitman, vivimos en un mundo que encoge. Los “paisajes democráticos” han terminado en el alambre de espino. Es menor la sensación de creación y crecimiento, sea mucho menor el hincapié que se hace en la cuna, que se mece sin fin, y mucho mayor el que se hace en la tetera, que bulle sin fin. Aceptar la civilización tal cual es prácticamente implica aceptar la decadencia. Ha dejado de ser una actitud denodada y ha pasado a ser pasiva, e incluso “decadente”, si es que la palabra aún significa algo.

Pero precisamente porque en cierto sentido es pasivo ante la experiencia, Miller es capaz de acercarse al hombre corriente mucho más de lo que pueden hacerlo los escritores más decididos. El hombre corriente también es pasivo. Dentro de un círculo reducido (vida doméstica y, tal vez, la política sindical o local) se siente dueño de su destino, pero frente a los grandes acontecimientos se halla tan desvalido como ante la furia de los elementos. Lejos de esforzarse por influir en el futuro, se abstiene y deja que le sucedan las cosas. Durante los últimos diez años, la literatura se ha implicado cada vez más a fondo en la política, con el resultado de que ahora hay en ella menos sitio para el hombre corriente que a lo largo de los dos siglos anteriores. El cambio se ve en la actitud literaria prevaleciente, y basta con comparar los libros escritos sobre la Guerra Civil española con los escritos a propósito de la guerra de 1914-1918. Lo que de inmediato llama la atención sobre los primeros, al menos los escritos en inglés, es que son aburridos y están mal redactados. Pero es mucho más significativo que en casi todos ellos, sean de izquierdas o de derechas, prime el punto de vista político, la chulería de los partisanos que vienen a decirnos qué debemos pensar, mientras que los libros sobre la Gran Guerra son obra de soldados rasos o de oficiales de baja graduación que ni siquiera se las dieron de haber entendido de qué iba todo aquello. Libros como Sin novedad en el frente, Le Feu, Adiós a las armas, Muerte de un héroe, Adiós a todo eso, Memorias de un oficial de infantería y Un oficial en el Somme son obra no de propagandistas sino de las víctimas de la guerra. En efecto, vienen a decir: “¿De qué va todo esto? Sabe Dios. A lo sumo, podremos resistir”. Y aunque no escriban sobre la guerra ni, en conjunto, sobre la infelicidad del hombre, están más próximos a la actitud de Miller que a la omnisciencia que ahora está en boga. El Booster, una publicación de corta vida en la que fue codirector, se anunciaba como “apolítica, no educativa, no progresista, no cooperativa, no ética, no literaria, inconsistente y no contemporánea”. La propia obra de Miller podría describirse en esos mismos términos. La suya es una voz entre las masas, la voz de los sometidos, del vagón de tercera, del hombre corriente, no político, amoral y pasivo.

 

He utilizado la expresión “hombre corriente” con cierta imprecisión, y he dado por hecho que el “hombre corriente” existe, cosa de la que ahora reniegan algunos. No quiero decir que las personas sobre las que escribe Miller constituyan una mayoría, y menos aún que escriba acerca del proletariado. Ningún novelista inglés ni norteamericano ha intentado aún tal cosa en serio. Asimismo, los personajes de Trópico de Cáncer distan mucho de ser corrientes en la medida en que son ociosos, infames y más o menos “artísticos”. Como he dicho antes, es una lástima, pero es resultado forzoso de la expatriación. El “hombre corriente” de Miller no es el obrero ni el inquilino de los suburbios, sino el náufrago, el desclasado, el aventurero, el intelectual norteamericano desarraigado y sin dinero. Con todo, las experiencias incluso de este tipo se solapan ampliamente con las de otras personas más normales. Miller ha sabido sacar el mejor partido de materiales más bien limitados porque ha tenido el coraje de identificarse con ellos. El hombre corriente, el “hombre normal y sensual”, ha recibido el don de la palabra, cual si fuera el asno de Balaam.

Bien se ha de ver que esto es algo extemporáneo, o que al menos no está en boga. El hombre normal y sensual tampoco está de moda. La actitud pasiva, apolítica, no está de moda. La preocupación por el sexo y la veracidad acerca de la vida interior no están de moda. El París de los norteamericanos no está de moda. Un libro como Trópico de Cáncer, publicado en tal momento, ha de ser o bien de un preciosismo tedioso o bien sencillamente insólito, y entiendo que la mayoría de sus lectores coincidirán conmigo en que no es lo primero. Vale la pena tratar de descubrir qué significa este desvío de la moda literaria actual. Para ello, hay que verlo en su debido trasfondo, es decir, dentro del marco general en que se desarrolla la literatura inglesa en los veinte años que siguen a la Primera Guerra Mundial.

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