Política y prácticas de la educación de personas adultas

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Aus der Reihe: Educació. Sèrie Materials #18
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1.2.2 Dilemas y contradicciones

La revisión de estos tres textos en tono o acento sociológico, y sobre el telón de fondo de la modernización, ha revelado algunas de las insuficiencias y de los problemas heredados que aquejan a nuestra actual EA. Así, y por centrarnos en uno de los principales, podemos observar que un denominador común a la lectura que venimos realizando en este último apartado es el que gravita sobre la contradicción, no resuelta para la EA, entre su concreción como un proyecto escolarizante o como un proyecto no escolarizante. Esta dicotomía es un ejemplo de la diferencia que se produce entre la esfera de las intenciones y la materialización de las mismas. En efecto, es comúnmente aceptada por casi todos los implicados en la EA la deseable tendencia de ésta hacia una progresiva «desescolarización» (hasta hace bien poco se utilizó la expresión «desegebeización») que la desmarque de los modelos escolarizantes al uso y le permita ensayar otras fórmulas y prácticas más innovadoras y diferenciadas. En el catálogo que mostramos a continuación se enumeran, sin carácter exhaustivo, algunos elementos escolarizantes y no escolarizantes en EA (véase también más adelante el capítulo II.2. dedicado al «escolarismo», de donde se extrae en buena medida la siguiente relación):


a.Elementos escolarizantes.
Estructuración de los contenidos.
Organización del espacio y del tiempo
Organización de las actividades de aprendizaje
Evaluación de los conocimientos
Utilización de los recursos didácticos
Organización de los conocimientos
Pautas disciplinares
Supuestos de objetividad y universalidad de los contenidos
Aceptación de la autoridad docente
Infraestructura y dotación del centro
Cualificación de las enseñanzas
Procedencia del profesorado
Lastres o asunciones del alumnado
Pautas sexistas
b.Elementos no escolarizantes.
Curriculum abierto
Participación activa del alumnado en el centro
Alumnado adulto como agente del diseño curricular
Presencia de las pautas culturales propias del alumnado adulto
Adopción de fórmulas o «estilos» no formales
Responsabilidad del alumnado en la toma de decisiones
Prácticas laborales del alumnado adulto como portadoras de elementos educativos
Descentralización del centro de EA en algunos casos
Procedencia diversa de determinados agentes educativos
Convergencia de distintas instancias no educativas

La relación anterior suscita, cuanto menos, un conjunto de interrogantes cuyas hipotéticas respuestas nos debería plantear hasta qué punto la tendencia no escolarizante es hoy por hoy posible, deseable o quizá necesaria. Sugerimos, a modo de muestra, algunas de estas preguntas:

– Actualmente, en los centros, programas o proyectos de EA: ¿Tienen mayor presencia los elementos escolarizantes que los no escolarizantes? ¿Qué consecuencias o efectos tiene esta presencia? ¿A qué se debe la mayor presencia de unos u otros? ¿Es posible cambiar la relación entre estos elementos?

– En los aspectos organizativos se hace evidente la presencia de elementos escolarizantes: ¿Sería posible ofrecer alternativas no escolarizantes? ¿De qué tipo de alternativas se trataría? ¿Qué implicaciones tendrían para la práctica educativa?

– Generalmente, o al menos teóricamente, se acepta la conveniencia de que los alumnos y las alumnas intervengan en el diseño y desarrollo del curriculum: ¿Cuáles son actualmente los límites de su intervención? ¿Cuáles deberían ser esos límites? ¿Cómo afectan a las enseñanzas impartidas y a la forma de impartir las enseñanzas?

– Con referencia a una gran parte del sector educativo se habla de fracaso o de éxito «escolar»: ¿Bajo qué categorías y criterios se clasificarían los éxitos y fracasos en EA? ¿Se podría establecer comparaciones o correspondencias con los de algún otro sector educativo?

