Dios y el hombre

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2.

LA CONCIENCIA

VINO A VERME UN HOMBRE DEL MUNDO del teatro y me contó la historia siguiente. Una noche, hablando después de la función con algunos miembros del personal que trabajaba entre bastidores, estos le preguntaron: «¿Eres católico?». «Lo era», dijo él, «pero he leído mucho sobre la religión comparada, sobre psiquiatría y metafísica, y no me ha quedado más remedio que dejar de serlo. Nadie ha sido capaz de dar respuesta a mis preguntas». «¿Por qué no vas a hablar con el obispo Sheen, sugirió alguien, a ver si él puede ofrecerte alguna respuesta?».

—Así que aquí estoy —dijo— y tengo un montón de preguntas que hacerle.

—Antes de preguntarme nada —dije—, vuelva al hotel y despídase de la corista que vive con usted. Luego vuelva y pregúnteme.

Dándose por vencido, se echó a reír y dijo:

—¡Es verdad! Estoy intentando engañarle a usted igual que me engaño a mí mismo.

Poco después volví a verle y le pregunté:

—Sigue usted perdido, ¿verdad?

—Sí —contestó—, pero no he tirado el mapa.

He aquí un claro ejemplo de alguien que acalla su conciencia. La conciencia mantiene con nosotros una especie de conversación incisiva y machacona. Por mucho que insistamos en nuestras semejanzas con las demás criaturas, somos muy distintos de ellas. Lo que nos diferencia es la capacidad de reflexionar sobre nosotros mismos. Una parte de una piedra nunca podrá enfrentarse a otra parte de esa piedra. Una página de un libro no puede estar tan totalmente incorporada a otra página de ese libro como para que esta la entienda. Los seres humanos, sin embargo, somos capaces de observarnos a nosotros mismos como en una especie de fotografía. Podemos gustarnos a nosotros mismos y podemos enfadarnos con nosotros mismos. Somos capaces de sufrir toda clase de tensiones que no existen en los animales. Nunca veréis a un gallo o a un cerdo con complejo de Edipo. Los animales no tienen complejos. Los científicos provocan úlceras en algunos animales, pero quienes las inducen son seres humanos. El animal librado a su suerte nunca siente esa tensión. Nosotros sentimos una tensión entre lo que somos y lo que deberíamos ser, entre lo ideal y lo real. A veces somos como un escalador: divisamos arriba la cima del pico que estamos escalando mientras estamos viendo abajo el precipicio por el que podemos caer en cualquier momento.

¿Por qué a nosotros nos inquieta así la conciencia y, sin embargo, no inquieta al resto de las criaturas? Fíjate en cuántos medios extraños utilizamos para evitar a nuestra conciencia. Los somníferos y el alcohol son solo dos de las maneras de evitar esa conversación machacona. ¿Te has fijado alguna vez en lo pesimistas que se vuelven algunos? Siempre esperan lluvia el día de la excursión. Todo acaba siempre en catástrofe. ¿Por qué tienen esa actitud? En su corazón y en su alma saben que el modo en que viven y violan su conciencia merece un juicio desfavorable. Por eso se juzgan a sí mismos y se pasan la vida esperando la silla eléctrica. Sus juicios están influidos por actitudes pesimistas.

Otra manifestación psicológica de la conciencia evitada es la hipercrítica. ¡El que está equivocado siempre es el otro! ¿Te has fijado alguna vez en las cartas que se envían a los periódicos? Empiezan criticando al prójimo:

—El problema de mi marido es…

—No puedo soportar a mi mujer porque…

—Mi hijo es un cabezota…

El pobre prójimo nunca es capaz de obrar correctamente en ningún aspecto de la vida ordinaria.

¿A qué se debe esta actitud hipercrítica? En una ocasión Abraham Lincoln dio con la respuesta acertada. Lincoln visitó un hospital de Alexandria durante la guerra civil, en una época en que los presidentes aún no eran famosos: su secretario de prensa no había divulgado sus fotografías. Al entrar en el hospital, un joven se abalanzó sobre él y lo tumbó en el suelo.

—¡Fuera de aquí, pedazo de espingarda flaca y larguirucha!

El presidente alzó los ojos y le dijo:

—Muchacho, ¿qué problema tienes ahí dentro?

