Crimen y castigo

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Raskolnikof no tomó asiento, pero tampoco quería irse. Se mantenía de pie frente a ella, indeciso.

Ese bulevar, siempre tan poco frecuentado, se encontraba totalmente solitario a esa hora: era casi la una de la tarde. No obstante, a unos cuantos pasos de allí, en la orilla de la calzada, había un hombre que por una razón u otra parecía sentir un gran deseo de aproximarse a la joven. También había visto, indudablemente, a la muchacha antes de que llegara al banco y la siguió, pero Raskolnikof le impidió ejecutar sus planes. Veía con rabia al muchacho, aunque disimuladamente, de manera que Raskolnikof no lo notó, y aguardaba impacientemente el instante en que el harapiento muchacho le dejara libre el camino.

Todo estaba totalmente claro. Ese hombre era un señor de unos treinta años de edad, fuerte, grueso y muy bien vestido, de piel roja y boca encarnada y pequeña, coronada por un bigote muy fino.

Raskolnikof sintió una violenta furia cuando lo vio. Repentinamente lo asaltó el deseo de insultar a ese presumido.

—Svidrigailof, dígame, ¿usted qué está buscando aquí? —dijo cerrando los puños y con una sonrisa sarcástica.

—¿Esto qué significa? —respondió el interpelado arrogantemente, frunciendo el ceño y al tiempo que su rostro adquiría una expresión de enojo y sorpresa.

—Esto lo que significa es: ¡Fuera de aquí!

—Miserable, ¿cómo te atreves?...

Alzó su fusta. Con los puños cerrados, Raskolnikof se abalanzó sobre él, sin darse cuenta de que su enemigo podía deshacerse fácilmente de dos hombres como él. Pero en este instante alguien lo sujetó por la espalda con mucha fuerza. Entre los dos rivales se interpuso un oficial de policía.

—¡Señores, tranquilos! En los sitios públicos no se permiten peleas.

Y al darse cuenta de su destrozado traje le preguntó a Raskolnikof:

—¿A usted qué le sucede? ¿Cuál es su nombre?

Con mucha atención, Raskolnikof lo observó. El policía tenía un noble rostro de soldado y tenía grandes patillas y bigotes. Sus ojos parecían llenos de inteligencia.

—Justamente usted es el hombre que necesito —gritó el muchacho tomándolo del brazo—. Yo soy Raskolnikof, antiguo estudiante... Digo que lo necesito por usted —agregó dirigiéndose al otro—. Guardia, venga conmigo; quiero que vea algo...

Y sin soltarle el brazo, llevó al policía al banco.

—Venga... Vea... Está totalmente ebria. Se paseaba por el bulevar hace un instante. Solamente Dios sabe lo que será, pero por supuesto, no tiene apariencia de mujer de la vida alegre profesional. Yo pienso que la hicieron beber y, para abusar de ella, se han aprovechado de su borrachera. ¿Entiende usted? Luego la dejaron libre en este lamentable estado. Mire que su vestido está desgarrado y mal puesto. Ella misma no se ha vestido, sino que la vistieron. Esto es un trabajo de unas manos inexpertas, de unas manos masculinas; es evidente. Y ahora mire para ese lado. A ese hombre con el que casi llegué a las manos hace un instante no lo conozco: es la primera vez que lo veo. Él la miró como yo, hace unos momentos, en su camino, se dio cuenta de que estaba embriagada, sin conciencia, y sintió el deseo de aproximarse a ella y llevársela Dios sabe adónde, aprovechándose de su ebriedad. Estoy completamente seguro de no estar cometiendo un error. No estoy errado, confíe en mí. Vi cómo la vigilaba. Yo destruí sus planes, y ahora solamente espera que me marche. Mire: se ha apartado un poco y está encendiendo un cigarrillo para disimular. ¿Cómo podríamos librar esta desdichada muchacha de él y acompañarla a su casa? Piense a ver si se le ocurre alguna cosa.

