Crimen y castigo

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Extenuado, se dejó caer en un asiento, sin ver a nadie, como si, en lo más hondo de su delirio, se hubiera olvidado de todo lo que tenía alrededor.

Sus palabras habían provocado cierta emoción. Hubo unos momentos de silencio. Pero rápidamente estallaron las risas y los insultos.

—¿Han escuchado?

—¡Anciano chocho!

—¡Burócrata!

Y otras cosas similares.

—¡Señor, vámonos! —exclamó de repente Marmeladof, alzando la cabeza y hablando con Raskolnikof—. Por favor, acompáñeme a mi casa... En el edificio Kozel... Me deja en el patio... Ya es hora de que regrese junto a Catalina Ivanovna.

Raskolnikof hacía un rato que había pensado en irse, ofreciendo a Marmeladof su apoyo y compañía. Marmeladof tenía las piernas menos firmes que la voz y se sostenía pesadamente en el muchacho. De doscientos a trescientos pasos tenían que caminar. La consternación y el miedo del borracho se iban incrementando a medida que se aproximaban a la casa.

—A quien temo no es a Catalina Ivanovna —murmuraba, en medio de su intranquilidad—. Lo que intranquiliza no es la expectativa de los tirones de cabello. ¿Qué es un tirón de cabello? Absolutamente nada. No tenga ninguna duda de que no es nada. Para mí es hasta preferible que me dé unos cuantos tirones. No, no es eso a lo que le tengo miedo. A lo que le tengo temor es a su mirada..., sí, a sus ojos... Y también a las manchas escarlatas de sus mejillas. Y su ahogo... ¿Se ha dado cuenta cómo respiran estos enfermos cuando una emoción fuerte y violenta los perturba?... También me angustia la idea de que encontraré llorando a los pequeños, pues si Sonia no les dio de comer, no sé..., yo no sé cómo habrán logrado..., no sé, no sé... Pero no me dan temor los golpes... Señor, le aseguro que los golpes no solamente no me hacen daño, sino que me dan un placer... Sin ellos no podría estar. Prefiero que me pegue... De esa manera se desahoga... Sí, es mejor que me pegue... Ya llegamos... Edificio Kozel... Kozel es un hombre rico, un cerrajero alemán... Acompáñeme a mi cuarto.

Atravesaron el patio y comenzaron a ascender hacia el cuarto piso. Cada vez más oscura estaba la escalera. Ya eran las once de la noche, y aunque en esa época del año no hubiera, por así decirlo, noche en Petersburgo, la verdad es que la parte alta de la escalera estaba sumergida en la más profunda oscuridad y llena de sombras.

Estaba abierta la ahumada puertecilla que daba al último rellano. Un cabo de vela le daba luz a un cuartucho miserable que de largo medía unos diez pasos. Con una sola mirada se le podía abarcar desde el vestíbulo. El más grande desorden reinaba en él. Por todos lados colgaban cosas, particularmente ropas de pequeños. Una cortina llena de agujeros escondía uno de los dos rincones más alejados de la puerta. Tras la cortina, indudablemente, estaba una cama. En el resto del cuarto solamente se podían ver dos sillas y un hule hecho jirones cubriendo un viejo sofá. Frente a él había una mesa de cocina, no menos vieja, de madera blanca.

En una palmatoria de hierro, sobre esta mesa, ardía el cabo de vela. Marmeladof tenía, pues, alquilado un cuarto completo y no solamente un rincón, pero comunicaba con otros cuartos y era como un pasillo. Estaba entreabierta la puerta que daba a los cuartos, mejor dicho, a las jaulas, del piso de Amalia Lipevechsel. Se escuchaban voces y diferentes ruidos. A cada instante estallaban las risas. Allí había, sin duda, personas que tomaban el té y jugaban a las cartas. En ocasiones llegaban trozos de frases groseras al cuarto de Marmeladof.

