De la felicidad y otras cuestiones públicas

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El otro (ya cuarto) discurso hunde sus raíces en la filosofía antigua, pero fue de tal forma derrotado, en el discurso, por las visiones antes mencionadas que vivió una existencia soterrada y vergonzante hasta bien entrado el siglo XVIII y que continúa importunándonos en el presente. Esta es la idea de la felicidad como placer. Tampoco me detengo en ella demasiado, excepto para decir que es indefendible y aún más errada que las dos primeras concepciones. Vuelvo a ellas. Ninguna de las dos escuelas de que primero hablé aciertan a atrapar la naturaleza de los seres humanos y fallan por mucho, aunque cabe decir que en el intento producen cosas buenas e interesantes. Aquí me concentro en el error fundamental, que es una confusión entre dos aspectos muy distintos de los seres humanos. Con algo de malicia, que pescará quien conozca un poco la historia del pensamiento alemán del siglo XIX y sus secuelas de comienzos del XX, voy a usar dos términos de esta tradición para nombrar estos dos aspectos: todo ser humano, aparte de cuerpo, tiene un alma (Seele) y un espíritu (Geist). No tomen esto con solemnidad ontológica o metafísica: no estoy proponiendo aquí una discusión sobre el dualismo. Estoy hablando de cosas serias.

Eso que llamo el alma es, si ustedes quieren, el componente animal del ser humano, donde “animal” es un término descriptivo, no valorativo. El alma humana tiene por fin la vida en familia, que es por lo visto el único fundamento de la felicidad humana. Eso que llamo espíritu es en cambio todo aquello que los animales no tienen. Que no lo tengan ni habla mal de ellos ni bien de nosotros. Simplemente así son las cosas. El espíritu humano, a diferencia del alma humana, no tiene un fin sino muchos, muchísimos, una cantidad impresionante y tremendamente diferenciada de fines. Aristóteles nos quiso hacer creer que tales fines se reducen a cuatro: el placer, el dinero, la fama y el conocimiento. No está mal como tipología y algo de verdad tiene; pero admitamos que se trata de algo tosco. Con todo me sirve para lo mismo que le sirvió a Aristóteles, o sea como modelo: para simplificar las cosas. Yo no voy a hablar pues del placer ni del dinero ni de la fama (o lo que hoy día, con mucha mayor solemnidad y menor tino, se llama el poder), porque como nunca he perseguido ninguno de tales no tengo autoridad para hablarles de ellos. Mi espíritu, maltrecho si quieren ustedes, no ha perseguido otro fin que eso que Aristóteles llamó conocimiento y que yo preferiría menos altaneramente llamar “gusto por la lectura”, “gusto por pensar en las cosas”, “libertad para perseguir uno las preguntas que se le ocurren sin atención ninguna a la presión social”. De este fin sí puedo hablar porque tengo experiencia de él. Sé lo que es perseguirlo, no digo lograrlo, sólo perseguirlo, y estar motivado, compelido, obsesionado con él. Aprovecho para decir que tanto lo que persigue el alma humana (siempre lo mismo) como lo que persigue el espíritu humano (no una cosa, sino varias y muy diferentes) no son materia de voluntad, sino de obsesión y compulsión. Y parafraseando libremente a don José Ortega y Gasset, nunca está de más insistir en que así como no escogimos nuestro cuerpo (y todo mundo quisiera ser más alto o más guapo o más esbelto o más robusto), así tampoco escogimos ni nuestra alma (la misma para todos) ni nuestro espíritu (distinto para cada cual).

Pues bien: hablando del único fin espiritual que jamás he seguido les puedo decir con toda seguridad que ese fin, perseguir ese fin, acaso lograr aquí y allá alcanzarlo, no me ha dado ninguna felicidad en el pasado, no me la da en el presente y no me la dará en el futuro. Y ello por una sencilla razón: porque no está en la naturaleza de los fines espirituales, por maravillosos y sublimes que sean, darle la felicidad al ser humano. Tal vez le den algo más importante que la felicidad (¿y quién es nadie para decir qué es más importante que qué?); pero felicidad, lo que se llama felicidad, no se la dan, ni se trata de que se la den. De hecho, con muchísima frecuencia se la quitan, se la cercenan, la destruyen.