Al instante, el policía entendió la situación y se puso a analizar. Eran evidentes las intenciones del grueso hombre; pero tenía que conocer las de la joven. El policía se inclinó sobre ella para examinar su cara más de cerca y sintió una franca compasión.

—¡Qué pena! —dijo, sacudiendo la cabeza—. Es una pequeña. Es indudable que le han tendido un lazo... Escuche, joven, ¿dónde vive usted?

La chica alzó sus pesados párpados, miró a los dos hombres con una expresión de confusión e hizo un gesto como rechazando sus interrogaciones.

—Escuche, guardia —dijo Raskolnikof, buscando en sus bolsillos, de donde sacó veinte kopeks—. Tome, aquí tiene dinero. Busque un coche y acompáñela a su casa. ¡Si pudiéramos averiguar dónde vive!...

—Jovencita —dijo nuevamente el policía, tomando el dinero—: detendré un coche e iré con usted a su casa. ¿Adónde la llevo? ¿Cuál es su dirección?

—¡Déjeme tranquila! ¡Qué pesados! —dijo la joven, haciendo nuevamente el gesto de rechazo.

—Es terrible. ¡Qué vergüenza! —se dolió el policía, sacudiendo de nuevo la cabeza con un gesto de recriminación, de compasión y de rabia—. Ahí está el problema —agregó, hablando ahora con Raskolnikof y mirándolo rápidamente, por segunda vez, de arriba abajo. Le parecía raro, sin duda, que ese muchacho harapiento le diera dinero—. ¿Usted la encontró lejos de este lugar? —le preguntó.

—Ya le dije que ella iba por el bulevar delante de mí. Se tambaleaba y se dejó caer apenas llegó al banco.

—¡Mi Dios, qué cosas tan bochornosas se ven actualmente en este mundo! ¡Tan joven, y ya ebria! No hay ninguna duda de que la engañaron. Mire bien: su vestido está cubierto de desgarrones. ¡Ah, pero cuánto vicio existe hoy en la Tierra! Quizás es hija de casa noble y distinguida venida a menos. En nuestra época esto es muy normal. Da la impresión de que es una joven de buena familia.

Nuevamente se inclinó sobre ella. Probablemente él mismo era padre de muchachas bien educadas que habrían podido pasar por jóvenes de finos modales y de buena familia.

Agitado, Raskolnikof exclamó:

—Lo más importante, lo más importante es no dejar que caiga en manos de ese hombre perverso. Por segunda vez la ultrajaría; sus propósitos son transparentes como el agua. ¡Mírelo! El muy granuja no se marcha.

Decía esto en voz alta y señalaba con el dedo al desconocido. Este lo escuchó y daba la impresión de que iba a dejarse llevar de la rabia, pero se dominó y se limitó a mirarlo despectivamente. Después se apartó poco a poco una docena de pasos y se paró nuevamente.

—No dejar que caiga en sus manos —repitió, pensativo, el policía—. Por supuesto, eso se podría lograr. Pero tenemos que averiguar su dirección. De lo contrario... Señorita, escúcheme. Me puede decir...

Nuevamente se inclinó sobre ella. De repente, la joven abrió los ojos completamente, miró con atención a los dos hombres y, como si súbitamente la luz se hiciera en su mente, se levantó del banco y caminó hacia el lado contrario de por donde había llegado.

—¡No puedo quitármelos de encima! —susurró—. ¡Los muy insolentes!

Y, de nuevo, movió los brazos con el gesto de rechazo. Caminaba rápidamente, pero todavía con paso inseguro. El elegante extraño siguió persiguiéndola, pero por el otro lado del camino y sin dejar de mirarla.

—Tranquila —dijo decididamente el policía, ajustando su paso al de la joven—: ese individuo no la incomodará. ¡Ah, cuánto vicio existe en el mundo! —repitió, suspirando.

Raskolnikof, en ese instante, sintió un impulso incomprensible.

—¡Escuche! —gritó al noble de bigotes.

El policía se volvió.

—¡Déjela! ¿A usted qué le importa? ¡Deje que se entretenga! —y señalaba al perseguidor—. ¿A usted qué le importa?

