Arte en las alambradas

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CAPÍTULO 4

ARTE EN LOS CAMPOS DE LA MUERTE

Pero, ¿cómo es posible que en semejante situación y estado en que vivían en los campos de concentración franceses los artistas tuviesen las fuerzas, la valentía y la voluntad necesaria para realizar estas obras de arte? Su respuesta era muy simple y formaba parte de su verdadera condición de creadores. Se creyeron a sí mismos, como artistas que eran, los testigos y protagonistas de un hecho histórico que había que testimoniar con las herramientas que cada uno tenía a su alcance. Se trataba de reflejar lo más fielmente posible que ellos estaban allí y que el sufrimiento padecido lo padecieron en sus propias carnes, para que todos se enterasen de la gravedad de aquella situación. Con su trabajo artístico pretendían añadir una nota de esperanza a un entorno concentracionario hostil, de humillación, de claustrofobia y muerte.

La aguda retina de los artistas captó de manera directa y desgajada la crudeza de los campos de concentración, con su carga de crítica, desdén y reproche a la falsa hospitalidad. En sus obras tomaron buena cuenta no solo de la vida cotidiana de los refugiados, sino de los gendarmes, guardias móviles y soldados senegaleses o marroquíes que los vigilaban. Todo un mosaico de tipos, situaciones y momentos irrepetibles de los que ellos eran, a la vez, protagonistas y espectadores privilegiados, con unas dotes de observación raras, llenos de paciencia, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para observar el excepcional espectáculo que se les ofrecía. Los campos se convirtieron para ellos en una suerte de extraordinarios estudios y talleres de creación plástica que conferían a las obras que se producían el valor testimonial de lo visto, de lo vivido y de lo sufrido, con un trasfondo de tristeza, melancolía y frustración.

El testimonio gráfico del horror

¿Cómo expresar sin apenas instrumentos y medios aquel terrorífico entorno concentracionario? El uso de modestos materiales de desecho mostraba el carácter improvisado y ajeno a cualquier finalidad trascendente de estas obras llamadas con el tiempo a configurar un extraordinario fresco testimonial y documental en torno a la vida y a las vicisitudes de miles de refugiados. Utilizando cartones corrugados, maderas carcomidas, latas, migas de pan, barro y alambres, realizaron pequeñas esculturas, y empleando papel de estraza, cuadernos y cartones dibujaron o pintaron pequeños cuadritos al óleo, aguadas y guaches, cuya temática se centraba en escenas domésticas, como el descanso y la siesta, o remendando harapos, arreglando zapatos, despiojándose, bañándose, defecando en cuclillas en las letrinas, comiendo el rancho y también otros más líricos como paisajes y bodegones. No eran ciertamente obras bonitas, ni paisajes idílicos, porque la mayor parte habían sido realizadas con rabia, desesperación, improvisadas muchas, dejando en ellas trozos de sí mismos. Y paradójicamente resultaban extraordinarias por eso, porque eran autobiográficas, hablaban del interior de uno mismo, de sus frustraciones, de sus vivencias y destapaban sus pulsiones y emociones y recuperaban una historia que al mismo tiempo compartían muchos miles de personas abocadas a la misma tragedia. Eran la misma mirada compartida por otros muchos. Imágenes de la tragedia que no se iban por las ramas, que incidían directamente en el corazón, que sobrecogían porque eran reales y no ideadas o inventadas. Estaban ejecutadas en el mismo lugar de la tragedia, y tenían nombres y apellidos propios, porque sus autores no se andaban con remilgos, ni chiquitas, sino que iban directamente al centro de la dura realidad.

Por encima de su valoración técnica, de los materiales simples que se emplearon y de la improvisación en que fueron realizadas, a los creadores les movía una preocupación testimonial. Se podía acertar técnicamente, estaban mejor o peor ejecutadas, pero la objetividad de sus imágenes era ante todo cuestión de principios éticos y de dignidad humana. Era el principal valor y el principal mensaje de estas conmovedoras obras que se convertirían pasado el tiempo en verdaderos documentos gráficos de una derrota y del mayor exilio que por motivos políticos conocería la historia de España.