Inmediatamente, Raskolnikof reconoció a Catalina Ivanovna. Era una mujer espantosamente flaca, alta, esbelta y fina, con un cabello castaño, todavía hermoso. Sus pómulos estaban llenos de manchas rojas, como había dicho Marmeladof. Se paseaba por el cuarto con los labios resecos, la respiración rápida y entrecortada, y oprimiéndose el pecho de manera convulsiva con las manos. Había en sus ojos un brillo febril y sus ojos tenían una dura fijeza. Esa cara trastornada de tuberculosa provocaba, a la luz vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido, una dolorosa impresión.

Raskolnikof supuso que debía tener unos treinta años y que la edad de Marmeladof superaba mucho a la de su esposa. Ella no se dio cuenta de la presencia de los dos hombres. Daba la impresión de que estaba hundida en un estado de consternación que no le permitía mirar y escuchar.

Era absolutamente irrespirable la atmósfera del cuarto, pero la ventana se encontraba cerrada. Llegaban olores repugnantes de la escalera, pero estaba abierta la puerta del piso. En fin, la puerta interior, solamente entreabierta, permitía pasar espesas nubes de humo de cigarro que le producían tos a Catalina Ivanovna; pero de cerrar esta puerta ella no se había preocupado.

Una pequeña de seis años, la hija menor, estaba dormida sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá y el cuerpo doblado. Su hermanito, que tenía un año más que ella, lloraba desconsoladamente en un rincón y el llanto estremecía todo su cuerpo. Probablemente su madre le acababa de pegar. Una niña de nueve años, la mayor de todos, alta y delgada como una cerilla, tenía una camisa agujereada y, sobre los hombros desnudos, una capa de paño, que indudablemente le quedaba bien dos años atrás, pero que en este momento apenas le llegaba a las rodillas. Estaba junto a su hermanito y, con su descarnado brazo, le rodeaba el cuello. Mientras, seguía a su madre con una mirada temerosa a través de sus grandes y oscuros ojos, que parecían todavía más grandes en su enjuto y pequeño rostro.

Marmeladof no entró en el piso: se puso de rodillas ante el umbral y empujó a Raskolnikof hacia el interior. Distraídamente, Catalina Ivanovna se detuvo cuando vio frente a ella a ese extraño y, regresando a la realidad momentáneamente, parecía preguntarse: ¿Este hombre qué está haciendo aquí? Pero indudablemente se imaginó de inmediato que iba a cruzar el cuarto para dirigirse a otro. Entonces iba a cerrar la puerta de entrada y gritó cuando vio a su esposo de rodillas en el umbral.

—¿Ya estás aquí? —dijo, rabiosa—. ¿Ya has regresado? ¿Dónde tienes el dinero? ¡Monstruo, canalla! ¿En los bolsillos qué te queda? ¡Esta no es la ropa! ¿Qué hiciste con ella? ¡Habla! ¿Dónde tienes el dinero?

Ávidamente comenzó a registrarle. De inmediato, Marmeladof extendió los brazos, mansamente, para facilitarle la actividad de escudriñar en sus bolsillos. Encima no tenía ni un kopek.

—¿Dónde tienes el dinero? —continuó gritando la mujer—. ¡Señor! ¿Será posible que se lo haya tomado todo? ¡En el baúl quedaban doce rublos!

Cogió a su esposo por los cabellos en un arrebato de furia y lo forzó a entrar a punta de tirones. Marmeladof intentaba aminorar su esfuerzo arrastrándose, de rodillas, humilde y dócilmente tras ella.

—¡Para mí es un placer, no un sufrimiento! ¡Amigo mío, un placer! —exclamaba al tiempo que su esposa lo agarraba del cabello y lo zarandeaba.

Finalmente, su frente dio contra el entarimado. La niña que estaba durmiendo en el suelo se despertó y estalló en llanto. De pie en su rincón, el niño no pudo aguantar la escena: nuevamente comenzó a gritar, a temblar y, estremecido y lleno de pánico, se lanzó en brazos de su hermana. La niña mayor temblaba como una hoja.

