Con fin a dos

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Día 5

El hecho de que fuera tan divertido, mucho más de lo imaginable no me molestaba, pero sí me producía un punto de intranquilidad. Comprobar que lo invisible a corta distancia es realmente lo que merece la pena contemplar era una medicina poco dulce para una rebelde algo pagada de sí misma.

Ese día le invité yo.

Me temo que no será la última, para que comas de vez en cuando algo decente y bien preparado. Y con una copa de buen rioja junto al plato. No es cuestión de andarse con rodeos. Además, por lo que dicen los listos, esto va para largo.

Como compensación, vendría con unos cuantos libros sobre arte que tenía en su biblioteca, según él, muertos de la risa, porque no tenía a nadie con quien compartirlos. Si hubiera sabido antes de mi doctorado en Historia del Arte me los habría enviado por correo y con remite anónimo.

También ese día salimos juntos por primera vez a aplaudir a los sanitarios que estaban en primera línea de combate.

Durante la cena me contó los motes que había puesto a varios vecinos. El habichuela, el aldeano, la mostacho, el bizcocho (era bizco, el pobre), el psicokiller… Todos muy bien puestos, por así decirlo, y bastante graciosos. Buena pieza estaba hecho el mosquita muerta.

—Ya. ¿Y yo quién soy? —le incité… también con curiosidad—. ¿Cómo me llamas a mí?

—Ah, eso no puedo decirlo.

—Te da vergüenza, ¿no? A ver, suelta.

—Sólo si alguna vez llegamos a ser amigos de los buenos.

—Ah, ¿es que no lo somos?

—Estamos en ello.

—¡Pero bueno! ¿Te crees que invito a mi casa a cualquiera así, a primeras de cambio? ¿Por quién me has tomado? Hay que ser…

—No, no, no, no… No quiero decir eso.

—No, claro.

—Claro que no. Sólo era una forma de hablar. Es que… Hace apenas un par de días ni habíamos cruzado palabra. —El pobre estaba azorado sin medida; me encantaba hacer eso.

—¡Que te estaba tomando el pelo! Pero acabarás por decírmelo. Por tu bien.

Empecé a notar que, cuando sonreía ante mis punzadas, me desarmaba. Era un cóctel de sonrisa franca, traviesa y algo enigmática. Un buen escudo, un antídoto ante mi benigno veneno.

—Oye, por cierto, tienes razón con eso del psicokiller. Qué sujeto más turbio —dije recordando un encuentro que tuve con ese vecino el día anterior.

Nos cruzamos en el garaje. Había olvidado un libro en el asiento trasero de mi coche y bajé a buscarlo. Cuando me disponía a regresar de nuevo al ascensor noté un ruido y un movimiento brusco que hizo en su coche. Cerró de golpe el maletero y me lanzó una mirada como de reproche o amenaza. Ya había advertido alguna vez su aspecto de permanente malhumor, pero esa mueca me produjo un escalofrío. Así se lo conté a Jorge, y no pareció sorprenderle.

—A mí me da mucha pena su mujer —dijo—. La veo siempre con un aire lánguido, como enfermizo. Y no me extraña, teniendo siempre de cerca ese rostro patibulario.

Me hizo reír la expresión. Me hacía gracia su forma de expresarse, tan nueva para mí. Conocía a muchas personas enfermas de pedantería, rimbombancia o esnobismo en su forma de hablar, pero él parecía sublimar esos defectos con una buena dosis de ingenio y naturalidad.

—Qué mala suerte, o mala elección —reconocí—. Por cierto, hace algún tiempo que no la veo. Casi siempre que nos hemos cruzado en la escalera o en el garaje iban siempre juntos.

—Ahora que lo dices, es verdad —hizo un gesto de reflexión—. ¿Pero desde cuándo…? Espero que no le haya pasado nada a esa pobre alma.

No sé cómo ocurrió, pero en ese instante me vino el chispazo.

