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Eso fue todo, y Winston ya tenía dudas de que realmente hubiese ocurrido. Tales incidentes no tenían secuela, pero mantenían viva la fe y la esperanza de que otros, además de él, eran enemigos del Partido. Quizás aquellos rumores de las conspiraciones clandestinas eran verdad después de todo, ¡a lo mejor hasta existía la Hermandad! Era imposible, a pesar de los arrestos, las confesiones y ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no fuera un mito. Algunos días lo creía, otros no. No había pruebas, sólo chispazos fugaces que podían significar algo o no significar nada: retazos de conversaciones ajenas oídas al pasar, garabatos en las murallas de los baños; incluso, el movimiento de manos en el encuentro de dos desconocidos, podía ser una señal. Eran todas suposiciones, probablemente había imaginado todo. Winston regresó a su cubículo sin mirar otra vez a O’Brien. La idea de prolongar ese encuentro momentáneo no se atravesó por su mente. Aun cuando hubiera sabido cómo hacerlo, resultaría inconcebiblemente peligroso. Por un segundo o dos, habían intercambiado una equívoca mirada, y ahí terminaba la historia. Pero hasta eso resultaba memorable, debido a la absoluta soledad en que vivía.

Winston se sacudió aquellos recuerdos y se sentó derecho. Se le escapó un eructo. El gin le revolvía el estómago.

Sus ojos enfocaron otra vez la página. Descubrió que durante todo ese tiempo había estado escribiendo como un autómata. Ya no era la torpe letra de hace un rato. La pluma se había deslizado voluptuosamente por el suave papel, escribiendo en grandes letras:

ABAJO EL GRAN HERMANO

ABAJO EL GRAN HERMANO

ABAJO EL GRAN HERMANO

ABAJO EL GRAN HERMANO

ABAJO EL GRAN HERMANO

una y otra vez, llenando media página.

No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era absurdo, ya que escribir aquellas palabras no era más peligroso que el acto inicial de comenzar un diario; sin embargo, por un momento, estuvo tentado de romper las páginas y abandonar por completo su propósito.

Pero no lo hizo, porque sabía que era inútil. El hecho de escribir ABAJO EL GRAN HERMANO o no, daba lo mismo. Seguir con el diario o no, venía a ser lo mismo. La Policía del Pensamiento lo agarraría de todas formas. Había cometido –incluso aunque no hubiese escrito una sola letra– el crimen esencial que contenía a todos los demás crímenes. El crimental lo llamaban. El crimental no podía ocultarse eternamente. Podías esconderlo por un tiempo, incluso años, pero tarde o temprano te atraparían.

Los arrestos sucedían siempre de noche. El repentino tirón que te despertaba, la brutal mano sacudiendo tu hombro, la luz encandilando tus ojos y un círculo de duras caras alrededor de la cama. En la mayoría de los casos no había proceso ni reporte del arresto. La gente simplemente desaparecía, siempre durante la noche. Tu nombre era eliminado de los archivos, todo registro de lo que hubieses hecho en la vida era borrado, toda tu existencia negada y luego olvidada. Eras abolido, aniquilado: vaporizado, era la palabra que se usaba.

Por un momento fue invadido por una especie de histeria. Comenzó a escribir rápidamente y con muy mala letra:

me van a matar no me importa me van a dar un balazo en la nuca no me importa abajo el gran hermano siempre te disparan en la nuca no me importa abajo el gran hermano

Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y soltó la pluma. Al instante, se sobresaltó violentamente. Estaban golpeando la puerta.

¡Tan pronto! Permaneció sentado tan inmóvil como un ratón, con la absurda esperanza de que, quienquiera que fuese, se marchara después de golpear una sola vez. Pero no, el golpe se repitió. Lo peor sería demorarse. Su corazón latía como un tambor; pero su cara, a fuerza de la costumbre, no tenía expresión. Se levantó y se acercó pesadamente a la puerta.

2

Al poner la mano en la manilla de la puerta, Winston recordó que había dejado el diario abierto sobre la mesa. ABAJO EL GRAN HERMANO estaba escrito en él con letras tan enormes que podía ser leído desde la entrada. Era una inconcebible estupidez, pero se dio cuenta de que incluso en medio del pánico no había querido estropear el cremoso papel con la tinta aún húmeda.

