A la sombra del asombro

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La ciencia moderna ha transformado nuestra visión del Cosmos. La Luna no es ya Artemisa, diosa de la caza y la fertilidad, ni los grandes planetas, otros dioses. Hombres han caminado sobre la Luna y complejas naves espaciales se han posado en Marte y analizado sus suelos, o han fotografiado de cerca a Júpiter y Saturno. Asumir estas realidades ha sido difícil, pues pareciera que les quitan a los objetos del cielo su encanto original.

Pero, ¿es verdadero encanto el que se apoya en la ignorancia? Así como las religiones han debido aceptar lo que nos ha enseñado la observación del cielo con instrumentos modernos, o el escudriñar con preguntas cada vez más incisivas las cosas que nos rodean, sean vivas o inanimadas, los que amamos la belleza debemos buscarla donde ella verdaderamente se encuentra. Las imágenes religiosas o románticas que provoca la Luna surgen en el fondo de su extrema belleza natural, y son capaces de arrebatar el espíritu tanto hoy como hace mil años.

Del por qué al porque al por qué

El sendero de las preguntas es rico en variedad y formas de presentación. Puede abarcar lo que hay en el cielo y también lo que nos rodea. Además, diferentes personas responden según su diversa actitud intelectual.

A las preguntas bastante abstractas que a menudo se hacen los adultos, como, ¿por qué hay tanta variedad en lo que nos rodea?, los niños pequeños de todas las culturas suelen contestar simplemente “porque sí”. (Ellos también se hacen preguntas, desde luego, pero sólo ante asuntos muy simples y concretos, como por ejemplo “¿por qué la abuela tiene la cara arrugada?”). “Porque la naturaleza es muy variada, produce infinitas formas y colores, y el hombre coopera a enriquecer esta diversidad”, es probable que conteste algún mayor. Esta respuesta no está del todo mal, aunque hay que reconocer que dice poco y explica menos.

¿De dónde salió eso que llamamos naturaleza? ¿Qué son los colores? ¿Por qué hay objetos con forma propia y otros sin forma, como el agua? ¿Por qué las plantas crecen y se reproducen, y los maceteros no? ¿Qué es la luz? ¿Por qué vemos? ¿Qué nos permite a nosotros pensar y a las hormigas no? ¿Por qué nos hacemos preguntas? Estas son las cuestiones que nos interesaría dilucidar si nos ponemos a pensar seriamente sobre lo que nos rodea; explicarlas hasta el nivel más profundo que podamos alcanzar. Y, ¿cuál es ese nivel?

Imaginemos el siguiente diálogo en una sala de clases. El profesor quiere hacer razonar a sus alumnos. Señala a Alberto y le pregunta:

P: ¿Por qué ves, Alberto?

A: ¡Porque tengo los ojos abiertos, señor!

P: No, esa respuesta no me sirve. A ver, Lucía, contéstame la pregunta. ¿Por qué ves?

L: Veo, señor, porque estoy mirando.

P: Cierto, pero tampoco ganamos mucho. A ver tú, Cristóbal, ¿por qué ves?

C: Veo porque… en mis ojos se forma una imagen de lo que miro.

P: Eso está mejor, aunque un poco circular tu respuesta. Dime, ¿por qué se forma una imagen en tus ojos?

C: Porque a la retina llega la luz de las cosas que estoy mirando.

P: Pero, ¿por qué las cosas tienen luz?

C: Perdón señor, en realidad es luz del Sol reflejada en las cosas, en las paredes, en las sillas.

P: Bien, bien, pero entonces ¿por qué el Sol emite luz y no las sillas y las paredes? ¿Cómo las luciérnagas tienen luz? ¿Qué tienen el Sol y las luciérnagas de especial?

C: La luz, señor, es una onda electromagnética. El Sol emite luz porque en su interior ocurren reacciones nucleares que calientan los gases del exterior, produciendo algo como una inmensa hoguera. Esto no ocurre en el interior de las sillas en este cuarto. La luciérnaga, en cambio, la emite porque, cuando la luciferasa se acerca a la luciferina, bueno, …esteeeeehh…

P: Oye, ¿dónde aprendiste tanto, mono sabio? Tu respuesta es buena, al menos respecto al Sol. Pero, ¿qué pasó al final? ¿Por qué cuando la luciferasa se acerca a la luciferina se produce luz?

C: No sé, señor.

