Crimen y castigo

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Aus der Reihe: Colección Oro
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—Amigo, ¿sabes algo? Estás desvariando.

—No, nada de eso; yo no desvarío —contestó Raskolnikof poniéndose de pie.

Cuando subió a casa de Rasumikhine no tuvo en cuenta que se vería frente a frente con su amigo y, en esos instantes, una entrevista, con quienquiera que fuese le parecía lo más antipático del mundo. Sintió una furia ciega contra Rasumikhine apenas traspasó la puerta del apartamento.

—¡Adiós! —dijo caminando hacia a la puerta.

—¡Espera, hombre, espera! ¿Estás loco? ¿Qué te sucede?

—¡Déjame! —dijo Raskolnikof quitando con brusquedad la mano que su amigo le había tomado.

—Entonces, ¿a qué demonios viniste? Perdiste la cordura. Para mí esto es un insulto. No permitiré que te marches de esta manera.

—Bien, oye. Vine a tu casa porque no conozco a ninguna persona más que a ti para que me ayude a comenzar nuevamente. Tú eres más comprensivo, más inteligente, es decir, mejor que todos los demás... Pero ahora me doy cuenta de que no necesito nada, ¿comprendes?, absolutamente nada... Ni los servicios ni la simpatía de los otros me hacen falta... Me encuentro solo y me basto a mí mismo... No hay nada más. Déjame tranquilo.

—¡Pero escucha un instante, atolondrado! ¿Es que te volviste loco? Puedes hacer lo que desees, pero yo tampoco tengo lecciones y de eso me río. Estoy en conversación con el librero Kheruvimof, que en su género es una maravillosa lección. Por cinco lecciones en familias de comerciantes yo no lo cambiaría. Ese caballero publica pequeños libros sobre ciencias naturales, ya que esto se vende como el pan. Es suficiente con buscar buenos títulos. En más de una ocasión me has llamado imbécil, pero estoy convencido de que existen otros más estúpidos que yo. Mi editor, que es casi analfabeto, desea seguir la tendencia de la moda, y yo, lógicamente, lo aliento...

Mira, hay aquí dos pliegos y medio de un texto alemán. En mi opinión, pura charlatanería. Dicho en dos frases, el asunto que estudia el autor es el de si es un ser humano la mujer. Lógicamente, él piensa que sí y su labor es demostrarlo convincentemente. Kheruvimof cree que, estos instantes en que el feminismo está de moda, este folleto es de actualidad y yo tengo la tarea de traducirlo. Los dos pliegos y medio de texto alemán los podrá transformar en seis. Le colocaremos un título pomposo que llene media página y el ejemplar se venderá a cincuenta kopeks. Será un excelente negocio. La traducción me la pagan a seis rublos el pliego, es decir, por todo el trabajo, quince rublos. Ya cobré, por adelantado, seis. Al finalizar este folleto, traduciremos un libro que habla sobre las ballenas y para después ya elegimos algunos chismes de Les Confessions. Esos los traduciremos también. Alguien le dijo a Kheruvimof que Rousseau es una especie de Radiscev. Lógicamente, yo no he discutido. ¡Qué se vayan al demonio!... Entonces, ¿deseas hacer la traducción del segundo pliego del folleto Es un ser humano la mujer? Si deseas, toma de inmediato plumas, papel, el pliego (a cargo del editor van todos estos gastos) y aquí te doy tres rublos: a ti te corresponden tres, porque yo recibí seis adelantados por toda la traducción. Recibirás otros tres cuando hayas hecho la traducción del pliego. Pero no tienes nada que agradecerme, que te conste. Por el contrario, pensé en que me ayudaras apenas te vi entrar. Primeramente, yo en ortografía no estoy muy fuerte y segundo, son muy deficientes mis conocimientos del alemán. Por eso, frecuentemente me veo forzado a inventar, aunque me conforto pensando que con ello la obra ganará. Es probable que esté en un error... Entonces, ¿aceptas?

En silencio, Raskolnikof tomó el pliego de texto alemán y los tres rublos y se fue sin decir ni una palabra. Con una mirada de sorpresa, Rasumikhine lo siguió. Raskolnikof, cuando llegó a la primera esquina, regresó de repente sobre sus pasos y subió nuevamente al albergue de su amigo. Ya en el cuarto, dejó en la mesa el pliego y los tres rublos y, sin mover los labios, se fue nuevamente.

