De la felicidad y otras cuestiones públicas

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Dos

He prometido hablar de algunos mitos sobre la democracia, la violencia y la economía. Antes de pasar al tema, sin embargo, quisiera dejar enfatizado que no pienso yo de ninguna manera que los mitos sean algo carente de valor. De hecho, me parece altamente probable que los mitos, o al menos muchos de ellos, y quizá todos bajo ciertas circunstancias, tienen una gran utilidad social e incluso son indispensables para la acción. Pero la perspectiva que adopto yo aquí es ajena a toda consideración de utilidad y beneficio sociales. Me sitúo, o al menos trato de situarme, como dije, en una perspectiva puramente positiva, es decir orientada solamente a establecer proposiciones que se aproximan a describir las cosas como son. No hablo pues de cuestiones normativas, prescriptivas, ideales o prácticas. No intento resolver ningún “problema social” ni contribuir a eso que llaman “crítica social”. Mi propósito es exclusivamente descriptivo y analítico. (Viéndolo bien, las opiniones de segunda mano que tenía yo antaño eran en su mayoría justamente normativas y no positivas. Eso era parte de un cierto malestar que experimentaba yo en aquel entonces; y mi reticencia a tomar la palabra sobre cuestiones políticas se debía a no saber yo nada acerca de cómo eran las cosas. El oficio de predicador no me ha quedado nunca.)

Tampoco se agota el valor de los mitos en su utilidad social. Todos o la mayoría de los mitos tienen un considerable e incluso enorme valor estético. Lo digo como alguien que dedicó algún tiempo a investigar los mitos de los huicholes, un grupo indígena famoso en México justo por la riqueza de sus concepciones religiosas, una de cuyas manifestaciones son los mitos. El trabajo del pequeño equipo que se formó para ese fin consistió en localizar a los ancianos más sabios de las diversas comunidades, ganar su confianza explicando nuestro propósito de conservar los mitos, grabar o videograbar las declamaciones orales correspondientes, transcribirlas a un sistema de escritura diseñado ex profeso, traducirlos al español y comentarlos con ayuda de informantes. Y aunque esta labor hercúlea no llegó a buen fin por falta de recursos, puedo decirles con conocimiento de causa que se trata de textos de una belleza impresionante, construidos con una riqueza de lenguaje que no se encuentra en ningún otro tipo de texto de esta cultura. Luego me deslindo completamente de la opinión absurda e ignorante de que los mitos no tienen un alto valor según diversos criterios (estético, poético, lingüístico, religioso, filosófico, moral, de cohesión social, etcétera).

Lo dicho vale también para los mitos en torno a la democracia, la violencia y la economía. Son en buena medida útiles, pueden ser muy bellos, y más generalmente ser valiosos desde otros varios puntos de vista. Eso no quita que son mitos. Por ejemplo, una de las cosas más bonitas que se han afirmado de la democracia es que ella es el gobierno del pueblo por el pueblo para el pueblo. Lincoln lo dijo al final de su famoso discurso de Gettysburg. Eso es un mito; bonito, como muchos otros mitos, pero a fin de cuentas un mito. Todo gobierno es del pueblo, sin duda. ¿Qué otra cosa podría ser? El pueblo, en la medida en que este término tan traído y llevado signifique algo, significa tanto como la parte gobernada de una comunidad o sociedad. Sin embargo, en los hechos el gobierno es algo que ejercen unos cuantos grupos a beneficio mayormente de unos cuantos grupos. (Con esta frase anticipo el corazón de lo que quiero decir aquí: la violencia económica de la que hablaré más adelante es ejercida precisamente por el contubernio de los grupos gobernantes con los grupos económicamente poderosos, parcialmente translapados, contra los individuos y grupos que están tanto fuera del gobierno como del poder económico. Pero no nos adelantemos.)

