Crimen y castigo

Текст
Из серии: Colección Oro
0
Отзывы
Читать фрагмент
Отметить прочитанной
Как читать книгу после покупки
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

—Ajá, ¿y qué?

—Pero ¿no entiende? Esto demuestra que una de ellas se encuentra en la casa. Si ambas hubieran salido, habrían cerrado por fuera con llave; de ninguna manera habrían podido echar el pasador por dentro... ¿Lo escucha, lo escucha? Para poder echar el pasador hay que estar en casa, ¿no entiende? En fin, que están y no desean abrir la puerta.

—¡Sí! ¡Por supuesto! ¡No hay dudas! —dijo Koch, sorprendido—. Pero ¿qué diablos estarán haciendo?

Y comenzó a sacudir la puerta con furia.

—Es inútil. ¡Déjelo! —dijo el muchacho—. En todo esto hay algo extraño. Usted ha llamado muchas veces, ha sacudido la puerta con violencia y no abren. Esto puede significar que ambas están desmayadas o...

—¿O qué?

—Es preferible que avisemos al portero para que vea lo que sucede.

—Excelente idea.

Ambos se dispusieron a bajar.

—No —dijo el muchacho—; usted quédese aquí. Yo buscaré al portero.

—¿Por qué me tengo que quedar?

—Jamás se sabe lo que puede suceder.

—Está bien, me quedaré.

—Escúcheme: estudio para juez de instrucción. Hay algo aquí que no está muy claro; esto es notorio..., ¡notorio!

Después de decir esto en un tono vehemente, el muchacho comenzó a descender, a grandes zancadas, la escalera.

Koch, cuando se quedó solo, llamó otra vez discretamente y después, pensativo, comenzó a sacudir la puerta para asegurarse de que el pasador estaba echado. Posteriormente, jadeante, se inclinó, y colocó el ojo en la cerradura. Pero no logró ver nada, debido a que la llave estaba puesta por dentro.

Raskolnikof, de pie frente a la puerta, sujetaba con mucha fuerza el mango del hacha. Era presa de una especie de delirio. Se encontraba dispuesto a luchar con esos hombres si lograban entrar en el apartamento. Al escuchar sus golpes y sus comentarios, en más de una ocasión casi le puso fin a la situación hablándoles a través de la puerta. Por momentos lo dominaba el impulso de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso quería que entraran en el apartamento. “¡Qué terminen de una vez!”, se decía.

—Pero ¿ese hombre dónde se habrá metido? —susurró el que estaba fuera.

Ya habían transcurridos varios minutos y nadie subía. Koch comenzaba a perder la serenidad.

—Pero ¿dónde se metió ese hombre? —rezongó.

Finalmente, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso pesado, lento, ruidoso.

“Señor, ¿qué hacer?”.

Raskolnikof descorrió el pasador y entreabrió la puerta. No se escuchaba el menor ruido. Sin más indecisiones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y comenzó a descender. De inmediato —solamente había bajado tres escalones— escuchó gran algarabía más abajo. ¿Qué podía hacer? No había ningún lugar donde ocultarse... Subió de nuevo rápidamente.

—¡Eh, tú! ¡Aguarda!

El que gritaba acababa de salir de uno de los apartamentos inferiores y corría escaleras abajo, en tromba, no ya al galope.

—¡Mitri, Mitri, Miiitri! —gritaba hasta desgañitarse—. ¿Te volviste loco? ¡Así llegues al infierno!

Se extinguieron los gritos; los últimos provenían de la entrada. Todo quedó de nuevo en silencio. Pero, pasados apenas unos segundos, algunos hombres que charlaban a grandes voces comenzaron a subir de manera tumultuosa la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la voz sonora del muchacho de antes.

Entendiendo que no los podía esquivar, se fue a su encuentro decididamente.

“¡Qué sea lo que Dios quiera! Si me detienen, estoy perdido, y si dejan que pase, también, ya que después me recordarán”.

