Arte en las alambradas

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Enrique Climent. “Barracón”. Dibujo.

La playa de Argelès-sur-Mer, en los Pirineos Orientales, al sur de la localidad de Perpinán, bañada por el Mediterráneo, era un lugar frecuentado por los lugareños, los veraneantes y los artistas por su exultante paisaje, sus limpias arenas, sus aguas claras y su suave brisa salitrosa. Un lugar apacible, tranquilo y solitario que, inopinadamente, en los primeros meses de 1939, cambió de aspecto, convirtiéndose en un escenario de horror y tragedia al albergar a varios miles de republicanos en precarias condiciones. Un escenario lóbrego y nada idílico que fue recreado con todo su realismo y dureza, sin ningún retoque halagador y efectista, por un considerable número de artistas de todos los estilos, géneros y técnicas que se inspiraron en él como un canto profundo al triunfo de la supervivencia, de la propia vida y de la creación artística en sí, por encima de la barbarie que amenazaba por destruirles.

Irónicamente aquellas recreaciones de los artistas iban a descubrir un escenario siniestro, casi metafórico, preludio de lo que unos meses después, tras la ocupación alemana, iban a ser los terribles campos de exterminio nazis donde fueron internados miles de ciudadanos franceses. Pero también las imágenes se convirtieron en un toque de atención y un pre-aviso del drama que iban a vivir los refugiados españoles en los campos de exterminio nazis capturados por la policía colaboracionista de Vichy, las SS y la Gestapo en suelo francés.

¿Qué supuso para los artistas plásticos aquella terrible experiencia concentracionaria? ¿Verdaderamente cambio su vida y su arte? El campo de refugiados de Argelès-sur-Mer fue uno de los más grandes y agrupó a gran parte de los derrotados republicanos españoles, entre ellos, a un gran número de artistas plásticos en unas condiciones de supervivencia muy precarias. Para nuestros artistas aquello no era ni mucho menos un centro de acogida, sino un verdadero campo de concentración. Por una serie de desfavorables circunstancias históricas, la tranquila playa, convertida en un improvisado campo de concentración, albergó a varias decenas de creadores que habían cruzado la frontera francesa en un intento de huir de las tropas nacionales. Protagonistas del drama concentracionario se erigieron como testigos testimoniales de la tragedia viva que les rodeaba. Fueron capaces de abrir sus ojos y recrear ese entorno trágico, lacerante y humillante. Así, sus creaciones plásticas participaron por igual del expresionismo más angustioso, pasando por el surrealismo más onírico y fantasioso hasta el realismo más verista, crudo y descarnado.

Tras una azarosa huida hacia la frontera francesa, perseguidos por las avanzadillas del Ejército franquista, y bajo la amenaza constante de las bombas de la aviación legionaria italiana, un importante número de artistas cruzaron por diversos pasos habilitados al país vecino, siendo detenidos por la policía, los guardias móviles y las tropas senegalesas y marroquíes y enviados a este campo, uno de los más grandes y que agrupó en los primeros meses de 1939 a gran parte de los refugiados republicanos, en condiciones extraordinariamente precarias. Muchos de ellos se habían destacado durante la guerra por su compromiso con la legalidad republicana, y que habían desarrollado una intensa actividad como cartelistas bélicos, que habían ilustrado revistas, liderado asociaciones, sindicatos y organismos antifascistas o actuado como comisarios políticos o de propaganda en diversas unidades del Ejército Popular.

Al traspasar su portón principal advirtieron la terrible deficiencia de sus instalaciones básicas y el hacinamiento. Los barracones para albergarse eran insuficientes, apenas existían servicios sanitarios, no había agua potable y la falta de letrinas obligaba a hacer las necesidades en la misma playa. Se vieron obligados a excavar agujeros en la arena de la playa para guarecerse con maderos, cartones, ramas y mantas del frío, del viento y de la lluvia. Durante los primeros seis días apenas se distribuyó agua y alimentos, y los que se entregaron eran escasos. Los más desesperados ingirieron agua salobre del mar, lo que provocó una epidemia de disentería. La falta de higiene favoreció la aparición de enfermedades contagiosas como la sarna y el tifus y gran cantidad de parásitos, como los piojos y chinches. Y todo ello bajo la estricta vigilancia de gendarmes y tiradores senegaleses que imponían una férrea disciplina militar a esa multitud de depauperados, famélicos y enfermos combatientes republicanos que habían luchado con bravura y heroísmo a los militares rebeldes y a sus aliados fascistas en diversos frentes de batalla.