Tomó aliento y abrió la puerta. Al segundo se sintió aliviado. Una insignificante y avejentada mujer, con el cabello desordenado y la cara llena de arrugas, estaba de pie afuera.

–¡Ay, camarada! –empezó a quejarse con deprimente voz–. Me pareció sentirlo llegar. ¿Podría venir a ver mi lavaplatos? Se tapó y...

Era la señora Parsons, la esposa de un vecino (señora era una palabra desaprobada por el Partido –había que decirle “camarada” a todo el mundo–, pero todavía se usaba instintivamente con algunas mujeres). Tenía alrededor de treinta años, pero aparentaba mucho más. Daba la impresión de tener polvo en las arrugas de su cara. Winston la siguió a través del pasillo. Estas reparaciones caseras eran molestia de casi todos los días. Los Edificios de la Victoria eran muy viejos, construidos aproximadamente en los años treinta, y se estaban cayendo a pedazos. El estuco se desplomaba constantemente de las paredes y techos, las tuberías se reventaban con cada helada, el techo estaba lleno de filtraciones y el sistema de calefacción funcionaba a medias cuando no era totalmente cortado por motivos de economía. Las reparaciones, excepto las que podía hacer uno mismo, debían ser autorizadas por comités que demoraban hasta dos años en arreglar una ventana.

–Lo molesto sólo porque Tom no está en casa –dijo vagamente la señora Parsons.

El departamento de los Parsons era más grande que el de Winston, y mucho más descuidado. Todo se veía maltratado y pisoteado, como si allí viviese un enorme animal salvaje. Desparramados en el suelo se encontraban palos de hockey, guantes de box, una pelota pinchada, un par de shorts dados vuelta; sobre la mesa un montón de platos sucios y cuadernos escolares con las puntas crespas. En la pared, unos carteles rojos de la Liga Juvenil de Espías y un afiche tamaño natural del Gran Hermano. El usual olor a repollo cocido, común a todo el edificio, aunque definitivamente más fuerte en este departamento, se mezclaba con el olor a transpiración de una persona ausente. En otra habitación, alguien con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar el ritmo de la música militar que aún salía de la telepantalla.

–Son los niños –dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva a la puerta–. Hoy no han salido. Y claro...

Tenía la costumbre de dejar las frases en la mitad. El lavaplatos estaba casi rebalsado de agua verdosa y olía aún peor que el repollo. Winston se arrodilló y examinó el ángulo de unión de la tubería. Odiaba usar sus manos y también tener que arrodillarse, porque esa postura siempre le provocaba tos. La señora Parsons lo miró con impotencia.

–Naturalmente, si Tom estuviese aquí lo arreglaría en un segundo. Le gustan estas cosas. Es muy hábil con sus manos, si Tom...

Parsons era compañero de trabajo de Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre más bien gordo, pero activo y de una estupidez asombrosa, una masa de entusiasmo imbécil; uno de esos tontos devotos e incondicionales en quienes –más que en la Policía del Pensamiento– residía la estabilidad del Partido. A los treinta y cinco años acababa de ser separado, contra su voluntad, de la Liga Juvenil; y antes de graduarse de ésta había conseguido permanecer en los Espías un año más del reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en un puesto subordinado que no requería de inteligencia; pero, por otra parte, era la figura líder en el Comité de Deportes y en todos los otros comités dedicados a organizar excursiones comunitarias, manifestaciones espontáneas, campañas de ahorro y otras actividades voluntarias. Contaba con orgullo, entre chupadas a su pipa, que en los pasados cuatro años no había dejado de ir ni un solo día al Centro Comunitario. Un fortísimo olor a sudor, testimonio inconsciente de su constante actividad, lo seguía a donde fuera y dejaba impregnado el aire cuando se iba.

–¿Tiene una llave inglesa? –dijo Winston tocando la cañería.

–Una llave inglesa –repitió la señora Parsons con poca voluntad–. No sé, no estoy segura. Quizás los niños...

Con fuertes pisadas de botas y más silbidos con el peine, los niños irrumpieron en el living. La señora Parsons trajo la llave inglesa. Winston dejó correr el agua y removió con asco el montón de pelos que había tapado la cañería. Limpió sus manos lo mejor que pudo con agua fría y regresó a la otra habitación.