Parecía inevitable el encuentro. Ya solamente los separaba un piso. Pero, de repente..., ¡la salvación! Vio un departamento, vacío y abierto, unos escalones más abajo, a su derecha. Era el apartamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Se acababan de ir, como si lo hubiesen hecho a propósito. Probablemente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y perturbando. Estaban recién pintados los techos. En medio de uno de los cuartos todavía había un bote de pintura, un pincel y una cubeta. Raskolnikof se metió furtivamente en el apartamento y se ocultó en un rincón. Tuvo el tiempo preciso. Los hombres ya se encontraban en el descansillo. No se pararon: continuaron ascendiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar en voz alta. Raskolnikof aguardó un instante. Luego salió de puntillas y, rápidamente, se lanzó escaleras abajo.

No había nadie en la escalera; nadie en el portal. Velozmente salió y dobló a la izquierda.

Perfectamente sabía que esos hombres ya estarían en el apartamento de la anciana, que les habría asombrado hallar abierta la puerta que hacía unos instantes se encontraba cerrada; que estarían observando detenidamente los cadáveres; que de inmediato habrían deducido que el asesino se encontraba en el apartamento cuando ellos llamaron y que acababa de escapar. Y quizás incluso sospechaban que, cuando ellos subían, se había escondido en el departamento deshabitado.

No obstante, Raskolnikof no se arriesgaba a acelerar el paso; no se arriesgaba pese a que tendría que recorrer todavía un centenar de metros para alcanzar la primera esquina.

“Si entrara en un portal —pensaba— y me ocultara en la escalera... No, sería un error. ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomo un coche? ¡No, tampoco, tampoco!”.

En la mente las ideas se le enredaban. Finalmente vio una callejuela y entró en ella más muerto que vivo. Era claro que casi se había salvado. Corría allí menos peligro de levantar sospechas. Además, él era como un grano de arena entre los transeúntes que llenaban la angosta calle.

Sin embargo, de tal forma lo había debilitado la tensión emocional que apenas podía caminar. Por su rostro resbalaban gruesas gotas de sudor; su cuello estaba mojado.

Cuando desembocaba en el canal, una voz le gritó:

—¡Amigo, vaya merluza!

Perdió la cabeza completamente; cuanto más caminaba, más perturbado se sentía.

Cuando llegó al malecón y lo vio casi vacío, el temor de llamar la atención lo horrorizó, y regresó a la callejuela. Pese a que casi caía desfallecido, para llegar a su casa dio un rodeo.

Cuando atravesó la puerta todavía no había recuperado la presencia de ánimo. Se acordó del hacha cuando ya estaba en la escalera. Todavía tenía que hacer algo muy importante: dejar, sin llamar la atención, el hacha en su lugar.

Raskolnikof no estaba en condición de entender que en lugar de dejar el hacha en el sitio de donde la había cogido era mejor deshacerse de ella lanzándola, por ejemplo, al patio de cualquier vivienda.

No obstante, todo salió perfectamente. Estaba cerrada la puerta de la garita, pero no con llave. Esto, aparentemente, indicaba que el portero se encontraba allí. Pero Raskolnikof había perdido la capacidad de razonamiento hasta tal punto que caminó hacia la garita y abrió la puerta.

Si en ese instante hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado: “¿Qué quiere?”, él, probablemente, con el gesto más natural le habría devuelto el hacha.

Sin embargo, la garita se encontraba vacía como antes y Raskolnikof pudo colocar el hacha debajo del banco, entre los leños, igual como la halló.

De inmediato subió a su cuarto, sin toparse con nadie en la escalera. Estaba cerrada la puerta del apartamento de la patrona.

Una vez en su cuarto, se acostó con ropa en el diván y se sumergió en un tipo de inconsciencia que no era igual a la del sueño. Si entonces hubiese entrado alguien en la habitación, el joven, indudablemente, se habría asustado y habría gritado. Su mente era un hervidero de retazos de pensamientos, pero, por mucho que se empeñaba en ello, él era incapaz de captar ninguno.