Pese a esas circunstancias desfavorables de supervivencia, los artistas plásticos demostraron su fortaleza, su deseo de resistencia y su capacidad creadora participando en distintos proyectos culturales, expositivos, formativos y periodísticos. Para desarrollarlos se crearon los “barracones de cultura”, que no eran más que improvisadas construcciones de madera dotadas de algunos medios, como mesas, sillas y pizarras, para poder impartir instrucción diaria a los refugiados o en el caso de los artistas servir de improvisados estudios o talleres para realizar sus obras. Allí se editaron los primeros meses varios boletines informativos y se llevaron a cabo varias exposiciones que reunían pinturas, esculturas y dibujos realizados por los artistas refugiados, entre ellos, el pintor gallego Arturo Souto y el dibujante y caricaturista valenciano “Gori” Muñoz. En mayo de 1939 apareció el Boletín de los Estudiantes de la FUE, que elaboró un grupo de jóvenes graduados de la Escuela Normal de Valencia y las revistas La Barraca y Desde el Rosellón. Pero, sobre todo, los artistas llevaron a cabo una importante labor creativa personal, en muchos casos a escondidas, y con riesgo para su integridad física, ya que estaba prohibido dibujar, tomar imágenes y sacar fotografías de las instalaciones del campo. Sus obras se convirtieron en un verdadero documento gráfico que nos permite ahora conocer cómo se desarrolló la vida de miles de refugiados españoles en el campo de concentración a través de imágenes no sólo lacerantes y terribles, sino también líricas e incluso humorísticas.

Para la mayor parte de los artistas su estancia en el campo finalizó cuando se produjo el comienzo de las hostilidades contra Alemania y la ocupación nazi en verano de 1940. A su salida muchos optaron por establecerse y formar familias en Francia; otros se alistaron en el ejército francés para luchar contra los nazis; bastantes se incorporaron a la resistencia y otros fueron capturados por la Gestapo o la Whermacht para ser enviado a campos de trabajo o de exterminio, sobre todo de Mauthausen-Gusen y una minoría decidió volver a su país ante la promesa de los vencedores de perdonar a quienes no hubiesen cometido delitos de sangre. Tras el desalojo del campo fue utilizado durante la guerra como campo de concentración de prisioneros de guerra por el gobierno pronazi de la Francia de Vichy y finalmente desmantelado tras el fin de la guerra. En la actualidad apenas existen vestigios de sus instalaciones y el terreno está ocupado por zonas residenciales, hoteles, instalaciones deportivas y recreativas en las que se dan cita miles de ciudadanos de las poblaciones vecinas. En las proximidades de la Playa Norte del campo se halla colocado un monolito de piedra con una placa en homenaje a los 100.000 españoles que pasaron por el campo, con la siguiente inscripción: “A la memoria de los 100.000 republicanos españoles, internados en el campo de Argelès, tras la retirada en febrero de 1939”.


El pintor Enrique Climent.

Enrique Climent Palahí (1897-1980)

Afirmar aquí que el pintor, dibujante e ilustrador valenciano Enrique Climent Palahí fue uno de los más conspicuos representantes de la vanguardia en el exilio republicano puede parecer a muchos como una apreciación osada y una valoración bastante arriesgada, pero el hecho histórico es que fue una realidad porque ya que tempranamente en la década de los años veinte y treinta del siglo pasado se distinguió como adalid de la renovación española al formar parte del grupo de los artistas Ibéricos. A pesar de su relevante talla como artista durante décadas en su país fue un caso paradigmático del olvido y la marginación provocado por el destierro de los republicanos españoles al término de la guerra civil. No es raro encontrar artistas importantes cuyas famas fueron reconocidas públicamente en países donde se les consideraba extranjeros, mucho más que en el país donde había nacido. Este fue de aquellos que, por la dramática circunstancia de la diáspora, levantaron un pedestal a su nombre en una lejana tierra hospitalaria que le acogió, cuando en el suyo estaba aún sujeto al trágico bamboleo de un ideal, logrado en espíritu y en constancia, pero anhelado todavía en su deseo. Pocos artistas exiliados fueron tan capaces, tan sensibles, tan dotados técnicamente y de perfil tan acusado y propio. Fue, sin duda, una de las figuras capitales de la renovación plástica española de primer tercio de siglo XX y, luego, a través de múltiples evoluciones de su quehacer pictórico, fue conservando siempre una actitud de renovador. Renovación, por cierto, no siempre orientada hacia el futuro, sino ahincada en retrospecciones, en estilos pretéritos muy variados, donde fue a buscar nuevas formas de inspiración.