–¡Arriba las manos! –chilló una voz salvaje.

Un rudo y hermoso niño de nueve años había aparecido inesperadamente por detrás de la mesa y lo amenazaba con una pistola de juguete, mientras su hermanita, aproximadamente dos años menor, hacía el mismo gesto con un pedazo de madera. Ambos estaban vestidos con short azul, polera gris y un pañuelo rojo al cuello, el uniforme de los Espías. Winston levantó las manos a la altura de su cabeza con una sensación intranquila, pues la agresión del niño era tan amenazante que no parecía un juego.

–¡Traidor! –gritó el niño–. ¡Eres un criminal-mental! ¡Un espía de Eurasia! ¡Te voy a matar, a vaporizar y te mandaré a las minas de sal!

De pronto, los dos niños comenzaron a saltar a su alrededor, gritándole traidor y criminal-mental; la pequeña niña imitaba todos los movimientos de su hermano. Aquello era un poco aterrador, algo así como dos cachorros de tigre que luego se convertirán en devoradores de humanos. Había una especie de calculada ferocidad en la mirada del muchacho, un deseo evidente de golpear o patear a Winston y la conciencia de que casi tenía la edad para hacerlo. “Por suerte la pistola no es real”, pensó Winston.

 

Los ojos de la señora Parsons pasaban rápidamente de Winston a los niños y nuevamente volvían a Winston. Como el living estaba mejor iluminado, él pudo notar que efectivamente había polvo en las arrugas de la mujer

–Son tan ruidosos –dijo ella–. Están desilusionados porque no pudieron ver el ahorcamiento, por eso es. Yo estoy muy ocupada para llevarlos, y Tom no volverá a tiempo del trabajo.

–¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan? –rugió el niño con voz tremenda.

–¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! –canturreó la pequeña sin dejar de saltar.

Winston recordó que algunos prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían colgados en el parque aquella tarde. Esto ocurría una vez al mes y era un espectáculo popular. A los niños les encantaba. Se despidió de la señora Parsons y se dirigió a la puerta. Pero no alcanzó a dar seis pasos por el pasillo cuando algo lo golpeó dolorosamente en la nuca. Era como si le hubieran aplicado un fierro hirviendo por detrás del cuello. Se volvió a tiempo para ver a la señora Parsons arrastrando a su hijo hacia dentro mientras éste guardaba una honda en su bolsillo.

–¡Goldstein! –gritó el niño antes de que se cerrara la puerta. Pero lo que más impresionó a Winston fue el terror en la cara gris de la mujer.

De vuelta en su departamento, cruzó rápido frente a la telepantalla y se sentó otra vez ante a la mesa, todavía sobándose el cuello. La música había cesado. En su lugar, una voz militar leía, con un toque brutal, una descripción de los armamentos de la nueva Fortaleza Flotante que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Faroe.

Con aquellos niños, pensó, la infeliz mujer debía vivir aterrada. En uno o dos años más, la estarían vigilando día y noche para detectar algún síntoma de heterodoxia. Casi todos los niños eran terribles en estos días. Lo peor de todo era que organizaciones como los Espías los convertían sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y sin embargo esto no producía ninguna rebeldía contra el Partido. Por el contrario, adoraban tanto al Partido como todo lo que se conectaba con él. Las canciones, las marchas, los carteles, las excursiones, la instrucción con rifles de juguete, los eslóganes gritados a coro, la adoración al Gran Hermano; todo era como un glorioso juego para ellos. Toda su ferocidad se volcaba hacia afuera, contra el enemigo del Estado, contra los extranjeros, traidores, saboteadores y criminales-mentales. Era casi normal que las personas de más de treinta sintieran miedo de sus propios hijos. Y con razón, pues no pasaba una semana en que el Times publicara unas líneas describiendo cómo algún pequeño soplón –“niño héroe”, era la frase generalmente usada– había delatado a sus padres a la Policía del Pensamiento por un comentario comprometedor escuchado en su casa.

La punzada causada por el proyectil había disminuido. Tomó sin muchas ganas su pluma, preguntándose si tenía algo más que escribir en su diario. De pronto comenzó a pensar otra vez en O’Brien.