Parte 2

Capítulo I

Por mucho tiempo, Raskolnikof estuvo acostado. En ocasiones, abandonaba a medias su letargo y se daba cuenta de que ya era muy de noche, pero no pensaba en ponerse de pie. Cuando amaneció, él continuaba acostado de bruces en el sofá, sin haber podido sacudirse ese adormecimiento que se había apoderado completamente de él.

Llegaron de la calle a su oído aullidos estridentes y gritos ensordecedores. Estaba habituado a escucharlos bajo su ventana todas las noches casi a las dos. En esta ocasión lo despertó el escándalo. Pensó: “Ya salen los borrachos de las cantinas. Ya deben ser más de las dos”.

Y dio tal brinco que daba la impresión de que lo habían arrancado del sofá.

“¿Ya son las dos? ¿Es posible?”.

Se sentó y, de repente, vino a su memoria todo lo sucedido.

Creyó volverse loco en los primeros instantes. Sentía un frío gélido, pero esta sensación era producto de la fiebre que se apoderó de él mientras dormía. Era tan intenso su temblor, que en el cuarto sonaba el castañeteo de sus dientes. Lo invadió un vértigo espantoso. Abrió la puerta y estuvo escuchando un instante. En la casa todos dormían. Miró con asombro sobre sí mismo y a su alrededor. Había algo que no entendía. ¿Cómo era posible que no recordara pasar el pestillo de la puerta? Además, se acostó con ropa e incluso con el sombrero, que se le había caído y allí estaba, en el suelo, junto a su almohada.

“Si entrara alguien pensaría que estoy ebrio, pero...”.

Corrió a la ventana. Había mucha claridad. Con mucho cuidado se inspeccionó de pies a cabeza. Miró y volvió a mirar sus ropas. ¿No había huella? No, de esa manera no podía verse. Se desvistió, aunque continuaba temblando a causa de la fiebre, e inspeccionó nuevamente sus ropas muy atentamente. Miraba por el derecho y por el revés pieza por pieza, con miedo de que algo se le hubiera pasado por alto. Examinó tres veces todas las prendas, hasta la más insignificante.

 

Solamente vio en los desflecados bordes de los bajos del pantalón unas gotas de sangre coagulada. Cortó estos flecos con un cortaplumas.

Pensó que ya no tenía nada más que hacer. Pero de repente recordó que todavía estaban en sus bolsillos la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la anciana. Todavía no había pensado en sacarlos para ocultarlos; cuando examinó las ropas ni siquiera se le había ocurrido.

En fin, a actuar. Vació los bolsillos sobre la mesa en un abrir y cerrar de ojos y después los volvió del revés para asegurarse de que en ellos no había quedado nada. Posteriormente, se lo llevó todo a un rincón de la habitación, donde se encontraba roto el papel y despegado de la pared a trechos. Introdujo el montón de pequeños paquetes en una de las bolsas que formaba el papel. “Todo listo”, se dijo con alegría. Y se quedó mirando con gesto imbécil la abertura del papel, que se había abierto aun más.

Se estremeció de repente de pies a cabeza.

—¡Dios mío! —susurró, con mucha desesperación—. ¿Qué hice? ¿Qué me sucede? ¿Es eso un escondrijo? ¿Es de esa manera como se esconden las cosas?

No obstante, se debe tener en cuenta que Raskolnikof no había pensado para nada en esas joyas. Pensaba que solamente tomaría el dinero, y esto explica que no tuviera listo ningún escondite. “¿Pero por qué me alegré? —se preguntó—. ¿Ocultar las cosas de esa forma no es un desatino? Es indudable que me estoy volviendo loco”.

Se sentó en el sofá sintiéndose en el límite de sus fuerzas. De nuevo los escalofríos de la fiebre recorrieron su cuerpo. Instintivamente se apoderó de su despedazado abrigo de estudiante, que tenía en una silla, al alcance de la mano, y se lo puso. Rápidamente cayó en un sueño que tenía un poco de delirio.