—¡Se lo ha bebido todo, todo! —gritaba la pobre mujer llena de desesperación—. ¡Y este traje no es suyo! ¡Están muertos de hambre! —señalaba a los pequeños, se retorcía los brazos—. ¡Maldita existencia!

De repente se dirigió a Raskolnikof.

—¿Y a ti no te avergüenza? ¡Vienes de la cantina! ¡Estabas bebiendo con él! ¡Vete de aquí!

Callado, el muchacho se apresuró a irse. Acababa de abrirse la puerta interior y se iban asomando rostros cínicos y burlones, bajo el gorro encasquetado y llevando en la boca la pipa o el cigarrillo. Unos llevaban batas caseras; otros, trajes de verano ligeros hasta rayar en la indecencia. Unos tenían las cartas en la mano. Cuando escucharon a Marmeladof decir que los tirones de cabello eran para él una delicia se echaron a reír con todas sus ganas. Algunos entraron en el cuarto. Finalmente se escuchó una voz silbante, de mal agüero. Era, en persona, Amalia Ivanovna Lipevechsel que entre los curiosos se abrió paso para restituir el orden a su modo y apurar, por centésima ocasión, a la desgraciada mujer, cruelmente y con palabras ofensivas, a abandonar el cuarto al día siguiente.

Raskolnikof, antes de salir, tuvo tiempo de llevarse la mano al bolsillo, tomar las monedas que le sobraban del rublo que cambió en la cantina y dejarlas, sin que lo vieran, en el alféizar de la ventana. Luego, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y casi estuvo a punto de subir nuevamente.

Pensó: “¡Pero qué estupidez cometí! Ellos cuentan con Sonia, y yo no tengo nadie que me ayude”.

Después se dijo que ya no podía regresar a recoger el dinero y que, aunque hubiese podido, no lo habría hecho, y decidió volver a casa.

“Sonia requiere cremas —continuó diciéndose, con una risita irónica, al tiempo que caminaba por la calle—. Es una limpieza que cuesta mucho dinero. Sonia, quizá ahora está sin un kopek, ya que depende de la suerte esta caza de hombres, igual que la de los animales. Tendrían que apretarse el cinturón sin mi dinero. Igual les sucede con Sonia. Han hallado en ella una auténtica mina. Y se están aprovechando... Sí, se están aprovechando. Se han habituado. Inicialmente derramaron unas pocas lagrimitas, pero después se habituaron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno”.

Quedó absorto. De repente, instintivamente, dijo:

—Sin embargo, ¿y si esto no es cierto? ¿Y si los seres humanos no son unos miserables, o, por lo menos, todos los seres humanos? Entonces habría que aceptar que los prejuicios, los temores inútiles, nos someten y que, ante nadie ni ante nada, uno no debe paralizarse. ¡Lo que hay que hacer es actuar!

 

Capítulo III

Tras un sueño intranquilo que no le había proporcionado ningún descanso se despertó muy tarde al día siguiente. Abrió los ojos de muy mal humor y paseó una mirada hostil por su cuartucho. No tenía más de seis pasos de longitud y brindaba el aspecto más miserable, con su tapiz amarillo y cubierto de polvo, despegado a pedazos, y tan bajo de techo, que una persona que rebasara solamente en unos centímetros la estatura media no habría permanecido allí cómodamente, ya que habría tenido miedo de pegar la cabeza contra el techo. Los muebles armonizaban con la estancia. Eran tres sillas viejas, casi cojas; una mesa pintada, que se encontraba en un rincón y sobre la cual se podían ver, como tirados, unos cuadernos y libros tan llenos de polvo que bastaba mirarlos para sacar la deducción de que en mucho tiempo no los habían tocado, y, en fin, un largo y raro diván que llenaba casi todo lo largo y la mitad de lo ancho de la habitación y que se encontraba forrado de una indiana hecha jirones. Esta era la cama de Raskolnikof, que acostumbraba a acostarse totalmente vestido y con su vieja capa de estudiante como única manta. Usaba como almohada un pequeño cojín, bajo el cual ponía, para hacerlo algo más alto, toda su ropa blanca, la sucia y la limpia. Había una pequeña mesa frente al diván.