A pesar de la falta de instalaciones y a la existencia de un severo control y vigilancia, los campos de concentración se convirtieron en un foco de actividad artística, auspiciado y fomentado por los propios pintores, escultores, dibujantes, arquitectos, fotógrafos, profesores, arqueólogos, historiadores y críticos de arte refugiados que encontraron una forma de combatir el hastío y la rutina diaria, levantar el ánimo, ampliar el bagaje cultural o dignificar su situación. Una sorprendente iniciativa de divulgación artística que servía para combatir el desarraigo y la frustración que arrastraban muchos y se podía considerar en su filosofía como una prolongación de las experiencias artísticas que había fomentado una década atrás la II República.


Ángel Hérnandez García (Hernán). “Prisioneros”. Escultura.

Los barracones de cultura

El impulso de las actividades artísticas, que contemplaba la creación de talleres de arte, estudios fotográficos de revelado, publicación de revistas, la organización de cursos y la celebración de exposiciones formaban parte de un plan mucho más amplio para difundir la cultura entre la población de los campos. El primero de ellos en ponerlos en práctica fue el de Argelès-sur-Mer, que el 10 de mayo de 1939 emitió una serie de instrucciones para la realización de actividades culturales y artísticas que incluían la creación de una comisión específica encargada de dar cuenta de los trabajos realizados y de informar de ellos a las autoridades.

Para desarrollar estas tareas surgieron en casi todos los campos los llamados “barracones de cultura”, que no eran más que construcciones provisionales de madera dotadas de algunos medios, como mesas, sillas y pizarras, para poder impartir instrucción diaria a los refugiados o en el caso de los artistas servir de improvisados estudios, talleres o laboratorios fotográficos para realizar sus obras. Así, aprovechando cierta permisividad de los guardianes el fotógrafo valenciano Agustín Centelles consiguió montar en uno de los barracones un rudimentario estudio donde revelaba los negativos fotográficos que tomaba con su pequeña máquina Leica. Había llegado a este campo con una enorme maleta que contenía un pequeño equipo de ampliación, su cámara y aproximadamente 4.000 negativos de 35 mm expuestos en los últimos cinco años. Eran imágenes tomadas durante la guerra civil que hacían referencia a los primeros días de la sublevación militar, los combates encarnizados, los devastadores bombardeos sobre las ciudades, el traslado de los heridos, los edificios derruidos, el llanto de las esposas por los maridos y el de las madres que lloraban la muerte de sus hijos. Formidables documentos gráficos que no podía abandonar, ni menos dejar caer en poder de los vencedores, por lo que decidió llevarlas consigo al exilio como si se tratara de un valioso tesoro.


Manuel Crespillo Rendo, Saint-Cyprien, 1939. Dibujo.

A pesar de las dificultades materiales, las comisiones de cultura y los barracones de cultura, donde colaboraban gran cantidad de artistas republicanos, se fueron extendiendo desde marzo de 1939 por el resto de los campos de refugiados repartidos por toda la geografía. El de Barcarés fue uno de los primeros en contar con un barracón que se inauguró en mayo con la celebración de una exposición que reunió varias decenas de obras realizadas por artistas prisioneros. El número de actividades, incluyendo las artísticas, se multiplicaron en todos ellos. En el campo de Argelès-sur-Mer se editaron en los primeros meses varios boletines informativos y se llevaron a cabo varias exposiciones que agrupaban pinturas, esculturas y dibujos realizados por los artistas, entre ellos, el pintor gallego Arturo Souto y el dibujante y caricaturista valenciano “Gori” Muñoz. Su objetivo era, según un recorte de la prensa local, recaudar fondos para comprar libros y material de trabajo que les ayudase a salir de la inactividad reinante.

En el Gurs, en la semana del 10 al 17 de agosto de 1939 se crearon nueve barracones de cultura en los que se impartieron 110 clases, a las que acudieron 1.610 alumnos. En Saint Cyprien funcionaron del 3 al 10 de junio de 1939, 113 barracones de cultura, en los cuales se dieron 124 clases de alfabetización y cultura general. Dichas iniciativas fueron auspiciadas, fomentadas y apoyadas por los partidos políticos de izquierdas y los diversos comités de solidaridad y apoyo con los republicanos que les suministraban libros, papel, lápices y pinturas.