Perdió totalmente la noción de las cosas, pero después de cinco minutos se despertó, se puso de pie de un brinco y se lanzó sobre sus ropas con un gesto de angustia.

“¿Cómo me pude dormir sin haber hecho nada? Todavía el nudo corredizo está en el lugar en que lo cosí. ¡No haber recordado una prueba tan evidente, un detalle tan significativo!”. Arrancó el cordón, lo desbarató y debajo de su almohada, entre su ropa interior, metió las tiras de tela.

“Creo que esos pedazos de tela no pueden hacer sospechar a nadie. Por lo menos pienso que es así”, se dijo de pie en mitad del cuarto.

Luego, con una atención tan tensa que le producía dolor, comenzó a mirar hacia todos lados para estar seguro de que nada se le había olvidado. Ya se sentía atormentado por la convicción de que todo lo abandonaba, desde la memoria a la más simple capacidad de razonamiento.

“¿Esto es el inicio del martirio? Sí, lo es, definitivamente”.

Todavía estaban en el suelo, en medio de la habitación, expuestos a los ojos del primero que llegara, los flecos que había cortado de los bajos del pantalón.

—Pero ¿qué me sucede? —dijo, presa de mucha confusión.

Le asaltó una rara idea en este instante: pensó que quizá sus ropas estaban manchadas de sangre y que, debido a la disminución de sus capacidades, él no podía verlas. De repente recordó que la bolsita también estaba manchada. “Debe haber sangre hasta en mi bolsillo, ya que cuando me la guardé estaba húmeda”. De inmediato giró el bolsillo y se dio cuenta de que efectivamente, en el forro había varias manchas. De lo más profundo de su pecho salió un suspiro de alivio y pensó, victorioso: “No me ha abandonado completamente la razón: no he perdido la capacidad de reflexionar ni la memoria, ya que caí en este detalle. Ha sido solamente un instante de fragilidad mental producto de la fiebre”. Y todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón lo arrancó.

En ese instante, su bota izquierda fue iluminada por un rayo de sol y Raskolnikof, a través de un hueco del calzado, descubrió en el calcetín una mancha acusadora. Se quitó la bota y se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba de una mancha de sangre: esta manchada toda la punta del calcetín... “Pero ¿qué debía hacer? ¿Dónde tirar el bolsillo, los flecos, los calcetines?...”.

Y se preguntaba, parado en medio del cuarto, con esas piezas delatoras en las manos:

“¿Lo echo todo en la estufa? Hay que recordar que por las estufas siempre comienzan las investigaciones. ¿Y si los quemara aquí?... Pero ¿cómo lo haría, si no tengo cerillas? Es preferible que me los lleve y los tire en cualquier sitio. Sí, en cualquier sitio y en este momento”. Y al tiempo que hacía esta afirmación en su mente, tomó asiento nuevamente en el sofá. Después, en lugar de poner en práctica sus planes, tumbó la cabeza en la almohada. Sentía escalofríos nuevamente. Sentía mucho frío. Se puso otra vez su abrigo de estudiante.

Estuvo tendido en el sofá durante varias horas. Pensaba, de vez en cuando: “Sí, hay que ir a tirar todo esto en cualquier sitio y así no pensaré más en ello. Tengo que ir de inmediato”. Y en más de una oportunidad se sacudió en el sofá con la intención de ponerse de pie, pero le fue imposible. Finalmente, lo sacó de su inercia un golpe violento que dieron en la puerta.

—¡Abre la puerta si no has fallecido! —gritó Nastasia golpeando incesantemente la puerta con el puño—. Siempre está acostado. Pasa todo el día durmiendo como un perro. ¡Sí, exactamente como lo que es! ¡Abre! ¡Ya son más de las diez de la mañana!

—Quizá no esté —dijo una voz masculina.

“Es la voz del portero —pensó en seguida Raskolnikof—. ¿Qué querrá?”.