Finalmente, Rasumikhine perdió la paciencia.

—¡Evidentemente te volviste loco! —gritó—. ¿Esta comedia qué significa? ¿Me quieres volver la cabeza del revés? ¿Para qué diablos viniste?

—No quiero ni necesito traducciones —susurró Raskolnikof sin dejar de descender la escalera.

—Entonces, ¿qué demonios necesitas? —le gritó desde el rellano Rasumikhine.

Raskolnikof continuó descendiendo muy callado.

—Escucha, ¿dónde estás viviendo?

No recibió respuesta.

—¡Márchate al mismísimo demonio!

Pero Raskolnikof ya se encontraba en la calle. Cuando iba por el puente de Nicolás, un suceso muy desagradable hizo que momentáneamente volviera en sí. Los caballos de un carruaje casi lo arrollaron, y el cochero le dio un latigazo muy fuerte en la espalda después de haberle dicho a gritos, en tres o cuatro ocasiones, que se apartara. En él este latigazo despertó una furia ciega. Brincó hacia el pretil (solamente Dios sabe por qué hasta ese momento iba por la mitad de la calzada) rechinando los dientes. Todas las personas que se encontraban cerca se rieron.

—¡Muy bien hecho!

—¡Estos bribones!

—Yo conozco a estos granujas. Se hacen el ebrio, se lanzan bajo las ruedas y después uno tiene que pagar perjuicios y lesiones.

—Sí, unos viven de eso.

Todavía se encontraba apoyado en el pretil, frotándose la espalda, encendido de rabia, siguiendo con la vista el carruaje que se iba alejando, cuando se dio cuenta de que alguien le colocaba en la mano una moneda. Giró la cabeza y miró a una anciana que llevaba un gorro y estaba calzada con botas de piel de cabra, en compañía de una muchacha —su hija, indudablemente— que tenía un sombrero y llevaba una sombrilla verde.

—Hermano, toma esto, en nombre de Dios.

Él tomó la moneda y ellas siguieron su camino. Era una moneda de veinte kopeks. Se entendía que pensaran que era un pordiosero cuando vieron su apariencia y su vestimenta. Sin duda, la generosa entrega de los veinte kopeks se debía a que el latigazo despertó la piedad de las dos mujeres.

Dio, apretando la moneda con la mano, una veintena de pasos más y se paró de cara al río y al Palacio de Invierno. No había ni una nube en el firmamento y el agua del Neva —algo asombroso— era casi azul. La cúpula de la catedral de San Isaac (ese era justamente el punto de la ciudad desde donde se veía mejor) emitía vivos reflejos. Hasta los menores detalles de la decoración de la fachada se podían ver en el transparente aire.

Ya estaba desapareciendo el dolor del latigazo, y Raskolnikof, se olvidaba de la humillación sufrida. Lo dominaba un pensamiento vago pero inquietante. Se mantenía paralizado, con los ojos fijos en la distancia. Ese lugar le era conocido. Tenía la costumbre de detenerse allí cuando iba a la universidad, sobre todo al volver (más de cien veces lo hizo), para observar el magnífico paisaje. En esos instantes experimentaba una sensación confusa que no podía precisar y que le llenaba de sorpresa. Ese cuadro resplandeciente se le mostraba frío, algo así como sordo y ciego a la agitación de la existencia... Lo desconcertaba esta triste y enigmática impresión que recibía invariablemente, pero no se detenía a analizarla: la tarea de buscarle una explicación siempre la dejaba para más adelante...

Ahora recordaba esas incertidumbres, esas vagas emociones y este recuerdo, en su opinión, no era meramente casual. El simple hecho de haberse parado en el mismo lugar que antes, como si hubiese pensado que podía tener las mismas ideas e interesarse por los mismos entretenimientos que entonces, e incluso que hacía poco, le parecía ilógico, raro y hasta algo cómico, a pesar de que su corazón estaba oprimido por la amargura. Tenía la sensación de que todo este pasado, sus pensamientos y propósitos de antes, los objetivos que había perseguido, la grandiosidad de aquel panorama que tan bien conocía, se hundió hasta esfumarse en un abismo abierto a sus pies... Le parecía que había echado a volar y miró desde el espacio como todo aquello desaparecía.