Ningún científico en tanto que científico, filósofo en tanto que filósofo, guerrero en tanto que guerrero, estadista en tanto que estadista, líder en tanto que líder, empresario en tanto que empresario, donjuán en tanto que donjuán, gastrónomo en tanto que gastrónomo, monje en tanto que monje, ha sido jamás feliz por la misma razón. En cambio muchos científicos, filósofos, guerreros, estadistas, líderes, empresarios, donjuanes, gastrónomos, monjes, han sido muy infelices, justo porque sacrificaron sus fines animales a favor de sus fines espirituales, porque persiguieron las obsesiones de sus espíritus a expensas de los impulsos de sus almas. Una de estas cosas la sé por experiencia, como dije antes, y las demás las sé por observación: bien en carne viva (viendo casos de personas que hicieron esos sacrificios), bien a través de las representaciones que sobre ellos han hecho poetas, dramaturgos, comediógrafos, novelistas, historiadores, pintores, cineastas, actrices y actores.

El espíritu no nos hace felices ni pretende hacernos felices; el alma sí, aunque fracasa de tanto en tanto. Y el espíritu es (como dijo un visionario alemán de comienzos del siglo XX) el adversario del alma: se atraviesa en su camino y le impide lograr su fin. No es el único adversario del alma y de la felicidad humanas; hay muchos obstáculos en el camino; pero es uno que me interesa enfatizar aquí, porque los filósofos, al discurrir sobre la felicidad, sucumbieron a la grave confusión de considerar que los fines del espíritu eran tan sublimes que conducirían no a la felicidad que todos andamos buscando en tanto que seres humanos, sino a una nueva, una inventada ex profeso por los filósofos, una felicidad superior.1

Esto podría llevar a la siguiente hipótesis: la felicidad de la que hablan los filósofos o bien es un fin del espíritu y por tanto no es propiamente felicidad, o bien es un modo de vida inventado (con su ataraxia y todo ese tipo de cosas) para substituir su incapacidad de ser felices. Quiero decir: imaginemos un filósofo o comerciante o político o ingeniero o matemático o lo que sea totalmente obsesionado con su trabajo (Geist), al grado de que las relaciones no le van y no le salen y es en sumo grado infeliz al tiempo, por otra parte, que con afán cultiva sus obsesiones. Si le da por filosofar, entonces se inventará que ser feliz no es eso (las relaciones con los padres, la pareja, los hijos) sino otra cosa que está a su alcance, y entonces inventará un modo de vida (un bíos, que decían los griegos) y se hará historias de que esa es la felicidad, incluso la verdadera felicidad. Yo digo: cuentos chinos. La importancia de la familia es un factum biológico fundamental. De allí se sigue el teorema de la felicidad (y la infelicidad). Nada puede substituir a la familia (incluyendo la relación de pareja como tal). ¿Por qué creen que las metáforas de la familia tienen el peso que tienen? ¿Por qué creen que las películas no funcionan sin human interest? Eso no significa que la familia sea lo único. No lo es. Pero ojo: tampoco la felicidad es lo único. Ambas son lo que son, y no otra cosa. De eso se trata aquí.

Ahora bien: los filósofos tienen el grandísimo mérito de haber insistido en una teoría de la felicidad, a diferencia de los economistas y psicólogos, quienes sólo recientemente han descubierto el tema. Con todo, unos y otros han errado al abandonar el punto de vista del sentido común. David Buss, por ejemplo, notable psicólogo que intenta aplicar la teoría de la evolución a las cuestiones de la psicología social, habla de fuentes profundas de felicidad (deep sources of happiness) y enlista entre ellas lazos de pareja, amistad profunda, parentesco cercano y coaliciones cooperativas (mating bonds, deep friendship, close kinship, and co-operative coalitions). Como dijo Aristóteles, ¿quién no acertará al menos con parte de la verdad, siendo ésta un blanco tan grande? Yo me voy a lo seguro y digo simplemente: familia, que es lo principal y la base. Y en todo caso, añadiría (y aquí estoy de acuerdo con Buss), primero a los amigos, que son un complemento, nunca un substituto de la familia; y después, bastante después, relaciones de solidaridad y co-operación, que son en todo caso complemento del complemento. Pero eso sí: sin familia, nada. Muchas cosas complementan y hasta completan la felicidad familiar (y en caso de haber Geist, ya sabemos qué complicadas y aun obstaculizantes pueden ser algunas de ellas), pero ninguna puede ocupar su lugar.