De un salto se levantó y permaneció sentado en el sofá. El corazón le latía tan fuertemente que le hacía daño.

—Y echado el pasador —señaló Nastasia—. Por lo visto tiene temor de que se lo lleven... ¿Quieres ponerte de pie y abrir de una vez por todas?

“¿Qué buscarán? ¿El portero qué hace aquí? ¡No cabe duda, ya se descubrió todo! ¿Debo hacerme el sordo o abrir la puerta? ¡Así agarren la peste!”.

A medias se levantó, extendió el brazo y tiró del pasador. El cuarto era tan angosto que sin dejar el sofá podía abrir la puerta.

No estaba errado: eran el portero y Nastasia.

La criada lo miró de una forma muy rara. Con desesperada osadía, Raskolnikof miraba al portero. Este le mostraba al muchacho un papel doblado, burdamente lacrado y de color gris.

—Han traído esto de la comisaría.

—¿De qué comisaría?

—¿De qué comisaría ha de ser? De la comisaría de policía, por supuesto.

—Pero ¿la policía qué quiere de mí?

—¿Y yo qué sé? Es una citación y debe ir.

Miró fijamente a Raskolnikof, miró todo el cuarto y se dispuso a irse.

—Pareces enfermo —dijo Nastasia, que no dejaba de ver a Raskolnikof. Cuando escuchó estas palabras, el portero giró la cabeza y la criada le comentó—: Desde ayer tiene fiebre.

Raskolnikof no respondió. Todavía tenía en la mano el papel, sin abrirlo.

—Permanece acostado —dijo Nastasia, compadecida cuando el muchacho se disponía a ponerse de pie—. No vayas si estás enfermo. No hay prisa.

Después de una breve pausa preguntó:

—¿Y qué tienes en la mano?

El joven siguió la mirada de la criada y miró el bolsillo, los flecos del pantalón y los calcetines en su mano derecha. Así había dormido así. Después se acordó que apretaba con la mano todo eso con mucha fuerza en las leves vigilias que interrumpían su sueño febril y que, sin abrirla, se dormía nuevamente.

—¡Recoges unos harapos y, como si fueran un tesoro, duermes con ellos!

Y se rio histéricamente. Raskolnikof se apresuró a ocultar debajo del sobretodo el triple cuerpo del delito y vio retadoramente a la criada.

Pese a que en esos instantes no era capaz de analizar con lucidez, notó que estaba recibiendo un trato muy diferente al que se da a alguien a quien van a apresar.

Pero... ¿la policía por qué lo citaba?

—Trata de tomar algo de té. Te lo traeré. Sobró un poco.

—No, no deseo té —susurró—. Veré qué quiere la policía. Me presentaré ahora mismo.

—¡Pero si ni podrás descender la escalera!

—Dije que voy.

—Bueno allá tú.

El joven salió después del portero. De inmediato, Raskolnikof se aproximó a la ventana y observó los calcetines y los flecos a la luz del día.

“Aquí están las manchas, pero se ven muy poco: las han esfumado el barro y el roce de la bota. El que no lo sepa, no las podrá ver. Por lo tanto, y por suerte, Nastasia no las vio: estaba muy distante”.

Con manos temblorosas abrió entonces el pliego. Para entender lo que decía tuvo que leerlo y releerlo en varias oportunidades. Se trataba de una citación redactada en la forma normal y corriente, en la que se le señalaba que debía presentarse en la comisaría del distrito, ese mismo día, a las nueve y media de la mañana.

“¡Qué cosa más extraña —pensó al tiempo que se apoderaba de él una angustia muy dolorosa—. Nada tengo que ver con la policía, y justamente hoy me cita. ¡Que finalice esto cuanto antes, mi Dios!”.

Se iba a poner de rodillas para rezar, pero en lugar de hacerlo, se rio. Se reía de sí mismo, no de las plegarias. Comenzó a ponerse la ropa velozmente.

“Si voy a fallecer, ¿qué podemos hacer?”.