Enrique Climent Palahí vino al mundo en Valencia, el 24 de mayo de 1897, en el marco de una familia burguesa. Sus primeros años transcurrieron en un pueblo aragonés, donde sus abuelos poseían una casa solariega. Cursó estudios de bachillerato y muy tempranamente se despertó en él la vocación artística. En 1917 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos a pesar de la oposición de su padre, quien le negó toda clase de ayuda económica. De espíritu inconformista, se integró en las filas de la Asociación de Artes y Letras, presidida por el pintor Antonio Fillol, y constituida por jóvenes disidentes del Círculo de Bellas Artes como Ricardo Verde, Enrique Navas, Pascual Isla o Enrique Cuñat. Vivió en la controvertida lucha que entonces se libraba en Valencia entre los seguidores de Ignacio Pinazo y los defensores a ultranza de Joaquín Sorolla.

 

Al terminar sus estudios se instaló en una vieja buhardilla de la calle Roteros, donde pintaba retratos y ejecutaba dibujos publicitarios para subsistir. Sus inquietudes renovadoras, ya superada su juvenil militancia en el sorollismo, le hizo frecuentar la librería Internacional de la calle Joaquín Sorolla, donde adquiría revistas extranjeras que le informaban puntualmente de los movimientos artísticos entonces de moda. Sin embargo, el aislamiento en que trabajaba, encerrado en una pequeña ciudad de provincia, separado de las corrientes principales de la vida artística, suponía una inevitable limitación creadora para un artista joven con inquietudes y deseos de conocer nuevos horizontes.

En la primavera de 1919 se presentó al concurso de méritos de una convocatoria de becas de paisaje que iban a desarrollarse en Madrid y obtuvo una pensión. Con las obras que pintó durante el pensionado celebró en Madrid una exposición que obtuvo notable éxito de crítica y de venta, lo que le animó a establecerse en esta capital. Para sobrevivir trabajó como ilustrador en la revista Blanco y Negro y en Prensa Española. El tiempo libre lo empleaba en la realización de retratos y paisajes que vendía en los comercios. Entró en contacto con el grupo de artistas renovadores y empezó a colaborar en las principales revistas madrileñas. Su actividad artística se ramificó hacia otras áreas más rentables, como la publicidad comercial, pero manteniendo firme su personalidad. Asistía a la famosa tertulia del Café del Prado, frente al Ateneo, donde se reunían Benjamín Palencia, Alberto Sánchez, Bores y Cossío.

Presentó su primera exposición individual fuera de la capital, en las barcelonesas galerías Layetanas, en 1920, y luego lo hizo en la sala Dalmau. La necesidad de contactar con las fuentes de la vanguardia internacional le llevó a trasladarse a la capital francesa en 1924, que contaba con un importante núcleo de plásticos españoles. Allí permaneció dos años dedicado a la escenografía y al diseño en el Teatro de la Ópera. Regresó a Madrid, donde prosiguió pintando y celebrando exposiciones en distintas salas. Se incorporó a la tertulia del Café Pombo, presidida por el escritor Ramón Gómez de la Serna, a quien ilustró su Greguerías.

Su adscripción definitiva a la renovación plástica española se produjo en 1925, al integrarse al grupo de los Pintores Ibéricos, que intentaban modernizar el arte español basándose en sus orígenes. Participó en casi todas las exposiciones organizadas por este movimiento renovador, que tuvo en el crítico de arte Manuel Abril, su principal promotor. En 1929 mostró obras en una exposición de vanguardia en el Jardín Botánico de Madrid, organizada por la Sociedad de Cursos y Conferencias. En 1930 concurrió a una exposición colectiva celebrada en Copenhague, con el grupo de los Artistas Ibéricos. En 1931 fue nombrado profesor de Arte en el Instituto Salmerón de Barcelona y firmó el “Manifiesto dirigido a la opinión y los poderes públicos”, donde un grupo de artistas renovadores exigían “cambios en las viejas costumbres” y expresaban la conveniencia de implantar “un sentido amplio y renovador a la vida artística nacional”. En 1933 presentó obras a la “Primera Exposición de Arte Revolucionario” que se celebró en el Ateneo de Madrid, organizado por la Sección de Artes Plásticas de la Alianza de Intelectuales. Expuso en la Regional de Bellas Artes, en 1934, y en diversas muestras colectivas que organizó Acció d’Art en la Sala Blava de Valencia.