Lo sorprendente, el escándalo de la filosofía es que se haya dejado la familia a un lado, a pesar de la evidencia del sentido común y la observación y experiencia propias. No digo que ningún filósofo calle la existencia de la familia (tantas cosas han dicho en sus prolijos discursos que no podían menos que mencionar a la familia de tanto en tanto, al menos de pasada), pero el caso es que no figura claramente en la historia de las concepciones filosóficas de la felicidad. Un filósofo reciente (Nicholas P. White, para más señas), intentando reconstruir (o deconstruir) tal historia llega a la conclusión de que no hay un concepto, porque si lo hubiera sería una guía, y o bien no hay guía o bien, si la hay, mejor fuera no seguirla. Luego propone abandonarlo de una vez. El razonamiento me parece tan impecable como la solución absurda.

Ya voy llegando al fin, pero antes quiero recalcar dos cosas. Una es que la felicidad es un tema que ocupa mucho a los seres humanos; hablamos de ella incesantemente y creemos buscarla de muchas maneras. Es obvio que la felicidad es algo muy importante para nosotros. La otra es que la felicidad, sea ella lo que sea, no es lo único importante para nosotros, y que en muchas ocasiones estamos dispuestos a hacer a un lado tal o cual oportunidad de ser felices porque le damos prioridad a alguna otra cosa. Con otras palabras, no siempre, no todos, pero a veces algunos sacrificamos la felicidad por otra cosa. Mucho podría decirse sobre estas dos cosas, pero el tiempo apremia.

 

Aquí he hablado de lo que hasta ahora he podido pensar (atando cabos, interpretando mi experiencia) acerca de la felicidad. No es un producto acabado, ni quiero que se lo entienda como tal. No creo equivocarme en lo que he dicho, pero puede ser, de hecho es probable, que no haya entendido todo lo que habría que entender para hablar sobre el tema. Se trata de resultados provisionales de una reflexión que acaso no acabe nunca. No tengo prisa por llegar a una conclusión, y sólo tomo la palabra porque me invitaron a hacerlo y doy en pensar que algo tengo que decir sobre el tema, por imperfecto que sea.

Digo que es imperfecto por una razón que tiene que ver con la investigación científica sobre la felicidad, que va viento en popa en los tiempos que corren. Esto me lleva a deslindarme respecto de esta investigación. No se puede ser filósofo e ignorar lo que dicen los científicos. Vamos pues. La investigación científica de la felicidad se funda en tres operaciones, cada una de las cuales induce a error.

Por un lado, se parte de cuestionarios, como ya dije: se pregunta a la gente, primero, si es feliz (en una escala del 1 al 10) y segundo, por qué es o no es feliz o qué determina o no determina el ser feliz. Y la gente hace lo que siempre hace cuando le preguntan los investigadores: inventa. No es esta la manera de averiguar las cosas; y con ese método poco en verdad se averigua.

Por otro lado, creen (como los filósofos antes que ellos) que felicidad es lo mismo que plenitud, florecimiento, virtud, etcétera. Sin embargo, he argüido que se trata de cosas distintas y a veces opuestas. Aprovecho para añadir un argumento más a mi arsenal: las feministas ven el problema con enorme claridad y lucidez cuando hablan del dilema de la mujer: ¿familia o profesión? Con todo, y por más admiración que me despierten sus reflexiones y análisis, cometen ellas un error: pensar que el dilema es sólo de la mujer. Pues no lo es: el hombre, o si se prefiere: el varón, lo ha tenido por más tiempo (después de todo, el feminismo es cosa recentísima). Y es que, independientemente de la guerra de los sexos, en un punto son hombre y mujer iguales: sólo a través de la familia pueden alcanzar la felicidad.

Finalmente, los científicos asumen que la felicidad es un efecto de muchas causas, es decir variables que pueden medirse. Yo sostengo que la causa es única. Y aquí es donde algún filósofo, máxime si es analítico, que es gente de peligro, me querrán preguntar si es causa suficiente o necesaria. Esto lo tengo menos claro, y de allí la imperfección de que hablé antes. Y es que, en cierto modo, lo que presento es una hipótesis, algo que falta notablemente en la investigación psicológica y económica, a saber que lo que los anglosajones llaman family bliss sea la base de toda felicidad, su causa última. Todo lo demás serán condiciones que permiten, o dificultan, la puesta en acción de esta causa. Mucho podrá tenerse acaso si se tiene todo lo demás, o una parte de lo demás, pero lo que no se tendrá, lo que definitivamente no se tendrá, es justamente felicidad. Se dirá que hay personas infelices que tienen una buena vida familiar; han acaso sacrificado sus anhelos espirituales (en el sentido antedicho) por mor de la familia. Parecería entonces que la felicidad tiene dos causas necesarias, una animal (“todo está bien con la familia”) y la otra espiritual (alguno se dedica a estudiar la poesía francesa medieval, otro a escalar montañas, un tercero a acciones filantrópicas), ninguna de las cuales es suficiente. Con lo cual tenemos un problema metodológico: ¿cómo distinguiremos el peculiar aporte de la vida familiar a la felicidad humana de todas las demás condiciones necesarias que se quisieran postular?