En Argelès-sur-Mer surgió en mayo de 1939 el Boletín de los Estudiantes de la FUE, que elaboró un grupo de jóvenes graduados de la Escuela Normal de Valencia y las revistas La Barraca y Desde el Rosellón. En el campo de Saint-Cyprien aparecieron ese mismo año los boletines Profesionales de la Enseñanza, Trabajadores de la Cultura y L’Illot de l’Art, en los que colaboraban el dibujante y pintor Germán Horacio “Pachín”, el caricaturista Antonio Bernad Gonzálvez “Toni”, el escultor Manuel Pascual, el pintor Martel Mentor Blasco y el poeta Ramón Castellano, entre otros. Los boletines estaban realizados con medios muy simples, primorosamente compuestos a tres tintas y magníficamente ilustrados por expertos dibujantes que tuvieron la sensibilidad y la astucia de dejar traslucir, a través de sus dibujos humorísticos y las caricaturas, su visión sobre el entorno concentracionario y sus críticas antifascistas.

 

Caricatura de un gendarme realizada por Gerardo Lizarraga en el campo de concentración de Argelès, Francia, 1939.

En Agde se levantaron algunos barracones de cultura donde se desarrollaban actividades artísticas y se improvisaban exposiciones donde se colgaron pequeños cuadros al óleo, acuarelas y dibujos y también esculturas y otros objetos artesanales. Por su valor documental destacaron los dibujos realizados por el pintor, profesor y escenógrafo valenciano Francisco Marco Chillet, en los que se mostraban escenas de la vida cotidiana protagonizadas por los prisioneros republicanos hacinados en este inhóspito lugar. Pero su aportación artística más importante fue cuando el alcalde de la población, conocedor de la existencia de numerosos artistas en el campo, les encargó la decoración del salón principal del ayuntamiento, donde se celebraban las bodas. Realizaron un gran fresco inspirado en la historia pasada de esta población cuando era un importante puerto del imperio romano. La figura central la ocupaba Mercurio, el dios latino protector de los viajeros, que amparaba a los navegantes y a todos aquellos que recorrían los caminos huyendo de la barbarie. En otro destacaba la presencia de Neptuno saliendo de las ondas y el resto de los murales se encontraban decorados con hermosas campesinas y valientes navegantes.

Con las obras realizadas por los artistas en los campos se organizaron exposiciones de dibujos en sus barracones de la cultura y se editaron libros como colecciones de caricaturas y de poemas, incluyendo una edición manuscrita, de un ejemplar, del Romancero Gitano de Federico García Lorca. En muchos casos las pinturas, dibujos, grabados y fotografías realizadas por estos artistas, procedentes del campo de la pintura de caballete, de la publicidad comercial, del cartelismo y hasta de la decoración y la escenografía, describían con bastante crudeza y realismo la huida a pie o en carros y camiones a Francia, el paso de la frontera, el cacheo de los gendarmes, la vida cotidiana y agobiante en los campos de concentración, el rancho, la limpieza, la retirada de los cadáveres, la higiene y los momentos de ocio. Imágenes crudas, al mismo tiempo que tiernas y líricas, que permitían a los artistas testimoniar sobre el drama concentracionario que les afligía, donde crecía la frustración, la desesperanza y el odio. Así lo atestiguan entre otros los extraordinarios dibujos de distintos tamaños y naturaleza del pintor catalán Josep Bartolí recogidos en su conocido libro Campos de concentración 1939-194… y que eran un verdadero documento vivo, doloroso y brutal; la serie de dibujos de guerra y de los campos de concentración que ejecutó el pintor cordobés Antonio Rodríguez Luna que destacaba por su concepto surrealista y expresionista y en la que se mostró especialmente interesado por los horrores de la guerra civil, expuestos en la Casa de la Cultura de París; los intrigantes retratos de refugiados que realizó el dibujante y pintor valenciano Enrique Climent Palahí; los dibujos surrealistas del dibujante ilicitano Antonio Bernad Gonzálvez; los apuntes claros y detallistas, en los que apenas había concesiones estilísticas, que realizó el dibujante y maestro alicantino Manuel Crespillo Rendo en los campos de Barcarès y Saint Cyprien; los retratos satíricos del pintor y dibujante murciano Ramón Gaya Pomés; los dibujos esquemáticos que ilustraban el Boletín de la FUE realizados por el maestro alicantino Miguel Orts Sánchez; las imágenes de los bombardeos de los aviones alemanes constituían los temas de los dibujos del dibujante valenciano Francisco Marco Chillet; los dibujos y bocetos desgarradores del pintor y dibujante Joseph Franch Clapers, en los que aparecían riadas de gente con maletas, hatillos de ropa o niños a cuestas; los planos en picado de individuos y grupos de personas del fotógrafo valenciano Agustín Centelles; las largas filas de refugiados se recogían en los cuadros expresionistas repletos de dolor y amargura del pintor valenciano Eduardo Muñoz Orts “Lalo”; los retratos expresionistas del pintor Salvador Soria Zapater; y las excelentes estatuillas y bustos tallados en jabón que hizo el escultor Manuel Pascual.

