Sangre en Atarazanas

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Pero Miquel no vio a nadie, nadie vio a Miquel, y poco después paraba el auto en la Jefatura, lo metían en el cuartelillo y caía en un calabozo incomunicado. Entonces Miquel se vio perdido; desde aquel momento comprendió que era muy serio lo que le sucedía...

Examinó detenidamente las paredes, el banco en que se sentaba, el techo y, sobre todo, la puerta que no le dejaba salir. Se acordó del acto final de En el seno de la muerte, y esta puerta de madera, con una reja menuda en el centro, fue para él tan pesada como aquella de piedra con que Echegaray cierra el mundo a unos seres.

Le llamó el comisario general de Vigilancia y habló con él. Nada podemos decir aún de esta entrevista. Dese cuenta el lector de la condición novelística de nuestro relato.

Miquel pasó al juzgado como autor del asesinato de Jaume Ros. Por lo menos así lo decía la “nota oficiosa” de la Jefatura. El juez preguntó, volvió a preguntar y lo envió a la cárcel.

La ciudad estaba tranquila. La policía iba deteniendo autores del atentado.

¿Qué hacía entre tanto Joan Sebastiá, el anarquista solitario, en Francia?

La secta misteriosa de los anarquistas solitarios es la más peligrosa y la más temida. Joan Sebastiá no era partidario ni de los mitines, ni de los discursos, ni de la cultura, ni de la ciencia. Era partidario de la acción. “Un folleto –decía– puede hacer dos partidarios; un atentado nos atrae diez adeptos”. Con esta teoría Joan Sebastiá se había hecho el amo de un “grupo de acción”. Los grupos de acción se alimentaban moral y materialmente dentro de los Sindicatos Únicos, pero sin pertenecer a ellos. Es decir, los que pertenecían a los grupos de acción estaban todos sindicados, pero no todos los sindicados –ni mucho menos– formaban parte de los grupos de acción. Los mismos dirigentes del sindicalismo ignoraban, generalmente, quiénes eran los verdaderos jefes de los grupos de acción y estos eran, en realidad, quienes imponían su autoridad y su política al movimiento sindical.

Joan Sebastiá odiaba a Salvador Seguí, a Ángel Pestaña, a Piera, a Molins, a Salvador Quemades, a Arín... Para él todos estos luchadores eran monigotes del movimiento obrero. No era con discursos, ni con huelgas, como tenía que destrozarse a la sociedad burguesa –pensaba–, sino con bombas y con atentados. Y lo extraordinario es que Joan Sebastiá era un sentimental y un romántico; un sentimental y un romántico cursi, pero, al fin y al cabo, un sentimental y un romántico. Le gustaba ver una puesta de sol y leer un libro de versos de Campoamor... Hasta un día se sintió poeta y escribió unos versos lamentables que envió a Tierra y Libertad.

“Era una puesta de sol

de un día claro y sereno;

era una puesta arrebol

mezcla de Amor y veneno.

Soñaba en la Libertad

que llegará un día u otro;

soñaba en la Humanidad

que correrá sobre un potro

para alcanzar la Igualdad”.

Joan Sebastiá, que era capaz de poner una bomba en el Liceo, no se atrevía a tener enjaulado un pájaro y cuidaba unas hortensias en la galería de su casa, con verdadera devoción.

Joan Sebastiá tenía una misión que cumplir en Francia: asistir a un congreso internacional ácrata para preparar la revolución social que hundiría a la vez la dictadura de la burguesía y la dictadura del proletariado. Porque los anarquistas de Cataluña tenían arrestos para afrontar hipotéticamente este problema de la revolución social. Era la primera vez que Joan Sebastiá iba a asistir a un congreso internacional, y su nombre era ya popular entre los compañeros internacionales precisamente porque era su carácter hosco y enemigo de discursos; partidario de la acción violenta y frío en la exposición de sus cortas teorías.