Lo que necesitamos en la investigación científica sobre felicidad es algo que los mejores metodólogos del presente están comenzando a inventar: procedimientos para deslindar la Causa (con mayúscula) de todas las pequeñas causas (con minúscula). Sin ponerme a citar nombres e ideas aquí, que no es el lugar, concluyo con un pequeño ejemplo: la identificación de la causa del cólera en Londres en los años cincuenta del siglo XIX por el médico John Snow. Esto es lo que necesitamos ahora: lo que un célebre profesor de estadísticas ha llamado shoe leather, ‘echársela a pie’, para demostrar que la vida familiar, con las características que todos conocemos, y no las enumero sino para evitar la banalidad, es lo que nos hace felices. Pero más allá de la evidencia científica (importante sin duda), tenemos la evidencia de la propia experiencia y de la propia observación desprejuiciada. Es una lástima que a los filósofos se les haya pasado este hecho, grande como casa, pero no será la primera vez, ni seguramente la última, en que den la espalda al sentido común y prefieran construir castillos en el aire.

* Versión ligeramente retocada de “La felicidad: filosofía, ciencia, sentido común”, Altazores: Revista Lúdica de Filosofía y Literatura, núm. 1, enero-marzo 2016, pp. 4-12. En su origen fue mi participación de un panel, con otros tres profesores, en el VIII Banquete de Fil-o-Sofía “La felicidad: filosofía y vida cotidiana”, Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 1 de diciembre de 2012.

1 Una tesis que se desprende de lo dicho es que el amor humano sólo puede cultivarse dentro de la familia (y tal vez un círculo estrecho de amigos), mientras que parece haber un fin espiritual designado con el mismo nombre pero con un significado completamente diferente. Confundir el amor (humano, animal, en minúsculas) con el Amor (espiritual, en mayúsculas) es un grave error. Lo que movía a Francisco de Asís o a Teresa de Calcuta, tal vez a Mahatma Gandhi, no tiene nada que ver con la felicidad como tal, es decir la felicidad familiar, y no puede como tal hacer feliz a nadie. Con otras palabras, el Amor (o tal vez la γάπη en el sentido cristiano de esa palabra) parece pertenecer al espíritu, no al alma.

CUESTIÓN 2 ¿Qué sentido tiene opinar en política? *

The risks of a dictatorship, no matter how seemingly stable, are no different, in the long run, from those of an artificially controlled price. Taleb y Blythe (2011)

Pio Nono non è un nome e non è quello che trincia l’aria assiso in faldistoro; Pio Nono è figlio del nostro cervello, un idolo del core, un sogno d’oro. Pio Nono è una bandiera, un ritornello, un nome buono da cantarsi a coro. Francesco Dall’Ongaro, Pio IX (1861)

Uno

Creo que es mejor comenzar con una pequeña confesión. Ella les permitirá juzgar hasta dónde las ideas y argumentos que verteré aquí merecen mucha, poca o ninguna atención por parte de ustedes. Probablemente en contraste con la mayoría de los aquí presentes, si no es que la totalidad, mi interés por las cosas políticas ha sido siempre exiguo. Tal vez sea una falla en mi carácter o mi constitución neurocognitiva; pero sospecho que tal desinterés es algo que al menos en buena parte comparto con la mayoría de la gente que vive en países tan grandes y poblados como este en el que estamos y en que me tocó nacer. Es difícil interesarse vivamente por ese conglomerado tan difuso de cosas que es la política cuando se es una pieza tan pequeña del engranaje social. No está de más recordar un curioso pasaje del joven Hegel (1802, p. 3), escrito cuando el filósofo conservaba intacto su entusiasmo por la democracia. En él, Hegel recuerda a sus lectores que los atenienses castigaban con pena de muerte el que un ciudadano en tiempos de crisis no tomara partido. Todo está muy bien, excepto que es muy fácil olvidar que el concepto de πραγμοσύνη, al que se refiere Hegel y que es tan hermoso y que tanto inspira los discursos de compromiso político, se aplicaba a una población que era, por ejemplo, bastante menor a la de la universidad que auspicia este encuentro.