Se dio cuenta cuando hizo un movimiento instintivo de que todavía tenía en su mano cerrada la pieza de veinte kopeks. Abrió la mano, estuvo un instante mirando fijamente la moneda y después alzó el brazo y la lanzó al río.

En seguida comenzó el regreso a su casa. Tenía la impresión de que, como con unas tijeras, había cortado tan limpiamente todos los lazos que lo unían a la existencia, a la humanidad...

Cuando llegó a su cuarto ya caía la noche. Había estado, por lo tanto, deambulando por más de seis horas. No obstante, ni siquiera podía recordar por qué calles había transitado. Se sentía tan cansado como un caballo después de una carrera. Se quitó la ropa, se acostó en el sofá, se arropó con su viejo sobretodo y, de inmediato, se durmió.

Ya era completa la oscuridad cuando un grito aterrador lo despertó. ¡Dios, qué grito!... Y después... Raskolnikof nunca había escuchado aullidos, gemidos, llantos, golpes, rechinar de dientes, como los que escuchó en ese momento. Jamás habría podido imaginarse un arrebato tan feroz.

Aterrado, se puso de pie y se sentó en el sofá, perturbado por el pánico y el terror. Pero los lamentos, los golpes, los insultos cada vez eran más violentos. De repente, con profunda sorpresa, reconoció la voz de la dueña de la casa. La viuda lanzaba ayes y chillidos. Palabras jadeantes salían de su boca; debía rogar que no la golpearan más, ya que continuaban pegándole cruelmente. Esto ocurría en la escalera. Era un ronquido furioso la voz del verdugo; hablaba con igual rapidez, y también eran ininteligibles sus palabras, ahogadas y presurosas.

De repente, Raskolnikof comenzó a estremecerse como una hoja. Ya había reconocido esa voz. Era la de Ilia Petrovitch, quien estaba allí golpeando a la patrona. Le pegaba con los pies, y su cabeza daba contra los escalones; esto se podía deducir con claridad por el ruido de los golpes y por los gritos de la mujer.

 

Todas las personas actuaban de una manera extraña. Acudían a la escalera atraídas por el escándalo y allí se agrupaban. De todos los cuartos salían vecinos. Se escuchaban portazos, maldiciones, ruidos de pasos que subían o bajaban, insultos...

“¿Pero por qué la golpea de esa manera? ¿Y por qué los que lo ven lo permiten?”, se preguntó Raskolnikof, pensando que se había vuelto loco.

Pero no, no se había vuelto loco, ya que podía distinguir los diferentes ruidos...

Consecuentemente, pronto subirían a su cuarto. “Porque, probablemente, todo esto es por lo de ayer... ¡Dios, Dios!...”.

Trató de pasar el pestillo de la puerta, pero le faltaron fuerzas para alzar el brazo. Por otro lado, ¿para qué? El pánico congelaba su alma, la inmovilizaba... Finalmente, ese escándalo, que había durado diez largos minutos lentamente se apagó. Débilmente, la patrona gemía. Ilia Petrovitch continuaba maldiciendo y amenazando. Luego, él también se calló y ya no se escuchó nuevamente.

“¡Dios! ¿Se habrá ido? No, ahora se marcha. Y también la patrona hecha un mar de lágrimas, llorando...”.

Se escuchó un portazo. Los inquilinos vuelven a sus cuartos. Primero exclaman, discuten, se reclaman a gritos; después solamente intercambian murmullos. Seguro eran muchos; todos los que vivían en la casa debieron acudir.

Señor, ¿todo esto qué significa? ¿Para qué, en nombre de Dios, vino este hombre aquí?”.

Extenuado, Raskolnikof se acostó nuevamente en el diván. Pero no logró conciliar el sueño. Cuando habría transcurrido una media hora, y era presa de un pánico que nunca había sentido, de repente se abrió la puerta y una luz iluminó el cuarto. Apareció Nastasia llevando en las manos una vela y un plato de sopa. La criada lo miró con atención y, una vez segura de que no se encontraba dormido, colocó la vela sobre la mesa y después fue poniendo todo lo demás: el plato, la cuchara, el pan, la sal.