Eso pasa con la hipercrítica: conocemos el verdadero sentido de la justicia, pero siempre estamos corrigiendo a los demás. Por ejemplo, si entramos en una habitación donde hay varios cuadros y uno de ellos está torcido dos centímetros, somos incapaces de no enderezarlo. Lo queremos todo en orden. Lo queremos todo en orden menos a nosotros mismos.

Hay más vías de escape graves de esta conversación insistente. La naturaleza humana siempre ha actuado igual. Retrocedamos a Shakespeare. Mucho antes de que se hubiera producido ninguno de los hondos descubrimientos de la psiquiatría, Shakespeare describió en Macbeth, una espléndida tragedia, un caso evidente de psicosis y un caso evidente de neurosis. La psicosis la sufría Macbeth; y su mujer, lady Macbeth, la neurosis. ¿Recordáis la historia? Para hacerse con el trono, ordenaron asesinar al rey Duncan y a Banquo, el rival de Macbeth. La conciencia inquietaba tanto a Macbeth que desarrolló una psicosis y empezó a ver el fantasma de Banquo. Se lo imaginaba sentado a la mesa. La daga que mató al rey no se apartaba de su vista: «¿Es una daga eso que contemplo ante mí?» (II, 1). La imaginación proyectaba su culpa interior. Fíjate lo sabio que era Shakespeare cuando insistía en que cualquier revolución en contra de la conciencia va seguida del escepticismo, la duda, el ateísmo y la total negación de la filosofía de vida. Macbeth llegó a un estado en que para él la vida no era más que una candela y carecía de sentido:

Mañana, o mañana, o mañana se cuela, con pequeños pasos, día a día, hasta la sílaba final del tiempo prescrito. Y todo nuestro ayer iluminó a los necios la senda polvorienta que lleva a la muerte. ¡Extínguete, fugaz candela! (V, 5).

El escepticismo, el agnosticismo y el ateísmo carecen de fundamentos racionales. Su fundamento, que es la rebelión contra la conciencia, pertenece al orden moral.

Fíjate en Lady Macbeth, cuya culpa se manifiesta en una neurosis. Una doncella comenta que lady Macbeth, en solo un cuarto de hora, se ha lavado las manos varias veces (V, 1). En su interior hay un sentimiento de culpa y, en lugar de lavar su alma, que es lo que debería haber hecho, la proyecta en sus manos. «Ni todos los perfumes de Arabia endulzarían esta pequeña mano», dice (V, 1).

Una joven que estaba recibiendo formación ya llevaba escuchadas quince horas de cintas y grabaciones. Después de la primera clase sobre la confesión, le dijo a mi secretario:

—Se acabó. Ni una clase más. No quiero saber nada de la Iglesia católica.

Cuando mi secretario me llamó por teléfono, le dije que la joven terminara las otras tres clases sobre el tema de la confesión y, a continuación, hablaría con ella. Después de las tres clases, la joven sufrió una auténtica crisis y se puso a chillar y a dar voces:

—¡Me voy! ¡No quiero volver a oír hablar nunca más de la Iglesia!

Tardé unos cinco minutos en tranquilizarla.

—Verás —le dije—, tu reacción ante lo que has escuchado es desproporcionado. ¿Sabe cuál creo que es el problema? Creo que has abortado.

—Así es —repuso ella.

Estaba encantada de haberlo soltado. Su mala conciencia se manifestó atacando la confesión: el problema no eran las verdades de la fe. Ocurre a menudo que una conciencia intranquila se apacigua momentáneamente con los ataques contra la religión.

La conciencia es algo parecido al gobierno de Estados Unidos, que está dividido en tres ramas: legislativa, ejecutiva y judicial. Legislativa: el Congreso que elabora las leyes. Ejecutiva: el presidente vela por la conformidad entre la ley y la acción. Judicial: la Corte Suprema emite juicios acerca de esa conformidad. En nuestro interior tenemos estas tres cosas.

En primer lugar, tenemos un Congreso. Hay una ley interior que dice: «Debes, no debes». La conciencia hace que nos sintamos bien después de una buena acción, mientras que una acción indebida nos hace sentir mal. ¿De dónde procede esa ley? ¿De mí mismo? No. Si la hiciera yo, no podría deshacerla. ¿Procede de la sociedad? No, porque a veces la conciencia me alaba mientras que la sociedad me condena, y a veces la conciencia me condena mientras que la sociedad me alaba. ¿De dónde procede la parte ejecutiva de la conciencia, que juzga si he obedecido o no la ley? La conciencia dice: «Yo estaba allí. ¡Te he visto!». Y ellos dicen: «¡No le hagas caso!». Uno sabe muy bien lo que debe hacer. Todo el mundo conoce los motivos que inspiran su conducta.