Otro mito acerca de la democracia consiste en decir que, así como la ciencia se deshace de sus peores teorías, así la democracia de sus peores gobernantes (Popper, 1947). También es un mito bonito; algo más cercano a la realidad que el anterior, pero en último término falso. De hecho, no ignorarán ustedes que el primer término de la analogía popperiana es ampliamente considerada como un mito.1 Se ha argumentado quizá que los científicos deberían comportarse como Popper dice. Sobre eso no discuto ni estoy para inventar hipótesis. Pero un examen desapasionado de la realidad revela que los científicos no se comportan así en general. En cuanto al otro término de la analogía, no cabe duda de que la democracia es un mecanismo por el cual es posible mediante elecciones deshacerse del gobernante o los gobernantes en turno; pero de allí a que siempre la gente se deshaga de los peores gobernantes hay un gran trecho. Recordemos además: todo sistema de gobierno tiene uno o varios mecanismos por loscuales es posible deshacerse de los gobernantes en turno, sean ellos malos o buenos (de acuerdo con tal o cual criterio); algunos de estos métodos son violentos, otros poco o nada. Lo especial en la democracia no es que el proceso ocurra sin violencia sino que tiene lugar mediante elecciones públicas (las cuales pueden ocurrir con poca, ninguna o considerable violencia). Y aunque Popper muchas veces lo formula de esta manera algo más prudente, al hacerlo destruye la comparación con la ciencia (al menos como la ve Popper). El punto es que es la comparación lo que constituye y refuerza el mito.

Pero las cosas van más lejos. Cuando se acercan las elecciones, y más que ningunas las elecciones del mandamás (llámese presidente, primer ministro, canciller, o lo que sea), todo mundo se llena nuevamente de la ilusión de que esta vez será diferente, que este candidato realmente cambiará las cosas. El segundo mito de la democracia se entremezcla con el mito del poder. El caso reciente de Obama ilustra muy bien el punto: Yes, we can. Lo escuchamos todos, y la mayoría nos arrobamos con esas palabras. (En México tuvimos también un candidato que decía sí se puede.) ¿Han cambiado las cosas? No quiero decir que el mandamás en turno no consiga hacer algunos cambios; pero ellos serán pequeños y ocurrirán a lo sumo en los primeros meses y tras complicadísimas y obscurísimas negociaciones.2 Y lo que logre será generalmente “por encimita”, a menos que la cosa venga de atrás y con independencia del político en turno. En efecto, el poder, como usual e ingenuamente lo concebimos, simplemente no existe. El poder, o sea la capacidad de coerción, es una propiedad amplísimamente distribuida. Mucha gente tiene un poco de poder, parcial y limitado; muchísima tiene un poquito; y es el entrejuego de todos esos a fin de cuentas pequeños cotos de poder los que mantienen en bulto el statu quo (Dahl, 2005). La violencia en cambio, esa sí que existe; pero es otra cosa, de la que hablaré más adelante.

Tal vez la única fuerza realmente grande que existe en el mundo político es la inercia. Luego, eso de que podemos cambiar a los gobernantes mediante elecciones no significa tanto como quisiéramos creer. Ilustro el punto. En el momento más alto de la fama del secretario Mijaíl Gorbachov, le hicieron una entrevista para Time o Newsweek (no recuerdo ya cuál) acerca de cómo estaba dirigiendo las reformas en lo que todavía se conocía como Unión Soviética. En un momento de rara sinceridad, Gorbachov replicó que él no dirigía nada, y que en rigor ningún líder político dirigía nunca nada; que a los líderes políticos había que compararlos más bien con los surfers de olas más o menos grandes. Están continuamente examinando el mar y cuando ven una ola grande que viene hacia ellos se trepan a ella y viajan sobre su cresta. La destreza de los líderes consiste sólo en no caerse y poner cara de que son dueños de la situación; pero, por una extraña ilusión, los espectadores desde la playa se imaginan que el surfer controla la ola. Esta ilusión es el mito del poder, que forma una parte integral de los dos primeros mitos de la democracia.3

Un tercer mito dice que el espíritu de la democracia (ojo: cada vez que se habla del espíritu de algo hay que olerse una triquiñuela metafísica) consiste en crear, cultivar y profundizar una cultura particular en la que la variedad de opiniones florezcan sin violencia. Este mito se acerca aun más a la realidad que el segundo, y supongo que de él se alimenta la iniciativa de este coloquio; pero igual hay que hacerse cargo de su naturaleza mítica. Lo que nos traemos aquí entre manos es por demás un caso importante, ya que esto de la no violencia hace que, sin querer, nos deslicemos poco a poco en una nueva mezcla, en la que los peculiares mitos de la violencia se transforman en mitos de la democracia y viceversa.

Tres

Vayamos por pasos.

En primer lugar, la violencia no es algo que se pueda eliminar completamente.

En segundo lugar, está claro que la variedad de opiniones —no se diga las acciones que se reclaman de ellas— plantean límites a la tolerancia, más allá de los cuales se aplicará violencia.

Estas son perogrulladas que repito aquí por la única razón de que solemos olvidar las verdades de Perogrullo.