—O que ese sujeto no le haya hecho algo horrible —pensé en voz alta, y algunas gotas de sangre se me helaron al recordar de nuevo la mirada torva con que me encañonó.

—No exageres, por Dios.

—No te miento. De verdad que si hubiera sido una pistola o un rifle en vez de esos ojos oscuros no me hubiera sentido más intimidada.

—¿Oscuros como los míos?

—Calla. Sabes a qué me refiero. Oscuros no, cómo decir… voilé…

—Sí, opacos, sin vida.

—¡Eso, opacos! Tú también lo has visto, ¿no?

—A ver, de qué le acusas, ¿de asesino o de feo?

—Tú ríete, pero sospecho que hay algo… es… une affaire louche. —Cuando me pongo nerviosa, no sé por qué me sale el francés de la adolescencia y me cuesta expresarme en otro idioma, y me disparé—: Y no me vengas con esos cuentos de la sobrevalorada intuición femenina porque no lo soporto. Y no te calles ni me mires con aire de superioridad. Os creéis muy listos pero no sois capaces de superar la infancia.

Se limitó a levantar las manos en señal de rendición. Chico listo. Me calmó con alguna lisonja y, de forma creíble, aseguró que estaría encima del psicokiller y que sabría cómo hacerlo.

—A ver si es verdad, y no dejes de ponerme al corriente si te enteras de algo, ¿de acuerdo? —insistí— Empieza por lo de su esposa, que a ti mismo te ha extrañado el asunto, no lo niegues. Oh, si son ya las doce, cómo vuela el tiempo.

Miró el reloj y, abrumado con mis palabras de ametralladora, se levantó y balbució sin encontrar excusas:

—Vaya, lo siento. No me había dado cuenta de la…

—¿De verdad que no sabes reconocer un piropo? Oye, tienes que ponerte al día. Hoy, como es jueves, vamos a celebrarlo. Con ese aire tan british que tienes seguro que te gusta el oporto, ¿me equivoco? Oporto de Oporto, de verdad. Vamos a ponernos cómodos para ver esos libros que has traído.

* * *

Al acostarme, haciendo mi ritual de recuento diario, reparé en la cantidad de tiempo transcurrido sin que tratara a nadie de esa manera. Sólo con mi padre y con André, mi único y desafortunado «amor» hasta la fecha, me había comportado de esa manera. «Una tirana cariñosa, voluble, incomprensible y dulce», decía papá.

Pero lo más turbador era que nadie me había tratado así. No podía evitar ser como soy, pero mis amores, con quienes me había abierto por completo, no pudieron pasar de sobrellevar mis manías y rarezas con resignación. Sin embargo, Jorge parecía complacido con ellas. Sé notar y diferenciar cuándo una persona está a gusto o a disgusto conmigo. Y con él la facilidad era máxima; como un libro abierto y con notas explicativas.

Tiens! Cris, ¿no estarás empezando a…? No, no, no sigas. No quiero. A dormir y a seguir el día a día.

Es que las horas posteriores a la cena parecieron un chicle, de tanto que se estiraron.

Cuando me habló de libros «de arte» me temía lo peor. Estoy tan acostumbrada a lo peor… Pero resultaron ser ejemplares editados con primor sobre las obras de Vermeer, Velázquez, Vigée-Lebrun, una exposición comparativa de Sorolla y Sargent, la guía de los Uffizi (esa la tenía, pero no dije nada), Antonio López, Rafael…

Fueron cayendo casi todos, uno a uno, despacio pero seguidos. No escatimó detalles de buen gusto, de conocimientos y de saber mirar por su parte. Sabía razonar cuando le llevaba la contraria y tenía argumentos para hablar. Un bicho raro.

Sobre todo, sabía escuchar. Era lo que me más me gustaba. Fueran mis opiniones sobre el color de Rafael o fueran mis neuras con el vecino turbio, escuchaba, asimilaba mis palabras. Y cuanto más me escuchaba, más me gustaba expresarme. Su forma de escuchar de verdad daba sentido a la palabra hogar; me hacía sentir atendida y defendida. Sus silencios acompañados de palabras justas daban tal sensación de paz y comodidad que el instinto pedía dosis mayores a cada momento. Me preguntaba si él sentiría lo mismo.