—Lo más seguro es que desde ayer no has comido. Aunque estabas ardiendo de fiebre te has pasado el día en la calle.

—Escucha, Nastasia: ¿por qué han golpeado a la patrona?

Ella lo miró fijamente.

—¿Quién la golpeó?

—Fue en la escalera, hace poco..., cosa de una media hora... El ayudante del comisario de policía, Ilia Petrovitch, le pegó. ¿Por qué? ¿A qué vino?...

Nastasia frunció el ceño y lo miró largamente en silencio. A Raskolnikof lo turbó su mirada inquisitiva e incluso llegó a causarle temor.

—Nastasia, ¿por qué no me respondes? —preguntó con tono tímido y voz débil.

—Esto es la sangre —susurró finalmente la criada, como conversando consigo misma.

—¿La sangre? ¿Pero qué sangre? —murmuró él retrocediendo hacia la pared y poniéndose pálido.

Nastasia continuaba viéndolo.

—Nadie golpeó a la patrona —dijo con voz severa y firme.

Casi sin respirar, él se quedó mirándola.

—Lo escuché perfectamente —susurró con mayor timidez todavía—. No me encontraba dormido; estaba sentado aquí mismo, en el sofá... durante un buen rato lo estuve escuchando... Vino el ayudante del comisario... Todos los vecinos salieron a la escalera...

—Nadie vino para acá. Lo que te trastornó fue la sangre. Uno tiene delirios cuando la sangre no circula bien y se cuaja en el hígado... Entonces, ¿comerás o no?

Raskolnikof no respondió. Inclinada sobre él, Nastasia continuaba mirándolo con atención y no se iba.

—Nastasiuchka, dame agua.

Ella se marchó y, después de dos minutos, volvió con una botija. Pero los pensamientos de Raskolnikof se interrumpieron en este instante. Un tiempo después solamente recordó que había bebido un sorbo de agua fresca y que después había derramado sobre su pecho un poco. Perdió el conocimiento en seguida.

Capítulo III

Pero durante su enfermedad no estuvo totalmente inconsciente: algo de lucidez se combinaba con el delirio durante su estado febril. Recordó perfectamente, transcurrido el tiempo, los detalles de esta etapa de su vida. En ocasiones le daba la impresión de mirar algunas personas congregadas alrededor de él. Querían llevárselo. Estaban hablando de él y discutían exaltadamente. Luego se veía solo: todos lo habían abandonado e inspiraba terror. Alguien se atrevía, de vez en cuando, a entreabrir la puerta y lo veía y lo amenazaba. Se encontraba rodeado de enemigos que se burlaban de él y lo despreciaban. A Nastasia le reconocía y miraba a otra persona a la que no tenía dudas de conocer, pero que no podía recordar quién era, lo que lo llenaba de desesperación hasta el punto de hacerlo llorar. Le parecía, en ocasiones, estar desde hacía un mes postrado; otras, pensaba que solamente llevaba un día enfermo. Pero el... había olvidado por completo el suceso. No obstante, se decía a cada instante que no recordaba algo muy importante que no debería haber olvidado, y se torturaba haciendo angustiantes esfuerzos de memoria. Pasaba de los arrebatos de furia a los de pánico. Se incorporaba en su cama e intentaba escapar, pero siempre se encontraba alguien cerca que lo inmovilizaba fuertemente. Él, entonces, caía de nuevo en el sofá, inconsciente, fatigado. Finalmente, volvió en sí.

Ya eran las diez de la mañana. Como siempre que hacía buen tiempo, el sol entraba a esa hora en el cuarto, dibujaba una larga franja luminosa en la pared de la derecha y alumbraba el rincón contiguo a la puerta. A su cabecera se encontraba Nastasia. Había un hombre cerca de ella al que Raskolnikof no conocía y que lo miraba con mucha atención. Era un joven que tenía apariencia de cobrador. Por la puerta entreabierta la patrona miró al interior. Raskolnikof se incorporó.

—Nastasia, ¿quién es? —preguntó, señalando al joven.

—¡Ya volvió en sí! —dijo la criada.

—¡Ya volvió en sí! —repitió el extraño.