Los artistas dejaron un ácido alegato artístico íntimamente ligado al drama del exilio que se nos ofrece como un documento histórico de gran relevancia, como cuando levantamos una losa enorme en medio de un campo desértico y surgen de pronto gran cantidad de gusanos e insectos de toda clase que se ocultaban debajo. Porque una de sus grandes preocupaciones era su deseo de recrear, por medio de la observación directa, de la imaginación y lo onírico, el drama de unos refugiados sometidos a toda clase de vejámenes físicos y psicológicos, y que a pesar de este ambiente cerrado y claustrofóbico, podían ser ennoblecidos a través de la creación artística. Tuvieron la sensibilidad y la astucia de dejar traslucir, a través de sus dibujos, sus opiniones contrarias a los regímenes fascistas. La temática de la guerra, de las columnas de refugiados y de los campos de concentración se prestó además para dirigir la crítica contra el gobierno francés que no quiso darse cuenta del peligro nazi que le amenazaba.

Empieza el reconocimiento público

El reconocimiento del talento y de las habilidades artísticas de los creadores plásticos republicanos se produjo casi de manera inmediata, cuando abandonaron los campos de concentración, los marchantes se interesaron, los galeristas comerciales y los museos les abrieron de par en par las puertas de sus salas para exhibir sus obras, algunas de ellas realizadas durante su cautiverio. La acogida por parte de la crítica de arte y del público no se hizo esperar y muchas de las obras exhibidas fueron adquiridas por los coleccionistas y marchantes. Se conocía la destreza de los artistas españoles y su máximo representante Pablo Picasso, residente en París desde su juventud, era el máximo paladín de la renovación y se le consideraba como un maestro y figura emblemática de la Escuela de París.

Desde el inicio del drama exílico la calidad artística de muchos de los creadores españoles no pasó desapercibida por parte de avezados periodistas, críticos de arte, coleccionistas, marchantes, galeristas e, incluso, autoridades municipales y departamentales francesas, que descubieron en ellos un valioso filón. Así, la pequeña galería de arte Maison Vivant, situada en pleno casco histórico de Perpiñán, no solo celebró exposiciones de artistas republicanos recién salidos de los campos de concentración, sino que en su piso principal albergó a diversos artistas, entre ellos Antoni Clavé, Carles Fontserè, Miguel Paredes y Ferrán Callicó, entre otros. Su directora Marie Martín, una mujer de estatura elevada al filo de los cuarenta, gestionó la liberación de los campos de numerosos artistas, a quienes abrió de par en par las puertas de su galería, les albergó, les organizaba fiestas, les proporcionó dinero, alimentos y diversos materiales, lápices, cuadernos, lienzos, pinceles y pinturas para poder pintar. Convirtió su sala además en una tertulia de artistas en la que se desarrollaban apasionadas discusiones sobre arte en las que participaban con su rica verborrea el apasionado y consumado dialéctico Martí Vives, el elegante Ferrán Callicó, el nervioso Antoni Clavé y el irascible Carles Fontserè, mientras que el bonachón Miguel Paredes trataba por todos los medios de apaciguar la disputa. Pero tal vez lo más importante que hizo para ayudarlos fue cederles su pequeña galería para poder exponer sus obras.