Eso era nuevo (¿demasiado nuevo?) para mí. No acostumbro a sintonizar y mucho menos a que nadie sintonice conmigo. Al parecer, tenía que venir una especie de maldición bíblica y decretar el gobierno un estado de alarma para que la señorita melindres pudiera congeniar con uno de sus semejantes. Bueno, ¿y por qué no? Si no hubiera llegado esa maldición seguiría considerándole como un individuo con mediano atractivo y poco interesante. C’est la vie.

—¿Y no tienes algo más actual? —le provoqué, intuyendo la respuesta— No sé, por ejemplo de Pollock, de Rothko, de Chillida.

—Te dije que eran libros de arte, no de otras cosas.

—Eres un viejuno.

—¡Gracias! ¿Ves?, soy un buen alumno y aprendo rápido a reconocer tus piropos.

Umm, sí, le estás lanzando demasiados piropos para cosa buena. Y las horas pasan sin dejarse notar. Levanta el pie del acelerador.

Cuando una botella de oporto recién descorchada va por la mitad es una señal de alarma y retirada. No porque estuviera muy habituada a ello, sino por tamaña excepcionalidad.

Conócete a ti misma. Si quieres seguir la noche, que sea con la almohada.

Pero la noche siguió con un acontecimiento inquietante.

Día 6

Abrir la puerta y verla entrar sin pedir permiso era ya una costumbre a esas alturas.

—No te lo vas a creer —exclamó por todo saludo.

—Apuesto lo contrario, si me lo dices tú.

—Déjate de poses y escucha.

—No es pose, soy así.

Hizo un gesto de impaciencia y esperó un par de segundos a ver si se me pasaba lo que no tenía. Y prosiguió.

—Esta mañana me ha despertado un ruido espantoso. ¿No lo has oído tú?

—No, no he oído nada.

—¿Cómo puedes ser tan zoquete?

—Es que yo no duermo, entro en coma cada noche.

—¡No digas esas cosas! Atiende. El ruido parecía venir de la escalera. Eran las seis menos cuarto, lo sé porque miré el despertador. Al asomarme a la mirilla comprobé que la luz de la escalera estaba encendida. Entonces salí para mirar más abajo y no te imaginas a quién he visto.

 

—No llega a tanto mi imaginación.

—¡Al psicokiller! Iba arrastrando unas bolsas grandes, como las de basura, y no sé qué demonios llevaría dentro, pero pesaba mucho porque las llevaba con esfuerzo, y mira que tiene una pinta de bestia… Volví a casa y me asomé por una ventana para ver en qué contenedor arrojaba las bolsas, pero no terminaba de aparecer en la calle.

—Pero…

—Espera, que viene lo mejor. Me picaba tanto la curiosidad que me puse encima lo primero que encontré y unos guantes. Descendí en silencio y a oscuras por las escaleras para asomarme al garaje. A punto estuve de avisarte, pero temía que me echaras un mal de ojo. Por cierto, ya me estás dando tu número de móvil por lo que pueda suceder. Pero bueno, bajé decidida. Y ahí estaba de nuevo: con su trastero abierto y hurgando en el maletero de su coche. En la pared del trastero tiene una colección de herramientas que parecerían el sueño de cualquier torturador y al lado unos artefactos siniestros. Incluso uno de ellos parecía… ¿recuerdas esas máquinas de picar carne que había antes, con manivela? En mi país había muchas, y todavía las veo en algunos pueblos. Lo digo en serio: creo que ese hombre se trae entre manos algo demasiado sospechoso.

—Vamos a ver, Christiana. El…

—¿Cómo? Repite el nombre —me pidió con los ojos muy abiertos.

—Christiana.

—Me gusta como suena. Casi nadie me llama por mi nombre completo, sólo mamá y eso cuando se enfada. Se me hace tan raro escucharlo de ti… ¡Qué! No irás a decir que se me está yendo la cabeza con ese tipo.