El policía no entendía nada. Lo miraba con los ojos muy abiertos.

Raskolnikof lanzó una carcajada.

—¡Bah! —dijo el policía al tiempo que sacudía la mano con desdeño.

Y siguió la persecución del elegante hombre y de la joven.

Indudablemente pensó que Raskolnikof era un loco o algo peor.

Cuando el muchacho se encontró solo se dijo, furioso:

“Se está llevando mis veinte kopeks. Ahora hará que el otro también le pague y le dejará la joven: de esa manera finalizará todo. ¿Pero quién me mandó a meterme a auxiliarla? ¿Acaso esto es mi problema? Solamente piensan en devorarse vivos unos a otros. ¿A mí qué me interesa? Tampoco sé cómo me atreví a entregar esos veinte kopeks. ¡Y no son míos!...”.

Tenía el corazón oprimido, pese a estas raras palabras. Tomó asiento en el banco abandonado. Eran confusos e incoherentes sus pensamientos. Por otro lado, pensar, fuera en lo que fuere, para él era un tormento en ese instante. Hubiera querido no recordar nada, dormirse, después despertar y comenzar una vida nueva.

“¡Pobre chica! —pensó mirando el pico del banco donde estuvo sentada—. Cuando recupere la conciencia, llorará y su madre sabrá todo. Inicialmente, su madre la golpeará, después la azotará despiadadamente, como a un ser vil, y después, probablemente, la lanzará a la calle. Aunque no la eche, una Daría Frantzevna cualquiera terminará por oler la presa, y ya tenemos a la pobre joven rodando de aquí para allá... Luego el hospital (así sucede siempre a las que tienen madres honestas y se ven forzadas a hacer todo de manera discreta), y después... después... al hospital nuevamente. Y ya es un ser acabado a los dos o tres años de esta existencia; sí, ya es una mujer cansada, agotada, a los dieciocho o diecinueve años... ¡Cuántas he visto de esa forma! ¡Cuántas llegaron a eso! Sí, todas comienzan como esta... Pero ¡a mí qué me interesa! Un tanto por ciento anual termina así y desaparece. Dios sabe dónde..., indudablemente, en el infierno, para garantizar el sosiego de los otros... ¡Un tanto por ciento! ¡Qué expresiones tan delicadas, tan técnicas, tan alentadoras, utilizan las personas!... Un tanto por ciento; no existe, pues, motivo para intranquilizarse... Si se dijera de otra manera, todo cambiaría..., sería más grande la preocupación y la angustia...

 

“¿Y si Dunia se viera incluida en este tanto por ciento, si no el año que estamos viviendo, el próximo?

“Pero, a propósito, ¿adónde me dirijo? —pensó de repente—. ¡Qué extraño! Yo salí de casa para ir a algún sitio; apenas he finalizado de leer salí para... ¡Ahora recuerdo: me dirigía a Vasilievski Ostrof, a casa de Rasumikhine! Pero ¿para qué? ¿Por qué motivo se le ocurrió ir a visitar a Rasumikhine? ¡Qué cosa tan rara y fuera de lo común!”.

Ni él mismo entendía su comportamiento. Rasumikhine era uno de sus viejos compañeros de universidad. Hay que señalar que cuando Raskolnikof era estudiante vivía alejado de los otros alumnos, solitario, apartado, sin visitar la casa de ninguno de ellos ni aceptar sus visitas. Muy pronto, sus condiscípulos le volvieron la espalda. No participaba en las discusiones ni en las reuniones ni en los entretenimientos de sus compañeros. Todos lo admiraban, porque estudiaba con mucho empeño, con mucha pasión, pero nadie le tenía afecto. Era extremadamente pobre, arrogante, orgulloso y, como si escondiera un secreto, vivía encerrado en sí mismo. Varios de sus compañeros consideraban que los trataba como niños a los que superaba en conocimientos y cultura y cuyas ideas e intereses estaban muy por debajo de los suyos.