Así, el 28 de febrero de 1939 los artistas catalanes Antoni Clavé y Carles Fontseré inauguraban una exposición en la Maison Vivant, situada en el barrio histórico de Perpiñán, en la que reunieron varias decenas de dibujos a la pluma y acuarelas realizadas cuando se encontraban internados en el campo de concentración de Prats de Molló y los Haras, que abandonaron gracias a las gestiones del también pintor rosellonés Martí Vives. Su temática giraba en torno a la vida cotidiana de los refugiados republicanos en el campo y fueron destacadas en una elogiosa crítica titulada “En la galería Vivant. Escenas vividas del éxodo español, por grandes artistas: Antoni Clave y Carles Fontserè” publicada en L’Independant, el periódico de mayor tirada del Rosellón. Su autor, el poeta y periodista François Francis, les calificó en su escrito de “excelentes dibujante”. Al referirse a Carles Fontserè el crítico aseguraba: “Los mismos personajes, las mismas miserias han inspirado a Fontserè, pero la atmósfera es completamente diferente, el trazo más vigoroso, la impresión de angustia todavía mayor. La silueta de los refugiados es viril, el trazo fuerte, le gustan los contrastes, los juegos de luces y sombras. Dos heridos que marchan el uno junto al otro, dos soldados que se duermen en el campo ateridamente reclinados, tristes compañeros de fatiga, todos estos croquis son de un relieve y de una sinceridad que nos emocionan”. El periodista francés terminaba su escrito afirmando que “Son páginas escritas por dos maestros que las han vivido intensamente, dos verdaderos artistas que añaden el dinamismo de su juventud ardiente la fe de su arte. Y por su talento, que se sobrepone a las tristezas del momento, merecen que se les rinda homenaje; nuestros compatriotas sin duda no faltarán”.


Salvador Soria. “Confesión”, 1940. Óleo sobre tela.

En el 6 de abril de 1939 la Maison Vivant, dirigida por Marie Martín, inauguró una exposición conjunta del pintor y dibujante murciano Pedro Flores y del rosellonés Martí Vives, que igualmente fue resaltada por la prensa local. La pequeña sala de arte exhibía del primero una serie de tétricas y oscuras telas en las que mostraba el ruinoso aspecto de la calle Mouffetard de París y Vives recreaba los paisajes idílicos de almendros en flor de la huerta que rodeaba Perpiñán.

Gradualmente comenzaron a llegarles a los artistas los primeros encargos formales, bien por parte de particulares o por instituciones oficiales. Los ya citados pintores Antoni Clavé y Carles Fontseré aceptaron el encargo de un amigo de pintar un telón para el cuadro final, apoteósico, de una revista que el grupo Les Tretaux representaba cada noche en el Nouveau Théâtre de Perpiñán. El material para pintar se los proporcionó el pintor decorador Marcel Subirana, quien también les ofreció como improvisado estudio la planta superior de un garaje, edificado hacia poco por la firma automovilística Citroën, en la calle Mariscal Foch. Poco después, y tras la marcha de Clavé a París, Fonseré recibió el encargo de Subirana de pintar un nuevo mural de seis metros cuadrados en la entrada del cabaret “L’Aquarium”, cuya inauguración estaba prevista para el verano siguiente en el casino de Canet-Plage, la playa más popular de la capital del Rosellón. Más tarde le propusieron hacer diversos paneles interiores para el citado casino que ejecutó con una técnica escenográfica italiana que le permitía preparar grandes superficies con papel de embalar que, una vez pintado, adquiría la consistencia suficiente para ser cortado y perfilado como si fuera cartulina. También proyectó la decoración de una tienda de legumbres cocidas cuyo propietario era un potentado comerciante de la ciudad.


Jordá. “La retirada”. Bronce y mármol, 1939.

Al pintor valenciano Salvador Soria, que había celebrado con éxito una exposición de aguadas en uno de los barracones del campo de concentración de Septfonds, el alcalde de esta localidad, M. Solomic, le encargó poco después la realización de varios murales decorativos de temática histórica y patriótica en el salón de actos del Ayuntamiento. Aquel mural pasaría a ser su primera gran obra personal, auténticamente creativa, emancipada de influencias ocasionales y, desde luego, integrada en la dimensión hondamente socio-cultural a que tan propicia resultaba la pintura mural.