Y de inmediato se dijo:

“Me pondré los calcetines. A las manchas las cubrirá el polvo de las calles”.

Cuando apenas se puso el calcetín ensangrentado, se lo arrancó con un gesto de intranquilidad y de espanto. Pero de inmediato recordó que no tenía más calcetines y se lo puso nuevamente, y se echó a reír otra vez.

“¡Bah! Estos son solamente prejuicios. En esta vida todo es relativo: las apariencias, las costumbres..., en fin, todo”.

No obstante, estaba temblando de pies a cabeza.

“Ya está; ya me lo puse y muy bien puesto”.

Rápidamente pasó de la hilaridad a la desesperación y la angustia.

“¡Esto está muy por encima de mis fuerzas!”.

Le temblaban las piernas.

—¿De temor? —murmuró.

Le daba vueltas todo; a consecuencia de la fiebre le dolía mucho la cabeza.

“¡Esto es una emboscada! Quieren cogerme desprevenido, atraerme —pensó al tiempo que caminaba hacia la escalera—. Lo más grave es que estoy muy aturdido, que quizá diga lo que no debo decir”.

Recordó ya en la escalera que las joyas que había robado todavía estaban donde las había colocado, detrás del papel roto y despegado de la pared del cuarto.

“Quizá, aprovechando mi ausencia, registren el cuarto”.

Se detuvo un instante, pero era tal la angustia que lo sometía, era su desesperación tan atrevida, tan honda, que hizo un gesto de impotencia y prosiguió caminando.

“¡Con tal de que todo finalice rápidamente…!”.

Como en los días anteriores, el calor era inaguantable. Ya hacía mucho tiempo que no había llovido. Siempre ese polvo y esos cúmulos de ladrillos y cal que obstruían las calles. Y la fetidez de las tiendas cubiertas de suciedad, y de las cantinas, y aquel hervidero de coches de alquiler, buhoneros, borrachos...

Le cegó el intenso sol y le provocó mareos. Le dolía tanto los ojos que no podía abrirlos. (Así les sucede a todos los que tienen fiebre en los días de sol).

Cuando llegó a la esquina de la calle que tomó el día antes miró furtiva y angustiosamente a la casa... y, de inmediato, giró los ojos.

“Si me llegan a interrogar quizá confiese”, pensaba mientras se acercaba a la comisaría.

Al cuarto piso de una casa nueva, situada a unos trescientos metros de su hospedaje, se había trasladado la comisaría. En una ocasión Raskolnikof había ido al anterior local de la policía, pero de esto ya había pasado mucho tiempo.

Cuando atravesó la puerta miró a la derecha una escalera por la que descendía un mujik con un cuaderno en la mano.

“Seguro es un ordenanza. Entonces, esa escalera lleva a la comisaría”.

Y comenzó a subir, aunque no estaba seguro de ello. No deseaba preguntarle a ninguna persona.

“Entraré allí, me arrodillaré y lo confesaré absolutamente todo”, pensaba al mismo tiempo que se iba aproximando al cuarto piso.

Empinada y dura, la escalera destilaba suciedad. Las cocinas de los cuatro apartamentos daban a ella y sus puertas se encontraban completamente abiertas todo el día. El calor era sofocante. Se veían ordenanzas subir y bajar con sus carpetas debajo del brazo, agentes y todo tipo de personas de ambos sexos que tenían alguna cuestión en la comisaría. Estaba abierta la puerta de las oficinas. Raskolnikof entró y se paró en la antesala, donde estaban algunos mujiks. Allí el calor era tan inaguantable como en la escalera. El local, además, estaba recién pintado y de él se desprendía un olor que provocaba náuseas.

 

Después de haber aguardado un instante, el muchacho pasó a la habitación adyacente. Todas las piezas eran pequeñas y de techo bajo. La intranquilidad le impedía continuar esperando y lo inducía a avanzar. Nadie le prestaba la más mínima atención. Varios escribientes, que no estaban mucho mejor vestidos que él, trabajaban en la segunda dependencia. Todos tenían una apariencia rara. Raskolnikof habló con uno de ellos.