Años atrás –¿Cuántos? Serían unos siete– había soñado que caminaba a través de una pieza oscura. Y alguien sentado a su lado le dijo al pasar: “Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad”. Se lo había dicho con mucha calma, de manera casual, más como una afirmación que una orden. Winston había seguido caminando. Lo curioso fue que en ese momento, en el sueño, las palabras no causaron mucha impresión en él. Sólo después y gradualmente comenzaron a tener significado. Ahora no podía recordar si fue antes o después del sueño que vio a O’Brien por primera vez; tampoco se acordaba de cuándo había identificado aquella voz con la de O’Brien. Pero la identificaba. Fue O’Brien quien le habló desde la oscuridad.

Winston no podía estar seguro –incluso después del fugaz encuentro entre las miradas de esta mañana– si O’Brien era un amigo o un enemigo. Tampoco importaba mucho. Había un vínculo de entendimiento entre ellos más importante que el afecto o la complicidad. “Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad”, había dicho. Winston no sabía lo que significaba, pero sí que de alguna manera u otra sería realidad.

La voz de la telepantalla se detuvo. Un claro y hermoso toque de trompeta flotó por el aire estancado. Y la voz chirrió:

“¡Atención! ¡Su atención, por favor! Nos ha llegado un flash de último minuto desde el frente Malabar. Nuestras tropas en India del Sur han triunfado victoriosamente. Estoy autorizado para decir que esta acción puede aproximarnos al fin de la guerra. He aquí el texto...”.

Malas noticias, pensó Winston. Y no se equivocó. Después de una sangrienta descripción del aniquilamiento del ejército de Eurasia, con estupendas cifras de muertos y prisioneros, anunciaron que, desde la próxima semana, la ración de chocolate se reduciría de treinta a veinte gramos.

Winston volvió a eructar. El gin perdía su efecto, dejándolo decaído. La telepantalla –quizás para celebrar la Victoria o quizás para olvidar el chocolate perdido– irrumpió con los acordes de "Oceanía, todo por ti". Se suponía que debía escuchar el himno de pie. Sin embargo, desde su actual posición era invisible.

"Oceanía, todo por ti" dio paso a una música más ligera. Winston caminó hacia la ventana, dando la espalda a la telepantalla. El día seguía claro y frío. A lo lejos, estalló un misil con un sonido sordo y prolongado. Cerca de veinte o treinta estallaban en Londres todas las semanas.

Abajo en la calle, el viento hacía flamear la punta rota del cartel, y la palabra INGSOC aparecía y se desvanecía. Ingsoc. Los sagrados principios de Ingsoc. Neolengua, doblepensar, la mutabilidad del pasado. Sintió que recorría una selva submarina, perdido en un monstruoso mundo donde el monstruo era él mismo. Estaba solo. El pasado, muerto; el futuro, inimaginable. ¿Qué certeza tenía de que al menos una criatura humana estuviese de su lado? ¿Y cómo saber que el dominio del Partido no duraría para siempre? Como respuesta, los tres eslóganes sobre la blanca fachada del Ministerio de la Verdad le contestaron:

GUERRA ES PAZ

LIBERTAD ES ESCLAVITUD

IGNORANCIA ES FUERZA

De su bolsillo sacó una moneda de veinticinco centavos. También ahí, y grabadas en letra clara, las tres consignas, y en el reverso, el rostro del Gran Hermano. Incluso desde la moneda sus ojos te seguían. En monedas, en estampillas, en las tapas de los libros, en los paquetes de cigarrillos, en todas partes. Siempre los ojos mirándote y la acosadora voz. Dormido o despierto, trabajando o comiendo, dentro o fuera, en el baño o en la cama, no había escapatoria. Nada era individual, excepto unos pocos centímetros cúbicos dentro de tu cráneo.

El sol se había desplazado y las innumerables ventanas del Ministerio de la Verdad que ya no recibían luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza. Su corazón se encogió ante aquella enorme estructura piramidal. Era demasiado fuerte, no podía ser vencida. Ni siquiera un millar de misiles podría abatirla. Se preguntó nuevamente para quién estaba escribiendo el diario. Para el futuro, para el pasado, para una época imaginaria. Frente a él no se presentaba la muerte, sino la aniquilación. El diario sería reducido a cenizas y él, a vapor. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él había escrito, antes de que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo podías hacer un llamado al futuro si no hay vestigios de ti, si ni siquiera una letra escrita en un pedazo de papel tendría la posibilidad de sobrevivir?