Joan Sebastiá fue, pues, a Perpiñán dos días antes del atentado contra Jaume Ros. ¿Por qué la policía creía en la participación del joven anarquista en el atentado de la calle de San Beltrán?

Miquel quedó encartado en el proceso. Un confidente aseguraba que Miquel había dicho en el Café Español textualmente: Si volguéssiu vosaltres, jo acabaria això dels confidents: f...-los a tots..., y esto era ya una prueba, pues al día siguiente moría Jaume Ros y precisamente la calle de San Beltrán está a pocos pasos del café que era punto de reunión de los sindicalistas y en donde se pronunció la frase aquella...

El pobre Miquel en la cárcel se desesperaba. No le hubiera disgustado acaso hacer de héroe proletario, pero sin las molestias presentes. Las declaraciones ante el jefe de Policía, ante el juez, ante los empleados de la cárcel, le habían atolondrado. Sobre todo le preocupaba extraordinariamente un tal Joan Sebastiá...

–¿Quién debe de ser ese hijo de ... que le ha dicho al jefe de Policía que me había dado dinero para cometer el atentado? Pero ¡si yo no le conozco! Y, sobre todo, ¿por qué habrá cometido la infamia de decir que el arma con que se cometió el atentado era mía? En cuanto salga hablaré de todo ello al comité...

Claro que la autoridad se valió de una treta infantil para recoger la verdad, pero el bienaventurado Miquel era tan inocente que sus palabras debieron convencer al interrogador, que lo dejó en paz y lo envió al juzgado...

Miquel pensaba en la posibilidad de una fuga, pero de una fuga teatral, completamente teatral. Como aquellas que había visto en el teatro Apolo cuando trabajaban en él Miguel Rojas y Argelina Caparó. Y hasta llegó a soñar con esa fuga. Subían por los muros de la cárcel los amigos de la peña del café, el camarero y un limpiabotas al que él arregló un día el cajón... Fuera esperaba un auto de la parada que hay en la calle del Marqués del Duero, junto a la calle del Conde del Asalto. Una mujer que hacía las faenas de limpieza en el sindicato, que Miquel admiraba mucho, dio un narcótico a los centinelas. Llegaron hasta la ventana y rompieron el cristal. Despertose él y, vestido con un traje de carcelero que sin saber cómo tenía escondido debajo de la mesa, saltó a la ventana. Los hierros cedieron fácilmente, y en el momento de ir a respirar el aire libre de la calle, despertó... ¡Cómo se asombró nuestro Miquel de que todo aquello que soñara no fuese verdad!

Tras la visita que solía hacerle cotidianamente su mujer, quedaba el hombre más triste y más tranquilo; esto porque los que iban a verle le aseguraban para pronto la libertad, y aquello porque, al atravesar de nuevo las galerías y pensar que los que habían hablado con él estarían ya en la calle, le preocupaba hondamente...

Leía Las Noticias y La Vanguardia dos o tres veces. Se enteraba de los telegramas del Japón y de los países balcánicos que no sabía dónde estaban, ni cómo eran; se enteraba de que Venizelos estaba en Milán y no sabía quién era Venizelos ni dónde estaba Milán, pero leía y hasta llegaba a aprenderse de memoria los anuncios...

Joan Sebastiá pasó a Francia por Bourg-Madame. Primero fue en tren directamente hasta Planolas. En Planolas se apeó, pasó a la fonda, dejó parte del equipaje y volvió a tomar otro billete hasta Puigcerdá. Cuando la policía le pidió los papeles dijo que era de Planolas, que iba a Puigcerdá y enseñó el billete de Planolas a Puigcerdá. Al llegar a Puig­cerdá cargó con unos aparejos de trabajo campesino y sin nada en la cabeza atravesó el puente internacional, saludó a la policía como si se conocieran de tiempo y al pisar tierra francesa echó carretera adelante. Unos compañeros le esperaban en un auto en un lugar convenido, y llegó a Perpiñán a tomar parte en las tareas de aquel misterioso congreso internacional formado por catorce delegados.