—¿Qué deseas?

El muchacho le enseñó la citación.

—¿Usted es estudiante? —preguntó otro después de haber mirado el papel.

—Sí, estudiaba.

Sin ningún interés, el escribiente lo miró. Era un individuo de mirada vaga y cabellos enmarañados. Daba la impresión de que estaba dominado por una idea fija.

“Por este hombre no sabré nada. Le es indiferente todo”, pensó Raskolnikof.

—Diríjase usted al secretario —dijo el escribiente indicando con el dedo la oficina del fondo.

Raskolnikof caminó hacia ella. Esta cuarta pieza era excesivamente reducida y estaba repleta de personas, que estaban un poco mejor vestidas que las que el muchacho acababa de ver. Había dos mujeres entre ellas. Una vestía pobremente y estaba de luto. Se encontraba sentada frente al secretario y escribía lo que él le estaba dictando. La otra era de silueta gruesa y rostro colorado. Vestía opulentamente y en el pecho tenía un broche muy grande. Estaba alejada y daba la impresión de que estaba esperando algo. El muchacho le mostró el papel al secretario. Este le echó un vistazo y dijo:

—¡Espere!

Luego continuó dictando a la mujer de luto.

El muchacho suspiró. “No me llamaron por lo que yo pensaba”, se dijo. Y se fue recuperando lentamente”.

Después pensó: “Me puede perder la más mínima torpeza, la menor imprudencia... Es una pena que aquí no circule más aire. Uno se sofoca. Me da vueltas la cabeza más que nunca y no soy capaz de reflexionar”.

Estaba sintiendo un hondo malestar y temía no poder dominarlo. Intentaba fijar su mente en asuntos distintos, pero no lo lograba. No obstante, el secretario le interesaba poderosamente. Se dedicó a analizar su rostro. Era un muchacho de unos veintidós años, pero su cara, sombría y llena de movilidad, hacía que pareciera menos joven. Estaba vestido a la última moda. Sus cabellos, brillantes de cosmético, estaban divididos en dos por una raya que era una auténtica obra de arte. Perfectamente cuidados y blancos, sus dedos estaban llenos de sortijas. Varias cadenas de oro colgaban de su chaleco. Con un extranjero que se encontraba cerca de él intercambió, con mucha desenvoltura, unas palabras en francés.

—Luisa Ivanovna, tome asiento —dijo después a la colorada, gruesa y ricamente ataviada dama, que permanecía de pie como si no se atreviera a tomar asiento, a pesar de que tenía una silla junto a ella.

—Ich danke —contestó, en voz baja, Luisa Ivanovna.

Tomó asiento con un frufrú de sedas. En torno de ella se infló como un globo su vestido azul pálido, provisto de blancos encajes, y llenó casi la mitad de la habitación, al mismo tiempo que se esparcía por toda la estancia un exquisito perfume. Pero daba la impresión de que ella estaba abochornada de ocupar tanto lugar y oler tan bien. Con una expresión de temor y timidez, sonreía y daba muestras de impaciencia.

Finalmente, la mujer enlutada se puso de pie, terminando el asunto que la llevó allí.

En este instante entró estrepitosamente un oficial, con aire decidido y, a cada paso, moviendo los hombros. Sobre la mesa echó su gorra, engalanada con una escarapela, y tomó asiento en un sillón. Apenas lo vio, la señora lujosamente vestida se levantó rápidamente y con un ardor asombroso, comenzó a saludarlo y aunque él no le prestó la más mínima atención, ella no se atrevió a sentarse nuevamente en su presencia. Este hombre era el ayudante del comisario de policía. Exhibía unos enormes bigotes rojizos que horizontalmente sobresalían por ambos lados de su rostro. Excesivamente finas, sus facciones solamente expresaban cierta desfachatez.

Sesgadamente vio a Raskolnikof e incluso con una especie de rabia. Por demás su apariencia era miserable, pero no tenía nada de humilde ni modesta su actitud.