La telepantalla dio las catorce. Debía marcharse en diez minutos. Tenía que volver a su trabajo a las catorce y treinta.

Curiosamente, el aviso de la hora lo reanimó. Era un fantasma solitario pronunciando una verdad que nadie nunca oiría. Pero mientras la pronunciara, de alguna oscura manera la continuidad no se rompería. La herencia del ser humano se transmitía no haciéndose escuchar, sino permaneciendo cuerdo. Volvió a la mesa, tomó la pluma y escribió:

Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, cuando seres humanos sean diferentes unos de los otros y no vivan solos. Para el tiempo en que la verdad exista y no se pueda destruir.

Para la era de la uniformidad, desde la era de la soledad, desde la edad del Gran Hermano, desde la época del doblepensamiento. Los saludo.

Winston comprendió que ya estaba muerto. Le pareció que solo ahora, que había empezado a formular sus pensamientos, había dado el primer paso. Las consecuencias de cada acto estaban incluidas en el acto mismo. Escribió:

El crimental no acarrea la muerte; el crimental ES la muerte.

Ahora que se sabía hombre muerto, entendió la importancia de permanecer vivo el mayor tiempo posible. Dos dedos de su mano derecha estaban manchados con tinta. Era ese el tipo de detalle que te puede delatar. Cualquier fanático entrometido del Ministerio (probablemente una mujer; alguien como la mujer del pelo color arena o la joven de pelo negro del Departamento de Ficción Narrativa) podría preguntarse por qué estuvo escribiendo durante la hora del almuerzo, por qué usó esa pluma pasada de moda, qué estaba escribiendo; y luego llevar el chisme al lugar correspondiente. Fue al baño y cuidadosamente frotó la mancha de tinta con un arenoso jabón que raspaba la piel como papel de lija y resultaba, por lo tanto, muy eficaz para su propósito.

Guardó el diario en el cajón de la mesa. Era inútil tratar de esconderlo, pero al menos quería saber si su existencia había sido descubierta. Un cabello entre las páginas era demasiado obvio. Con la punta de sus dedos tomó una insignificante partícula de polvo y la colocó en la esquina de la tapa, de donde caería si el libro era tomado.

3

Winston estaba soñando con su madre.

Debía tener alrededor de unos diez años cuando su madre murió. Era una mujer alta, escultural, más bien silenciosa, de movimientos suaves y magnífico pelo rubio. A su padre lo recordaba vagamente como un hombre moreno, delgado y siempre vestido con impecables trajes oscuros (Winston recordaba especialmente las finas suelas de sus zapatos) y usaba anteojos. Seguramente ambos habían sido devorados por una de las primeras grandes purgas de los años cincuenta.

En el sueño, su madre estaba sentada en un lugar muy profundo debajo de él y con su hermanita en los brazos. Él casi no recordaba a su hermana, excepto que era una criatura pequeña y débil, siempre en silencio, de grandes ojos observadores. Ambas mujeres lo estaban mirando hacia arriba. Ellas se hallaban en algún lugar subterráneo –como el fondo de un pozo o una fosa muy honda– pero era un sitio que, estando ya muy lejos de él, se hundía continuamente. Era el salón de un barco hundido desde donde la madre y la hermana lo miraban a través del agua oscura. Todavía quedaba aire en el salón por lo que ambas aún podían mirarlo y él a ellas, pero no dejaban de hundirse dentro de las aguas verdosas que de un momento a otra las ocultaría para siempre. Winston estaba al aire libre y a la luz mientras a ellas se las tragaba la muerte y se hundían porque él estaba allí arriba. Él lo sabía y ellas también lo sabían, él veía en sus caras que lo sabían. No había reproche en sus caras ni en sus corazones, sólo la certeza de que debían morir para que él viviera, y esto formaba parte del inevitable orden de las cosas.