Al estallar la guerra fijó su posicionamiento político claramente frentepopulista y participó de lleno en las actividades de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y en los órganos de propaganda. Su convicción era que, a pesar de aquella situación bélica, se imponía la necesidad de continuar creando y promoviendo los valores humanos. Cooperó con sus obras, primero en Madrid y después en Valencia, trabajando a las órdenes del subcomisario García Maroto. Su labor pictórica la presentó en las Exposiciones Nacionales que se celebraron en Barcelona, obteniendo importantes premios. Además trabajó para el Ministerio de Propaganda ejecutando diversos carteles y dibujos. Pero su labor más importante fue la de los dibujos que realizó para el álbum titulado “Madrid” (1937), en el que colaboraron además, Francisco Mateos, Eduardo Vicente, Arturo Souto y José Bardasano. Para el Pabellón Español en la Exposición Internacional de París, presentó las obras tituladas “El bombardeo y Cuatro aviones bombardeando”. La primera era un óleo sobre tela que había obtenido el segundo premio en la exposición “Concurso de Pintura, Escultura, Grabado y Dibujo” de Barcelona (1937). La segunda, un dibujo al carbón, lápiz conté, pincel y pluma, con tinta sobre carbón. La crueldad de la guerra quedó plasmada en aquellas obras expuestas en París, donde el desgarro expresionista de un dibujo torturante y los tonos oscuros y ensombrecidos por la angustia dominaban la sensibilidad del artista valenciano.


Enrique Climent. “Retrato de Juan Gil-Albert”. Óleo, 1940.

Al término de la guerra cruzó la frontera francesa y fue recluido en el campo de refugiados de Argelès-sur-Mer, que abandonó gracias a la mediación de un grupo de intelectuales extranjeros. En el verano de 1939, llegó a México, donde inició un largo y prolífico exilio dedicado a la creación artística, a sus exposiciones y a impartir clases. Pintó paisajes y naturalezas muertas que avizoraban en su nuevo entorno. En 1940 obtuvo una beca del Colegio de México para pintar. Con la obra realizada celebró su primera exposición en la Universidad de México.

Su pintura se movía dentro de una tendencia academicista, apenas influenciado por las tendencias vanguardistas. Afincado en México conoció a la escritora y periodista norteamericana Helent, mujer que le apoyó en los primeros años de su exilio y con la que contrajo matrimonio. Amplió sus círculos sociales y frecuentó los ámbitos de los republicanos españoles. Fue contertulio habitual del Café Papagayo, y colaboró en las revistas de los exiliados republicanos. Pero lo más importante fue su actividad como pintor, grabador y dibujante, sin olvidar su magisterio en el campo de la docencia artística. Estableció su residencia en la Colonia de las Águilas, en las cercanías de México, donde instaló su estudio.

De vez en cuando salía a exponer fuera del país, principalmente a los Estados Unidos, pero en general, se resistía a que sus cuadros viajasen. Su regreso a España, después de veinticuatro años de exilio, coincidió con una exposición de sus obras en la sala Cisne de Madrid. La muestra causó una gran expectación y la crítica de arte le dedicó comentarios en los que destacaba que quedaba recuperado para la plástica española.

En la localidad alicantina de Altea pasaba las vacaciones veraniegas. Se abrió entonces un breve, pero intenso paréntesis, un retorno a sus orígenes, al mar, al cielo de su juventud y al encuentro con el paisaje de su tierra. Posteriormente se retiró a su estudio de la Colonia de las Águilas, recibiendo escasas visitas de amigos y emprendiendo fugaces viajes a la capital federal. En 1977 la editorial Joaquín Mortiz publicó la monografía artística Enrique Climent, con una presentación escrita por el propio artista, en el que resumía su ideario estético. Murió en su residencia mexicana de la Colonia de las Águilas, en 1980.