No obstante, hizo amistad con Rasumikhine. Por lo menos, era con él más comunicativo, más sincero que con los otros. Y es que no era posible tratar a Rasumikhine de otra forma. Era un joven alegre, afable, extrovertido y de una bondad casi candorosa. Sin embargo, este candor no prescindía de los sentimientos hondos ni de la dignidad perfecta. Sus compañeros lo sabían, y por eso todos lo apreciaban. Se encontraba muy distante de ser torpe, pese a que en ocasiones se mostraba excesivamente ingenuo. Tenía un rostro muy expresivo; era delgado y alto, de cabello color negro, y siempre estaba mal afeitado. Cuando se presentaba la oportunidad hacía sus travesuras y se le consideraba un Hércules. Una noche que recorría las calles acompañado de sus amigos derribó de un solo puñetazo a un policía cuya estatura era, como mínimo, uno noventa de estatura. De la misma manera que bebía sin medida era capaz de mostrar la sobriedad más estricta. En ocasiones actuaba con una sensatez ejemplar, en otras hacía locuras inaceptables.

Otra característica importante tenía Rasumikhine: ninguna contrariedad lo desconcertaba; ninguna adversidad lo derrumbaba. Podría aguantar los fríos más feroces, el hambre más cruel y haber vivido sobre un tejado. Era excesivamente pobre, tenía que vivir de sus propios medios y jamás carecía de un medio u otro para lograr ganarse la vida. Conocía un sinfín de sitios donde obtener dinero..., trabajando, lógicamente.

Se le vio pasar toda una época invernal sin fuego, y él comentaba que esto era muy agradable, debido a que cuando se tiene frío se duerme mejor. Por falta de recursos también había tenido que abandonar la universidad, pero esperaba poder reiniciar sus estudios muy pronto, e intentaba, por todos los medios, mejorar su situación económica.

Raskolnikof no había ido a visitar a Rasumikhine desde hacía cuatro meses. Y Rasumikhine no sabía dónde vivía su amigo. Hacía unos dos meses, un día se toparon en la calle, pero Raskolnikof se desvió e incluso cruzó hacia la otra acera. Pese a que había reconocido perfectamente a su amigo, Rasumikhine, para no avergonzarlo, fingió que no lo había visto.

Capítulo V

Y pensó: “No hace mucho tiempo me propuse, efectivamente, ir a solicitar a Rasumikhine que me proveyera empleo (lecciones u otra cosa); pero ahora ¿él qué puede hacer por mí? Aceptemos que me encuentre unas lecciones e incluso que sus últimos kopeks, si acaso tiene alguno, los comparta conmigo, de manera que yo pueda adquirir unas botas y arreglar mi traje, ya que no me presentaré así a dar lecciones. Pero ¿después qué haré con unos pocos kopeks? ¿Acaso es esto lo que yo requiero en este momento? ¡Que vaya a casa de Rasumikhine es simplemente ridículo!”.

Le atormentaba más de lo que se confesaba a sí mismo el asunto de indagar por qué iba a casa de Rasumikhine. Con afán buscaba un significado siniestro a ese acto aparentemente tan fútil.

“¿Se puede aceptar que me haya imaginado que podría arreglarlo todo solamente con la ayuda de Rasumikhine, que en él podía encontrar la solución de todas mis graves dificultades?”, se preguntó asombrado.

Pensaba, se frotaba la frente. Y he aquí que de repente —algo que no se podía explicar—, después de estar atormentándose durante largo tiempo, una idea sorprendente y maravillosa surgió en su mente.

“Visitaré a Rasumikhine —pensó entonces serenamente, como el que ha tomado una decisión irrevocable—; visitaré a Rasumikhine, cierto, pero no en este momento...; lo visitaré al día siguiente del suceso, cuando todo haya finalizado y para mí todo haya cambiado”.

Raskolnikof volvió en sí súbitamente.

“Después del suceso —pensó sobresaltado—. Pero este suceso ¿se realizará, se llevará a cabo realmente?”.