La patrona cerró la puerta y desapareció cuando escuchó estas palabras. Era muy tímida y trataba de evitar las explicaciones y las conversaciones. Era gruesa y fuerte, tenía unos cuarenta años, de ojos oscuros, cejas negras y apariencia muy agradable. Era excesivamente decorosa y expresaba esa bondad propia de las personas perezosas y gruesas.

—¿Usted quién es? —preguntó Raskolnikof al aparente cobrador.

Pero en este instante se abrió la puerta y entró Rasumikhine en el cuarto inclinándose un poco, debido a su enorme tamaño.

—¡Pero si esto es un camarote! —dijo—. Estoy cansado de golpearme con el techo. ¡Y a esto le llaman habitación!... ¡Bien, querido, ya recuperaste el conocimiento, según me dijo Pachenka!

—Sí, lo acaba de recuperar —dijo la criada.

—Lo acaba de recuperar —repitió, como un eco, el joven, con rostro risueño.

—¿Y quién es usted? —le preguntó con rudeza Rasumikhine—. Mi nombre es Vrasumivkine y no Rasumikhine, como todos me llaman. Soy estudiante, hijo de gentilhombre, y este caballero es mi amigo. Ahora, usted diga quién es.

—Yo soy un trabajador de la casa Chelopaief y vine para resolver un asunto.

—Entonces, tome asiento.

Cuando dijo esto, Rasumikhine tomó una silla y se sentó al otro extremo de la mesa.

—Hiciste bien en volver en ti —continuó diciendo—. No te alimentas desde hace ya cuatro días: solamente has bebido unas cucharadas de té. Dos veces te mandé a Zosimof. ¿Recuerdas a Zosimof? Detenidamente te ha examinado y dijo que no tienes nada grave: solamente una perturbación nerviosa como consecuencia de una pobre alimentación. “Carencia de comida —dijo—. Solamente tiene esto. Todo se compondrá”. Ese Zosimof está hecho un tío. Ya es un médico muy bueno... Muy bien —dijo dirigiéndose al joven—, no deseo hacerle perder más tiempo. Explíqueme, por favor, la razón de su visita... Rodia, has de saber que esta es la segunda ocasión que la casa Chelopaief manda a un empleado. Pero otro hizo la visita anterior. ¿Antes que usted quién vino?

—Usted se refiere, sin duda, al que vino anteayer. Su nombre es Alexis Simonovitch y, efectivamente, es otro trabajador de la casa.

—¿No le parece que es un poco más comunicativo que usted?

—Por supuesto, y tiene más capacidad que yo.

—¡Loable modestia! Muy bien, usted dirá.

—Estoy aquí —dijo el trabajador, hablando a Raskolnikof— porque, atendiendo a los deseos de su madre, Atanasio Ivanovitch Vakhruchine, de quien usted, indudable, habrá escuchado hablar en más de una ocasión, le mandó cierta suma de dinero por intermediación de nuestra oficina. Si está usted en su pleno juicio le daré treinta y cinco rublos que nuestra casa recibió de Atanasio Ivanovitch, quien ha hecho el envío por indicación de su madre. Usted ya estaría informado de esto, ¿verdad?

—Sí, sí..., ya lo recuerdo... Vakhruchine... —susurró pensativo Raskolnikof.

—¿Escuche usted? —dijo Rasumikhine—. Conoce a Vakhruchine. Por lo tanto, está en su sano juicio. Por otro lado, me doy cuenta que usted también es un hombre muy capaz. Sigue. Da gusto escuchar hablar con sensatez.

—Sí, ese Vakhruchine que usted recuerda es Atanasio Ivanovitch, el mismo que ya en una oportunidad, atendiendo a los deseos de su mamá, le mandó dinero de esta misma manera. Atanasio Ivanovitch no se negó a prestarle este servicio e informó de la cuestión a Simón Simonovitch, suplicándole que le entregue treinta y cinco rublos. Los tengo aquí.

—Usted usa expresiones muy atinadas. A esa madre yo también la adoro. Y ahora usted mismo juzgue: ¿se encuentra o no en posesión de sus capacidades mentales?

—Le indico que eso está fuera de mi competencia. Aquí se trata solamente de que firme.

—Firmará. ¿Dónde tiene que firmar es un libro?

—Sí, aquí está.