No era fácil imaginar una pobreza más grande y un mayor abandono; pero debido a su estado de ánimo y espíritu, Raskolnikof se sentía dichoso en esa cueva. Vivía como una tortuga dentro de su concha, se había aislado del resto del mundo. Lo ponía fuera de sí la simple presencia de la criada de la casa, que en ocasiones echaba una mirada a su cuarto. Así les sucede frecuentemente a los enfermos mentales sometidos por pensamientos fijos.

La dueña de la casa no le mandaba la comida desde hacía quince días, y ni siquiera le había pasado por la mente ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba sin ingerir alimentos. La cocinera y única criada de la casa, Nastasia, estaba fascinada con el comportamiento del inquilino, cuyo cuarto había dejado hacía tiempo de barrer y limpiar. Excepcionalmente entraba en la habitación solo a pasar la escoba. Aquella mañana ella fue la que lo despertó.

—¡Levántate ya! ¡Vamos! —le gritó—. ¿Te piensas pasar la vida durmiendo? Ya son las nueve de la mañana... Te traje té. ¿Deseas una taza? Hasta pareces un muerto.

El joven abrió los ojos, ligeramente se estremeció y reconoció a la criada.

—¿Me lo manda la patrona? —preguntó, incorporándose trabajosamente.

—¿Cómo se le ocurre algo tan absurdo?

Y colocó frente a él una tetera rajada, en la que todavía quedaba algo de té, y dos terrones de un amarillento azúcar.

—Escucha, hazme un favor, Nastasia; —dijo Raskolnikof, extrayendo de un bolsillo un puñado de calderilla, algo que pudo hacer porque, como ya era habitual, se había dormido con ropa—. Toma y cómprame un panecillo blanco y un poco de salchichón del menos costoso.

—En seguida te traeré el panecillo blanco, pero el salchichón... ¿No deseas mejor un plato de catchis? Está muy rico y es de ayer. Te lo había guardado, pero regresaste muy tarde. Está muy bueno, palabra.

Cuando trajo la sopa y Raskolnikof comenzó a comer, Nastasia se sentó junto a él, en el diván, y comenzó a conversar. Ella era una campesina que hablaba hasta por los codos y que llegó a la capital directamente de su pueblo.

—Praskovia Pavlovna quiere ir a la policía a denunciarte —dijo.

Él frunció el ceño.

—¿A la policía? ¿Pero por qué?

—La cosa no puede ser más evidente: porque no le pagas ni tampoco lo vas a hacer.

—Esto es lo único que me faltaba —susurró el muchacho, oprimiendo los dientes—. En estos instantes, esa denuncia para mí sería una perturbación. ¡Esa mujer es estúpida! —agregó en voz alta—. Hablaré con ella hoy mismo.

—Es estúpida, desde luego. Igual que yo. Pero tú, que eres tan inteligente, ¿por qué pasas todo el día tendido de esa manera como un saco? Y ni siquiera se sabe qué tonalidad tiene el dinero. Comentas que le dabas lecciones a los pequeños anteriormente. ¿Y ahora por qué no haces nada?

—Sí hago algo —contestó Raskolnikof con sequedad, forzadamente.

—¿Pero qué es lo que haces?

—Un trabajo.

—¿Y qué trabajo es ese?

—Reflexiono —contestó el muchacho seriamente, después de un silencio.

Nastasia comenzó a retorcerse. Tenía un carácter alegre y, cuando la hacían reír, se retorcía calladamente, al tiempo que todo su cuerpo era sacudido por las silenciosas carcajadas.

—¿Y con tus reflexiones has ganado mucho dinero? —preguntó cuando finalmente logró pronunciar palabras.

—Cuando no se tienen botas no se pueden dar lecciones. Además, detesto las lecciones: las escupiría de buena gana.

—El salivazo podría caer sobre ti, por lo tanto, no escupas tanto.

—¡Imagínate, lo poco que se paga por las lecciones! ¡Solamente unos pocos kopeks! ¿Yo qué haría con eso?