Se puso de pie y caminó rápidamente. Casi estaba corriendo con el propósito de regresar a su casa. Sin embargo, cuando pensó en su cuarto sintió algo muy desagradable. Era en su cuarto, en ese miserable cuchitril, donde, hacía ya más de un mes, había madurado el “asunto”. Raskolnikof dio media vuelta y siguió su camino a la felicidad.

Se había apoderado de él un febril estremecimiento nervioso. Temblaba. Pese a que el calor era inaguantable tenía mucho frío. Hizo, cediendo a una casi inconsciente necesidad interna, un enorme esfuerzo para fijar su atención en las numerosas cosas que miraba, con la finalidad de poder librarse de sus pensamientos; pero el empeño fue inútil: a cada instante caía nuevamente en su delirio. Estaba abstraído unos momentos, temblaba, alzaba la cabeza, paseaba la vista a su alrededor y ya no recordaba lo que hacía unos segundos estaba pensando. Ni siquiera las calles por donde iba caminando las reconocía. De esa manera cruzó toda la isla Vasilievski, llegó ante el Pequeño Neva, atravesó el puente y llegó a las islas menores.

En el primer instante, la frescura del panorama y el verdor llenaron de alegría sus cansados ojos, acostumbrados a la blancura de la cal, al polvo de las calles, a los inmensos y aplastantes edificios. Aquí el ambiente no era pestífero ni irrespirable. No se veía ni una sola cantina... Sin embargo, pronto estas sensaciones nuevas perdieron su encanto para él, que cayó nuevamente en un enfermizo malestar.

En ocasiones se paraba frente a alguno de aquellos chalés incrustados en la verde vegetación graciosamente. Miraba por la reja y veía a la distancia, en balcones y terrazas, mujeres elegantemente vestidas y pequeños que jugaban mientras corrían por el jardín. Las flores eran lo que más le gustaba e interesaba, lo que atraía particularmente sus miradas. Veía pasar, de vez en cuando, jinetes muy elegantes, amazonas, maravillosos carruajes. Con la mirada los seguía con mucha atención y antes de que hubieran desaparecido, los olvidaba.

De repente se paró y contó su dinero. Le quedaban solamente treinta kopeks... “Veinte al funcionario policial, tres a Nastasia por la misiva. Por lo tanto, dejé ayer de cuarenta y siete a cincuenta en casa de los Marmeladof...”. Indudablemente, había hecho estos cálculos por alguna razón, pero apenas extrajo el dinero del bolsillo lo olvidó y no lo recordó de nuevo hasta que, cuando pasó poco después frente a una tienda de comestibles, más bien un tabernucho, se dio cuenta de que tenía mucha hambre.

Entró en la taberna, se bebió una copa de vodka y comió un poco de un pastel que se llevó para finalizarlo mientras seguía paseando. No había probado el vodka desde hacía mucho tiempo, y la copita que acaba de tomar le provocó un efecto fulminante. El sueño lo rendía y las piernas le pesaban. Se planteó regresar a casa, pero, cuando llegó a la isla Petrovski, se tuvo que detener: estaba totalmente fatigado.

Entonces salió del sendero, se internó en los matorrales, se dejó caer en la hierba y, de inmediato, se quedó dormido.

Los sueños de un hombre enfermo tienen habitualmente una claridad asombrosa y se parecen tanto a la realidad que hasta llegan a confundirse con ella. A veces, los hechos que se desarrollan son monstruosos, pero son tan creíbles el escenario y toda la trama y están llenos de pormenores tan inesperados, tan ingeniosos, tan logrados, que el que duerme no podría imaginar nada similar estando despierto, aunque fuera un artista del nivel de Turgueniev o Pushkin. Estos sueños no se olvidan con facilidad, sino que dejan una impresión profunda en el desbaratado organismo y el excitado sistema nervioso del enfermo.

Raskolnikof tuvo un sueño espantoso. Se vio nuevamente en el pueblo donde vivió cuando era pequeño junto a su familia. Pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo, y tiene siete años de edad. El calor es agobiante, está muy nublado, el paisaje es totalmente igual al que él mantiene en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya no recordaba. El paisaje del pueblo se ofrece completamente a la vista. En los alrededores ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco. Solamente a la distancia, en el horizonte, en los confines del firmamento, por decirlo de esa manera, se puede ver la mancha oscura de un bosque.