Comoquiera que ello sea, durante años confié completamente en lo que me decían aquellas personas a mi alrededor que opinaban de política como si supieran de qué estaban hablando. No confié en todas, por supuesto, ya que es obvio que las opiniones políticas difieren notablemente de persona a persona: imposible confiar en todas por igual. Con todo, siempre hay unas cuantas que se ganan el respeto o la admiración de uno por razones independientes de las opiniones políticas que expresen; en tales personas confiaba yo, y así se fueron formando en mí lo que no veo cómo llamar de otra manera que “opiniones de segunda mano”. En algún lugar que no consigo recordar muestra Martin Heidegger su peculiar sentido del humor al traducir la definición que del ser humano da Aristóteles, (combinándola con aquella otra de ), como das Tier, das Zeitungen liest, el animal que lee periódicos. Debo confesar que yo no les leía antes y, lo que es peor, persevero en no leerlos. Pero la gente me dice que es precisamente leyendo periódicos que se forma uno una opinión política propia. Quizá sea por eso que antes necesitaba de personas de confianza para que dieran fe de mis sedicentes opiniones.

No sé si ustedes conozcan la bella teoría del simbolismo en general que el investigador francés Dan Sperber publicó en 1974. Una de las piezas clave de esa teoría consiste en interpretar el contenido de las creencias que los niños se forman a partir de cosas que les dicen los adultos sin que ellos estén en posición de comprenderlas. Algunas de esas cosas que los adultos les dicen conciernen asuntos que o bien rebasan permanente e irremediablemente la comprensión humana tanto de niños como de adultos (por ejemplo, la idea de Dios), o bien la ponen en serios aprietos (por ejemplo, la muerte), o bien con el tiempo el niño podrá llegar a entender, pero por el momento se encuentran muy fuera de su alcance (por ejemplo, algunos vocablos, sentencias o razonamientos de carácter moral, mental o social). Como el niño confía plenamente en todos los adultos o al menos en los que tiene más a la mano, entonces es natural que consienta en lo que le dicen con variables tonos de firmeza, es natural pues que crea que toda esa cháchara es la puritita verdad. Sin embargo, lo que los adultos dicen a los niños contiene en abundancia eso para lo que Sperber reserva la etiqueta de “símbolo”: signos incompletos, no comprensibles ni directa ni exhaustivamente, y en último término sólo interpretables en una especie de metalenguaje más implícito que explícito. Así por ejemplo, las proposiciones “Dios te va a castigar”, “tu abuela ha muerto” o “el papá de tu amigo ha sido estafado por su socio” son creídas, afirmadas y repetidas por el niño, si bien una parte de ellas queda en una especie de suspenso semántico, casi como si el niño acudiera instintivamente a una especie de epoché husserliana (véase Husserl, 1913, §32). Quiero decir que pasa como si a tales discursos el niño adosase un codicilo que dijera: “Sea lo que sea que signifique Dios, morir, socio y estafar”. Con otras palabras, la famosa convención de Tarski (‘p’ es verdad si y sólo si p) no se puede aplicar ya que el niño no puede con sentido repetir las proposiciones que escucha (cf. Tarski, 1935, §1). Con otras palabras, el niño no puede decir ni pensar: “Dios te va a castigar” es verdad si y sólo si Dios te va a castigar; y no puede, porque la palabra “Dios” es un mero símbolo y carece de interpretación. Lo mismo vale de los otros ejemplos, que a su vez son una muestra mínima de todos los que el pobre niño absorbe y reproduce.

Pues bien, hagan ustedes de cuenta que durante muchos años mis sedicentes opiniones políticas estaban llenas de símbolos en ese sentido: palabras y frases como “capitalismo”, “pobreza”, “justicia social”, “democracia” (con o sin adjetivos), “revolución proletaria”, “utopía socialista”, etcétera, etcétera, se quedaban sin interpretación posible en mi discurso. No que hablara yo mucho de esas cosas; siempre preferí escuchar a los que parecían saber de lo que hablaban antes que hablar yo mismo sobre la base de creencias muy parcialmente interpretables; pero fuera que escuchara yo o que ocasionalmente dijera algo, el caso es que no entendía las palabras y frases clave en cualquier discurso político. Era yo tan apolítico como alegaba ser Thomas Mann, pero sin poseer siquiera una pequeñísima fracción de su elocuencia, lo que al menos me salvó de escribir Consideraciones basadas en puros sentimientos (véase Mann, 1918).