Josep Aguilera i Martí (1882-1955)

La carrera artística del catalán Josep Aguilera i Martí tendía a ser monótona y tranquila hasta que se vio bruscamente alterada en julio de 1936 al estallar la guerra civil cuyo desenlace lo llevó a él y a su familia al desarraigo de un penoso exilio al que se añadió el drama de su paso por los terribles campos de concentración y la posterior repatriación forzada a su país, siempre, claro está, bajo la amenaza de ser represaliado por los vencedores. Su destino como artista se truncó, y tuvo una existencia llena de obstáculos, padeció mucha desazón por causas económicas, y pasó por largos periodos de depresión, y todo ello a pesar de su prestigio como profesor, su magistral dominio del retrato al carboncillo y su condición de máximo representante del paisaje monumental de Girona, la ciudad en la que desarrolló la mayor parte de su actividad artística y que lo consideró maestro indiscutible.

Josep Aguilera i Martí nació en Salt (Girona), el 4 de agosto de 1882, en el marco de una familia modesta. Su padre, Francesc Aguilera, era propietario de la tartana de transporte de viajeros que hacía el trayecto regular Salt-Girona. A causa del fallecimiento de su madre en 1891, cuando era un niño, su progenitor abandonó el establecimiento que había instalado en los bajos de su casa –El café de Xicu– y se trasladó con él a casa de un hermano suyo en Barcelona, donde alternó sus estudios en las Escuelas Pías de San Antón con el trabajo en el bar que regentaba su tío.

Pronto se le despertó su vocación artística adquirida por su condición de lector de tebeos y su afición por copiar los dibujos que publicaban las revistas y semanarios ilustrados de la época. Aprovechaba su trabajo de camarero para hacer retratos al natural de los clientes habituales del café y cuando salía de casa lo aprovechaba para tomar apuntes de tipos curiosos que se iba encontrando. Llevado por su vocación, en 1905 se matriculó en la Escuela de Bellas Artes, en cuyas clases coincidió con Antonio Estruch, discípulo de Vila Cinca.

Al terminar la carrera se entregó a la pintura de caballete compartiendo estudio con un antiguo compañero de la academia, Casals. De carácter extrovertido, frecuentó los talleres de los grandes maestros y conoció a Nonell y Rusiñol. Para ganarse la vida alternó la pintura y los encargos con la docencia en una escuela privada, que más tarde abandonó para establecerse en su domicilio, donde impartió clases durante una década. En 1909 contrajo matrimonio con Rosa Gallar Xamani en Barcelona y en mayo de ese año concurrió a la Exposición de Arte de Barcelona con un paisaje urbano que representaba una calle de Barcelona. El aumento de la familia con el nacimiento de dos hijos le ocasionó serios problemas económicos que le obligaron a trasladar su domicilio al de su suegra en la localidad de Arbucias, un municipio de la comarca de la Selva, en la provincia de Girona.

En 1925 consiguió la Medalla de Oro del Concurso Josep Masrieta con un paisaje al carbón de Arbucias y al año siguiente se dio a conocer en una exposición en solitario que se celebró en el Ateneo de Girona obteniendo una gran acogida de público y crítica, estableciendo amistad con Carles Rahola.

Se integró en los círculos artísticos locales trabando amistad con Adolfo Fargnoli, Miguel Santalò, Miquel de Palol, Joaquim Pla, Eduard Fiol, Marcial de Laiglesia, Josep Tharrats y Rafael Masó. En octubre de ese año concurrió a la III Exposición de Arte Plástico gerundés promovido por el GEiEG, consiguiendo el primer premio de la modalidad de Pintura. A principios de 1927 volvió a exponer individualmente en la sala Parés de Barcelona en la que reunió dibujos de personajes marginales de la ciudad, algunos paisajes de Girona y Arbucias, editando un catálogo que incluía textos de presentación de Carles Rahola, Joaquím Pla, Artur Vinardell, Miquel Santalo, Marcial de Laiglesia y Miquel de Palol.

Desengañado por el fracaso comercial de la muestra, al vender únicamente un cuadro, decidió trasladarse a Girona, instalándose con su familia en la calle de la Força, donde abrió una escuela privada de Dibujo y Pintura. Su alumnado aumentó considerablemente cuando en 1928 incorporó en sus clases nocturnas el modelo natural, pues hasta entonces quienes solían posar eran mendigos y vagabundos. Su escuela le proporcionó un enorme prestigio como pedagogo y ese mismo año fue contratado como Profesor de Dibujo y Pintura en la remodelada Escuela Municipal de Bellas y en 1930 participó en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid.