... A los pocos días regresó Joan Sebastiá a Barcelona. Al llegar a la ciudad y para tantear el terreno de la lucha social debía pasar unos cuantos días en un radio de acción que nadie pudiera estorbarle. No fue a vivir a su casa, ni quiso ir a la de ningún compañero ni a ningún hotel o fonda. Todo esto podía dar que sospechar a la policía. Comía en cualquier parte y por las noches recogía una ramera cualquiera de la Rambla o de la calle de Barbará y se acostaba en la casa de ella o en cualquier hotel meublé, en donde no exigían papeles de identificación, y se pasaba sin dejar rastro.

Fue así como Joan Sebastiá conoció a Ivonne Norguerés, una petite blonde que se enamoró de aquel muchacho moreno y fuerte, que tenía la cara y la ternura de un niño y el corazón y la fortaleza de un hombre. Joan Sebastiá no se limitó a pensar solamente en la misión que tenía de preparar la revolución social, sino que también pensó en la compañera nueva. Joan Sebastiá no había tenido nunca novia. No sabía lo que era el diálogo femenino, ni jamás puso los labios en las mejillas de una mujer honesta. Joan Sebastiá se había sentido muchas veces picado por la lujuria, y entonces entraba en cualquier lupanar del Arco del Teatro o seguía a las busconas de la calle del Hospital. Después de calmado el cerdo que llevaba dentro, salía escupiendo del asco que le acababa de producir el contacto con el cuerpo mercenario y se juraba no volver a reincidir en acto semejante hasta que otro día, sintiéndose aprisionado por el lamentable pecado, repetía la fácil conquista.

Ivonne fue para Joan Sebastiá una esperanza nueva. Se enfrontó con una francesita delicada y tierna que antes de dormir leía Le Matin –Le Matin es el diario de las pecadoras francesas distinguidas–, que cantaba graciosamente en castellano, que tenía en su alcoba unas novelas y unos jarros con flores y que le acarició y le besó como ninguna otra mujer. Joan Sebastiá cayó enamorado de la francesita, y la francesita casi casi de él. Pero Ivonne era mujer y además francesa, es decir, un poco egoísta y desconfiada. “Acaso podía ser un maquereau en ciernes, acaso un gigoló comediante...”, pensó. Pero, en cuanto Ivonne vio que Joan Sebastiá dejaba su monedero abandonado y aun pagaba con largueza dándola a guardar dinero –¡el pobre dinero que tenía que reunir para hacer la revolución mundial!– comprendió que Joan Sebastiá era un niño. El anarquista solitario fue retrasando la fecha de la reunión del grupo, dando la excusa de la vigilancia policíaca unas veces, otras del estudio del plan. Y Joan Sebastiá se encerraba en el piso que Ivonne tenía alquilado en una callejuela de Gracia y se entregaba a las expansiones sensuales con una felicidad intensa.

 

–Pauvre enfant! –exclamaba Ivonne cada vez que le pasaba la mano por la cabeza o se dejaba besar con pasión por aquel muchacho que en el momento más íntimo sentía como una cierta timidez de ignorante y como una precocidad pecadora..

Ivonne y la revolución mundial eran las dos preocupaciones de Joan Sebastiá.



Una tarde entró en una pastelería de la calle del Conde del Asalto a comprar unos dulces para Ivonne, y la policía le echó el guante...

–¡Ah! Por fin te hemos cogido! Pero esta vez no te vamos a soltar tan pronto como tú crees... Vas a tener que dar cuenta de tu participación en el asesinato de Jaume Ros...

–¿Yo?

Y, por primera vez, Joan Sebastiá no sonrió de aquella manera que sabía hacerlo para alterar los nervios de los inspectores. Se puso serio mientras le ataban codo con codo... Por temor a que gritara le metieron en un pequeño portal de la calle del Este. Se arremolinaron los curiosos, una pareja de guardias los dispersó, y bien custodiado salió hacia la calle Nueva Joan Sebastiá con la cabeza gacha y seguido por dos guardias y dos policías. No iba muy tranquilo y pensó en su madre y en Ivonne. La cara de la vieja y el rostro pintarrajeado infamemente se juntaron en el interior de Joan Sebastiá.