En tercer lugar, el mito del espíritu de la democracia parece sugerir que en una democracia florecerá mejor la riqueza de pensamiento. De eso no hay ninguna prueba, al menos que yo sepa. ¿Fue más rico el pensamiento de Atenas que el de Esparta? Sí. ¿Se debió ello a la democracia? Nadie lo sabe. ¿Es más rico el pensamiento de Estados Unidos entre 1800 y 1850 que el de Francia por la misma época? Cabe dudarlo; pero nadie sabe qué pudiera la democracia tener que ver con ello. Ha habido grandes pensadores y escritores bajo despotismos de diversa calaña y los ha habido también bajo regímenes democráticos. De hecho, no ha faltado quien diga exactamente lo contrario: que la opresión estimula al espíritu a sus mayores hazañas. La verdad es que el nexo causal es una incógnita en ambos casos.

 

Con todo, tales objeciones son conocidas y no quiero detenerme más en ellas. Me interesa más otra cosa: la variedad de opiniones (la cual existe siempre, con y sin democracia) contiene ella misma el germen la violencia; no puede ser de otra manera, por cuanto las pasiones y los intereses de la gente divergen y se enfrentan (Hirschman, 1977). La parte de verdad en el tercer mito, el mito del espíritu de la democracia, es que el invento de las democracias parece ser el que menos oculta, reprime y distorsiona el conflicto real subyacente. Y esto —hacer visible el conflicto— sí que es un gran mérito de la democracia, de hecho diría yo su mérito peculiar, propio, exclusivo. Todo lo demás en la democracia son defectos, unos más grandes que otros. Pero, comparado con sus alternativas, es menos mala por cuanto sus alternativas consisten justamente todas en reprimir y ocultar el conflicto real, y eso tiene efectos nefastos, incluso devastadores. Lo mejor que se ha dicho de la democracia lo dijo en efecto sir Winston Churchill (1947), de quien podemos suponer que sabía de lo que estaba hablando. ¿Cuáles son las alternativas de la democracia? Las diferentes formas de despotismo. ¿Cuál es el problema fundamental del despotismo en cualquiera de sus formas? La represión del conflicto. Ojo: no digo supresión, ya que es imposible suprimir el conflicto; digo la represión. El conflicto es un hecho de la vida. No es posible eliminarlo. Y de tanto en tanto el conflicto genera violencia. Reprimir el conflicto sólo agrava la violencia. Es como el émbolo de un tanque lleno de gas: actúa sin saberlo contra las propias paredes del tanque.

Y ya que hablamos de violencia, consideremos ahora los mitos asociados a ella. Ellos forman un pequeño cuerpo de doctrina que reza más o menos así: al interior de las naciones el Estado ejerce legítimamente la violencia, y cualquier otra violencia es ilegítima; a falta de un gobierno mundial, el derecho internacional limita la violencia que unos Estados pueden ejercer contra otros. Otra vez: son historias bonitas y bonitamente normativas (aunque puedan expresarse como cuestiones de hecho), pero nada más (véase Bueno de Mesquita, 2003; y para el caso internacional, 2010).

Lo primero que hay que decir es que la violencia es ejercida por los violentos. Al interior de una nación cualquiera hay dos clases de violentos: aquellos que son agentes del Estado, y aquellos que ejercen la violencia o bien protegidos por el Estado o bien al margen del Estado, lo que significa gracias a la impotencia del Estado. Estos dos últimos casos son en rigor parte de un gradiente: en un extremo tenemos agentes violentos solapados y protegidos por el Estado como tal, en el otro tenemos agentes violentos solapados o protegidos por una parte muy pequeña del Estado (eventualmente un jefe de policía municipal o hasta un policía de barrio), pero tales que el resto del aparato de Estado es impotente (al menos un tiempo) para impedir este solapamiento y protección ilegítimos. Visto así podemos entonces decir que la violencia o es ejercida por el Estado dentro de la ley o es protegida por el Estado o alguno de sus agentes. Dicho de otra manera, la línea que separa las dos clases de violentos ilegítimos que he distinguido es en todo caso sumamente delgada, por cuanto es difícil ejercer la violencia ilegítima sin algún tipo de arreglo con la presuntamente legítima. Y de hecho podría no haber tampoco solución de continuidad entre la violencia legítima del Estado y la ilegítima de los protegidos o solapados por el Estado. Digamos que todos son iguales, pero unos son más iguales que otros (Orwell, 1945).