P: Entiendo. En todo caso, ¿por qué las hogueras emiten ondas electromagnéticas?

C: En las hogueras hay cargas eléctricas que se mueven y chocan entre sí cambiando sus velocidades, y los cambios de velocidad de las cargas siempre producen ondas electromagnéticas, señor.

P: Muy interesante. Y, ¿por qué las cargas eléctricas aceleradas emiten ondas electromagnéticas?

C: Son las leyes de la naturaleza, señor.

P: De buena forma te la sacaste. Entonces dime, ¿por qué hay cosas con carga eléctrica?

C: Porque están hechas de cargas eléctricas muy pequeñas.

P: Bien, pero estas cosas más pequeñas, ¿por qué tienen ellas carga eléctrica?

C: “Eeeeeehh...” (silencio).

Las explicaciones engendran siempre una nueva pregunta, van transformando una en otra, como si fuéramos avanzando por los eslabones de una larga cadena. Partimos de “¿por qué vemos?”, y llegamos a “¿qué pasa cuando la luciferasa y la luciferina se juntan?” o, “¿por qué hay cargas eléctricas?”, y allí topamos. Llegamos a la orilla del conocimiento. Una orilla que presenta multitud de frentes.

Que además se mueve. Hace ciento cincuenta años, cuando no se sabía siquiera la conexión entre la luz y las cargas eléctricas, o no se conocía aún la luciferasa, nuestra cadena habría terminado algunos eslabones más atrás. La cadena es hoy más larga que ayer.

Bien, pero, ¿qué hemos ganado? ¿Hemos avanzado algo agregando eslabones? ¿En qué se diferencian después de todo, si unos y otros no son más que eslabones?

Se diferencian en su posición en la cadena. En ésta hay un orden: unos eslabones están antes que otros. La cadena “visión – luz – onda electromagnética – cargas que cambian su velocidad – carga eléctrica” termina igual que la cadena “cáncer a la piel – radiación solar – onda electromagnética – cargas que cambian su velocidad – carga eléctrica”. De hecho, ambas cadenas comparten los últimos tres eslabones. Otro ejemplo es la cadena “oro – cristal – átomo – carga eléctrica”, que comparte con las anteriores sólo el último eslabón.

Estas cadenas se fusionan como las ramas de un árbol, terminando en un tronco único que se entierra en lo desconocido. Una variedad de preguntas sobre nuestro entorno y lo que vemos o nos sucede cotidianamente terminan en una sola, más fundamental y general. La carga eléctrica, como raíz, lo es de un árbol impresionantemente frondoso, que crece con lentitud desde su base. La propia existencia material de lo que nos rodea y hasta de nosotros mismos no sería posible sin esa y otras propiedades básicas de lo más pequeño.

Cada avance en el terreno de lo desconocido, cada nuevo eslabón que se agrega al final de la cadena, cada crecimiento del tronco, levanta al árbol entero. Al avanzar de un eslabón a otro, las preguntas se van haciendo más generales, más fundamentales, más importantes. Por ello, reemplazar una pregunta por otra en la secuencia explicativa no nos deja donde mismo, nos hace avanzar.


Lo que sabemos sobre cómo son y cómo funcionan las cosas ha sido el fruto de pararse frente al vacío de lo desconocido, y, como un ciego, remover la oscuridad con el bastón. El raciocinio, la imaginación, el laboratorio, las matemáticas, el lápiz, el papel…, son las diversas facetas de ese báculo.

Existen fuerzas, como la curiosidad, o la capacidad de asombro, que nos impulsan a saltar de un eslabón a otro y acercarnos al peligroso vacío final. Nos mueve también la intuición de que en el recorrido hay belleza, hay orden, hay sorpresa, hay verdad, hay regocijo.

La pregunta es tensión; la respuesta, descanso, como una ola que se forma y luego revienta volviendo por un momento las aguas a la calma. Cada respuesta engendra una nueva pregunta, más desafiante, más general, más preñada de posibilidades; en suma, una promesa de mayor plenitud, si es contestada. Algunos conciben este trajín del espíritu como la búsqueda de una pregunta (Leon Lederman dice: “Si el Universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”), mientras otros lo entienden como la pesquisa de una respuesta. Pero en todos quienes se inquietan por saber hay tensión, hay pasión por lo desconocido, hay una sensación de gestación intelectual que gratifica y da esperanza.