De los bares salían para ver pasar el grupo compacto.

–Algun lladregot! –decía uno.

–No és pas un sindicalista? –preguntó una mujer gruesa.

–Sembla que és un pistolero! –contestó un dependiente de un colmado.

Y una vieja que vendía castañas en una esquina, al ver pasar al pobre Joan Sebastiá, se limitó a exclamar tiernamente:

–Pobret! –y con la pala dio dos o tres vueltas a las castañas que se tostaban lentamente.



Aquel Pedro Ferrer que quedó preso mientras los demás salieron a la calle y que estaba acusado de ser uno de los delegados que pidieron medidas violentas en la reunión de la calle del Olmo, era una buena persona. Entre todo el rebaño de locos que se creía dueño de la situación porque ganaba algunas huelgas y porque “la organización” atemorizaba a las gentes, Pedro Ferrer era el juicio, recto y sereno.

–Muchachos, hay que ir con cuidado. Esto no puede ser así; hay que ir más despacio –solía decir.

Y los jóvenes luchadores, más o menos luchadores, le despreciaban porque le creían viejo de años y de corazón, y los hombres modernos le miraban de soslayo porque estaban convencidos de poseer la verdad.

Pedro Ferrer era capaz de mil valentías, pero mil valentías de hombres. Odiaba los valentonismos y las chulapadas. Estaba casado y vivía honestamente de su trabajo. La detención no le asombró, ni le pesó. Esperaba ser detenido cualquier día por cualquier futesa. Era un escéptico y era un hombre que comprendía. Se hacía cargo de que la policía tenía que amarrarle, que los carceleros tenían que tratarle mal, que el juez, el alcalde de barrio, el guardia municipal y el inspector tenían el deber de ser adustos groseros y malcarados... La vida se le hacía más dulce tomando las cosas tal como venían. Si la Policía le trataba severamente sin llegar a la brutalidad le parecía que incluso habían estado correctos. Pedro Ferrer era un buen pedazo de pan y fue a la cárcel sintiendo la pena que le producía a su mujer; se encogió de hombros y exclamó:

–Què hi farem!

Pedro Ferrer también fue encartado en el proceso por el asesinato de Jaume Ros. Ninguno de los que habían sido detenidos parecía autor del crimen, y sin embargo la policía estaba persuadida de que entre ellos estaba el culpable.

La zona roja de Barcelona no permitía obrar a la Policía de otra manera. Se detenía a este, a esotro, a aquel, y después, si resultaba inocente del crimen que se le imputaba, volvía a la calle y a la libertad. Acaso con una limitación eterna de la libertad porque al próximo atentado volvería a ser detenido, ya que por el otro se tuvieron sospechas de su criminalidad. Pero la policía no podía obrar de otro modo en una época en que el terrorismo se confundía con los crímenes vulgares y cotidianos...



... La muerte de Jaume Ros juntó en la cárcel a Miquel, Joan Sebastiá y Pedro Ferrer.

El Xato de Sóller, Castellanos Álvarez y Trotzky ya estaban en la calle.

Miquel, en cuanto supo que Joan Sebastiá era uno de los que paseaban por el patio, quiso matarlo por chivato.

–¡Es un hijo de ...! ¡Es él, el que dijo a la policía que yo había matado a Jaume Ros...! Lo voy a matar...

Joan Sebastiá quiso defenderse y abalanzarse sobre Miquel, pero los carceleros los separaron y les enviaron a las celdas de los sótanos en donde la humedad es el castigo más brutal.

La afirmación de Miquel circuló rotundamente por la cárcel...

–Joan Sebastiá era un chivato, era un chivato...