– La participación del alumnado adulto en EA es uno de los elementos noescolarizantes más notables: ¿Cómo se evalúa la participación? ¿Qué estrategias más frecuentes se utilizan para propiciar su participación? ¿En qué parcelas de la vida del centro o de la materialización del proyecto de EA participa el alumnado?

Éstas y otras muchas cuestiones, que aparecen más o menos explicitadas en el universo de discurso del profesorado de EA, constituyen un abono para su tarea cotidiana. Por una parte, reflejan las dudas razonables que aquejan a todo profesional consciente. Por otra parte, algunos de estos interrogantes apuntan, desde la misma formulación, hacia la respuesta que les corresponde. En cualquier caso pueden ser un buen indicador del quehacer, del dinamismo que orienta a la EA, así como de las tensiones a las que se ve sometida.

Al mismo tiempo, también podemos constatar que las propias configuraciones que adopta la realidad (educativas, sociales, culturales, políticas...) son las que se encargan de poner frenos cada vez mayores a la tendencia no escolarizante. El ejemplo al respecto de lo que se ha calificado como proceso de «normalización de la EA» en lo que (a cambio) podría denominarse camisa de fuerza de la Reforma es bastante revelador.

Así pues, como se desprende de cuanto venimos sosteniendo, la EA es un terreno en el que los dilemas y las contradicciones se dejan apreciar, a poco que se les siga la pista, sobre el resto del sistema. Ahora bien, el hecho de que la EA sea una arena en la que convergen todo tipo de contradicciones es lo que constituye al mismo tiempo su fuerza y su debilidad, lo que le presta y lo que le resta valor.

Por un lado, cuando las contradicciones se traducen en el idioma de la dialéctica, de la discusión y del debate resultan enriquecedoras y propician el análisis y la crítica. Por otro lado, cuando las contradicciones se traducen en el lenguaje de la perplejidad, tan sólo provocan nudos o bloqueos, conduciendo a situaciones sin salida. En el primer caso las situaciones deben resolverse, deben superarse para dar paso a nuevas dinámicas, incluso a nuevas contradicciones que no permitan ceder ante la autocomplacencia; en el segundo más bien deben disolverse o abandonarse para permitir la entrada a nuevos cuestionamientos.

A pocos años de la implantación definitiva de la Reforma, en el tablero de la EA al que nos estamos asomando todavía quedan algunas jugadas decisivas por resolver, tales como la confección de un diseño curricular específico, la modificación del sector de educación a distancia, el perfil del profesorado ligado con la posibilidad de impartir el nuevo título en Educación Secundaria Obligatoria, la atención al fenómeno emergente de la alfabetización funcional, etc. De cualquier manera, la indefinición actual sobre éstos y otros aspectos, confirma el diagnóstico que ha venido guiando buena parte de nuestra reflexión: La comprensión de la EA como un proyecto moderno, ilustrado, ha ido sufriendo un proceso de modernización simple (frente a modernización compleja o reflexiva), cuyos últimos síntomas se detectan en el más reciente cambio educativo propuesto. Uno de los más graves indicios de debilitación u olvido del impulso crítico de la modernidad en EA es el reciente empeño, ya claramente posmoderno, por oponer y priorizar la modalidad de educación a distancia frente a la modalidad presencial. De cumplirse este empeño se estaría confundiendo el signo de calidad con el de cantidad, lo «mejor» con lo «más», lo nuevo con lo óptimo, los medios con los fines. Desgraciadamente, la cacareada penuria económica parece que va a estar acompañada también de una penuria moral e intelectual. La modernidad cultural y social más progresista queda aquí totalmente deshauciada por la más regresiva modernización capitalista.

1.2.3 Educación a distancia

Como se puede ir desprendiendo, la EA, y por ende, la educación a distancia, lejos de ser una actividad o práctica neutra, se produce acompañada de significados, relaciones y elementos que la explican y a los que a su vez da explicación. Como toda forma de organización (ya sea formal o informal, institucional o no), la EA forma parte de un contexto mucho más amplio y complejo, y se incorpora a toda una industria, entendiéndola como una forma de vida y de entender la vida, en la fábrica de sentido que es la existencia.