Junto a nuestra preocupación por interpretar, por entender lo que ocurre en la naturaleza, ha habido siempre un afán por elaborar cosas con ella. A la flor de la fucsia hoy se agrega el horno de microondas. Nos sorprende el arco iris en una tarde de invierno y nos aflige el smog de las ciudades. La mezcla de lo cándido y lo mordaz, de lo puro y lo adulterado, del espectáculo que deslumbra por su belleza y el que angustia y preocupa. En nuestro huerto no sólo crece el conocimiento sino también la tecnología, como un nuevo árbol cargado de promesas. Y de amenazas. Si crece muy rápido, sin que tengamos tiempo para alejarnos buscando la perspectiva, sin que nadie se preocupe de buscar su armonía con el resto, quizás crecerá deforme, monstruoso, será un engendro que podrá atacar a los demás árboles y destruirlos.

Belleza, promesas y peligros, una trilogía que invade nuestra realidad y nos obliga a reflexionar ante cada paso que damos.

Dulcinea y sus secretos

¿Se acabarán algún día las preguntas sobre el Universo que nos rodea? A quienes pretenden que existe una última pregunta, y una última respuesta que no engendrará más preguntas, se les suele llamar reduccionistas. Para ellos hay un eslabón terminal donde acaban todas las cadenas posibles: la raíz desnuda que nutre toda la frondosidad de preguntas a que puede dar lugar nuestra curiosidad.

 

Esta respuesta final podría ser una simple y magna ecuación matemática, origen de todas las que conocemos hoy y muchas más que aún no descubrimos, y de la cual se pueden derivar las propiedades y el comportamiento de todo el Universo material. Nos contestaría por qué hay carga eléctrica, por qué el electrón tiene masa y la luz no. Sería una teoría explicativa última, perfectamente fecunda. Sería una teoría de todo.

El escepticismo que uno siente frente a esta postura tiene raíces históricas. Teorías que han inflado el ego de generaciones a la larga han probado ser falibles. El ejemplo más ilustrativo es el Universo mecanicista de Isaac Newton. La sorprendente eficacia de sus tres leyes de movimiento y de su ley de gravitación universal hizo pensar hacia fines del siglo dieciocho y durante el diecinueve que el Universo entero, incluyendo lo pequeño y lo grande, lo inanimado y lo vivo, podía explicarse usando sólo esas leyes y algunos agregados de menor importancia.

Pierre Simon Laplace personifica bien esta actitud. Matemático de gran genio, adquirió fama por cierto descubrimiento en álgebra y por haber explicado, usando la mecánica de Newton, por qué la órbita de Saturno parece agrandarse, y la de Júpiter, achicarse. Tal era su admiración por esta teoría que llegó a afirmar que, para quien poseyese una máquina de computación suficientemente grande, con ayuda de los conceptos de Newton “nada sería incierto; tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos”. Es el determinismo extremo, que no deja lugar a ningún acto de libertad genuina, dominado por ese “demonio de Laplace” capaz de averiguarlo todo. Don Pierre Simon tiene que haber tenido un temperamento especial. Fue senador, conde, marqués, y hasta ministro del interior de Napoleón, aunque éste al mes y medio lo despidió “por traer el espíritu de los infinitesimales a la administración pública” (en sus trabajos científicos usaba el cálculo infinitesimal de Newton y Leibniz…).

Cien años después William Thomson Kelvin, otro hombre notable, profesor universitario que llegó a ocupar el cargo de canciller de la Universidad de Glasgow, caballero y barón, famoso por sus estudios sobre el calor, dijo en 1900: “No queda nada nuevo por descubrir en física ahora; lo único que resta es hacer mediciones más y más precisas”. Muy poco después el átomo se resistía tenazmente a esta apreciación y exigía, en el primer tercio del siglo XX, una nueva teoría, muy diferente a la de Newton, que hoy llamamos mecánica cuántica. Incluso fuera del ámbito atómico, las ideas de Albert Einstein obligaron a modificar las famosas tres leyes y declararlas erróneas para el caso del movimiento muy veloz, o muy cercano a un cuerpo de gran masa.