—Perfecto, traiga... Rodia, vamos; haz un pequeño esfuerzo. Trata de incorporarte, yo te sostendré. Toma la pluma y coloca tu nombre. El dinero es la más dulce de las mieles en nuestros días.

—No vale la pena —dijo Raskolnikof rechazando de un movimiento la pluma.

—¿Qué es lo que no vale la pena?

—Firmar. No deseo firmar.

—¡Esa es buena! La firma es necesaria en este caso.

—Yo no necesito dinero.

—¿Qué dices? ¿Que no necesitas dinero? Eso es una tremenda mentira, hermano. Yo sé muy bien que te hace falta el dinero... Le suplico que tenga paciencia. Esto no significa... Solamente tiene sueños de grandeza. Incluso cuando su salud es perfecta estas cosas le suceden. Usted es un hombre sensato. Lo ayudaremos entre los dos, o sea, le conduciremos la mano y firmará. ¡Vamos!

—Puedo regresar otro día.

—No, no. ¿Para qué molestarse tanto?... ¡Usted es un hombre sensato, repito!... ¡Rodia, vamos, no entretengas a este caballero! ¡Puedes darte cuenta de que está esperando!

Y se dispuso a tomar la mano de su amigo.

—Deja —dijo Raskolnikof—. Firmaré.

Cogió la pluma y firmó en el libro. El empleado le dio el dinero y se fue.

—¡Muy bien! Amigo, y ahora, ¿deseas comer?

—Sí.

—Nastasia, ¿hay sopa?

—Sí, sobró ayer.

—¿Está hecha con patatas y pasta de sopa?

—Sí.

—Lo sabía. También tráenos té.

—Bien.

Con profundo asombro y una especie de inconsciente pánico, Raskolnikof miraba esta escena. Decidió permanecer callado y esperar el desarrollo de los sucesos.

“Creo que no estoy delirando —pensó—. Todo esto parece ser real”.

Nastasia llegó dos minutos después con la sopa y dijo que de inmediato les serviría el té. Había traído con la sopa no solamente dos cucharas y dos platos, sino, algo que no sucedía desde hacía mucho tiempo, el cubierto completo con mostaza para la carne, sal, pimienta... Hasta el mantel estaba limpio.

—Si nos mandara dos botellitas de cerveza, Nastasiuchka Prascovia Pavlovna nos haría un gran bien. Sería un final excelente.

—¡Te sabes cuidar! —refunfuñó la criada. Y abandonó el cuarto para cumplir el encargo.

Con inquieta atención y fuerte tensión nerviosa, Raskolnikof continuaba observando lo que sucedía en su presencia. Mientras tanto, Rasumikhine se había instalado en el sofá al lado de él. Con su brazo izquierdo le rodeó el cuello, de una manera tan torpe como lo habría hecho un oso, y aunque esa ayuda no era necesaria, comenzó, con la mano derecha, a llevar a la boca de Raskolnikof cucharadas de sopa después de soplar sobre ellas para enfriarlas. No obstante, la sopa estaba tibia. Con avidez, Raskolnikof sorbió una, dos, tres cucharadas. Entonces, repentinamente, Rasumikhine se detuvo y comentó que tenía que consultar a Zosimof para darle más.

 

En ese instante, Nastasia llegó con las dos botellas de cerveza.

—Rodia, ¿deseas té? —preguntó Rasumikhine.

—Sí.

—Nastasia, corre a buscar el té, ya que, en lo que respecta a esta pócima, creo que las reglas de la facultad las podemos pasar por alto... ¡Ah! ¡La cerveza ya llegó!

Tomó asiento en la mesa, aproximó a él la sopa y el plato de carne y, como si no hubiera comido en tres días, comenzó a devorar con mucho apetito.

—Amigo Rodia, ahora todos los días como aquí en tu cuarto —masculló con la boca llena—. Fue cosa de Pachenka, tu bondadosa patrona. Yo no le llevo la contraria, como es lógico. Aquí llega Nastasia con el té. ¡Esta muchacha es muy lista! Nastenka, ¿deseas cerveza?

—No bromee.

—¿Y té?

—¡Hombre, eso!...

—Entonces sírvete... No, aguarda. Te serviré yo. Colócalo todo en la mesa.