—Me adivinas el pensamiento.

—¿Me quieres explicar qué hace una persona tan rara acarreando… todas esas cosas a las tantas?

—No, porque la pregunta es otra. ¿Qué hace una persona como tú espiando lo que hace otro vecino a las tantas?

—A ti no te parece raro —dijo con los brazos en jarras y el ceño fruncido.

—Todos hacemos cosas raras para los demás, y no por ello somos asesinos en serie.

—Bien. ¿Y eso otro que me dijiste? Lo pensé mientras bajaba por las escaleras, y es verdad. ¿Qué pasa con su mujer? Ha desaparecido —argumentaba abriendo las palmas de las manos.

—Se tomará al pie de la letra lo de quédate en casa.

—Parece mentira —se exasperaba—. Eres como ese capitán… el que embarcaba a la gente y se quedaba en tierra.

—El capitán Araña.

—Eso. Un cobarde. Fuiste tú quien le pintó como un pervertido y un psicópata, y ahora dices que es normal.

—Yo no dije nada de eso. Sólo me burlé de su aspecto, mea culpa. Además, insisto, acarrear esos… bultos homéricos a su trastero, o a su coche, no me parece que esté recogido en el código penal. De momento.

—¿Y qué llevaba ahí?

—¿A su mujer descuartizada, por ejemplo?

Después de soltar la broma no pude contener la risa. Fue una risa angustiada, porque temía el efecto negativo en extremo que podría tener en una mujer como ella. Probablemente una retahíla de insultos, un portazo y una retirada del saludo in aeternum.

Pero no. Nunca te puedes anticipar ni prever las reacciones de una mujer que combina las emociones con la lucidez en fuertes dosis (en los hombres eso nunca sucede). Mi ataque de risa fue a más, y ella se contagió por entero.

Ahí estuvimos un buen rato. Disfrutando de la vida.

—Bultos homéricos… —dijo aún con hilaridad y secándose una lágrima— ¿Quién habla así?

—Yo.

—Así es, sólo tú. No he conocido a nadie más.

—Qué le vamos a hacer. Cada cual carga con los genes que le ha tocado en suerte.

—Pero no creas que me has convencido. Mi intuición me dice que ahí pasa algo raro. Y me gustaría que me ayudaras a averiguarlo.

—Si lo dice tu intuición, no hay más que hablar.

—Otra vez te estás burlando de mí.

—En absoluto. No lo he hecho en ningún momento. Ni se me ocurriría siquiera. —Los motivos, eso era cosa mía.

—¿Entonces le vas a dar una oportunidad a mi intuición?

—Una no. Una centena.

—¡Qué raro eres! Te has ganado un almuerzo de chuparte los dedos.

¿Ha venido a contarme su paranoia vecinal o a invitarme a almorzar? Qué más te da. Tienes una suerte que no te mereces, así que sin tonterías.

—Ya sabes que no tengo vino, al menos hasta que tenga la oportunidad de comprar algo. ¿Llevo yo la ensalada, entonces? —lancé la caña para ver si captaba mi humor absurdo.

Después de una mirada estupefacta se echó a reír. Bien. Nos vamos entendiendo.

* * *

Las conversaciones se encadenaban y prolongaban a placer, saltando de un tema a otro, con una franca sencillez que se autoalimentaba a medida que pasaba el tiempo.

(…)

Creo que no somos conscientes del alcance, las consecuencias, los cambios que esta situación va a producir. La incertidumbre es lo peor de la crisis que se avecina.

Tienen razón los que dicen que ya nada volverá a ser lo mismo. La gente está deseando regresar a su vida normal, a sus rutinas, a sus pequeños placeres, pero ¿serán lo que eran? Creo que puede producirse una frustración en masa tremenda.

¿Pero no es, quizá, una oportunidad para disfrutar como nunca de esas cosas tan sencillas a las que no dábamos tanta importancia? Pasear, tomar un café con las amigas, ir de tiendas, hojear en las librerías… qué sé yo.