Continuaba hablando como forzadamente y daba la impresión de que respondía a sus propios pensamientos.

—Entonces, ¿intentas ganar una fortuna de una sola vez?

Raskolnikof la miró de forma rara.

—Sí, una inmensa fortuna —contestó con firmeza después de una pausa.

—Bueno, bueno; no pongas ese rostro tan espantoso... ¿Y del panecillo blanco qué me dices? ¿Lo busco o no?

—Haz lo que desees.

—¡Ah, se me iba a olvidar! Cuando no estabas en casa llegó una misiva para ti.

—¿Una misiva para mí? ¿De quién?

—Lo ignoro. Lo único que sé es que le di al cartero tres kopeks. Confío en que me los devuelvas.

—¡Por el amor de Dios, tráela! ¡Trae esa misiva! —dijo Raskolnikof, hondamente agitado—. ¡Dios!... ¡Dios!...

Tenía la misiva en la mano un minuto después. Era de su madre, como había imaginado, ya que provenía del distrito de R***. Estaba lívido. No había recibido ninguna carta desde hacía mucho tiempo; pero era por otra causa la emoción que agitaba su corazón en ese instante.

—¡Nastasia, márchate! ¡Márchate, por el amor de Dios! Toma tus tres kopeks, pero márchate de inmediato; te lo suplico.

En sus manos temblaba la misiva. No deseaba abrirla en presencia de la criada; quería quedarse solo para poder leerla. Cuando Nastasia se fue, el muchacho se llevó el sobre a su boca y lo besó. Luego permaneció unos instantes observando la dirección y contemplando la caligrafía, esa escritura fina y algo inclinada que tan conocida y querida le era; la letra de su madre, a la que él mismo, hacía tiempo, enseñó a leer y escribir. Demoraba el instante de abrirla: parecía sentir un poco de temor. Finalmente rasgó el sobre. Era extensa la carta. Muy apretada, la letra ocupaba, por ambos lados, dos grandes hojas de papel.

La carta decía:

Mi amado Rodia: ya hace dos meses que no te escribo y esto ha sido tan triste y dificultoso para mí, que incluso muchas noches no me ha dejado conciliar el sueño. Discúlpame este involuntario silencio. Ya sabes cuánto te amo. Dunia y yo solamente te tenemos a ti; para nosotras tú lo eres todo: toda nuestra ilusión, toda nuestra esperanza, toda nuestra confianza en el futuro. Solamente nuestro Señor sabe lo que sentí cuando me comentaste que ya hacía varios meses tuviste que abandonar la universidad por no tener dinero y que perdiste las lecciones y no contabas con ningún recurso para vivir. Con mis ciento veinte rublos al año de pensión, ¿cómo te puedo ayudar? Con la garantía de mi pensión le pedí prestados a un comerciante de esta ciudad, llamado Vakruchine, los quince rublos que te mandé hace cuatro meses. Es una excelente persona y fue amigo de tu padre; pero como yo, por escrito, le había autorizado a cobrar a mi nombre la pensión, tenía que tratar de devolverle el dinero, algo que ya hice. Ya sabes por qué no he podido mandarte nada de dinero en estos últimos meses.

Sin embargo, gracias a Dios, ahora creo que te podré enviar algo. Por otro lado, en estos instantes no podemos lamentarnos de nuestra suerte, por la razón que me apresuro a informarte. Querido Rodia, ante todo, tú no sabes que ya hace seis semanas que tu hermana está viviendo conmigo y que ya no tendremos que separarnos de nuevo. Gracias a Dios, sus sufrimientos y angustias han finalizado. Pero vayamos ordenadamente: de esa manera sabrás todo lo sucedido, todo lo que hasta este momento te hemos escondido.

Cuando me escribiste hace dos meses comentándome que supiste que Dunia cayó en desgracia en casa de los Svidrigailof, que la trataban con poca consideración, y me solicitabas que te lo explicara todo, no creí que era adecuado hacerlo. Si te hubiese relatado la verdad, lo habrías abandonado todo para venir, aunque hubieras tenido que hacerlo a pie, pues conozco tu temperamento y tus sentimientos y estoy segura de que no habrías permitido que ofendieran a tu hermana.