Raskolnikof, imprudentemente, sostuvo aquella mirada con mucho atrevimiento, por lo que el funcionario se ofendió.

—¿Tú qué estás haciendo aquí? —exclamó este, sorprendido indudablemente de que semejante andrajoso no bajara la mirada frente a sus brillantes ojos.

—Vine porque me llamaron —contestó Raskolnikof—. Recibí una citación.

—Él es ese estudiante al que se le solicita la cancelación de una deuda —dijo rápidamente el secretario alzando la cabeza de sus papeles—. Aquí lo tengo —y mostró un cuaderno a Raskolnikof, indicándole lo que tenía que leer.

“¿Una deuda?... ¿Pero qué deuda? —pensó Raskolnikof—. El caso es que ya sé que no me llamaron por... aquello, estoy completamente seguro”.

Tembló de alegría. De repente sintió un gran alivio, indecible, un felicidad indescriptible.

—Pero ¿a qué hora le dijeron que viniera? —le gritó el ayudante, cuyo mal humor había ido creciendo—. Ya son más de las once y lo citaron a las nueve y media.

—Hace un cuarto de hora fue que me entregaron la citación —contestó Raskolnikof en voz también alta. De él se había apoderado una furia repentina y con cierto placer se entregaba a ella—. ¡Demasiado he hecho con venir con fiebre y enfermo!

—¡Ya no grite, no grite!

—Yo no estoy gritando; hablo como debo hacerlo. El que está gritando es usted. Soy estudiante y no tengo por qué soportar que me hablen en ese tono.

Al oficial esta respuesta lo irritó de tal forma que no pudo responder de inmediato: de sus contraídos labios solamente salieron sonidos inarticulados. Luego brincó de su silla.

—¡Cállese! ¡Usted está en la comisaría! Aquí no se permiten insolencias.

—¡Usted también está en la comisaría! —contestó Raskolnikof—, y no contento con gritar, está fumando, lo que es, hacia todos nosotros, una total falta de respeto.

Sentía un placer indescriptible al pronunciar estas palabras.

Con una sonrisa, el secretario presenciaba la escena. El apasionado ayudante pareció dudar un instante.

—¡Eso no le concierne a usted! —contestó finalmente con gritos afectados—. Lo que debe hacer es prestar la declaración que se le solicita. Alejandro Grigorevitch, muéstrele el documento. Contra usted se presentó una denuncia. ¡Usted no cancela sus deudas! ¡Está hecho un buen pájaro!

Pero Raskolnikof ya no lo oía: se apoderó ansiosamente del papel e intentaba, con visible desasosiego, encontrar la clave del misterio. Leyó el documento varias veces sin lograr comprender ni una sola palabra.

—Pero ¿esto qué es? —preguntó al secretario.

—Es un efecto comercial cuya cancelación se le solicita. Usted tiene que pagar el valor de la deuda, además de la multa, de las costas, etcétera, o hacer una declaración por escrito donde diga en qué fecha lo podrá hacer. Se tendrá que comprometer, al mismo tiempo, a no abandonar la ciudad y también, hasta que haya cancelado su deuda, a no vender ni empeñar nada de lo que tiene. En cambio su acreedor tiene completa libertad para vender los bienes de usted y pedir que la ley sea aplicada.

—¡Pero si yo no le debo nada a ninguna persona!

—No es de nuestra incumbencia ese punto. Se nos ha remitido a nosotros un efecto protestado de ciento quince rublos que usted firmó hace nueve meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que esta dama mandó al consejero Tchebarof para pagar una cuenta. Nosotros, debido a ello, le citamos a usted para que declarara.

—¡Pero si ella es mi patrona!

—¡Y eso qué interesa!

El secretario lo miraba con una sonrisa de prepotencia y condescendencia, como a un principiante que comienza a aprender gracias a él lo que quiere decir ser deudor. Era como si le dijera: “¿Eh? ¿Qué te parece?”.