Lo que nos parecía normal dejará de ser normal. Para mal y para bien.

Eso si es que salimos de ésta.

¿Cómo que si salimos de esta? Claro que vamos a salir. Por mis… narices que sí. Más vivos y con más fuerza que nunca.

Ojalá.

¿Tendrás problemas para volver al trabajo?

Ninguno. Fíjate si soy imprescindible que tengo que estar conectado varias horas al día, y localizable de forma permanente. ¿Y tú? Ya sé que te lo pregunté, pero…

Espero que sí, pero nunca se sabe. Depende de cómo lo encajen y de la consideración que me tengan.

¿Influye el que seas, ya me entiendes, de fuera? No tendría por qué, pero

Hay sectores en los que eso tiene su peso. Por demagogia y por estupideces políticas. Pero en mi caso no tiene especial importancia.

¿Tú, en concreto, cómo lo llevas?

Yo no he tenido problemas. Por suerte, somos una familia acomodada y mi madre y yo tenemos incluso doble nacionalidad. Mis padres salieron de Portugal cuando yo tenía unos pocos meses de vida, y aunque estuvimos unos cuantos años en Francia, una oportunidad de negocio nos trajo a España justo en el primer año del siglo.

No hace falta que lo jures. Aunque mantienes ese ligerísimo acento tan suave, hablas castellano mucho mejor que cualquiera, que yo mismo.

Imposible. No hay quien supere esa labia que tienes.

No, tú hablas con naturalidad, y a mí se me nota que soy demasiado melindre y esnob. Pero es lo que hay. Pero no estábamos hablando de mí. ¿Os quedasteis aquí porque os gustaba o porque no había otra opción?

Yo me siento a gusto en cualquier lugar donde me acojan sin mirar el pasaporte o el lugar de nacimiento. Aunque, la verdad, al final no somos ni de un sitio ni de otro; aquí somos las extranjeras y allí somos las evadidas. Pero no debo quejarme, porque hay mucha gente que lo ha pasado mal de verdad.

Lo peor es la mala fama.

Justificada y no. Me hace mucha gracia que la gente común, tan aficionada a los tópicos y refranes, sabe que en todas partes cuecen habas. Pero a la hora de la verdad parece que sólo en las de los demás, no en la mía.

Precisamente esta pandemia debería ayudar a comprendernos más. Está claro que hoy en día no se puede vivir a espaldas de los vecinos, de los demás países. Estamos tan interrelacionados que todo nos afecta a todos, puede que en mayor o menor medida según de que se trate, pero nos afecta.

Con sinceridad, ¿tú me miras de mejor o de peor manera?

Ni mejor ni peor. Te intento mirar tal como eres. Y, lo mejor de todo, es que nos podemos mirar, cosa que de otro modo no sé si hubiera sido posible.

¿Crees que nunca hubiéramos coincidido?

No sé, pero llevamos varios años con una simple pared de por medio y no sabíamos nada el uno del otro.

Ah, ah… no sigas, que hay alguno sí que sabía unas cuantas cosas de la otra.

(…)

Además, me sentía tan a gusto en su casa como en la mía. Los muebles, la decoración, las cosas en general estaban dispuestas de distintas maneras pero, de algún modo, complementarias.

Yo mantenía una especie de desorden organizado que se ajustaba a mi forma de ser y trabajar, con libros desparramados, cojines por todas partes, cuadros colgados o sin colgar, cuidadoso al descuido. Ella tenía todo dispuesto primorosamente, al detalle, como en su sitio exacto; pero no daba la sensación de método obsesivo, de maníaca de la pulcritud, porque su orden era de los apacibles. No tenías que estar sin moverte para no desencajar una micra la disposición de los retratos del aparador ni ensuciar con alguna mota de lo-que-sea el respaldo del sofá (como ocurría en casa de mis tías). Su orden estaba pensado para el bienestar y la placidez, invitaba a la relajación.