Este y otros ejemplos muestran que el optimismo que uno sienta ante cualquier teoría del Universo está basado en lo que se sabe en el momento, pero ignora fenómenos que puedan descubrirse mañana, o genios que encontrarán teorías aun más generales en un futuro desconocido, el cual, históricamente, ha demostrado siempre llegar con sorpresas totalmente inesperadas. Si bien los avances nos dan la sensación de acercarnos a una teoría final, jamás sabremos si hemos llegado a ella o no; podemos creer que sí, pero no podemos descartar la posibilidad de estar equivocados. Si en doscientos años esto ha ocurrido más de una vez, ¿cuántos casos se acumularán en los próximos mil?

Coincidente con la postura de Laplace, una forma moderna de reduccionismo extremo es el que afirma que todas las cosas que existen, incluidos las estrellas, el Sol y los planetas, la Tierra y su clima, los virus, las bacterias, las pulgas y los elefantes, hasta nosotros mismos, son explicables a partir de una teoría final de las partículas más pequeñas y de las fuerzas que ejercen unas sobre otras. La muerte de una flor, por ejemplo, sería en último término el resultado de la acción de los extraños quarks y electrones, sería abordable a través de una cadena de porqués que terminaría, por ejemplo, en la existencia de esas partículas y la forma como se relacionan unas con otras.

Una postura más cauta es basarse en niveles explicativos. Si bien nadie duda de que la flor está hecha de electrones, protones y neutrones, ningún botánico en su sano juicio iría donde un científico experto en estas materias para que le explicase cómo la abeja o el picaflor se orientan para encontrar las flores maduras. Es cierto que en el mundo moderno los físicos, por ejemplo, han demostrado ser extremadamente eficaces para solucionar problemas ajenos a su especialidad, como la determinación de la estructura de la molécula de ADN, los movimientos oculares erráticos que afectan a algunos enfermos de esquizofrenia o las fluctuaciones en la bolsa de comercio. Sin embargo, cuando abordan estos temas, no hacen uso de sus conocimientos acerca de los electrones, sino más bien aprovechan esa habilidad para hacer modelos, para encontrar los aspectos esenciales de cualquier problema, destreza obtenida tras un largo entrenamiento. O aprovechan su manejo de las matemáticas, su método analítico, su capacidad de acceder a la bibliografía relevante, etc.

En una flor hay unos cien mil trillones* de electrones interactuando entre sí y con otros tantos protones. Es un número tal de objetos que carece de sentido la pretensión de derivar su crecimiento a partir de una única ecuación que rija el comportamiento de esta inimaginable multitud de partículas. Parece más sensato intentar una explicación usando como unidades básicas las células que componen la flor, y las complejas moléculas químicas que les sirven de nutrientes. Las células constituyen un nivel básico de explicación, los electrones, protones y neutrones, otro. La conexión entre estos dos niveles no es hoy muy clara, pues aún no se ha demostrado que la célula viva se rija exclusivamente por las leyes físico-químicas que conocemos.

Quizás una analogía ayude a comprender mejor esta idea de niveles explicativos. La extraigo de un ámbito muy distinto, el de la creación humana. Supongamos que queremos estudiar la persona de Pablo Neruda a través de su obra, en poemas como:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir por ejemplo: “La noche está estrellada

y tiritan, azules, los astros a lo lejos”.

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche…

Si bien es cierto que este trozo está formado de versos, los que se componen de palabras, que a su vez están formadas a partir de sólo 27 letras diferentes, no sería sensato pretender que un estudio de la frecuencia con que aparece la letra j en esos versos, o el efecto que produce su combinación con la letra e, nos permitiría adentrarnos en el sentido profundo del poema mismo. Las letras y sus combinaciones en parejas o tríos constituyen un nivel explicativo radicalmente diferente del que ilumina el contenido de un texto.

Más útil sería conocer la frecuencia con que aparece la palabra “noche” en la obra del poeta, saber cómo la combina con otras palabras, o en qué contextos la usa. Más iluminador aún sería estudiar los grandes conceptos que marcan sus escritos, el contexto histórico en que los ha vertido sobre el papel, o las circunstancias particulares de su vida personal.

Si bien las letras son necesarias para armar palabras, y éstas lo son para construir versos y poemas enteros, la información que estas unidades nos dan es diferente. Situarse en ellas es ubicarse en un nivel determinado para hacer el estudio. Hay que saber escoger el que corresponda según los fines explicativos que se persiguen. El Quijote es una magna obra literaria, compuesta por unos dos millones de palabras que son armadas usando apenas 27 símbolos diferentes. Bien, pero ¿a quién se le ocurriría estudiar la pasión de este personaje por Dulcinea del Toboso en el nivel de las meras letras, cuando uno encuentra en el texto frases como “…pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice cima a toda peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas”?