A lo largo del verano de 1939 se produjeron algunas exposiciones colectivas aisladas para recaudar fondos para los niños refugiados españoles como la que se celebró en julio en la galería Jeanne Bucher Maybor, que reunió obras de Picasso, Miró, Matisse, Kandinsky, Chagall, Braque, Arp, Dufy, Leger, Masson, Ernst, Man Ray, Vieira, Lipchitz, Torres, García, Domínguez, Bores, Viñes y otros hasta alcanzar los 74 artistas.

 

Pero lo más sorprendente que aconteció en los campos de concentración fue la actividad desplegada por historiadores de arte, topógrafos y arqueólogos refugiados, que aprovecharon su paso para realizar en diversos yacimientos catas y excavaciones arqueológicas, donde pusieron al descubierto importantes restos como ánforas, estatuillas, armas, huesos humanos, instrumentos cotidianos y otros objetos de gran valor histórico, que permitieron bucear en la antigüedad romana. El caso más importante lo protagonizaron los arqueólogos republicanos que se encontraban en el ya citado campo de Agde, que colaboraron con sus colegas franceses, e hicieron importantes descubrimientos en diversas zonas de esta localidad, y que en la actualidad se encuentran expuestas al público en su museo. Para ejecutar su trabajo contaron con la colaboración de las autoridades locales y con el apoyo de otros profesionales, como dibujantes, arquitectos, topógrafos, delineantes, fotógrafos y la mano de obra de otros prisioneros.

La mayor parte de los artistas republicanos que abandonaron los campos de refugiados, las residencias, los hogares de acogida, y se repartieron por la geografía francesa, de pronto se vieron involucrados los meses siguientes en un conflicto bélico no esperado, como fue el inicio de la guerra contra Alemania y la posterior derrota y ocupación nazi que suponía una verdadera amenaza para su seguridad e integridad física debido a su condición de rojos españoles.

Para ellos comenzaba a ser evidente que un nuevo precipicio de horror y de destrucción se cernía, y comprendieron que la guerra iba a ser larga, y de dimensiones hasta entonces desconocidas, y que debían afrontarlo con valentía, por lo que lo que los más débiles comenzaron a desmoronarse, mientras que los más decididos y osados trataron de hacer frente a la nueva situación integrándose en los grupos clandestinos de oposición y resistencia antinazi.

La solidaridad internacional

La oleada masiva de refugiados republicanos, entre los que se encontraban gran cantidad de artistas de todos los ámbitos, provocó en la sociedad, en el gobierno, los partidos políticos, los sindicatos y entre la intelectualidad francesa una gran conmoción, en la que no faltaron los enfrentamientos y la consiguiente adopción de posturas a favor o en contra. La deplorable conducta y el rechazo más sangrante, como no podía ser de otra manera, vino de los ámbitos conservadores que mostraron una clara oposición desde las tribunas políticas y los medios de comunicación lanzando encarnizados soflamas para denunciar esta llegada masiva de “peligrosos rojos”, anticlericales y antisociales, responsables de la quema de conventos, iglesias y asesinato de religiosos. Se hicieron graves acusaciones sin fundamentos para adaptarla a sus propios fines políticos. En contrapartida la izquierda se sintió solidaria con los vencidos y pusieron en marcha medidas encaminadas a darles cobijo, hospitalidad y ayuda, y muchas personas de manera anónima demostraron su solidaridad. Con anterioridad había expresado su solidaridad con la causa popular enviando brigadistas, apoyo económico, asistencia sanitaria, alimentos y armas.


Luis Cernuda, Antonio Deltoro, Ana Martínez, Juan Gil-Albert y Ramón Gaya, 1939.

Superado el terrible drama que supuso para los artistas refugiados su reclusión en los campos de concentración franceses su preocupación fue salir de ellos lo más rápido posible por lo que para ello precisaron del apoyo y la ayuda del exterior, bien a través de organismos internacionales, instituciones religiosas, partidos políticos, sindicatos, asociaciones intelectuales o la complicidad de personalidades influyentes y relevantes de diversos ámbitos. Únicamente se podía salir con garantías si algún organismo, residente o ciudadano francés lo reclamaba o avalaba, o si este acreditaba contar con un trabajo que le permitiera sobrevivir. En lo referente a organismos se encontraban el Comité Nacional Británico de Ayuda a España, el Comité National Catholique d’Aide aux Refugiés de l’Espagne, la Association des Amis de la République Française, la Fundación Ramón Llul. Curiosamente la Cruz Roja Internacional no proporcionó ninguna ayuda a los refugiados españoles, como aseguraba el dibujante y cartelista catalán Carles Fontseré.