La conciencia, por último, nos juzga y alaba determinados actos. De alguna manera, sentimos la misma felicidad y alegría que sentiríamos si nos elogiaran nuestro padre o nuestra madre. Sentimos la misma tristeza e infelicidad que sentiríamos frente a la condena de un padre o una madre. Detrás de la conciencia tiene que haber algo, el Tú divino, que es la referencia de nuestra vida. La mayoría de los trastornos mentales que sufrimos hoy día son debidos a una revolución mental en contra de la ley que está inscrita en nuestros propios corazones. Cuando la gente recupera su conciencia recupera la paz y la felicidad. Entonces la vida es muy distinta. Lo que buscamos es la paz del alma.

La conciencia nos dice cuándo obramos mal; por eso nos sentimos como si en nuestro interior se hubiera roto un hueso. Un hueso roto duele porque no está donde debería estar; nuestra conciencia nos inquieta porque no está donde debería estar. Gracias a nuestra capacidad de autorreflexión podemos vernos a nosotros mismos, especialmente de noche. Como en cierta ocasión escribió alguien, «el ateo tiene miedo a la oscuridad». Y hay una vocecilla que dice: «Eres infeliz, ese no es el camino». Tu libertad nunca es destruida. Notas esa tenue llamada y te preguntas: «¿Por qué no será más fuerte?». Es lo suficientemente fuerte si la escuchamos.

 

Dios respeta la libertad que nos ha concedido. Quizá hayas visto un cuadro de Holman Hunt en el que el Señor, con un farolillo en la mano, está llamando a una puerta tapada por la hiedra. El cuadro de Holman Hunt recibió muchas críticas. Quienes lo criticaban decían que la puerta no tiene picaporte, y estaban en lo cierto. ¡Esa puerta es la conciencia, que se abre desde dentro!

3.

EL BIEN Y EL MAL

NADIE NACE ATEO NI ESCÉPTICO —que es aquel que pone en duda la posibilidad de descubrir alguna vez la verdad—. Estas actitudes proceden menos del modo de pensar que del modo de vivir. Si no vivimos como pensamos, pronto empezamos a pensar como vivimos. Acomodamos nuestra filosofía a nuestras obras, y eso no es bueno.

Os voy a contar la historia de una atea que vivía en Londres (Inglaterra), donde yo desarrollaba buena parte de mi labor en la parroquia de St. Patrick, en Soho Square. Un domingo por la mañana pasé al presbiterio de la iglesia para preparar la misa y me encontré a una mujer que, puesta en pie, arengaba a los fieles desde el comulgatorio.

—¡Dios no existe! —decía—. En el mundo hay demasiado mal. La razón no puede alcanzar su sentido. Es imposible demostrar la existencia de Dios. Me paso las noches en Hyde Park negando la existencia de Dios y recorro toda Inglaterra, Escocia y Gales repartiendo folletos que niegan que exista.

Me acerqué al comulgatorio y le dije:

—Joven, celebro oírle decir que cree usted en la existencia de Dios.

—¡Qué estupidez! Yo no he dicho eso.

—Pues yo le he entendido todo lo contrario —repliqué—. Imagínese que todas las noches me fuera a Hyde Park para negar la existencia de los fantasmas de doce piernas y los centauros de diez. Imagínese que recorriera toda Inglaterra, Escocia y Gales criticando la fe en fantasmas y centauros como esos. ¿Qué diría de mí?

—Que está usted loco —contestó ella—. Deberían encerrarle.

—¿Y a Dios no lo incluye usted en la misma categoría que a esas fantasías de la imaginación? —dije—. ¿Por qué sería una locura que yo las negara y no es una locura que usted niegue a Dios?

—No lo sé. ¿Por qué?

—Porque cuando yo niego la existencia de esos fantasmas imaginarios estoy negando algo irreal, mientras que cuando usted niega a Dios está negando algo tan real como un navajazo. ¿Cree usted que en este mundo existirían las prohibiciones si no hubiera algo que prohibir? ¿Habría leyes antitabaco si no existiera el tabaco? ¿Cómo puede existir el ateísmo si no hay nada que negar?