 

No sé cuántos y cuáles de ustedes están en esa situación; ni si lo están de forma mayormente consciente o mayormente inconsciente; pero yo lo estaba, y era penosamente consciente de ello; y lo estuve y lo fui hasta que por azares de la vida se me asignó la encomienda de enseñar los principios de la investigación a personas que aspiraban a obtener un doctorado en ciencias sociales. Ocurrió entonces que, a fin de poder comunicarme bien con un conjunto abigarrado de personas que habían estudiado demografía, antropología, derecho, historia, arqueología, sociología, ciencia política, psicología, medicina social y economía, no tuve más remedio que ponerme a leer a lo largo y a lo ancho de las ciencias sociales. Fue y ha sido una actividad fascinante que ejerzo ya va para veinte años con provecho y regocijo. Pues bien: un subproducto no buscado de tanta lectura y discusión ha sido que los símbolos que formaban parte de mis creencias y enunciados políticos han ido cayendo uno a uno, al grado tal que apenas puedo reconocerme a mí mismo en la hilera de recuerdos que tengo de mi persona pasada. Si la invitación a hablar en un foro como este me hubiese llegado hace veinte e incluso hace quince años, entonces estoy casi seguro de que la vergüenza de hablar ante quienes o saben de estas cosas o al menos creen saber de ellas me hubiera impedido aceptarla.

Lo que voy pues a decir a continuación puede ser falso o verdadero, correcto o incorrecto, válido o sin valor; juzgar esto les toca a ustedes. A su favor sólo puedo aducir que ya no se trata de creencias repletas de símbolos no interpretables. No creo saber gran cosa de política; mi experiencia en la cosa política es escasa, aunque no nula; pero lo que me importa es que eso que he llegado a pensar en materia de política no consiste ya de opiniones de segunda mano. Tal vez alguno de ustedes piense que estaba yo mejor antes, y que es mejor tener opiniones correctas, aunque sean de segunda mano, que opiniones incorrectas de primera mano; y que mis intentos de informarme han conducido todos al error. Muy pronto lo sabremos.

Antes de continuar quisiera decir que no me hago ninguna ilusión de estar diciendo algo nuevo. Esto que diré ha sido dicho mil veces. Los aquí presentes probablemente estarán de acuerdo con al menos parte de estas cosas, y en esa medida se preguntarán a qué vengo yo a hablar de algo que es archiconocido. Mi única defensa es que soy filósofo, y los filósofos heredaron una preocupación por demás curiosa de su antiguo maestro Sócrates: una preocupación con la congruencia (Platón, Gorgias, 481C-482C). Tengo para mí que estas cosas que voy a decir son incompatibles con otras cosas que muchísima gente dice también. En la medida pues en que cualquiera de ustedes diga esas otras cosas y al mismo tiempo (en otro rincón de su cerebro) esté de acuerdo con lo que sigue, estará contradiciéndose a sí mismo. Y esto, nos dijo Sócrates, es aquello que un filósofo tiene por lo peor que le puede pasar.

Una última advertencia: nada de lo que tengo que decir aquí a ustedes tiene siquiera alguna pretensión normativa, por pequeña que fuere. Como los seres humanos somos evaluadores y normadores inveterados (habida cuenta de que todo indica que somos primates que han justamente evolucionado de puro preocupados que hemos estado por problemas prácticos que hay que resolver con acciones), es muy difícil, tanto para mí como para ustedes, maniatar ese impulso. Las palabras mismas que usaré están contaminadas desde el principio por esa natural tendencia práctica, y por más que intente yo usarlas en sentidos no prácticos ni normativos ni axiológicos, ustedes naturalmente tenderán a interpretarlos en su sentido natural; y yo mismo no escaparé siempre, por más que lo intente, de ese impulso y esa tendencia. Con todo, quisiera por lo menos dejar sentada mi intención puramente positiva, descriptiva, teórica y analítica: hablar de las cosas como son, no como deberían ser.