Aplicando lo que el crítico Enzensberger (1988: 55-63) señala respecto a los que han aprendido a leer y a escribir, la EA como proyecto emancipador no escapa a una incapacitación, a saber: el sometimiento de su configuración al control del Estado y sus instancias, entre las cuales se cuenta la escuela. La población adulta que busca ocasiones de aprendizaje y transformación a través de organizaciones de EA difícilmente permanecerá ajena a procesos escolarizantes, agregándola de esta manera a segmentos formativos en los que, aunque quizá coyunturalmente necesarios, no debe permanecer anclada. Y si lo hace, es porque estaremos confundiendo «educación permanente» con «escolarización permanente».

 

Si trasladamos la reflexión al terreno específico de la educación a distancia, quizá nos resulte de ayuda acudir a una metáfora que Apple utiliza con cierta frecuencia en su obra Maestros y Textos, según la cual podría pensarse que la educación a distancia es, en la actualidad, una «presencia ausente». Ausencia, por una parte, porque su acción institucional no ha cobrado todavía el estatuto que le corresponde en el espacio socioeducativo. El estatuto al que nos referimos viene otorgado por su reconocimiento pleno como servicio público, como oportunidad de promoción para un notable segmento de la ciudadanía y, sobre todo, como posibilidad de ensanchar los límites de la autonomía tanto de los usuarios como de los educadores de esta modalidad educativa. Presencia, por otra parte, porque de hecho, formalmente, la educación a distancia viene ocupando cada vez mayores espacios en la oferta educativa, hasta el punto de ser objeto de tentaciones totalitarias por parte de algunos departamentos de la administración pública (en el propio territorio MEC, entre otros, sin ir más lejos), en el sentido de pretender hacer prevalecer esta modalidad sobre la presencial. La última propuesta dentro de este planteamiento consiste en ofertar la educación secundaria para EA a través de la televisión pública, tras un estudio en el que se estima que unas 70.000 personas se pueden convertir en potencial alumnado. La inversión inicial de esta operación supone un coste de 700 millones de pesetas. Más allá de lo cuestionable de la inversión, que sin duda para la mayoría del profesorado de EA debería ir destinada de manera prioritaria a paliar parte de los déficits del sistema presencial, lo más grave del asunto es la concepción «clientelar» y subordinada de la ciudadanía que se va propagando desde los centros de decisión del Estado, una concepción que se va desplazando tan peligrosa como vertiginosamente desde la condición de «siervos» hasta la condición de «autistas» –meros espectadores– telepolitas. Otro ejemplo que nos ha sorprendido en este sentido por la falta de rodeos y la fe (como diría Tertuliano: credo quia absurdum est) con el que se justifica su propuesta, es el plan de EA propuesto para la Rioja, cuya conclusión no puede ser más contundente:

El modelo que mejor optimiza las respuestas a la necesidad y a las exigencias de la educación permanente (...) es la MODALIDAD DE EDUCACIÓN A DISTANCIA porque es un sistema: personalizado, abierto, flexible y acelerado y además se adapta a la estructura geográfica y poblacional de La Rioja (Maturana, R. A., 1995: 468).

En cualquier caso, sería difícil, además de injusto, trazar un diagnóstico unívocamente laudatorio o condenatorio de la educación a distancia. Más bien, el cuadro que avanzaremos a continuación pretende centrarse en algunas virtualidades o realidades posibles de la educación a distancia siempre que no se olvide que esta modalidad es un acompañamiento necesario de la modalidad presencial, es una institución, utilizando el término de Deleuze, «intercesora».