—¡Es usted odioso! —dijo la joven.

—Usted misma acaba de dar la respuesta —le dije.

El ateísmo no es una doctrina, sino un grito airado.

Existen dos clases de ateos. Están las personas sencillas con ciertos conocimientos científicos que admiten que probablemente Dios no existe, y hay otra clase de ateos que son militantes, como los comunistas. En realidad no niegan la existencia de Dios: desafían a Dios. Lo que evita que se les tome por locos es la realidad de Dios. Lo que les proporciona algo real sobre lo que volcar su odio es la realidad de Dios.

Una vez expuestas las actitudes que el alma puede adoptar ante la evidencia, pasemos a analizar el conocimiento de Dios. ¿Cómo conoce Dios? Dios conoce mirándose a sí mismo, igual que un arquitecto. Nosotros conocemos mirando las cosas. Antes de levantar un edificio, el arquitecto es capaz de decir el tamaño, la ubicación, el peso y el número de ascensores porque es él quien ha diseñado el edificio.

Dios es la causa del auténtico ser del universo. El arquitecto examina su propia mente para entender la naturaleza de lo que ha diseñado; el poeta conoce los versos que están en su mente; y Dios conoce todas las cosas mirándose a sí mismo. No necesita esperar a que dobles una esquina para saber que lo estás haciendo. No ve a los niños metiendo la mano en la lata de las galletas y concluye que están robando. A ojos de Dios todo está desnudo y al descubierto. En Dios no hay futuro. En Dios no hay pasado. Solo hay presente.

Imagínate que vas andando por un cementerio y ves una serie de tumbas que pertenecen a la misma familia. La inscripción de la primera lápida dice: EZEQUIEL HINGENBOTHAM, FALLECIDO EN 1938. Avanzas un poco más y ves otra lápida que dice: HIRAM HINGENBOTHAM, FALLECIDO EN 1903. Unos cuantos pasos más allá: NAHUM HINGENBOTHAM, FALLECIDO EN 1833; y aún más allá: REGINALD HINGENBOTHAM, FALLECIDO EN 1861. Estas lápidas señalan acontecimientos sucesivos ocurridos en el espacio y el tiempo. Ahora imagínate que sobrevuelas el cementerio en un avión: en ese caso, lo verías todo a la vez. Así ve la historia quien está fuera del tiempo.

Supón que ves el rollo de una película que contiene el desarrollo de una trama de principio a fin. Supón que ese rollo de película tuviera conciencia. De ser así, conocería toda la trama. Si tú y yo quisiéramos conocer la trama completa, tendríamos que esperar a que la película se proyectara entera en la pantalla. Iríamos conociendo de forma sucesiva lo que el rollo de la película conoce de una sola vez. Esto es lo que ocurre con el conocimiento de Dios.

Dios lo conoce todo porque es Creador; cada una de las cosas de este mundo ha sido hecha conforme a un patrón que existe en la Mente Divina. Mira a tu alrededor y fíjate en un puente, una estatua, un cuadro o un edificio. Antes de su inicio, cada uno de ellos existía en la mente de quien los diseñó o los planificó. De igual modo, no hay en este mundo árbol, flor, pájaro ni insecto que no se corresponda con una idea existente en la Mente Divina. Ese patrón se ha envuelto en materia. Lo que hacen nuestro conocimiento y la ciencia es desenvolver la materia para redescubrir las ideas de Dios. El hecho de que Dios haga cosas de esas ideas y patrones garantiza la racionalidad y el sentido del cosmos, lo que hace posible la ciencia. Si en el universo no hubiera inteligencias humanas y angélicas, las cosas seguirían siendo reales porque se corresponden con la idea existente en la mente de Dios.

No se puede sacar a relucir el tema del conocimiento de Dios sin tropezarse con alguna dificultad. Una de las más evidentes es: «Si Dios lo conoce todo, sabe qué le va a suceder a cada una de las almas de este mundo. Sabe si me voy a salvar o si me voy a condenar. Por lo tanto, estoy predestinado». Hace siglos que se utilizó este argumento, que formaba parte de la filosofía de los pueblos orientales.