A nivel internacional las cosas se complican un poco. Dependiendo de la época podemos tener un equilibrio de poderes más o menos frágil y puntuado por guerras entre ellos o la hegemonía de un solo poder, la cual es sin embargo siempre relativa y menesterosa de componendas, contubernios y compromisos con los otros Estados fuertes no hegemónicos. Con lo cual el concepto de poder se confirma una vez más como un mito. Para nuestros propósitos lo que importa, sin embargo, es constatar que la violencia es aquí ejercida primariamente por los Estados (fuertes contra fuertes y fuertes contra débiles), aunque existe una relativamente menor dosis de violencia por parte de grupos particulares, los cuales son protegidos, solapados o tolerados por los Estados.

Aunque hay pues diferencias nada deleznables entre la situación intra-nacional y la inter-nacional, no parece injustificada la exageración que consiste en decir que todo acto de violencia emana (directa o indirectamente) del Estado o los Estados.

De todas las formas de violencia que los Estados pueden ejercer (directa o indirectamente) sobre individuos, familias, grupos, comunidades u organizaciones (hoy quizá habría que agregar: las “redes sociales”), me interesa hablar aquí un poco más de un tipo de violencia que suele pasar desapercibida, lo que podríamos llamar la violencia económica.

Antes de aclarar este concepto, debo traer a cuento otro mito, según el cual habría distintas clases o tipos de violencia. Así, se distingue entre violencia física (que es lo que se ha llamado siempre violencia, así a secas y sin adjetivos) y cosas como la violencia “psicológica”, la violencia “simbólica”, etcétera. (El sociólogo francés Pierre Bourdieu no es el único autor que ha pecado aquí, aunque quizá sí el más inventivo.)

Tengo para mí que se trata de una maniobra retórica bastante tosca y facilona: como la palabra “violencia” evoca imágenes negativas y repelentes, se la usa para hablar de cosas que, por reales, importantes y negativas que sean, son distintas. (O en todo caso son parte de actos de violencia física no perpetrados aún, pero potenciales, amenazas creíbles, para usar la expresión común en teoría de juegos.) Partiendo del mito que consiste en dar a entender que la violencia es siempre algo malo e inaceptable (una postura en rigor indefendible) se genera otro: por analogía también serán malas e inaceptables estas otras cosas a las que llamaremos violencia, aunque añadiéndole algún adjetivo.

No es este el lugar para hablar de este mito; y me refiero a él solamente para decir que cuando hablo de violencia económica, este adjetivo no designa un supuesto tipo de violencia no física, sino que designa precisamente un caso de violencia física, cuya diferencia con otros es que tiene una asociación particular con los asuntos económicos. Con otras palabras, la violencia económica es la violencia física que ejerce el Estado contra la propiedad privada de individuos y grupos, y contra el libre cambio entre individuos y grupos. Estos dos conceptos de propiedad privada y libre cambio han sido y siguen siendo, bien lo sé, cuestionados muchas veces, y ese hecho es el que me lleva a hablar finalmente de los mitos en torno a la economía.

Cuatro

El primer mito —a la vez el más audaz y el de mayores consecuencias— es que la economía es un tema fácil de entender. Para facilitar la comprensión de lo que quiero decir, permítaseme una analogía. Cualquier ser humano habla alguna lengua y por tanto fácilmente cree que entiende qué son las lenguas y qué es el lenguaje y cómo funciona, y no necesita para nada estudiar la teoría lingüística. Créanme que sé muy bien de qué hablo, porque a diario me enfrento con estudiantes y colegas de otras disciplinas (filósofos, psicólogos, neurocientíficos, sociólogos, antropólogos, educadores) a quienes aflige esta creencia.

Pues bien: de manera análoga ocurre que cualquier ser humano interactúa comercialmente con los demás todo el tiempo, con lo cual todo mundo da en pensar que sabe todo lo que hay que saber sobre el comercio, la producción, la distribución, el dinero y el crédito. Yo no soy ni pretendo ser economista, pero me he puesto a estudiar teoría económica como parte de mi misión de enseñar metodología de la investigación en posgrados de ciencias sociales. Y ello me ha abierto los ojos al hecho de que todo mundo opina y se cree con derecho a opinar de economía, y tanto más lo creen cuanto menos saben de la materia. Semejantes delirios no pueden sostenerse sino merced a un mito: que es fácil saber de cuestiones económicas. Sería bonito que así fuera; pero no es fácil. Al contrario, es muy difícil, y lo es porque los fenómenos económicos son ellos mismos muy difíciles de entender. La actual crisis financiera es un buen ejemplo de ello. Más difícil de hecho que los propios expertos en economía se hubieran podido imaginar.4

Sobre la base de ese mito de lo fácil de comprender que serían los fenómenos económicos han surgido dos más: uno de derechas y uno de izquierdas, por usar estas etiquetas tan pobres y tan manidas.