Como ya hemos señalado, una de las posibilidades que parecen más interesantes de la educación a distancia es la reconstrucción del concepto de autonomía, en un doble sentido: autonomía profesional y autonomía ciudadana. En efecto, la educación a distancia puede erigirse para los educadores y educadoras que trabajan en ella en un terreno dinámico de experimentación, de innovación, de producción intelectual así como de autonomía profesional, en la medida en que pueden diseñar, proponer y llevar a cabo, cooperativamente, el proyecto que deseen para su propia esfera de trabajo. Al mismo tiempo, sería deseable que esa misma autonomía, junto con la distancia crítica que proporciona el hecho de trabajar en otra dimensión de la EA, diferente de la presencial, pudiera configurar al equipo de educadores y educadoras de educación a distancia como una pequeña comunidad de compañeros críticos y reflexivos, quizá «distantes», pero no «distintos», del resto de profesionales de EA.

Respecto a la autonomía ciudadana que, como la anterior, tampoco es ajena a la EA presencial, en la educación a distancia puede adquirir rasgos específicos, sobre los que aún no se ha meditado suficientemente. Así, y por mencionar algunos, la posibilidad de que un ciudadano trace, acompañado del asesoramiento profesional, su propio itinerario formativo; la necesidad de reconocer y atender la propia experiencia laboral del o de la estudiante de educación a distancia, así como el interés de incorporar las nuevas sendas de la información a través de la informática al servicio del usuario (y no subordinar éste a las demandas que genera la propia dinámica, el mercado, de la mecanización); la importancia de hacer cada vez más presentes a aquellas cohortes del público que circulan anónimamente en los márgenes del sistema educativo (presos, enfermos, soldados, inmigrantes, refugiados...) y de introducirlos en los circuitos ordinarios; la urgencia, en definitiva, de que quienes pasen por la educación a distancia acorten distancias en las desigualdades sociales. Desmintiendo el tópico fácil, la distancia no debe quedar reducida al olvido, sino que debe ser una ocasión para recordar continuamente la presencia marginada, la palabra anónima y el discurso secuestrado. La educación a distancia, pues, no se plantea, como pretende una versión tan interesada como falsa, como oposición a la educación presencial, sino como una extensión o prolongación de esta última, no como un ejercicio compensador, sino, de nuevo, como una tarea transformadora que se inspira en los mismos principios en que lo hace la EA.

Habíamos sostenido antes que la educación a distancia podía actuar como intercesora. Lo esencial, dice Deleuze, son los intercesores.

Pueden ser personas, pero también cosas (...) Reales o ficticios, animados o inanimados, hay que fabricarse intercesores. Es una serie. Si no podemos formar una serie, aunque sea completamente imaginaria, estamos perdidos. Yo necesito a mis intercesores para expresarme, y ellos no podrían llegar a expresarse sin mí: siempre se trabaja en grupo, aunque sea imperceptible (Deleuze, G., 1995: 200).

Los intercesores de la derecha, afirma Deleuze como ejemplo, son dependientes, subordinados, siervos. Pero la izquierda tiene necesidad de intercesores indirectos o libres, de otro estilo, siempre que ella lo posibilite. «La izquierda tiene auténtica necesidad de eso que tanto se ha devaluado, a causa del Partido Comunista, bajo el título de «compañeros de viaje», y ello es así porque la izquierda necesita que la gente piense» (ibid. 204). A partir de aquí, quisiéramos mostrar la firme convicción de que quienes se dedican a la educación a distancia pueden ser, si no lo son ya, «compañeros de viaje» de los educadores y educadoras de adultos, como estos últimos pueden serlo igualmente de los primeros. Quizá esto sea un ejemplo de los que Deleuze denomina una serie imaginaria. En cualquier caso, si así fuera, no dejaría de ser una ficción útil.