 

Alternó la docencia con el cultivó de la pintura y el dibujo, participando además en diversas exposiciones colectivas y concurriendo a salones. Alcanzó un gran prestigio como paisajista y se le consideró como el pintor de Girona. También se entregó al retrato, donde destacó por la agudeza en captar rostros, miradas y fisonomías. En 1932 el ayuntamiento le encargó el dibujo de la portada del programa de Ferias y en 1933 participó en la I Exposición de Primavera de Girona promovida por su Ateneo, en la que coincidió con Rafael Benet, Joan Colon, Francesc Domingo, Pere Creixams, Grau Sala, Feliu Elías, Joaquim Mir, Rafael Llimona, Joan Miró, Xavier Nogues, José Mompou, Josep Obiols y Josep de Togores.

A finales de septiembre de ese año Josep Aguilera abandonó su piso de la calle de la Força y se trasladó a otro mucho más espacioso en la calle del Carmen, donde residió hasta el final de la guerra. Su prestigio como retratista se puso de manifiesto cuando en 1936 la Generalitat de Catalunya le adquirió diversas obras, entre ellas, los retratos de Francesc Maciá, Manuel Azaña y Lluís Company.

En la guerra Josep Aguilera se adhirió a la causa republicana, colaboró en diversas tareas propagandísticas, participó en exposiciones colectivas y realizó diversos dibujos sobre el conflicto. Del 12 al 22 de julio participó con Pep Colomer, Eduard Fiol, Francesc Gallostra, Ignasi Genover, Moises Giralt, Pere Perpinyá, Ramón Reig y Antoni Vares en una exposición colectiva celebrada en la Escuela Municipal de Artes e Industrias de Palafrugell.

A finales de ese año, Josep Aguilera fue elegido por el claustro director de la Sección de Bellas Artes de la Escuela de Bellas Artes, entonces repartida entre el local de la calle del Norte y el edificio de las Escolapias. En 1937 impartió clases en la sala de estudio del desnudo y de dibujo superior y de pintura. Por haber ocupado cargos docentes oficiales y haber participado en labores de propaganda a favor de la causa republicana, optó por abandonar con su familia la ciudad y cruzar la frontera francesa, situada a escasos kilómetros.

El 3 de febrero de 1939, antes de que las tropas nacionales ocupasen la ciudad, tomó el último autobús que salió de la Girona republicana, llegando a su destino Perpiñán, siendo detenido con su familia por la gendarmería que lo trasladó por ferrocarril al campo de concentración de Argelès-sur-Mer, de donde unos meses más tarde fue trasladado al campo de Nerck Plage, en Boulogne-sur-Mer, en Pas-de-Calais.

Con la amenaza, a finales de año, de la entrada de los ocupantes alemanes, desalojaron el campo y fue trasladado nuevamente con su familia al campo de Bram, en el Aude. En este lugar su hija menor Rosa María enfermó de tifus, y poco después enviaron a su mujer y a su hija menor a realizar trabajos de sirvientes en varios lugares, mientras su hijo Francisco trabajó de pastor de ganado en las montañas.

El 21 de diciembre de 1940 el comisario de policía del campo le expidió un permiso para que él, su esposa y sus hijas abandonasen Francia y regresaran a España. Establecido en Barcelona abrió su estudio y se dedicó a realizar retratos que le encargaban las galerías por mediación de Lluís Vilasau, quien hacía las veces de su marchante. Un trabajo de retratista mal remunerado que se prolongó hasta 1947 en que le propusieron sin éxito viajar a Sudamérica.

Su primer reconocimiento público como pintor se produjo cuando en julio de 1949 el Ayuntamiento de Salt le dedicó una exposición de homenaje en la misma casa consistorial. Murió el 29 de octubre de 1955, a los 73 años. A partir del fallecimiento de Franco y la instauración de la democracia su nombre comenzó a ser rescatado, valorado y considerado como el pintor cívico de Girona.