La amargura del anarquista solitario fue intensa... Quería matar a Miquel, al difamador... Los compañeros de Joan Sebastiá empezaron a hacerle el vacío... ¿Por qué se dejó prender? ¿Por qué retrasaba la reunión?

Los anarquistas encontraron extraña ahora toda la vida solitaria de Joan Sebastiá. Ya hubo quien afirmó que acaso su violencia de siempre era una posición policíaca para descubrir todo el tinglado de la revolución mundial...

–Pero ¡si ya lo decíamos nosotros! ¿Quién es ese Joan Sebastiá? ¿Por qué no ha querido nunca tomar parte en los mítines ácratas? ¿Por qué nos quería comprometer siempre con bombas y atentados?

–Es un confidente, es un confidente...

–¿Y esa francesa que va a verle? ¿De dónde ha salido? ¿Cómo la mantenía?, y ¿de dónde sacaba el dinero?

Ivonne iba por las mañanas a verle. Se presentaba en la cárcel sin haberse lavado la cara aún. Dejaba en la ventanilla de encargos un paquete con frutas o periódicos y le consolaba. Después Ivonne seguía el camino de la calle de Provenza, regresaba a su casa, paraba la olla y volvía a trotar ofreciendo su cuerpo menudo y blanco a los michés de la Rambla.

La madre de Joan Sebastiá chocó un día con Ivonne en la cárcel. No le fue nada atrayente la figura de la mujer. Sufría la pobre vieja los insultos de las demás mujeres que acusaban a su hijo de confidente y dejó de ir a la cárcel porque Joan se lo prohibió.

Miquel había armado un barullo acusando de confidente a Joan Sebastiá. Este, por fin, encontró algunos amigos que le defendieron, y Miquel explicó cómo sabía que Joan Sebastiá era chivato.

–Pero ¡imbécil! –le dijeron una vez hubo explicado la escena con la autoridad policíaca–. ¿No ves que si hubiera sido cierta la chivatada no te hubieran dado el nombre de Joan Sebastiá? Si te lo dijeron fue para que tú lo acusaras a él, si le conocías, y así encartaros a los dos en el proceso por acusaciones mutuas...

Entonces Miquel no sabía cómo deshacerse en excusas y hasta temía las reconvenciones posibles del comité...

Joan Sebastiá reconquistó el nombre honrado; pero la calumnia había hecho su camino, y entre los más siempre quedaba la sospecha de que fuera cierto.

Pasaron los meses, llegaron al banquillo los tres acusados, y el fiscal retiró la acusación. Nadie les acusaba, nadie aducía pruebas contra ellos, y la libertad apareció inmediatamente.

Miquel ya era un héroe entre los suyos. Pedro Ferrer se encogió de hombros y volvió a su casa a sabiendas de que cualquier día podían meterle de nuevo en la cárcel. Y Joan Sebastiá no quiso oír más la voz del grupo. Volvió a Francia, se llevó consigo a Ivonne y pasó al Midi, en donde empezó a trabajar de vigneron... La burguesía, el ahorro, le parecieron el objetivo de la vida y hasta se casó con Ivonne para dejar legitimadas sus disposiciones testamentarias cuando naciera un hijo que esperaban y que nacería en medio de una tranquilidad completamente burguesa.

Los asesinos de Jaume Ros no fueron habidos. Ni creo que a estas horas puedan serlo.


El Distrito Quinto

tiene su barrio chino

Un domingo por la tarde en la calle del Mediodía

Son las cinco de la tarde y anochece. No puede darse un paso por la calle del Mediodía. Pasan las mujeres como sombras por las aceras y llaman a todos los hombres que cruzan la calle:

–Escolta, que et vull dir una cosa!

–Tu, ros, que no vols pujar?

–Ai, que vingui algú amb mi, que en tinc moltes ganes!