Winston no pudo recordar qué había pasado, pero supo en su sueño que las vidas de su madre y de su hermana habían sido sacrificadas para salvarlo. Fue uno de esos sueños que, a pesar de tener la típica apariencia onírica, son una continuación de nuestra vida intelectual y en los que nos damos cuenta de hechos e ideas que continúan teniendo valor después de despertar. Lo que repentinamente golpeó a Winston fue que la muerte de su madre, cerca de treinta años atrás, había sido trágica y dolorosa, de una manera que ya no era posible. La tragedia pertenecía a los tiempos antiguos, a una época en que aún existía la privacidad, el amor, la amistad y cuando los miembros de una familia permanecían unidos sin necesitar una razón. El recuerdo de su madre le desgarraba el corazón porque murió queriéndolo, cuando él era muy joven y egoísta para retribuirlo, y porque de alguna manera, no recordaba cómo, ella se había sacrificado a un concepto de lealtad que era privado e inalterable. Tales cosas, pensó, hoy no podían suceder. Hoy existía el miedo, el odio, el dolor, pero no la dignidad de la emoción, o las penas complejas y profundas. Todo esto le pareció ver en los ojos de su madre y de su hermana, mirándolo a través del agua verdosa, a una inmensa profundidad y sin dejarse de hundir.

 

De pronto estaba parado sobre un prado, una tarde de verano con tenues rayos de sol cayendo sobre la tierra. El paisaje era tan recurrente en sus sueños que nunca estaba completamente seguro si lo había visto en el mundo real. Cuando estaba despierto lo llamaba el País Dorado. Era un antiguo pastizal de conejos, serpenteado por un sendero. Al fondo, en el lado opuesto del parque, se veían unos olmos que se balanceaban con la brisa, la masa espesa de sus hojas parecía el cabello de una mujer. En algún lugar cercano, fuera del alcance de la vista, había un riachuelo lento y cristalino donde los peces nadaban bajo los sauces.

La joven de pelo negro caminaba hacia él a través del parque. Con un solo movimiento se despojó de su ropa y la arrojó desdeñosamente a un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no despertó deseos en él, de hecho, apenas lo miró. Lo que lo entusiasmaba en ese instante era la admiración por el gesto con que la joven dejó sus ropas a un lado. Su gracia y su descuido parecían aniquilar toda su cultura, todo el sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran ser barridos hacia la nada con el simple movimiento de un brazo. Ese gesto también pertenecía a los tiempos antiguos. Winston despertó con la palabra “Shakespeare” en sus labios.

La telepantalla emitía un silbido que partía el tímpano y que continuaba con la misma nota por treinta segundos. Eran las cero siete quince, la hora de levantarse para los trabajadores. Winston se salió de la cama –desnudo, porque los miembros del Partido Externo recibían solo tres mil cupones anuales para ropa, y un pijama costaba seiscientos– y se puso una camiseta sucia y unos shorts que estaban tirados sobre una silla. Las Sacudidas Físicas comenzarían en tres minutos. Al instante fue invadido por un violento ataque de tos, que siempre le venía al levantarse. Vació tanto sus pulmones que para volver a respirar tuvo que tenderse de espaldas y aspirar profundamente. Sus venas se hincharon con el esfuerzo de la tos y sus várices comenzaron a picar.

–¡Grupo de treinta a cuarenta! –ladró una aguda voz de mujer–. ¡Grupo de treinta a cuarenta! Tomen sus puestos, por favor. ¡Treinta a cuarenta!

Winston se puso de un salto frente a la telepantalla, en la cual había aparecido la imagen de una mujer de aspecto juvenil, flacucha pero musculosa, vestida con una túnica y zapatillas.

–¡Doblen y estiren los brazos! –dijo bruscamente–. ¡Cuenten conmigo: un, dos, tres, cuatro! ¡Un, dos, tres, cuatro! ¡Vamos camaradas, un poco más de energía! ¡Un, dos, tres, cuatro! ¡Un, dos, tres, cuatro!...

El dolor provocado por la tos no había eliminado de la mente de Winston la impresión causada por el sueño, y los movimientos rítmicos de los ejercicios la mantuvieron aún más. Mientras abría y cerraba los brazos automáticamente, con la correspondiente cara de alegría que era apropiada para las Sacudidas Físicas, se esforzaba por traer de vuelta a su memoria el primer periodo de su niñez. Era extremadamente difícil. Más allá de los años cincuenta todo se desvanecía. Cuando no había datos externos de referencia, incluso el contorno de tu propia vida perdía nitidez. Recordabas grandes eventos que probablemente no habían sucedido, recordabas detalles de algún incidente pero no eras capaz de captar la atmósfera, y había extensos periodos en blanco a los cuales era imposible asignarles algo. Todo había sido diferente entonces. Hasta los nombres de los países y sus formas en los mapas. La Aerofranja Uno, por ejemplo, no tenía ese nombre en aquellos días: se llamaba Inglaterra o Gran Bretaña, aunque Londres –estaba casi seguro– siempre se había llamado Londres.