Si queremos conocer algo acerca de lo que hoy se sabe, o si nos interesa echar una mirada al abismo de lo desconocido, debemos familiarizarnos con los diferentes eslabones de las cadenas de preguntas, enfocándolos desde la perspectiva que corresponda. Nuestros sentidos perciben un mundo restringido, sin embargo, lo que limita el acceso a las explicaciones últimas. Tenemos intuiciones desarrolladas acerca del funcionamiento de lo que nos rodea, del acontecer cotidiano, del vuelo de los pájaros, del crecimiento de las plantas, del correr de los ríos. Pero no tenemos ideas acertadas sobre lo que hay en el interior de las cosas más pequeñas, o en las profundidades del cielo. Debemos penetrar estos laberintos en primera instancia inaccesibles, saber qué hay en los espacios a los cuales nuestros sentidos no llegan. Sólo entonces podemos hablar acerca de cómo son y cómo funcionan las cosas, de lo que se entiende y de lo que queda por explicar.

* Ocasionalmente usaremos las palabras “billón” para un millón de millones, “trillón” para un millón de millón de millones, etc.

Capítulo 2

Lo más pequeño

¿Cómo es posible la enorme diversidad que nos muestra la naturaleza? Así como mis versiones de la Biblia, El Quijote y los miles de páginas de literatura y ciencia especializada en mi biblioteca se basan en apenas 27 caracteres, ¿no será que el caballo y la flor son diferentes formas de combinar unas pocas cosas más pequeñas? Suena prosaico. Sin embargo, preguntas como éstas han dominado la tendencia a explicar, a buscar principios fáciles de recordar y fecundos para entender los secretos de la maravilla que nos rodea.

La pulga en el estadio

La búsqueda de simplicidad a través del peregrinaje de los siglos ha sido sorprendentemente exitosa. Nos ha llevado a la célula cuando nos preguntamos por los seres vivos, a átomos y partículas elementales cuando se trata de la materia inerte. En los diversos niveles explicativos en que nos situamos hemos encontrado unidades básicas adecuadas para armar la complejidad que nos admira y que usamos como peldaños en una escalera desde cada uno de los cuales se nos muestra una determinada perspectiva de la realidad.

El nivel más elemental, donde aparece lo más pequeño que existe, es el que uno busca cuando se pregunta de qué están hechas las cosas en último término. Desde tiempos remotos ha habido respuestas a esta pregunta. Por ejemplo, los indios creían que los ingredientes primarios de la naturaleza eran el fuego, el aire, el agua, la tierra y el espacio vacío. Aunque primitiva, la noción no deja de ser razonable. Cuando se muele una piedra, parece tierra. Cuando se tritura una hoja de lechuga sale agua, y si la dejamos descomponerse por un tiempo, se convierte en tierra. Cuando la hoja está seca, con facilidad se quema y, al menos por un tiempo, se convierte en fuego, despidiendo calor. Lo mismo ocurre con la generalidad de los seres vivos. Por otra parte, el aire, el viento, no tienen en apariencia nada en común con el fuego, la tierra y el agua, por lo que merecen un status aparte. Finalmente, para que el fuego, el aire, el agua y la tierra se materialicen se requiere de espacio vacío que puedan ocupar. Así se completa el hermoso quinteto elemental propuesto por los antepasados de Mahatma Gandhi.

Otra creencia muy antigua se atribuye a Demócrito de Abdera, quien hace 2400 años opinaba que “lo único que existe son los átomos y el espacio vacío”. La palabra griega “ατοµοζ”, que significa indivisible, es usada por Demócrito para expresar que al partir algo en pedazos cada vez más pequeños, eventualmente se llega a granitos minúsculos que ya no se pueden dividir más. Según él, todo lo que existe está hecho de estos granitos indivisibles y eternos, que difieren sólo por su forma y tamaño. Los átomos del agua serían así esferitas que ruedan unas sobre otras; los del fierro, en cambio, tendrían forma irregular, por lo que se traban unos con otros dando rigidez a ese material.