Ese «viaje» simbólico que nos aguarda nos orienta a otros lugares por construir, a otras utopías (u-topos) todavía por recrear. Inventar esos otros espacios, desterritorializar las regiones ya colonizadas, requiere indagar en la búsqueda de fines. Avanzar en la búsqueda inteligente de fines, superando la ilusión o apariencia de verdad de los acuerdos, supone la evaluación de nuestros discursos y de sus implicaciones en la esfera de las acciones, más allá de su resolución en simples consensos o negociación de acuerdos. No quiera verse aquí un rechazo a las actitudes de diálogo y al logro de acuerdos como valores democráticos. Más bien al contrario, nos gustaría hacer de ellos vehículos para establecer propósitos adecuados. Pero, como en el mito de la caverna, cuando se entroniza el diálogo hasta convertirlo en un fin en sí mismo, la búsqueda y la construcción de la ver-dad se convierte en un asunto de opinión, las sombras se toman por las auténticas figuras de la realidad, y el conocimiento se debilita hasta el punto de creer ingenuamente que es un tema de conversación. La primacía desmesurada de las formas actuales de diálogo –su burda traducción en pactos, acuerdos, negociaciones, con-sensos– puede suponer el enmascaramiento por parte del pensamiento débil de aquello que tuvo su origen más noble y más genuino en el pensamiento fuerte, esto es, la dialéctica. En el corazón de la dialéctica, o del diálogo como indagación auténtica del sentido de las cosas, aguarda viva esa «memoria» del logos, que desde nuestra alienación y nuestra amnesia nos resistimos a recobrar.

Como educadores, no del todo vencidos ni convencidos por el sentido común («consenso») de la retórica dominante, tenemos el derecho toda vez que la responsabilidad de pensar fuerte, apelando a la inteligencia de la razón, exigiéndonos a nosotros mismos, frente a otras voluntades, compromisos fuertes.

1.2.4 El discurso fuerte de la EA

Del hilo de esta contenida reflexión ya se pueden extraer algunos elementos para retomar el impulso crítico al que la EA, junto con otras iniciativas, debe su origen. Eso no significa que pretendamos defender la necesidad de un ideal retorno al pasado, pero sí la urgencia de reelaborar un discurso que está siendo secuestrado bajo argumentos, esgrimidos a modo de coartada, como el de la adaptación a «las grandes transformaciones producidas» y el del «acelerado cambio de los conocimientos y de los procesos culturales y productivos». Después del trayecto sugerido en este capítulo y que nos ha conducido hasta aquí, lo que nos proponemos en este último apartado, para no darnos por vencidos, es esbozar unas cuantas convicciones que forman parte de ese proceso dialéctico (o dialógico) que Freire llamó de «concienciación». Estas convicciones deben contemplarse como unas primeras acotaciones o apuntes para la reelaboración de ese discurso crítico que está siendo colonizado y sometido por los medios y los poderes en dominio y que a todos, población y público adultos, nos pertenece por derecho propio.

En la presentación de este capítulo habíamos mencionado la figura de una «amnesia organizada» como una amenaza presente en las sociedades avanzadas. Pues bien, no darse por vencido ante esta amenaza significa hoy en día intentar escapar de la atracción de ese agujero negro del olvido que está devorando parcelas considerables del mundo de la vida. Ese olvido organizado no es más que un desprecio por la Historia que nos explica y a la que debemos seguir interrogando incesantemente si todavía creemos en una transformación justa de las condiciones de vida y de trabajo. Devaluando el valor de un historicismo que es si-nónimo de conocimiento y de compromiso social, en nuestras días la moneda en alza que circula es un ahistoricismo ciego que pretende reducir toda una empresa de dimensiones como las de la modernidad a su expresión más chata y mezquina, dando por saldado todo un proyecto histórico y por lo tanto eximiéndonos de la responsabilidad ante cualquier deuda con el pasado y con nuestros sucesores. Ese ahistoricismo encontró recientemente su formulación más grosera y desafiante en un reciente y célebre artículo surgido de la factoría del Imperio, en el que su autor, Francis Fukuyama, planteaba un supuesto fin de la historia ante la caída de los regímenes comunistas y la hegemonía planetaria del paraíso capitalista.