Creo que, por esa razón, con el paso de los días ella se acostumbró a revolver entre mis cosas y yo anhelaba reposar las palabras en la calidez de sus habitaciones.

Desde esos primeros días yo me enganché al hábito de escuchar su saludo, siempre original, y a encontrar algo distinto desde ese momento y hasta el final del día. Por eso esperaba, deseaba que un día se sucediera a otro sin pensar en un término.

No temía al contagio, a la enfermedad, sino a que ella se hiciera inmune a mi presencia.

Día 7

Aunque no me sentía perezosa, me apetecía solazarme un rato entre las sábanas y apurar un placer que rara vez podía disfrutar de ordinario.

Pero, para mi desgracia, no estoy hecha para la holgazanería. Me aburrí pronto y empecé a idear algo nuevo para entretenerme. Y, como es habitual, las ideas se amontonaron hasta el punto de tener que poner orden y priorizar.

Aferré el móvil y marqué el número de mi compañero de confinamiento

—¿Qué planes tienes para el finde? —le pregunté adoptando mi pose algo afectada.

—Uf, espera un poco, que consulto la agenda y te digo.

Por qué me hace reír el muy tonto…

—No te hace falta consultar nada. Ya te digo yo que tienes un hueco para esta noche. Estoy organizando una cena de gala y he decidido invitarte.

—¿De gala?

—Sí, sí, de gala. Por todo lo alto y con un menú que ni en sueños imaginarías que pueda existir.

—Suena más que genial. Así que de gala. Eh… ¿Dress code?

—Black tie.

—No te andas por las ramas, ¿eh?

—Nunca.

Madre mía, empiezo a hablar igual que él. Este tío es como un virus.

—Sólo me falta saber la hora.

—Estoy rogando a los invitados que vengan a partir de las siete y media. A las ocho en punto se cierran las puertas y se sale a aplaudir.

—No puede ser más perfecto.

—No cuando yo lo organizo. Que no te quepa duda.

—Esto… ¿Te puedo echar una mano a preparar la comida o lo que sea? Soy un pinche excelente.

—Ni se te ocurra.

—Es que parezco un gorrón profesional, siempre voy a mesa puesta.

—Vaya, ¡por fin te das cuenta! —Volví a reírme antes de proseguir—. No, lo hago con gusto y gana, me encanta enmarañarme y trastear en la cocina. No te preocupes, que en otras ocasiones ya te pillaré como mano de obra esclava. No sabes dónde te has metido al ofrecerte de pinche. Soy una tirana sin escrúpulos cuando estoy en modo organizadora.

—Eso suena muy bien.

No puedo con él. Lo confieso, me gusta. Así que no pienso soltar el freno de mano.

Durante el resto de la mañana, después de un desapacible desayuno con las cifras de contagiados y muertos que vomitaba la radio, me puse al día con mis amigas, con mi familia y con mi jefa. Me agitó algo el hecho de que tanto mi madre como la más perspicaz de mis amigas me dijeran que me notaban más animada de lo que sería normal en condiciones de inactividad y soledad. «¿Qué te traes entre manos?», llegó a preguntarme mamá.

No era fácil de explicar lo que me ocurría sin caer en dobles sentidos o sin parecer una cabeza loca. Y, aunque mamá me conoce más que nadie y sabe la prudencia con que abordo cualquier novedad y el recelo que me produce cualquier relación después del desastre emocional que sufrí en su momento, preferí esperar y ver. Si realmente había algo que contar, lo haría con ella antes que nadie; si no, sería malgastar el tiempo en fruslerías, algo que odio.

 

Sin embargo…

«¿Qué te traes entre manos? Diría que estás incluso radiante. Y me alegro mucho, mi flor.» Las palabras de mi madre estuvieron oleando en mi cabeza mientras adecentaba la casa, durante mi rato de lectura y al preparar la cena. El oleaje cesó en el momento de escuchar el timbre, a la hora exacta, cómo no.