Hay una cantina a unos pocos pasos del último jardín de la población, una enorme cantina que provocaba una impresión desagradable al pequeño e incluso, cuando pasaba frente a ella con su padre, lo asustaba. Siempre estaba llena de clientes que gritaban, reían, se insultaban, cantaban espantosamente, con voces desgarradas, y muchas veces llegaban a las manos. En las proximidades de la cantina siempre deambulaban hombres borrachos de rostros aterradores. Cuando el pequeño los veía, temblaba de pies a cabeza y se apretaba fuertemente contra su padre. Un angosto sendero perennemente polvoriento pasaba no lejos de allí. ¡Qué negro era ese polvo! El sendero era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la cantina, se desviaba hacia la derecha y rodeaba el camposanto.

Una iglesia de piedra, de cúpula verde, se levantaba en medio del cementerio. Dos veces al año, el pequeño la visitaba acompañado por su padre y por su madre para escuchar la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, fallecida hacía ya mucho tiempo y a la que no pudo conocer. Siempre, en un plato cubierto con una servilleta la familia llevaba el pastel de los fallecidos, sobre el que, formada con pasas, había una cruz. Raskolnikof amaba esta iglesia, sus antiguas imágenes desprovistas de ornamentos, y también a su anciano sacerdote de temblorosa cabeza. Próxima a la lápida de su abuela había un pequeño sepulcro, el de su hermano menor, fallecido a los seis meses y al que no podía recordar, ya que no lo conoció. Porque se lo habían dicho era que sabía que había tenido un hermano. Y cada vez que visitaba el cementerio, se santiguaba piadosamente ante el pequeño sepulcro, se inclinaba respetuosamente y lo besaba.

He aquí el sueño.

Camina con su padre por el sendero que lleva al camposanto. Pasan por delante de la cantina. Dirige una mirada de terror al local sin soltar la mano de su padre. Mira una aglomeración de burguesas engalanadas, campesinas con sus esposos y todo tipo de personas del pueblo. Todos están borrachos; todos entonan melodías. Frente a la puerta hay un vehículo muy extraño, una de esas inmensas carretas de las que habitualmente tiran robustos corceles y que se usan para el traslado de barriles de vino y todo tipo de mercancías. Raskolnikof se extasiaba mirando estos bellos caballos de recias patas y largas crines, que, con paso cauteloso y natural y sin cansancio alguno, arrastraban auténticas montañas de carga. Incluso se diría que andaban con más facilidad enganchados a estos inmensos vehículos que libres.

No obstante —cosa rara—, entre sus varas la pesada carreta tiene un jamelgo de una delgadez deplorable, uno de esos caballos de aldeano que él ha mirado en muchas ocasiones arrastrando enormes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando incluso a golpearlos en los ojos y en la boca cuando los desdichados animales se esfuerzan inútilmente por sacar el vehículo de un aprieto. Era un niño y este espectáculo llenaba sus ojos de lágrimas cuando lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a alejarlo.

De repente se escucha gran algarabía en la cantina, de donde se ve salir, entre gritos y cantos, un grupo de voluminosos mujiks borrachos, vistiendo camisas azules y rojas, llevando la balalaika en la mano y la casaca colgada de forma descuidada en el hombro.

 

—¡Suban, suban todos! —grita un hombre a un joven de cuello grueso, rostro regordete y piel de un rojo de zanahoria—. Los llevaré a todos. ¡Suban!

Estas palabras producen risas e insultos.

—¿Crees que ese esmirriado rocín podrá con nosotros?

—Mikolka, ¿perdiste la cabeza? ¡Enganchar un animalillo así a semejante vehículo!

—Amigos, ¿no les parece que ese caballejo tiene por lo menos veinte años?

—¡Suban! ¡Los llevaré a todos! —gritó Mikolka nuevamente.

Y es quien sube a la carreta primero. Toma las riendas e instala en el asiento su enorme cuerpo.