Yo estaba angustiada y desesperada, pero ¿qué podía hacer? Por otro lado, yo no conocía toda la verdad. El mal estaba en que Dunetchka, cuando entró el año pasado en casa de los Svidrigailof como institutriz, pidió por adelantado la significativa cantidad de cien rublos, comprometiéndose a devolverlos con sus sueldos. Por lo tanto, no podía abandonar el empleo hasta haber cancelado la deuda. Dunia (en este momento, mi amado Rodia, ya te lo puedo explicar todo) pidió esta suma únicamente para poder mandarte los sesenta rublos que entonces requerías urgentemente y que, en efecto, te enviamos el año pasado. Entonces te mentimos diciéndote que Dunia tenía ahorrado ese dinero. No era cierto; la realidad es la que te voy a relatar ahora, primeramente, porque nuestra fortuna ha cambiado repentinamente por la voluntad de Dios, y también porque de esa manera tendrás una prueba de lo mucho que te ama tu hermana y de la nobleza e inmensidad de su corazón.

El señor Svidrigailof comenzó a ser grosero con ella, dirigiéndole todo tipo de burlas y expresiones incómodas, sobre todo cuando se encontraban en la mesa... Pero sobre estos desagradables pormenores no deseo extenderme: no lograría otra cosa que irritarte sin ninguna necesidad, ahora que ya todo ha pasado.

La vida de Dunetchka era un tormento, en resumidas cuentas, a pesar de que recibía un trato afable, gentil y bondadoso de Marta Petrovna, la mujer del señor Svidrigailof, y de todas las demás personas que habitaban en la casa. Era todavía más difícil la situación de Dunia cuando el señor Svidrigailof bebía más de lo normal, cediendo a las costumbres adquiridas en el ejército.

Y esto no fue nada comparado con lo que finalmente nos enteramos. Imagínate que Svidrigailof, el muy demente, desde hacía tiempo sentía por Dunia una pasión que escondía bajo su comportamiento grosero y despectivo. Quizá sentía vergüenza y temor ante la idea de alimentar, él, un hombre ya mayor, un padre de familia, esas ilusiones involuntarias y licenciosas hacia Dunia; quizá sus groserías y sus ironías no tenían más finalidad que esconder su pasión a los ojos de su familia. Finalmente no logró dominarse y, claramente, le hizo propuestas deshonestas e indecentes. Le prometió a Dunia cuanto te puedas suponer, incluso dejar a su familia e irse con ella a una ciudad distante, o al extranjero si ella lo deseaba. Ya te puedes imaginar lo que esto significó para tu hermana. Dunia no podía abandonar su empleo, no solamente porque no había cancelado su deuda, sino por miedo a que Marfa Petrovna sospechara la verdad, lo que habría introducido la discordia en la familia. Además, incluso ella habría padecido las secuelas del escándalo, ya que demostrar la verdad habría sido muy difícil.

Todavía había otros motivos para que Dunia no pudiera abandonar la casa hasta después de seis semanas. Ya sabes que Dunia es una mujer inteligente y de temperamento muy firme. Puede aguantar las peores circunstancias y hallar en su ánimo la entereza suficiente para mantener la calma. Pese a que nos escribíamos frecuentemente, ella no me decía nada sobre esto para no entristecerme ni angustiarme. El desenlace ocurrió repentinamente. Por pura casualidad, Marfa Petrovna sorprendió un día en el jardín a su esposo en el instante en que estaba acosando a tu hermana, y lo interpretó todo al revés, culpando a Dunia. Después de esto surgió una violenta escena en el mismo jardín. Incluso, Marfa Petrovna le pegó a Dunia: no quiso escucharla y, durante más de una hora, estuvo gritando. Finalmente, la mandó a mi casa en una sencilla carreta, a la que fueron lanzados desordenadamente su ropa blanca, sus vestidos y todos sus objetos personales: ni siquiera la dejó hacer sus maletas. Para colmo de desgracias, en ese instante comenzó a llover, y tu hermana, después de haber padecido las más inhumanas y feroces ofensas y humillaciones, debió recorrer diecisiete kilómetros en una carreta sin toldo y acompañada por un mujik. Ahora dime qué podía yo responder a tu misiva, qué podía relatarte de esta historia.