Las tabernas pequeñas de la calle del Mediodía han sacado a las aceras unos bancos de madera, unos bancos sucios y negros. Se sientan en ellos los hombres. Los que visten suciamente son obreros del muelle, los que visten pulcramente son ladrones. Los obreros del muelle van sin afeitar, llevan encasquetado el sombrero flexible y arrugado y hablan con acento del sur de España. Se ponen las manos debajo de los muslos, sentados sobre ellas, y juntan los pies, dándoles un balanceo reposado. Las mujeres de los obreros permanecen en la acera y comen plátanos, naranjas o cacahuetes. Están como en cuclillas en el bordillo y charlan de intereses, de trabajos forzados en el Midi y de futuros planes para ganarse la vida. Pasan los soldados en grupos de dos o tres y es raro que no encuentren algún paisano y charlen, recordando gentes y vida del pueblo lejano. Dentro de las tabernas se habla de política y de la anécdota que más impresione en la ciudad. Los taberneros son gordos y rollizos. Se huele a vinazo, a picadura ínfima y a porquería. Corretean los chiquillos por entre los grupos de gente y se agarran a las faldas de las meretrices para dar una vuelta cuando juegan al escondite. Pasa una pareja de Seguridad que infunde respeto. En medio de la calle hay unos grupos de hombres:

–¡Mia tú esta! ¿Qué iba a hacer yo? Pos verás tú cuando venga la vendimia qué es lo que va a pasar...

Visten estos obreros una blusitas cortas de percal y cubren la cabeza con una boina. Encienden unos cigarrillos gruesos e imperfectos y de cuando en cuando echan en la conversación la interjección de un eructo o de una ventosidad. Pasan dos soldados de artillería que charlan con una meretriz y regatean... Las luces sucias y leves de las pequeñas tabernas de la calle del Mediodía se encienden. El cielo tiene un color azul, y los cuadros de luz de las tiendas que se proyectan en el suelo de la calle dan al ambiente un tono de melodrama popular. Las mujeres sentadas al borde de la acera visten blusas negras y delantales grises; charlotean largamente y gritan de vez en cuando a los muchachos que corren:

–¡Tú, Juanín, que te voy a zurrar!

La pequeña Mina es una taberna popular por lo sucia y lo mal frecuentada. Tiene un balcón interior que da sobre la tienda, cubierto con una bandera española, y en la pared hay un cuadro de una manola y una escena de Aida en una lata que hace años repartía Las Noticias para conseguir suscriptores. De un empujón sale violentamente de La pequeña Mina un borracho que cae de bruces en mitad de la calle. Lo ha empujado un cliente. Hay un revuelo.

–I ara torna-hi. Me caso... Borratxo!

El borracho hace esfuerzos por levantarse, pero no puede. Está el hombre deshecho y ha caído sobre un charco. Dice unas palabras incomprensibles, y la gente intenta levantarlo. Por fin, tras muchos esfuerzos logra poner el pie firme y se sienta en la acera, no dejando pasar a nadie, recostado en la pared, injuriando a Dios y al que le empujó. Pasa el Melindro, con sus ojos rasgados y su postura equívoca. Una trotera le dice, con la voz atiplada:

–¡Adiós, Manolo!

Un tipo con chaqueta blanca vende camarones y cangrejos. Hay unos vasos de vino negro sobre las mesas de las tabernas. Los obreros no se mueven de los bancos sucios y continúan moviendo los pies juntos en un balanceo desagradable. Se habla de francos, de agencias de contratación y de procedimientos para conseguir el pasaporte...

 

A veces en medio de toda aquella gente malcarada y malvestida pasa un señoritingo con el pelo muy pulcro y unos zapatos de caña llamativa. Habla misteriosamente a un grupo en lo hondo de una taberna y les explica la maravilla de un viaje de trabajo. Se les promete el oro y el moro, mientras la pianola de una taberna grande de la calle del Mediodía deja oír las notas del:

“Por el humo se sabe

dónde está el fuego...”.