—El caballo bayo —dice en voz alta—, Mathiev se lo llevó hace poco, y para mí esta bestia es una auténtica pesadilla. Les juro que me gusta pegarle. El pienso que come no se lo gana. ¡Vamos, suban! Haré que galope, les aseguro que haré que galope.

Sujeta el látigo y con evidente placer, se prepara a azotar al pobre animalito.

—Ya lo escuchan: dice que harán que galope. ¡Arriba, ánimo! —dijo una voz burlona entre la muchedumbre.

—¿Qué dice? ¿Galopar? Este animal no ha galopado por lo menos hace diez meses.

—Por lo menos los llevará a buena marcha.

—¡Amigos, no lo compadezcan! ¡Tomen cada uno un látigo! ¡Eso, esta calamidad lo que necesita son muchos y buenos latigazos!

Entre bromas y risas, todos suben a la carreta de Mikolka. Ya se encuentran seis arriba y aun queda espacio libre. Debido a eso, hacen subir a una campesina de rostro rojizo, con muchas cuentas de colores en el tocado y con muchos bordados en el vestido. Entre risas burlonas, parte y come avellanas incesantemente.

La multitud que está alrededor de la carreta también ríe. Y, realmente, ¿cómo no reírse ante la sola idea de que tan esquelético caballo pueda llevar semejante carga al galope? Para ayudar a Mikolka, dos de los muchachos que están en la carreta toman los látigos. Se escucha el grito de ¡arre! Y, con todas sus fuerzas, el caballo tira. Pero no solamente no logra galopar, sino que apenas puede andar al paso. Gime, patalea, encorva el lomo bajo la lluvia de latigazos. En la carreta y entre la muchedumbre que la ve marchar se redoblan las risas. Mikolka se enoja y se ensaña con el pobre caballo, empeñado en verlo galopar.

—¡Hermanos, permítanme subir también a mí! —grita un muchacho, seducido por el feliz espectáculo.

—¡Sube! ¡Suban! —grita Mikolka—. ¡Nos llevará a todos! A fuerza de golpes yo lo forzaré... ¡Latigazos! ¡Muchos latigazos!

La furia lo ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué golpearlo para dañarlo más.

—Papá, papaíto —dice Rodia—. ¿Por qué están haciendo eso? ¿Por qué torturan a ese desdichado caballito?

—Vámonos, vámonos —contesta el padre—. Están ebrios... De esa manera se entretienen, los muy estúpidos... Marchémonos..., no mires...

Y trata de llevárselo. Pero el pequeño se suelta de su mano y corre hacia la carreta, fuera de sí. El infeliz caballito ya está extenuado. Se para, jadea; después comienza a tirar de nuevo... Ya está a punto de desfallecer.

—¡Péguenle hasta matarlo! —ruge Mikolka—. ¡Precisamente eso es lo que tenemos que hacer! ¡Yo los ayudo!

—¡Eres un demonio, tú no eres cristiano! —grita un anciano entre la muchedumbre.

Y otra voz agrega:

—¿Acaso dónde se ha visto enganchar a un pequeño animal así a una carreta como esa?

—¡Lo vas a asesinar! —grita un tercero.

—¡Váyanse al demonio! Este animal es mío y con él puedo hacer lo que quiera. ¡Suban, suban todos! ¡Lo haré galopar!

De repente, la voz de Mikolka es ahogada por un coro de carcajadas. Aunque casi muerto por la lluvia de golpes, el caballo perdió la paciencia y comenzó a cocear. Hasta el anciano, sin poder dominarse, participa de la alegría colectiva. Realmente la cosa no es para menos: ¡un caballo que apenas se puede sostener sobre sus patas dando coces!...

De la masa de espectadores dos jóvenes se distinguen, cada uno empuña un látigo y comienzan a pegarle al pobre caballito, uno por la derecha y otro por la izquierda.

—Péguenle en los ojos, en el hocico, ¡denle con fuerza en los ojos! —grita Mikolka.

—¡Compañeros, cantemos una melodía! —dice una voz en la carreta—. Todos tienen que repetir el estribillo.