Para entender el conocimiento de Dios hay que distinguir entre presciencia y predestinación, que no son lo mismo. Dios tiene un conocimiento previo de todo, pero no nos predetermina con independencia de nuestra voluntad y de nuestros méritos. Imagínate que conoces a fondo el mercado de valores. Basándote en tus profundos conocimientos de la situación empresarial, dices que dentro de seis meses el valor de unas acciones estará diez puntos por encima de su valor actual. Imagínate que al cabo de seis meses las acciones han subido diez puntos. ¿Has predeterminado o provocado tú la subida de esos diez puntos? ¿No han intervenido otros factores que no son tus hondos conocimientos?

Por concretar aún más: en los inicios de la época colonial de esta nación un granjero se fue a la ciudad a hacer algunas compras. Cuando llevaba recorrido parte del camino, volvió a casa y le dijo a su mujer que se le había olvidado el rifle. Como buena determinista que era, su esposa le argumentó así:

—Puede que estés predestinado a que los indios te peguen un tiro o puede que estés predestinado a que los indios no te peguen un tiro. Si estás predestinado a que los indios te peguen un tiro, el rifle no te servirá de nada. Si estás predestinado a que los indios no te peguen un tiro, no te hace falta el rifle.

—Supón —contestó el marido— que estoy predestinado a que los indios me peguen un tiro siempre y cuando no lleve rifle.

De modo semejante, Dios lo conoce todo, pero nos sigue dejando libertad. ¿Cómo puede influir Dios en ti y, al mismo tiempo, dejarte libertad? Vamos a fijarnos en distintos tipos de influencia. En primer lugar, gira la llave de una puerta: se producirá un impacto de algo material sobre algo material y, en consecuencia, la puerta se abrirá. Existe otro tipo de influencia. En primavera plantas una semilla en el jardín. El sol, la humedad, la atmósfera y las sustancias químicas de la tierra empiezan a ejercer una influencia conjunta sobre esa semilla. Desde luego, no es el mismo tipo de acción que la de girar un trozo de metal dentro de una cerradura. Esa semilla contiene una inmensa capacidad de crecimiento y lo que más fomenta el crecimiento es algo invisible: el sol.

Avancemos un paso más. Piensa en un padre que mantiene una conversación con su hijo para intentar influir en él y que estudie Medicina. Lo que realmente influye en el hijo es cierta verdad invisible, junto con el profundo amor que el padre profesa al hijo y el hijo al padre. Lo que en realidad hace el amor es inspirar en el hijo un acto libre. El hijo no está obligado a hacer exactamente lo que desea su padre. Es libre de hacer lo contrario. Pero la verdad y el amor lo han movido hasta el punto de considerar que lo que hace constituye la verdadera perfección de su personalidad. Puede que más adelante diga: «Todo lo que tengo se lo debo a la conversación que tuve con mi padre. Ahí empecé a descubrir mi verdadero yo». De un modo así de misterioso actúa Dios en tu alma. No actúa igual que la llave en una cerradura. Actúa de un modo menos visible que un padre con su hijo, pero ahí siguen estando las mismas palabras misteriosas: tú y yo. Dios es la encarnación del amor. El amor te inspira para que seas lo que estás destinado a ser: una persona libre en el sentido más pleno de la palabra. Cuanto más te guíe el amor de Dios, más serás tú mismo; y todo eso ocurre sin que pierdas nunca tu libertad.

Aún sigue existiendo otro problema fundamental: el problema del mal. Quizá te preguntes: «Si Dios es poder y amor, ¿por qué ha creado un mundo como este y por qué permite el mal?». No vamos a ofrecer aquí una explicación concluyente acerca del mal. Nos limitaremos a exponer algunas conjeturas sobre lo que lo hace posible.

Empecemos con una pregunta: «¿Por qué ha hecho Dios un mundo como este?». Piensa que este no es el único mundo que podría haber hecho Dios. Podría haber hecho miles de tipos de mundos distintos en los que no existieran el dolor, el esfuerzo o el sacrificio. No obstante, este mundo es el mejor mundo posible que Dios podría haber creado para el objetivo que tenía en mente. Fíjate en la distinción que estamos haciendo. Un niño, por ejemplo, puede decirle a su padre, un eminente arquitecto: «Quiero que me construyas una jaula para gorriones». El arquitecto diseña una jaula. No es la mejor jaula que podría haber hecho, pero sí es la mejor jaula que el arquitecto podría diseñar para su propósito: construir una jaula para gorriones.