Winston no podía recordar con precisión una época en que su país no hubiese estado en guerra, pero había habido un largo periodo de paz, porque uno de sus recuerdos era el de un ataque aéreo que había tomado a todos por sorpresa. Quizás era el tiempo en que la bomba atómica cayó sobre Colchester. No podía recordar el bombardeo, pero sí la mano de su padre apretando la suya mientras bajaban, bajaban y bajaban precipitadamente hacia algún profundo lugar subterráneo, dando vueltas en una escalera de caracol que resonaba bajo sus pies, hasta que la fatiga y los sollozos lo hicieron detenerse para descansar. Su madre, en la pausada manera del sueño, los seguía a bastante distancia. Cargaba a su hermanita; o quizás era sólo un bulto de frazadas. Winston no estaba seguro si su hermana había nacido para ese entonces. Finalmente llegaron a un sitio ruidoso y lleno de gente, que identificó como una estación de metro.

Las personas estaban sentadas en el suelo de piedra; otras, arrimadas sobre bancos de metal, unas encima de otras. Winston y sus padres encontraron un espacio en el suelo, cerca de una pareja de ancianos sentados al lado de un banco. El viejo vestía un respetable traje oscuro y una gorra de paño negro echaba para atrás su pelo blanco; su cara estaba roja y sus ojos azules llenos de lágrimas. Exhalaba gin. El olor parecía salirle de los poros en vez de sudor, y podría haberse pensado que lo que brotaba de sus ojos también era puro gin. Sin embargo, a pesar de una ligera borrachera, su sufrimiento provenía de un dolor genuino e insoportable. A su manera infantil, Winston comprendió que algo terrible, algo más allá del perdón y que jamás podría tener remedio, acababa de suceder. También le pareció saber de qué se trataba. Alguien que el viejo quería mucho, quizás una pequeña nieta, había muerto con el bombardeo. Cada pocos minutos, el viejo repetía:

–No debimos haber confiado en ellos. Te lo dije, Ma, ¿verdad? Esto nos pasa por fiarnos de ellos. Siempre lo he dicho. Nunca debimos confiar en esos canallas.

Sin embargo, lo que Winston no podía recordar era quiénes eran esos de los que no había que fiarse.

Desde entonces, la guerra había sido literalmente continua, aunque estrictamente hablando no siempre fue la misma guerra. Durante varios meses de su niñez hubo confusas luchas callejeras en Londres, algunas de las cuales recordaba con claridad. Pero reconstruir la historia de todo ese periodo, saber quiénes peleaban con quién y en qué momento, era completamente imposible, pues no había documentos escritos ni testimonio oral que hiciera mención de una situación bélica distinta de la actual. Por ejemplo, en ese momento, en 1984 (si es que era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Extasia. En ningún discurso público ni conversación privada se admitía que estas tres potencias hubieran estado agrupadas de diferente manera. Pero la verdad, y Winston lo sabía muy bien, es que hace sólo cuatro años Oceanía había estado en guerra con Extasia y en alianza con Eurasia. Pero esto no era más que un conocimiento furtivo que tenía porque su memoria no se encontraba satisfactoriamente bajo control. Oficialmente, el cambio de alianza jamás había sucedido. Oceanía siempre había estado en guerra con Eurasia; por lo tanto, Oceanía siempre había luchado contra Eurasia. El enemigo del momento representaba el mal absoluto, y de ahí resultaba que cualquier acuerdo pasado o futuro con él era totalmente imposible.

Lo aterrador, pensó por diezmilésima vez mientras forzaba dolorosamente los hombros hacia atrás (con las manos en las caderas, giraba su cuerpo por la cintura, ejercicio que se suponía era bueno para los músculos de la espalda), lo terrible era que todo podía ser verdad. Si el Partido podía meter su mano en el pasado y decir que este o aquel acontecimiento nunca ocurrió, esto, indudablemente, era más aterrador que la mera tortura y la muerte.

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