* * *

Eres un rebelde. Pareces un alma cándida con esas expresiones tan de libro abierto, esa amabilidad, ese carácter acogedor, ese humor ingenioso, pero cuidado contigo. Sí, ese humor tan irónico es una señal evidente. A ti va a haber que darte unas cuantas vueltas para encontrarte defectos.

—¡Pero bueno! ¿No te había dicho que antes de las siete y media nada? —le reprendí.

Se había presentado a media tarde con un bulto y un puñado de cables, que en realidad era una minicadena con sus altavoces. Le había parecido buena idea ambientar la dîner de gala («Eres un esnob» «Gracias») con una selección adecuada de música. En realidad me irritó un poco porque me había sorprendido todavía con delantal, oliendo a queso y cebolla, con manchas de harina y despeinada. Irritación que se me pasó en cuanto me dijo que tenía el encanto de una cocinera hogareña y vi la indumentaria de «gran Lebowski» que traía puesta.

—No quiero tener problemas —alegó—. Lo mismo me confundes con un operario de mantenimiento y no me admites como invitado.

—Qué tonterías. Te bastaría con decir que conoces a la dueña.

—Estoy en ello. Ah, y que sepas que así estás preciosa.

A menudo había pensado cómo sería coincidir con alguien que aprecie los detalles del otro. Que los aprecie y disfrute como suyos. Y esa cena fue toda una revelación.

Preparé con esmero todo un menú aprendido de mi madre que horrorizaría a amigos y conocidos pero que él disfrutó saboreando, preguntando y escuchando las recetas. Dejó los platos casi sin necesidad de lavarlos. No era frecuente (no lo era para mí) que alguien pasara de ser agradecido a ser agradable con suma facilidad, rapidez y sinceridad.

Todo estaba preparado para olvidarse de la vulgaridad y de la que estaba cayendo ahí fuera. Y todo resultó más placentero y alentador de lo que hubiera sido suficiente.

Yo misma me sorprendí de lo bien que me salieron los entremeses, la musaca (me apetecía después de mil años de haberla comido por última vez) y el pastel de manzana. La música que había traído y reprodujimos durante toda la noche, conciertos barrocos, cuartetos clasicistas y arias de óperas, parecía escrita para la ocasión, porque encajaba entre palabras enlazadas, movimientos de cubiertos, centelleos del vino sobre las copas y las ondulaciones de las burbujas del Veuve Clicquot que trajo para después de la cena (que preferí no saber dónde y cómo lo compró).

Por algunas horas nos olvidamos del mundo exterior. Sólo existían las disquisiciones literarias, pictóricas o filosóficas y los cotilleos sobre famosos. Y también las tendencias de la moda, que era mi mayor especialidad. Por supuesto, también salió a relucir el misterio del vecino desaprensivo y su esposa desaparecida. «Ah, no, nada crímenes ni de temas transcendentes por hoy», propuso. Y en mala hora, porque poco después un chispazo recondujo el diálogo hacia la amistad y sus características esenciales a nuestro entender.

Un amigo es el que nos completa, nos ayuda a crecer, el que comparte el dolor más que la alegría, el que no abandona, el que nos enseña, nos guarda un secreto y nos confía el suyo, el que dice la cruda verdad cuando el resto del mundo te miente y pone en riesgo su amistad por mantenerse fiel a ella.

—Al final, creo que la amistad no sólo es la base, sino el contenido del amor —dijo con el primer sorbo de champán.

—Tópico falso —rechacé—. ¿O eres de los que no son capaces de mantener una amistad sin enamorarse?

—Tú misma acabas de diferenciar lo uno de lo otro. Una cosa es la amistad y otra el enamoramiento. Pueden sumarse, no cabe duda, pero no tienen por qué coincidir. Un enamoramiento sin amistad está condenado al fracaso, porque no hay amor verdadero. Una amistad sin enamoramiento, en cambio, no tiene fin.

Así es como entramos en la vía directa hacia el recuerdo de los fracasos amorosos. El vermut de aperitivo, el blanco y el champán dieron rienda suelta a una locuacidad sin tapujos que hubiera sido impensable en cualquiera otras condiciones.