¿Cuál era de la intención de Dios al crear este mundo? Dios quería un universo moral. Desde toda la eternidad quiso construir un escenario en el que los personajes fueran éticos.

Podría haber hecho un mundo sin moral, sin virtud y sin calidad ética. Podría haber hecho un mundo en el que todos progresáramos en el bien tan inevitablemente como el sol sale por el este y se pone por el oeste. Pero no eligió hacer un mundo en el que nosotros fuéramos buenos igual que el fuego es caliente y el hielo frío. Quiso hacer un universo moral en el que, mediante un uso recto de la libertad, pudieran desarrollarse personas con calidad ética. ¿Qué importancia podría tener para Dios una pila de cosas amontonadas en el espacio infinito, aunque fueran diamantes? Si todas las órbitas celestes fueran las de joyas tan brillantes como el sol, ¿qué significaría para Él ese equilibrio exterior imperturbable en comparación con una sola persona capaz de coger la maraña de hilos de una vida aparentemente rota y arruinada para tejer con ellos el hermoso tapiz de la sacralidad y la santidad? La elección que se abría ante Dios en la creación del mundo consistía en crear un universo totalmente mecánico, de autómatas y máquinas, o crear un universo espiritual en el que se pudiera elegir entre el bien y el mal.

Evidentemente, Dios eligió crear un universo moral en el que existiera la calidad ética. ¿Qué condición exigía ese universo? Dios tenía que hacernos libres. Tenía que concedernos la capacidad de decir sí o no, de capitanear nuestro propio futuro y destino. La moral implica la responsabilidad y el deber, y estos solo pueden existir siempre y cuando exista la libertad. Las piedras carecen de moral porque no son libres. Nadie condena al hielo porque el calor lo derrita. La alabanza y la condena únicamente se pueden aplicar a quienes son dueños de su voluntad. Solo porque tienes la posibilidad de decir «no» es tan atractiva tu calidad ética cuando dices «sí». Priva a cualquiera del atributo de la libertad y tendrá la misma posibilidad de ser virtuoso que las briznas de hierba que crecen bajo sus pies. Priva a la vida de la libertad y no existirá más motivo para honrar la fortaleza de los mártires que para honrar las llamas que prenden un montón de leña.

 

¿Existe algo que haya impedido a Dios no reinar sobre un imperio de sustancias químicas? El hecho de que Dios haya optado deliberadamente por un imperio regido no por la fuerza, sino por la libertad, y de que sus súbditos sean capaces de actuar en contra de la voluntad divina mientras que las estrellas y los átomos no pueden hacerlo ¿no constituye acaso una prueba de que es posible que haya dado a los hombres la oportunidad de que le nieguen su lealtad para que, cuando libremente la escojan, esa lealtad tenga un significado y una finalidad?

Esta es una de las posibles razones de la existencia del mal. El mal está ligado a la libertad del hombre. El hombre, que es libre de amar, es libre de odiar. El que es libre de obedecer es libre de rebelarse. Según el orden de las cosas, la virtud solo es posible en los ámbitos en los que es posible ser malvado.

El hombre solo puede ser santo en una Iglesia en la que se puede ser diabólico.

Dirás: «¡Si yo fuera Dios, destruiría el mal!». Si lo hicieras, destruirías la libertad humana. Dios no destruye la libertad. Si no queremos dictadores en este mundo, menos aún los querremos en el reino de los cielos. Quienes culpan a Dios de permitir que la libertad del hombre se dedique a entorpecer y desbaratar su obra son como quienes, al ver los tachones y los errores de un cuaderno escolar, condenan al profesor por no arrancarle el cuaderno al alumno y ponerse a escribir él. Así como el objetivo del profesor es enseñar bien —y no conseguir cuadernos limpios y perfectamente escritos—, el objetivo de Dios es el desarrollo de las almas, y no la producción de entidades biológicas. Te preguntarás: «Si Dios sabe que voy a pecar, ¿por qué me ha creado?». Dios no ha hecho a nadie pecador: ¡pecadores nos hacemos nosotros! Ahí sí que somos creadores. El mayor regalo que Dios le ha hecho al hombre, aparte de la gracia, es el don de la libertad humana y la capacidad de corresponderle con amor.