El mito de derechas dice bonitamente que el mercado, dejado en libertad, conduciría siempre al mejor de los mundos posibles.

El mito de izquierdas dice no menos bonitamente que el mercado, dejado en libertad, sólo produce monstruos, pero que la benevolencia del Estado lo puede y debe conducir para que tengamos el mejor de los mundos posibles.

Cualquiera que dedique al menos un poco de tiempo a estudiar la teoría económica sabe que esto no pasa de historias bonitas para arrullar a quienes comparten nuestras preferencias y odios. Es obvio aquí como en el caso de los demás mitos que se trata en el fondo de visiones normativas. Su contenido descriptivo es nulo: el mercado libre no ha existido ni existirá nunca; y los gobiernos no son ni han sido ni serán nunca benévolos (Tanzi, 2011). De hecho y para acabar pronto, la benevolencia es una cuestión de individuos. Hay dentro de los gobiernos personas benévolas, sin duda, pero un gobierno (que no es sino la resultante de las acciones de muchísimos individuos) no puede ser benévolo.

Lo que en cambio sí podemos decir es lo siguiente. Los gobiernos tienen en sus manos la capacidad y la voluntad de arrebatar la propiedad privada e impedir o dificultar el libre cambio, y cada vez que lo hacen ejercen violencia económica. Las acciones de los agentes económicos, dejados a su libre arbitrio, buscan satisfacer deseos y crear patrimonios. Para lograr tal satisfacción, resulta que la propiedad privada y el libre cambio son instituciones indispensables. Cualquier atentado contra ellos no puede ser sino de naturaleza violenta. ¿Significa eso que la violencia está injustificada? No. Hay razones y circunstancias que pueden justificar la violencia. Lo he dado a entender antes. Por favor, señoras y señores, no olviden ustedes que mi discurso no es normativo. Busco solamente constatar hechos.

Ahora bien, no se necesitan muchas luces para observar que los gobiernos no ejercen sino rarísima vez la violencia contra la propiedad privada y el libre cambio de los fuertes. Se requerirá un caso de grandísima emergencia para que lo hagan. En todo Estado, con o sin democracia, habrá siempre individuos o grupos que se encuentran fuera del gobierno, o incluso que operan fuera de la legalidad, pero que requieren de la protección del Estado precisamente para llevar a cabo actividades económicas indispensables para el Estado. Hablo de las grandes organizaciones financieras, industriales, comerciales, sindicales, filantrópicas, mediáticas y de servicios. Tales individuos y grupos serán en general protegidos y solapados por los agentes gubernamentales en proporción aproximada al tamaño e importancia estratégica de las actividades económicas que realizan. Por ello, el Estado en general no los agrede. En cambio, agrede constantemente a los individuos o grupos cuyas operaciones económicas son pequeñas y marginales, sea en términos relativos (comparados con las grandes corporaciones, sindicatos y ONG), sea en términos absolutos. Al igual que en el caso anterior, la vulnerabilidad de estos agentes económicos pequeños ante los violentos (sean ellos agentes legítimos del Estado o agentes solapados y protegidos por el Estado) crece en proporción inversa al tamaño e importancia estratégica de sus operaciones.

Esta violencia ocurre de modo análogo en el terreno internacional: los Estados con mayores recursos violentan la propiedad privada y el comercio libre de los Estados con menores recursos, y esa violencia es proporcional al tamaño e importancia estratégica de tales recursos. Cambian algunas formas, pero la substancia es la misma. La reciente crisis financiera global ofrece numerosos ejemplos de esto que digo, y no tiene caso detenerse en el punto. Quisiera, sin embargo, mencionar (sólo mencionar) dos ejemplos de enorme importancia para nuestro país: el caso de los migrantes mexicanos a Estados Unidos (Borjas, 2007) y el caso de las pequeñas empresas mexicanas (Zaid, 2010).

 

Lo primero que hay que decir es que no son dos cosas sino una, las dos caras de la medalla, efectos de una sola causa. Por falta de tiempo, me contento con mencionar sólo dos hechos grandes como casas.