Siguiendo a Demócrito, ¿en cuántos pedazos se puede partir un objeto? Para formarse una idea basta tomar una hoja de papel y dividirla en mitades cada vez más pequeñas. Doblando y cortando, se puede llegar sin problemas hasta la décima división. Los trozos alcanzan a tener entonces un medio centímetro por lado (nótese que se necesitan dos cortes para obtener cuatro cuadrados a partir de uno más grande). Para continuar se puede usar una tijera, con ayuda de la cual no es difícil llegar hasta unas dieciocho divisiones. ¿Y después? De allí en adelante se necesitan instrumentos cortantes especiales, el uso de microscopios cada vez más poderosos, etc., etc. Si intentó el experimento, es probable que, con las primitivas herramientas de que disponía, Demócrito haya llegado a apenas veinte divisiones. Para alcanzar el tamaño del átomo dividiendo más y más se requerirían unos sesenta cortes. De la hoja original quedaría apenas una pelusa, una especie de cadena atómica cuyo largo sería el espesor original de la hoja, aproximadamente un millón de átomos, uno al lado del otro. Sin duda lejos de lo que pudo lograr el visionario filósofo griego.

 

Que hay átomos, que la celulosa que compone el papel finalmente está hecha de tres unidades básicas: carbono, oxígeno e hidrógeno, no nos cabe duda. Pero, ¿está todo hecho de átomos? ¿Podemos explicar la luz del Sol, la voracidad de los agujeros negros, la radiactividad o los colores de las flores en términos de esas ciento y tantas especies de esferitas primordiales que hoy conocemos y llamamos átomos? No. Explican mucho, pero no todo.

Lo que hoy llamamos átomo, aunque muy pequeño (en la cabeza de un alfiler hay unos cien trillones de ellos, un uno seguido de veinte ceros), no es exactamente la unidad indivisible que concibió Demócrito. Cristóbal, un niño de seis años, me lo definió así: “El átomo es como un melón con un montón de cosas raras adentro”. No estaba tan equivocado. Desde principios de siglo sabemos que nuestro átomo tiene partes, tiene una estructura interna, y se puede dividir.

Está compuesto por una minúscula esferita casi quieta y de muy alta densidad que llamamos núcleo, y luego una o más partículas miles de veces más livianas y en movimiento veloz, a las que llamamos electrones. Si el átomo fuese un estadio de fútbol, el núcleo sería como una pulga de tamaño. Así de pequeño es. Sabemos también que el núcleo atómico está a su vez compuesto de protones y neutrones, los que a su vez están compuestos de quarks, los que a su vez… ¡No! Aquí parece terminar la cosa.

No se entiende bien la inmensa variedad que somos capaces de percibir si se ignora el interior del átomo. Tampoco se comprenderían muchas enfermedades si los biólogos sólo supieran de células y no de su interior. O algunos problemas de la sociedad, si la pensamos como una colección de familias sin considerar la constitución interna de éstas. El átomo, la célula, la familia, son “unidades compuestas”, útiles conceptualmente para describir algunas propiedades de la materia, los organismos vivos y la sociedad, pero ineficaces para entender una multitud de fenómenos que sólo se explican teniendo presente su constitución y estructura interna.


¡Quark!…topones y botones

Hablemos entonces con más detalle del interior del átomo. Entrar en él es como internarse en el país de las maravillas de Alicia, ese mágico personaje de Lewis Carroll. Hay en este minúsculo objeto miles de sorpresas y complejidades que ni se soñaron hace cien años. Su comportamiento es, en muchos aspectos, radicalmente diferente al esperado si uno se guía por lo que ha percibido con los sentidos. Aunque las leyes naturales que imperan son las mismas, no es tan extraño que sus manifestaciones no lo sean, por la inmensidad que nos separa. Por ejemplo, yo peso cerca de cien quintillones de veces más que un electrón (un uno seguido de 32 ceros), y mido más de mil billones de diámetros nucleares. Son diferencias enormes, caracterizadas por números inmensos. Los objetos que vemos y tocamos involucran, sin excepción, la participación de millones de millones de millones de electrones y núcleos. Así como la muchedumbre a la salida de un estadio de fútbol hace cosas que uno no esperaría de los individuos aislados, por fanáticos del deporte que sean, las multitudes de partículas que forman los objetos de nuestro tamaño se nos muestran de diferente manera que cuando se encuentran solas. El cotidiano nuestro, y el microscópico, son en este sentido dos mundos enteramente diferentes.