En seguida se posesionó de su papel de anfitrión y primero llenó una taza y después otra. Después dejó su almuerzo y se sentó nuevamente en el sofá. Rodeó otra vez la cabeza del enfermo con un brazo, la alzó y comenzó a dar a su amigo cucharaditas de té, recordando soplar en ellas con tanto cuidado como si este fuera el punto salvador y primordial del tratamiento.

En silencio, Raskolnikof aceptaba estas atenciones. Se sentía lo suficientemente fuerte para incorporarse, sentarse en el sofá, coger la cucharilla y la taza e incluso caminar sin que nadie lo tuviera que ayudar; pero, conducido por una especie de astucia, instintiva y enigmática, simulaba estar débil, e incluso algo atontado, sin dejar de tener bien aguzados el oído y la vista.

Sin embargo, llegó un instante en que no pudo dominar su mal humor: después de haber tomado una decena de cucharaditas de té, con un movimiento brusco libertó su cabeza, no aceptó la cucharilla y dejó caer la cabeza en la almohada (dormía ahora con auténticas almohadas rellenas de plumón y cuyas fundas eran de una perfecta blancura). Raskolnikof se dio cuenta de este detalle y se sintió poderosamente interesado.

—Pachenka debe mandarnos hoy mismo la frambuesa en dulce para hacerle un jarabe, es muy necesario —dijo Rasumikhine regresando a la mesa y continuando su almuerzo interrumpido.

—¿Pero las frambuesas de dónde las va a sacar? —preguntó Nastasia, que sostenía un pequeño plato sobre la palma de su mano con todos los dedos abiertos y en su boca vertía el té, gota a gota, y lo hacía pasar por un terrón de azúcar que retenía con los labios.

—Pues, mi querida Nastasia, sencillamente las sacará de la frutería... Rodia, no puedes imaginarte las cosas que han sucedido aquí mientras estabas enfermo.

Cuando te fuiste corriendo como un ladrón de mi casa sin decirme dónde estabas viviendo decidí buscarte hasta encontrarte, para vengarme de ti. De inmediato comencé las indagaciones, ¡lo que corrí, lo que pregunté!... No recordaba tu dirección actual o quizá, y esto es lo más seguro, jamás la supe. De tu anterior domicilio solamente recordaba que estaba en el edificio Kharlamof, en las Cinco Esquinas... ¡Me cansé de buscar! Y finalmente resultó que no se encontraba en el edificio Kharlamof, sino en la casa Buch. ¡A veces nos armamos unos líos con los nombres!... Estaba enojado. Se me ocurrió ir a las oficinas de empadronamiento al día siguiente y, para mi asombro, al cabo de dos minutos me daban tu actual dirección. Estás inscrito, amigo.

—¿Yo estoy inscrito?

—¡Por supuesto! No pudieron en cambio dar la dirección del general Kobelev, que mientras yo estaba allí la solicitaron. En fin, vamos a abreviar. Me informaron de todo lo que te había ocurrido, de absolutamente todo, apenas llegué allí. Sí, ya lo sé todo. Puedes preguntárselo a Nastasia. Entablé relaciones con el comisario Nikodim Fomitch, me presentaron a Ilia Petrovitch y conozco al secretario Alejandro Grigorevitch Zamiotof y al portero. Cuento, finalmente, con la amistad de Pachenka. Es testigo Nastasia.

—La engatusaste.

Y cuando dijo esto la criada sonreía con malicia.

—Nastasia Nikiphorovna, en lugar de beberlo de esa manera debes echar el azúcar en el té.

—¡Escucha, mal educado! —contestó Nastasia, pero de inmediato se rio a carcajadas. Cuando se calmó continuó—: No soy Nikiphorovna, soy Petrovna.

—Bueno, lo tendré presente... Pues bien, mi querido Rodia, dicho en dos frases, usando medios heroicos yo me propuse cortar de raíz cuantos prejuicios habían con respecto a mí, ya que parece que Pachenka conocía mis veleidades... Es por esa razón que no esperaba que fuese tan... complaciente. ¿Tú qué opinión tienes de todo esto?

Raskolnikof no respondió: se limitó a continuar fijando en él una mirada llena de desesperación.

—Sí, incluso está excesivamente bien informada —comentó Rasumikhine, sin que el silencio de Raskolnikof le afectara y como si, a una respuesta de su amigo, asintiera—. Sabe todos los detalles.