Uno es que al menos uno de cada once mexicanos vive y trabaja en Estados Unidos; y si vemos las cosas con perspectiva histórica tendríamos probablemente que decir que son uno de cada seis. Tamaña expulsión de sus nacionales no debe ser común, y la causa es la falta de oportunidades creada y mantenida por el Estado para favorecer a unos cuantos individuos y grupos.

El segundo hecho es que los pequeños empresarios tienen en los tres poderes del Estado, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, a sus peores enemigos. La legislación los ahoga con impuestos, reglamentos y trámites; el gobierno los persigue, multa y extorsiona sin tregua; y los juzgados los citan, juzgan, condenan y castigan haciéndolos antes pasar por mil gastos de tiempo y dinero.

Estos dos fenómenos son parte de un círculo vicioso endemoniado. El Estado ejerce directa e indirectamente violencia contra todos los mexicanos que quisieran competir en el mercado, particularmente aquellos que forman la inmensa masa de jóvenes adultos deseosos de trabajar y formar un patrimonio, pero con recursos financieros limitados. Hablo de todos esos mexicanos que tienen el talento, inventiva y dedicación que se necesita para salir adelante, pero se enfrentan a obstáculos creados por el Estado en favor de los grupos poderosos a quienes los sociólogos se refieren como “poderes fácticos”. La mayoría de esos jóvenes adultos se sumerge en la economía informal, porque los sobornos resultan menos onerosos que una legislación opresiva; una parte no mayoritaria, pero considerable, buscan las oportunidades en Estados Unidos que no tienen entre nosotros; y unos pocos se vuelven criminales (en parte porque México es un país de productores y comerciantes de droga y no de consumidores como Alemania).

De este último subgrupo no quiero hablar aquí, ya que con toda seguridad hablarán otros que saben más del asunto. Me basta que se vea cómo la violencia económica contra los individuos y grupos más vulnerables reduce las oportunidades hasta el punto de expulsar del país a un número enorme y creciente de ciudadanos. Esta violencia económica es la más constante y menos visible de todas las muchas violencias del Estado contra los débiles.

Para terminar quisiera decir una vez más que nada de lo que he dicho ha tenido ni la más remota intención prescriptiva, normativa o axiológica. He tratado de describir las cosas como son, hasta donde he comenzado a entenderlas después de años de no ocuparme de ellas y de contentarme con tener opiniones de segunda mano. Si tal o cual caso de violencia económica es o no execrable, vilipendiable, condenable o inaceptable, y si tal otro es admisible, recomendable, laudable u obligatorio, es algo sobre lo que no he dicho nada, y no creo además que se pueda decir nada en general. En este terreno, como en muchos otros, el diablo está en los detalles; y cada caso debe ser juzgado y evaluado en sus propios términos. Por no mencionar sino uno de tales detalles: existe un argumento para restringir la inmigración a Estados Unidos, a saber, que el aumento incontrolado de trabajadores bajaría los salarios (sobre este argumento y los anteriores léase Caplan, 2012).

Esto es teóricamente correcto, pero se aplica solamente a trabajadores que tengan tan poco capital humano como los trabajadores inmigrantes. Con todo, he aquí el quid de la cuestión: se hace violencia económica a esos pocos trabajadores americanos que tienen igual o menos capital humano que los migrantes mexicanos. El razonamiento se puede desde luego invertir: si no se admite a los trabajadores mexicanos se les hace violencia económica. Tal violencia traspasa las fronteras y no tiene en sí misma nada que ver con la democracia. La democracia, repito, tiene una sola ventaja: que la represión relativa de las opiniones es mucho e incluso muchísimo menor que en regímenes no democráticos.

Espero que vean ustedes que no es fácil decidir; y como ésta son todas las cuestiones de la violencia económica. Por ello insisto: para mí basta y sobra haber hablado aquí de un tipo de violencia que no suele llamar la atención. De propósito no he querido hablar de la violencia asociada al narcotráfico, que pareciera tema obligado cuando de violencia se habla, y más en este país. Y no he hablado de ese tema, porque vistas las cosas con perspectiva es un fenómeno pasajero. A nosotros que nos toca vivirlo y padecerlo nos cuesta trabajo verlo así; pero todo indica que tarde o temprano las drogas se legalizarán y este flagelo terminará (para dar paso al siguiente). En cambio, la violencia económica es de hoy y de siempre. Esa no se irá. De allí mi interés en ponerlo sobre la mesa.

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