De forma individual surgieron una serie de damas inglesas, francesas, norteamericanas y suizas que desde el comienzo de la guerra civil apoyaron sin reserva la causa republicana y que tras la gran oleada exílica de 1939, mostraron su solidaridad ayudando económicamente a miles de refugiados republicanos recluidos en los campos de concentración, hogares de acogida y residencias del sur de Francia. Destacó la presencia de Katherine Marjory Murray-Stewart, duquesa de Atholl, una diputada conservadora, como no podía ser de otra forma en alguien de su rango. Por nacimiento venía de una familia con señorío feudal desde 1232, y se había casado con uno de los más rancios aristócratas del Reino Unido, el duque de Atholl, que acumulaba diecisiete títulos de nobleza y era ayudante de campo del Rey.

Igualmente se encontraba la enfermera suiza Elisabeth Eidenbenz que durante la II Guerra Mundial y la ocupación alemana salvó a 597 hijos de refugiados republicanos y a judíos que huían del nazismo en su Maternidad de Elna, en el sur de Francia. Su labor fue rescatada del olvido hace una década por la alcaldía de Elna, al sur de Francia. Israel, Francia, España y Cataluña la han distinguido por su labor humanitaria. En Suiza, sin embargo, es prácticamente desconocida. De 1939 a 1944, estableció, en un castillo abandonado, un centro de acogida para bebés y mujeres embarazadas procedentes de los campos de concentración de las playas de Argelès y otros lugares próximos en el sur de Francia. Esta joven enfermera de apenas 24 años, originaria de Wilda (cantón Zúrich), y su equipo lograron salvar de la muerte casi segura a cerca de 600 niños. En la Maternidad de Elna nacieron unos 400 bebés y se acogieron a cerca de mil internos. Eran en su mayoría republicanos españoles, apátridas, judíos, comunistas y víctimas de la guerra. Su labor humanitaria la convirtió en heroína para muchas familias exiliadas y fue reconocida con prestigiosas distinciones en Israel, Francia, España y Cataluña, que la condecoró con la Creu de Sant Jordi en 2006.

Y también figuró la británica Nancy Cunard, biznieta del fundador de la famosa línea naviera trasatlántica. Nacida en Inglaterra, en 1896, se crió en el entorno selecto y refinado de la alta sociedad británica. Llegó a España por primera vez en 1936 con el propósito de ser testigo del enfrentamiento bélico y escribir reportajes periodísticos para la agencia estadounidense Associated Negro Press y la británica General News Service. Al término de la contienda fue testigo del gran éxodo de refugiados que cruzaron la frontera francesa y fueron recluidos en los campos de concentración franceses en condiciones infrahumanas. Promovió una campaña de donativos en su país para abastecer de alimentos y medicinas a los refugiados y para denunciar la ignominia de los campos de refugiados, publicó numerosos artículos y reportajes en diversos periódicos. Incluso transformó su casa de Réanville en un lugar de paso para los refugiados republicanos a quienes ayudaba económicamente y consiguió liberar a cinco presos del campo de concentración de Argelès-sur-Mer, no sin provocar un enfrentamiento con las autoridades galas. Entre ellos se encontraba el escritor César Arconada quien continuó su labor creativa y traductora en Moscú.


Picasso en el taller de la calle Grands-Agustins.

Su ejemplo fue seguido por otros tantos aristócratas que abrieron las puertas de sus mansiones, residencias o castillos a los intelectuales y artistas refugiados como el château de Roissy-en-Brie, propiedad de la familia Pathé Nathan, que acogió a cuarenta escritores y artistas republicanos y cuyo comité estaba formado por Josep. María Trías y Clara Candiani, que regentaban el refugio y el otro fue el refugio de intelectuales del Chateau de Roissy-en-Brien. La legación mexicana, por su parte, puso a su disposición los castillos de Reynard y Montgrand, en las inmediaciones de Marsella, que acogieron a 1.350 republicanos.