 

Me encontraba verdaderamente angustiada. No me atrevía a contarte la verdad, ya que con ello solamente habría logrado entristecerte y provocar tu indignación. Además, ¿tú qué podías hacer? Perderte: solo eso. Por otro lado, Dunia me prohibió. Me sentía incapaz de llenar una carta de palabras vacías y frívolas cuando mi corazón estaba lleno de dolor.

Fuimos el tema favorito de los murmuradores e intrigantes de la ciudad desde que se conoció todo esto, y eso duró un mes completo. Ni siquiera nos atrevimos a cumplir con nuestras actividades y deberes religiosos, ya que nuestra presencia era recibida con miradas despectivas, cuchicheos e incluso comentarios en voz alta. Nuestras amistades se alejaron de nosotras, nadie se nos acercaba ni nos saludaba, e incluso sé de buena fuente que varios empleadillos planeaban contra nosotras la mayor ofensa y humillación: recubrir la puerta de nuestra casa con brea. A propósito, el casero nos había exigido que le entregáramos la vivienda.

Y la culpable fue Marfa Petrovna, que se había apresurado a difamar e injuriar a tu hermana por toda la ciudad. Casi diariamente visitaba esta población, en la que conoce a muchas personas. Es una habladora que se satisface en relatar historias familiares frente al primero que llega y, sobre todo, en criticar a su esposo públicamente, cosa que me parece mal. Así, no es raro que no le alcanzara el tiempo para ir divulgando el asunto de Dunia, no solamente por la ciudad, sino por toda la región.

Me enfermé. Dunia fue mucho más fuerte que yo. ¡Si hubieras visto la entereza y firmeza con que aguantaba su desdicha e intentaba reconfortarme y animarme! Es un verdadero ángel...

Pero Dios, en su divina misericordia, ha puesto fin a nuestra desgracia.

El señor Svidrigailof recobró la sensatez y la lucidez. Atormentado por el arrepentimiento e indudablemente condoliéndose de la suerte de Dunia, mostró a Marfa Petrovna las pruebas más categóricas y concluyentes de que tu hermana era inocente: una misiva que Dunia le escribió antes de que la mujer los sorprendiera en el jardín, para evitar las explicaciones de palabra y demostrarle que no quería tener ninguna entrevista con él. En esta carta, que quedó en poder del señor Svidrigailof cuando Dunetchka abandonó la casa, esta le recriminaba vivamente y con franca indignación la vileza de su comportamiento para con Marfa Petrovna, le decía que no olvidara que estaba casado y que era padre de familia y le hacía ver la indignidad que cometía persiguiendo a una muchacha indefensa e infortunada. Querido Rodia, en una palabra, que esta misiva respira tal nobleza y generosidad de sentimientos y está escrita con frases y expresiones tan emocionantes y conmovedoras, que cuando la leí no pude evitar el llanto, e incluso actualmente no puedo volver a leerla sin derramar unas lágrimas. Además, tu hermana pudo contar finalmente con el testimonio de los criados, que conocían más de lo que el señor Svidrigailof imaginaba.