—¡Qué desfachatez! —dijo Nastasia, que escuchando las ocurrencias de Rasumikhine se retorcía de risa.

—Querido Rodia, el mal está en que desde el inicio seguiste un comportamiento equivocado. Con ella actuaste con mucha torpeza. Esa mujer tiene un temperamento lleno de imprevistos. En fin, en una mejor ocasión ya conversaremos de esto. Pero no se puede comprender que la hayas llegado a forzar a quitarte... ¿Y qué decir del pagaré? Solamente pudiste firmarlo no estando en tu sano juicio. ¡Y ese plan de casamiento con Natalia Egorovna...! Ya te puedes dar cuenta de que estoy al tanto de todo... Pero advierto que estoy tocando un punto muy delicado... Discúlpame; soy un burro... Y ya que estamos hablando de este tema, ¿no crees que Prascovia Pavlovna es menos necia de lo que a primera vista parece?

—Sí —contestó, entre dientes, Raskolnikof y volviendo la cabeza, ya que había entendido que era más sensato parecer que aceptaba la conversación.

—¿Cierto que sí? —dijo Rasumikhine, alegre ante el hecho de que Raskolnikof le hubiera respondido. Pero esto no significa que sea inteligente. No, ni mucho menos. Tiene un temperamento realmente extraño. En ocasiones a mí me desorienta, de verdad. No cabe duda de que ya cumplió los cuarenta, y dice que tiene treinta y seis, aunque bien es cierto que su apariencia autoriza el engaño. Te juro por lo demás, que yo solamente la puedo juzgar desde un punto de vista intelectual, meramente metafísico, por así decirlo. Ya que nuestras relaciones son las más singulares de la Tierra. Yo no las entiendo... En fin, regresemos a nuestra cuestión. Al ver ella que abandonabas la universidad, que no dabas lecciones, que te vestías mal, y, por otro lado, cuando ya no te consideró como parte de la familia, ya que su hija había fallecido, se apoderó de ella la impaciencia. Y tú, para terminar de echarlo a perder, comenzaste a vivir apartado en tu rincón. Ella, entonces, decidió que te marcharas de su casa. Esta idea rondaba su mente hacía tiempo ya. E hizo que firmaras ese pagaré que, según le afirmaste, cancelaría tu madre...

—Esto fue una verdadera bajeza mía —expresó Raskolnikof con voz clara y vibrante—. Mi madre casi está en la miseria. La engañé para que continuara dándome comida y cuarto.

—Es una actuación muy sensata. El comportamiento del consejero y hombre de negocios señor Tchebarof fue lo que te echó todo a perder. Pachenka, sin su intervención, no habría dado contra ti ningún paso: es muy tímida para eso. Pero el hombre de negocios no conoce la timidez y lo que hizo inicialmente fue preguntar: “¿Es solvente el que firma el efecto?” Respuesta: “Sí, ya que tiene una madre que con su pensión de ciento veinte rublos cancelará la deuda de su Rodienka, aunque para ello tenga que quedarse sin comer; y también tiene una hermana que por él sería capaz de venderse como esclava”. El señor Tchebarof se basó en esto... Pero ¿por qué te turbas? Toda la historia la conozco. Entiendo que te desahogaras con Prascovia Pavlovna cuando en ella veías a tu futura suegra, pero... ahí está la esencia del asunto, te lo digo como amigo. Con mucha facilidad, el hombre sensible y honesto se entrega a las confidencias, y, para aprovecharse, el hombre de negocios las recoge. Ella, en una sola palabra, endosó el pagaré a Tchebarof y este no dudó en exigir la cancelación de la deuda. Me propuse, cuando supe todo esto, y obedeciendo a la voz de mi conciencia, arreglar la cuestión un poco a mi manera, pero mientras tanto, se estableció entre Pachenka y yo una corriente de excelente armonía, y he puesto fin al tema atacándolo en su origen, por decirlo de alguna manera. Hicimos venir a Tchebarof, le tapamos la boca con una moneda de diez rublos y él nos devolvió el pagaré. Y tengo el honor de devolvértelo, aquí lo tienes. Tómalo. Ahora eres deudor de palabra solamente.

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