¿De qué están hechos los átomos? ¿Cuáles son las unidades básicas que los componen, como los ladrillos en una construcción, y cómo se unen para formar cosas más grandes? Veamos. Ya mencioné a electrones y núcleos. Al electrón lo conocemos desde hace poco más de un siglo, y después de estudiarlo muchísimo estamos convencidos de que es una partícula indivisible. El núcleo en cambio está formado de protones y neutrones, y éstos a su vez lo están de quarks, que hasta donde sabemos son indivisibles. A partir de quarks y electrones podemos entonces armar los átomos y las cosas materiales que vemos. ¿Y cómo se pegan? La “goma” que mantiene unido al núcleo está formada por misteriosos objetos que llamaremos “gomones” (en inglés se les llama “gluons”), y quienes unen núcleos y electrones son los más familiares “fotones”.

Quarks, gomones, fotones. Son algunas de las palabras extrañas que forman el vocabulario que asociamos a los objetos más pequeños que existen. La primera fue introducida por Murray Gell-Mann, Premio Nobel 1969. Hacia 1963 había una sensación de desaliento por la existencia de centenares de partículas cuyo número crecía día a día, aparentemente elementales, pero que se sospechaban divisibles, aunque sin saber cómo lo serían. Gell-Mann propuso ese año que protones, neutrones y una cantidad de partículas similares (los hadrones), estaban compuestos por dos o tres constituyentes hasta entonces desconocidos, que llamó “quarks”. El nombre fue inspirado por la frase “Three quarks for Muster Mark”, que aparece en la última obra del famoso escritor James Joyce, Finnegans Wake. Sin embargo la enigmática palabra “quark” no aparece en el diccionario inglés, no se sabe qué significa originalmente ¡ni hay acuerdo sobre cómo se pronuncia! (Gell-Mann dice que Joyce la usó para evocar el sonido que emiten las gaviotas). En alemán quiere decir “cuajada”, pero este significado parece ser accidental. Qué exactamente inspiró el nombre, no lo sabemos. Se dice que Gell-Mann buscaba una palabra que sonara como “fork” (tenedor, en español), pero esto no es seguro. Quizás fue la dificultad de denominar lo misterioso, aquello cuyas propiedades se ignoran. Algo similar ocurre, por lo demás, con los apodos que nos dieron nuestros padres al nacer. Estas inocentes criaturas a las cuales echamos la culpa de todo debieron escoger nuestros nombres antes de conocernos el carácter. Por eso resultan Verónicas que tienen aspecto de Magdalenas, o Rodrigos que se comportan como Pablos.

Hasta donde sabemos, hay seis tipos de quarks. Se diferencian en el “sabor”, y son: el apón, el daunón, el extrañón, el charmón, el botón y el topón. Estos rarísimos nombres son mi traducción libre de los apodos técnicos: up, down, strange, charmed, bottom y top, respectivamente. Aunque en inglés significan cosas, estos términos son tan arbitrarios como mis adaptaciones españolas, y unas y otras dicen igualmente poco acerca de las propiedades de las partículas que designan. (Hay textos en español que los llaman: arriba, abajo, extraño, encantado, inferior o fondo, y superior o cima.) Algunos de los nombres tienen un origen histórico. Por ejemplo el top y el bottom ocupan los lugares superior e inferior en una tabla que los ordena. Y sólo por eso, su nombre. Pero, también se los ha llamado beauty (belleza) y truth (verdad), prueba de la arbitrariedad que caracteriza esta nomenclatura.

Además de sabor, los quarks tienen color: rojo, azul o verde. Mezclando estos tres colores se puede obtener una amplia gama del continuo del arco iris. Son de hecho usados como colores primarios en las pantallas de televisión, como se puede comprobar con el televisor encendido, poniendo una pequeña gota de agua en la pantalla, que actúa como lupa, ampliando los pequeños granitos de color que contiene. Aunque sería ridículo pretender que cosas tan pequeñas como los quarks sean coloreadas, los colores que se les han asignado tienen un dejo de significado nominal. Estas partículas no pueden combinarse de cualquier manera. Una de las reglas que hay que seguir para armar cosas grandes está expresada en este lenguaje de colores. Se trata que al mezclarlos resulte un objeto blanco o sin color. Por ejemplo, el protón está hecho de tres quarks: uno rojo, uno verde, uno azul, cuya combinación produce el blanco. (Se comprueba girando rápidamente un objeto que contenga los tres colores).