Por segunda ocasión, Marfa Petrovna quedó atónita, como herida por un relámpago, según sus propias palabras, pero no dudó ni un instante de la inocencia de tu hermana, y al siguiente día, que era domingo, lo primero que hizo fue visitar la iglesia y suplicar a la Santa Virgen que le diera muchas fuerzas para aguantar su nuevo infortunio y para poder cumplir con su deber. Después vino a nuestra casa y, llorando con mucha amargura, nos comentó todo lo sucedido. En un arranque de arrepentimiento, se lanzó en los brazos de Dunia y le rogó que la disculpara. Luego, sin perder tiempo, visitó todas las casas de la ciudad y en todas partes, llorando y con las frases más halagadoras, rendía homenaje a la pureza, a la inocencia, a la nobleza de sentimientos y al comportamiento íntegro de tu hermana. No satisfecha con esto, mostraba y leía a todas las personas la misiva escrita por Dunetchka al señor Svidrigailof. E incluso permitía que le sacaran copias, algo que me parece exagerado. Empleó varios días en recorrer las casas de todos sus amigos.

Ello provocó que varias de sus amistades se molestaran cuando vieron que daba preferencia a otras, y creyeron que era una verdadera injusticia. Finalmente se estableció con toda precisión el orden de las visitas, de manera que cada uno supo anticipadamente el día que le correspondía el turno. Se sabía en toda la ciudad dónde y cuál día Marfa Petrovna tenía que leer la misiva, y el vecindario adquirió el hábito de reunirse en la casa beneficiada, sin excluir a esas familias que ya habían oído la lectura en su propio hogar y en el de las demás familias amigas. Yo pienso que en todo esto existe demasiada exageración, pero así es el temperamento de Marfa Petrovna. Por otro lado, la verdad es que ella ha reivindicado completamente a Dunia. Sobre el señor Svidrigailof cayó toda la vergüenza de esta historia, a quien ella muestra como único culpable, y de forma tan inflexible, que incluso me compadezco de él. En mi opinión, las personas son exageradamente severas con este hombre poco sensato.

Sobre tu hermana llovieron en seguida ofertas para dar lecciones, pero ella no aceptó ninguna. Todos se han apresurado a manifestarle su estima y respeto. Yo pienso que a esto hay que atribuir, primordialmente, el suceso imprevisto que transformará, por así decirlo, nuestra existencia. Querido Rodia, tienes que saber que Dunia recibió una propuesta de casamiento y la aceptó, lo que me apresuro a informarte. Aunque esto se hizo sin consultarte, confío en que nos disculparás, ya que entenderás que no podíamos demorar nuestra decisión hasta que tú nos respondieras. Por otro lado, no habrías logrado juzgar acertadamente las cosas estando tan distante.

Te relato, entonces, cómo han sucedido las cosas:

Piotr Petrovitch Lujine, el novio de Dunia, es consejero de los Tribunales y familiar lejano de Marfa Petrovna. A través de ella, y después de intervenir de forma activa en esta cuestión, nos manifestó su deseo de conocernos mejor. Con mucha cortesía y gentileza lo recibimos, tomamos café y, al siguiente día, nos mandó una misiva en la que nos hacía su propuesta con expresiones muy delicadas y pedía una contestación rápida y definitiva. Es un caballero muy activo y que siempre está muy ocupado. Tiene que marcharse cuanto antes para Petersburgo y debe aprovechar el tiempo lo mejor posible.

Como entenderás, inicialmente nos quedamos estupefactas, ya que no esperábamos en forma alguna una petición de esta clase, y Dunia y yo nos pasamos todo el día analizando el asunto. Es un caballero muy digno y bien situado. Tiene una pequeña fortuna y en dos departamentos presta sus servicios. Es cierto que ya tiene cuarenta y cinco años de edad, pero su aspecto es tan agradable, que no tengo ninguna duda de que todavía le gusta a las damas. Es justo y sereno, aunque quizás algo arrogante. Pero tal vez esto último sea solamente una engañosa apariencia.

Querido Rodia, ahora te hago una recomendación: al verlo en Petersburgo, algo que sucederá muy pronto, no te apures a juzgarlo severamente, como acostumbras, si ves en él algo que te moleste. Te estoy diciendo esto en un exceso de previsión, ya que estoy completamente segura de que en ti provocará una favorable impresión. Por otro lado, para conocer a una persona hay que mirarla y observarla detenidamente durante mucho tiempo, para no dejarte llevar de prejuicios y cometer equivocaciones que después no se subsanan con facilidad.