Los mujiks entonan una melodía grosera haciéndose acompañar por un tamboril. Se silba el estribillo. La campesina continúa riendo con ironía y partiendo avellanas.

Rodia se aproxima al caballo y se sitúa frente a él. De esa forma puede ver cómo lo golpean en los ojos..., ¡en los ojos!... Llora amargamente. Se le oprime el corazón. Sus lágrimas ruedan. Con el látigo, uno de los verdugos le roza el rostro. Él ni siquiera lo nota. Grita, se retuerce las manos, corre hacia el anciano de barba blanca, que mueve la cabeza y parece condenar la acción. Una mujer lo toma de la mano y trata de llevárselo. Pero él se logra escapar y regresa junto al caballo, que, pese a haber llegado al límite de sus fuerzas, trata todavía de cocear.

—¡Qué te lleve el demonio! —grita Mikolka, consumido por la rabia.

Lanza el látigo, se inclina y toma un grueso palo del fondo de la carreta. Sosteniéndolo por un extremo con ambas manos, lo alza trabajosamente sobre el lomo del caballo.

—¡Lo vas a asesinar! —grita uno de los asistentes.

—Seguro que lo asesina —dice otro.

—¿Pero es que acaso no es mío? —gruñe Mikolka.

Y, con todas sus fuerzas, le pega al animal. Se escucha un ruido muy seco.

—¡Continúa! ¡Continúa! ¿Qué esperas? —gritan varias voces entre la muchedumbre.

Mikolka levanta el palo nuevamente y en el lomo del infeliz animal descarga un segundo golpe. El caballo se contrae; bajo la violencia del golpe su cuarto trasero se hunde; después da un brinco y comienza a tirar con todo lo que le queda de fuerzas. Su intención es escapar de la tortura, pero por todos lados halla los látigos de sus seis verdugos. Nuevamente el palo se alza y cae por tercera ocasión, después por cuarta, de una forma regular. Cuando ve que no ha logrado matar al caballo de un solo golpe, Mikolka se enfurece.

—¡Es muy duro de pelar! —dice uno de los presentes.

—Amigos, ya verán como cae: su última hora llegó —dice otro de los espectadores.

—¡Coge un hacha! —insinúa un tercero—. ¡Hay que terminar ya!

—¡No dicen más que estupideces! —ruge Mikolka—. ¡Déjenme pasar!

Lanza el palo, se inclina, busca nuevamente en el fondo de la carreta y, cuando se endereza, se puede ver una barra de hierro en sus manos.

—¡Cuidado! —dice.

Y propina, con todas sus fuerzas, un terrible golpe al pobre caballo. El animal se tambalea, casi se desploma, con un último esfuerzo trata de tirar, pero la barra de hierro cae de nuevo pesadamente sobre su lomo. Como si de un solo tajo le hubieran cortado las cuatro patas, el animal se derrumba.

—¡Terminemos con él! —gruñe Mikolka como un demente, brincando de la carreta.

Algunos muchachos, tan ebrios y congestionados como él, se arman de lo primero que hallan —estacas, látigos, palos— y se lanzan sobre el caballito agonizante. De pie al lado del animal torturado, Mikolka no deja de pegarle con la barra. El pobre caballito alarga el cuello, exhala un hondo resoplido y fallece.

—¡Listo, ya está! —dice alguien entre la muchedumbre.

—Se había obstinado en no galopar.

—¡Es mío! —dice Mikolka con la barra en la mano, los ojos muy rojos y como quejándose de no tener otra víctima a la que pegarle.

—Por supuesto, tú no crees en Dios —dicen varios de los que han presenciado el terrible espectáculo.

El pobre pequeño está fuera de sí. Gritando, se abre paso entre las personas y se aproxima al caballo fallecido. Toma el hocico inmóvil y lleno de sangre y lo besa; besa sus ojos, sus labios. Después da un brinco y corre hacia Mikolka apretando los puños. Lo encuentra en este instante su padre, quien lo estaba buscando, y se lo lleva de allí.