Era a esta taberna donde hace ya muchos años venía el Noi del Sucre, entonces en plena espiritualidad anarquista, a emancipar meretrices y a repartir hojas revolucionarias. En esta taberna el Noi les daba a las prostitutas libros de “emancipación social”, que no entendían las desdichadas inconscientes, y reunía en grupos a los obreros sin trabajo, hablándoles del ideal futuro.

Una noche que Salvador Seguí y yo recorrimos esos barrios bajos, el que fue gran hombre y gran niño a la vez me decía mostrándome la taberna:

–Ves, ahí al lado de donde está la pianola, nos sentábamos unos cuantos camaradas y hacíamos acercar a seis o siete camaradas. Les dábamos de beber y las monedas que podían ganar ofreciendo su cuerpo a cualquier botarate. Les hablábamos del porvenir, del amor, de la vida honesta... Lo curioso es que estas desdichadas tenían un sentido anarquista de la vida, que en un momento de lucidez se daban cuenta de que eran unas desgraciadas, de que eran unas pobres bestias. Acaso por esto sentían un brío más profundo contra la sociedad burguesa. Recuerdo que una de ellas me dijo la frase más horrible que he oído en mi vida: “Mira, Noi. Yo tengo la sífilis, ¿sabes? No tienes idea de lo contenta que estoy cada vez que se me acerca un hombre y se acuesta conmigo porque lo dejo j... para toda la vida. Yo les tengo odio. Nos tratan como bestias y mi venganza es grande...”. El odio de esa mujer que había sido deshonrada por un amo de fábrica, burlada y escarnecida por los hombres, contra la sociedad era algo que no puede explicarse...

Esta tarde de domingo se oye un griterío ensordecedor:

–¡Mojama!

–¿Quién quiere cangrejitos?

–Esta semana trabajaremos.

–Ros, vine, que et faré allò!

–¡Te voy a dar dos tortas si no me arreglas ese asunto!

–¡Porque era negro, me maltrataba!

–¡Pos ahora nos quieren aumentar el alquiler!

–Y... ¿tú crees que no hay peligro?

–Oiga, ¿quiere usted comprarme un reloj en muy buenas condiciones?

–¡Tráeme una caña...!

–No m’agafes! No m’agafes!

Hay un rumoreo horrible y un hedor que espanta. El vino negro, el sudor, el perfume barato, la porquería... todo esto se junta, convirtiendo el ambiente en una cosa pestilente y dolorosa. En la esquina de la calle del Mediodía y de la calle del Cid, el Madriles y la Asturiana se pelean por celos. Y la Chavala, menudo y tonto, le cuenta a un nuevo cliente:

–A mí me deshonró un aragonés que trabajaba en la construcción de una carretera en la provincia de Zamora...

Un establecimiento serio

He aquí Villa Rosa, la taberna del padre Borrull. Su hijo rasguea la guitarra, y su hija retuerce su cuerpo en el escenario. Baila ella divinamente, y juega él las cuerdas de la guitarra con acierto. Ella es menuda, es regordeta y es morena; ríe para mostrarnos unos dientes capaces de morder hasta hacer sangre. Una noche le dije a un periodista austriaco que pasaba por Barcelona:

–Le voy a llevar a usted a un lugar pintoresco: ambiente español...

Eran las dos de la madrugada. El mulato de la puerta recogió los bastones y los sombreros. El padre Borrull* nos dio las buenas noches. Sólo había siete personas en todo el local. De las siete personas, tres eran gitanas, y las otras cuatro germanos que habían venido a Barcelona para asistir a la Exposición del Libro Alemán. Eran unos boches enormes como elefantes, rojos coma tomates y con unos pescuezos de caricatura anticlerical. Pocos momentos después entraron dos girls de aquellas que vinieron a la ciudad para trabajar en ¡Chófer, al Palace! y se habían quedado en Barcelona para demostrar que es muy difícil echar a un inglés del sitio que se empeñe en ocupar. Tras miss May y miss Olive siguieron tres francesas: Marcelle, rubia y gruesa; Denyse, rubia y encantadora; Margot, menuda y morena... Un momento después cruzaba la sala Luigi, el bailarín del Maxim’s, y un cónsul sudamericano... Yo estaba avergonzado.