Por lo que atañe a nuestro reducido sector de análisis, la EA aparece como un indicador más de esas contradicciones que permanecen sin resolver y que cuestionan la unidireccionalidad del progreso social y cultural. Las contradicciones que plantea la EA deben sumarse a todas aquellas que, afortunadamente, desmienten contra todo pronóstico que la Historia está sentenciada a muerte. Sin negar el indudable progreso social y cultural de nuestra sociedad, así como la necesidad de reformas educativas como la presente, observamos que el cambio producido no siempre significa avance, sino más bien desplazamiento, mutación o ajuste. En efecto, nuestro progreso viene acompañado de fenómenos como el mal llamado «fracaso escolar» –una forma más de fracaso social–, la idiotización por los medios de comunicación, la falta de estímulo participativo en los individuos y en los colectivos, y un largo etcétera. Signos, todos ellos, que nos apartan de un optimismo gratuito y que nos obligan a decantarnos hacia un camino de mayor racionalidad, hacia esa «mayoría de edad» que ya Kant reclamaba, y que todavía no parece haberse alcanzado.

 

Muy estrechamente ligado con la necesidad de retomar la perspectiva histórica como una guía de nuestras acciones, no darse por vencidos implica también la tentativa de rescatar de ese olvido deliberado cuestiones que siguen siendo no sólo importantes, sino «básicas». Así, si nos remitimos de nuevo a nuestra presente Reforma, se hace necesario recuperar una pregunta –la pregunta– que sustenta a las demás y que se ha silenciado, acallada por el nuevo orden del discurso internacional (ahora que somos europeos), sometida por ese poder del discurso que no es sino un reflejo del discurso del poder. La pregunta, ya lo dijimos, es la cuestión del «porqué», la que inevitablemente nos devuelve al terreno propio de las razones y de los fines, esto es, al lugar de pertenencia de la racionalidad emancipatoria, al seno donde la conciencia, parafraseando a Rigo-berta Menchú, se nos nace y se nos hace.

Todo un proyecto educativo de la envergadura de nuestra Reforma que está obviando esta pregunta –ya sea que la considere innecesaria, ya sea que la dé por superada, empobreciendo en cualquier caso su contenido– corre el riesgo de quedar convertido en discurso débil, en retórica ambigua que acabará prestando un gran servicio a una tecnocracia que sólo se rige por una lógica lineal y plana, que sólo entiende el idioma de la cantidad («rentabilidad», «eficacia», «eficiencia») y no el de la calidad, cuyo máximo interés reside en su autoconservación y en la eliminación de todo cuanto suponga una amenaza al engranaje de su maquinaria. Por eso, hoy más que nunca, corresponde ejercer el derecho a la duda a través de esa pregunta que es previa a las demás. Y en el caso de la EA, esa pregunta no debe ser exclusiva de cuantos trabajamos en este ámbito, sino que debe abrirse a sectores mucho más amplios para que pueda ser compartida con toda la población adulta hacia la que se orienta nuestra tarea.

En la medida en que seamos capaces de compartir ese interrogante, y todos los que le acompañan, estaremos haciendo de la participación un principio de acción racional. Una de las críticas más generalizadas y más «razonables» que ha recibido la Reforma por parte del profesorado, ha sido precisamente la que señala el escaso margen de participación y debate que ésta ha generado para su construcción. Tampoco aquí la EA escapa a esa crítica. En nuestro caso, todavía más si cabe, no deberíamos permitir que esa misma demanda que como educadores formulamos a la hora de reclamar mayores cuotas de participación, sea dirigida hacia nosotros por parte de la población adulta. Antes bien, para que ese tipo de crítica no tenga lugar, y con el fin de auspiciar una auténtica participación como acción no sólo comunicativa, sino también, y sobre todo, transformativa, deberíamos comenzar a crear las condiciones para una cultura de la pregunta, de la duda razonable. No darse por vencidos significaría en este caso no quedar convencidos por los discursos dominantes sin haberlos sometido primero al juicio crítico que dictamine el tribunal de la razón. Pero ello pasa, muchas veces, desde el disenso y la resistencia activa antes que desde el consenso o negociación de acuerdos, por la conquista progresiva de espacios de reflexión participativa así como de participación reflexiva.