Jaume Passarell i Ribó (1889-1975)

El artista barcelonés Jaume Passarell i Ribó pasó a la historia del arte español del siglo XX por ser un buen periodista, agudo escritor de libros de memorias y divulgación, autor de exquisitos textos infantiles pero, sobre todo, un formidable dibujante caricaturista que, sin ser especialmente un innovador, ni tener una técnica notable, demostró que poseía una vena sarcástica, un gran poder de observación y un toque muy personal, por su excepcional talento, su gracia, su capacidad histriónica en indagar en la psicología de sus personajes, ya fueran políticos conocidos, intelectuales, científicos, empresarios, militares, aristócratas, artistas, tipos populares y deportistas, que lo convirtieron en un humorista muy leído en las revistas, semanarios y la prensa catalana.

Jaume Passarell vino al mundo en Badalona, el 2 de noviembre de 1889, en el seno de una familia modesta que residía en el número 148 de la calle de San Pedro, siendo sus padres Salvador Passarell i Recassent, carpintero y tramollista y María Ribó i Viltró, ama de casa. Cursó estudios primarios en el Ateneo Obrero de Badalona y amplió su formación en una academia privada. De ideología ácrata, en el sentido más idealista, pasó su juventud y adolescencia entre Badalona y el pueblecito de Tiana, donde un tío suyo tenía arrendado el Café de Dalt. Por mediación de su progenitor, concejal del ayuntamiento de su ciudad, ingresó como ayudante de maestro en la escuela pública que dirigía Jaume Giralt.

Jaume Passarell abandonó durante un breve tiempo el hogar y el trabajo docente y se trasladó a París en un deseo de encontrarse consigo mismo y, sobre todo, de asentar de una vez por todas su vocación, hasta entonces muy poco definida. Al tiempo que trabajaba para ganarse la vida como ayudante de maestro se le despertó gradualmente una fuerte inclinación dibujística, que fue afianzando de forma autodidacta y también por la influencia de los grandes dibujantes que publicaban en las revistas ilustradas de la época, de las que era un entusiasta consumidor.

Colaborador de revistas ilustradas catalanas como La campana de Gràcia y L’Esquella de la Torratxa, así como en la mayoría de las publicaciones editadas por Inocencio López Bernagossi. Se dio a conocer como dibujante en una exposición colectiva que se celebró en septiembre de ese mismo año en el Teatro Zorilla, coincidiendo con la Fiesta Mayor de la localidad y en la que también participaron los alumnos del pintor Eduard Fió i Guitart. Se entregó igualmente al cultivo del dibujo, la ilustración gráfica y la acuarela convencional, publicando algunos de sus trabajos entre 1910 y 1911 en diversas revistas y semanarios barceloneses.

Pero fue en el ámbito de la caricatura donde gradualmente comenzó a darse a conocer en su ciudad natal y a obtener sus mayores logros. Su primera exposición individual de caricaturas la celebró en junio de 1911 en el local de la Unió Federal Nacionalista Republicana que, si bien fue muy bien acogida por el público, provocó ciertas reservas en la crítica de arte que le consideró un principiante inexperto.

A mediados de agosto de 1912, durante la Fiesta Mayor, junto a Llorens Brunet, expuso en el Centro Badaloní una serie de caricaturas de tipos populares y personajes célebres, editando en aquella ocasión un catálogo que recogía una presentación de su amigo el poeta Marc Giró i Ros, en la que destacaba su solidez y su madurez como artista. En mayo de 1913 decidió abandonar definitivamente su actividad docente como ayudante de maestro para dedicarse por entero a su verdadera vocación a la que se había entregado los últimos años con tanta ilusión y esfuerzos como artista aficionado.

La necesidad de ampliar sus perspectivas laborales le hicieron mudarse a Barcelona, una ciudad cosmopolita en desarrollo y crecimiento, donde las editoriales, revistas de información general, semanarios satíricos, periódicos, agencias de publicidad y otras publicaciones ofrecían mayor oportunidades. Por mediación de su amigo Ramón Reventós “Moni” empezó a colaborar en L’Esquella de la Torratxa, que publicó su primera caricatura en la contraportada en mayo de 1913 y comenzó a enviar trabajos a otras como “Papitu”. En 1915 se incorporó como redactor en La Campana de Gràcia, lo que le permitió tener un sueldo seguro y la posibilidad de seguir colaborando en otras publicaciones como El poble català, El liberal y La Publicidad y con textos infantiles en El Sol de Madrid y La Mainada.