–Realmente –me dijo el periodista austriaco–, esto tiene mucho ambiente español.

Se bebe mucho vino, se aplaude mucho, pero no se toleran las juergas. En cuanto llega un borracho, los mozos, los dependientes, el propio padre Borrull, con la cabeza gacha, una mano en el bolsillo del pantalón y la mirada como muerta, no pierden de vista al que pueda alterar el orden en la taberna castiza. Porque, eso sí, aquella tienda de vino y de cante jondo es un establecimiento serio...

En Villa Rosa hay una gitana que nació en Rusia, delgada como un palillo y negra como un carbón, y hay otra gitana que lleva en el alma la tragedia de ser madre de un niño que no tiene padre porque las balas del sindicalismo le cruzaron la cabeza en la calle del Conde del Asalto.

La organización comercial de un prostíbulo

Seguimos la calle del Arco del Teatro. Casi enfrente de Villa Rosa, el señor Ugarte tiene puesta una mancebía “con todos los adelantos modernos”. El señor Ugarte, dice él que es hijo de un gobernador civil del antiguo régimen. Su casa se llama Madame Petit. Las huéspedas pasean casi desnudas por el café establecido en el primer piso.

El señor Ugarte es un cliente de la casa Roneo o de cualquier otra casa que venda muebles y coloque “organizaciones comerciales”. Su máquina de escribir para la correspondencia; su libro de caja; su sección de cambios para los marinos o los viajeros que llegan al puerto de noche y no saben dónde cambiar la moneda extranjera que llevan encima...

La casa del señor Ugarte es, también, una casa seria. Lo prueban los cartelitos que adornan las paredes: “Sed breves. Nuestros minutos son tan preciosos como los vuestros”, “Una cosa para cada sitio y un sitio para cada cosa”, “Antes de ocupar una habitación exponga lo que desea”, etcétera. Cada sección tiene su ventanilla, y la caja está instalada en un despachito confortable como el de cualquier casa de banca de las Ramblas. La cajera marca el trabajo de las pupilas y da tickets como en El Siglo.

El señor Ugarte es un hombre muy amable y un poco cargado de espaldas. Cuando hay en su casa alguna persona de calidad le hace pasar a su domicilio particular. Enseña el despacho, el dormitorio, el comedor, la clínica médica que tiene instalada para uso de los clientes y algunas habitaciones reservadas de lujo extraordinario. Además enseña dos retratos: uno, el de su madre encinta, y el otro, el de su padre que cubre el pecho con una banda.

–Está todo montado a la moderna –dice–. Esto es un negocio como cualquier otro. Yo tengo este y procuro que mi clientela salga de la casa contenta y satisfecha de haber entrado en ella. Ellas tienen sus cajas de ahorros, y hay chica que saldrá de aquí pudiendo poner un estanco y continuar ganándose la vida honestamente. Si quieren ustedes ver cuadros... Tengo una admirable troupe que hace revistas con efectos de luz. Tengo una clínica y cuartos de baño...

En el café un camarero baila con una lupanaria gruesa, con ojos de carnero que agoniza. Un trío musical alegra la concurrencia. Tras unas rejas que se ven, hay unos palcos, y en esos palcos, algunas damas de la aristocracia barcelonesa –Conchita, la hija de la señora..., y María, y Luisa, y Petra– acompañadas de algunos pollos bien, han presenciado el espectáculo bajo y repugnante.

Un marinero acaricia a una huéspeda. Esta le da un golpe y exclama:

–¡Oye, el aprovechen a las mujeres honrás, aquí no!

Dejamos al señor Ugarte y salimos a la calle. Sobre las piedras hay montones de basura. A veces estos montones de basura se confunden con los cuerpos acurrucados de los que duermen por las calles.