Por último, la posibilidad, y por tanto la necesidad, de repensar y reelaborar desde la EA el discurso secuestrado de la modernidad brinda varias oportunidades que no podemos desperdiciar.

En primer lugar, proporciona a la población adulta una situación generadora o contexto generador, es decir, todo un sistema de retos a superar, que se abre a un proceso por el que se van construyendo nuevos significados, constituyendo y ampliando el horizonte de sentido. La población adulta que atraviesa las instituciones de EA puede encontrar en ellas la ocasión de reconocer la deprivación cultural de que es objeto no como un hecho dado, con una aceptación o resignación pasiva, sino como un derecho negado, y por ello, como un motivo de análisis y de transformación personal y social. Junto con otros agentes sociales, este amplio segmento de la población adulta puede ejercer su derecho no sólo de pedir, sino de tomar la palabra, escribiendo y mostrando, entre otras cosas, sus propios relatos. Esto es, construyendo una historia crítica de sus propias vidas, cuya voz y cuya razón se alce sobre la de los poderosos. La Historia así concebida supondría el abandono de los grandes relatos, no a cambio de un nihilismo posmoderno, sino por pequeños, pero valiosos relatos: esos trozos de vida y de escritura que desde los márgenes del sistema interrumpen la Historia convencional, la de los convencidos, la de quienes han claudicado. En la esfera didáctica aplicada a la EA esta propuesta encuentra una concreción, entre tantas otras, en una original experiencia denominada «diario de diálogos» (Peyton, J. K. y Staton, J, eds.: 1991). Esta experiencia plantea una estrategia de alfabetización funcional a través de conversaciones escritas, donde el relato y la expresión de las propias vidas es lo que cuenta. El marco teórico parte de la necesidad de propiciar actitudes dialógicas (no monológicas) que conecten la palabra («word») y el mundo («world»). El aprendizaje, a partir de unas condiciones de simetría de poder, es concebido como un proceso de interacción social. Esta estrategia, todavía poco conocida en nuestro país, y que hemos comenzado a difundir recientemente, está siendo aplicada de forma experiemental por un grupo de educadores y educadoras a su práctica cotidiana.

En segundo lugar, la recreación del discurso crítico de la modernidad desde la EA supone hoy, para educadores y educandos adultos, una alfabetización política (Freire, 1990: 113-120) que nos permita el aprendizaje y la construcción de conocimiento acerca de «la naturaleza política de la educación». Esta alfabetización política supondría no la reducción del contexto al texto (como es el caso con frecuencia en las prácticas escolarizantes), sino la apertura del texto al contexto. Una apertura que nos proporciona una comprensión de la realidad no como estadio fijo, sino como un proceso cambiante. El acceso a la realidad, en este sentido, podría hacer presuponer la alienación previa de ella. Pero no hay tal alienación, sino prácticas y condiciones alienantes ejercidas desde la propia realidad social.

En tercer lugar, la apropiación del discurso usurpado, modernidad compleja frente a modernización simple, significa asumir la exigencia de pensarnos y repensarnos continuamente, abriendo un debate crítico y responsable, en una sociedad y en un momento en que parece que se inste a la EA a reproducir miméticamente formas sutiles, o no, pero en cualquier caso poderosas, para gestionar la adaptación. Pero estas operaciones dirigidas a la mera transmisión mecánica de los dictados de los poderes públicos, si no van tuteladas por el juicio de la razón y por el concierto de voluntades con «mayoría de edad» (léase, con «uso de razón»), sólo servirán para apaciguar momentáneamente nuestras conciencias insatisfechas, hasta que un nuevo asalto de la razón haga tambalear el edificio de nuestro sentido común. ¿Cómo? La mirada sociológica nos exigía conocer más para comprender mejor, y comprender mejor para adquirir compromisos fuertes con una realidad que queremos no sólo pensar, sino también transformar. Con lo que nuestro primer capítulo de reflexiones se cierra por el momento aquí, haciendo de nuestro punto de llegada un nuevo punto de partida, y por tanto una invitación a seguir leyendo.

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