Yo había estado enganchada a una relación tormentosa, paradisíaca y tóxica a partes desiguales desde el final de la adolescencia y hasta que salí de la facultad de Bellas Artes. Fueron tres años de carrusel imparable que alternaron la pasión, el sometimiento, la ansiedad e incluso el maltrato psicológico; una relación de la que me negaba a salir con el pretexto de… ni recuerdo el pretexto, porque no había ninguno que no fuera absurdo. Al final mi dulce madre tuvo que tomar cartas en el asunto: todo acabó con una sentencia y una orden de alejamiento terminante, que además tuve que esgrimir en dos ocasiones. Así acabó la relación, pero el verdadero resultado fue una desertización de mi estado de ánimo y de mi capacidad afectiva, así como la transformación de mi carácter, que pasó de una abertura sociable a una introversión adusta en grado sumo.

Expresé con tal riqueza de detalles la misandria que había acampado en mi ánimo que el pobre Jorge quedó impresionado y alarmado a partes iguales.

—Uf. No entiendo cómo estoy aquí —dijo cuando terminé mi conferencia sobre errores, taras y carencias de los hombres.

—Si te soy sincera, yo tampoco. Tienes que ser un trampero profesional.

—Querrás decir un tramposo.

—No, trampero, que es peor. Como un cazador.

—¿Cazador yo? Si acaso, de moscas. Las mato de siete en siete, como el sastrecillo valiente.

Sospesé sus palabras y su aire antes de conceder:

—Me da la impresión de que eso es cierto. No, no creo que seas ni tramposo ni trampero.

In vino veritas. Ay, Cris, espero que no te arrepientas.

Además, él también llevaba lo suyo a espaldas. Mucho menos dramático y mucho más conciso, pero no menos lacerante. Y tampoco se hizo de rogar para soltarlo.

Empezó como una de esas comedietas románticas en las que el chico y la chica se conocen desde niños. Él se pasa media vida enamorado y la otra media tratando de llegar al corazón de la chica; pero la muy tonta no lo ve hasta que lo permite alguna jugada del guionista cósmico. Y después de unos doscientos mil años de noviazgo (del que no dio demasiados detalles, lo que me lleva a pensar que fue bastante aburrido), cuando todos hacen apuestas sobre qué día será por fin la boda, un buen día ella da por concluida la historia, sin más.

—¿Cómo que sin más? Eso no puede ser.

—Pues lo es. Lo fue —dijo, con la mirada baja y encogiéndose de hombros.

—Algo tendría que haber, aunque ella no supiera o no lo quisiera decir. —Yo no daba crédito.

—Se lo intenté preguntar varias veces, hasta que se negó a verme e incluso cambió de número de teléfono y de casa. Desde entonces lo he pensado hasta hartarme. Llevo casi año y medio pensándolo, dando vueltas a lo que pude hacer mal, pero no consigo entenderlo.

—Eso no sucede de un día para otro. Tendrías que haber notado algo en los últimos días, o meses. O algo malo harías… —repliqué con algo de malicia.

—Tres días antes de cortar estuvimos en la boda de unos amigos. Nos lo pasamos como nunca, alegres, divertidos… Incluso llegó a decir al final del día que le envidiaba a la novia, que quería algo así, y…

—Ya veo, el ciego eres tú.

—¿Qué?

—Que no lo ves. Que no te decidías y se aburrió de esperar.

—¿Que no me decidía a qué?

—A qué va a ser. A regalarle un anillo, pedirle de rodillas que se casara contigo y todas esas cosas.

—El anillo lo tenía desde hacía tres meses, y ya me dolía la boca de pedírselo.

—Ah, ¿te dijo que no?

—No, decía que era un paso demasiado importante, que tenía que pensarlo antes de comprometerse y no sabía si estaba preparada… Por eso cuando dijo que envidiaba a la novia pensé que era una forma de aceptar, y le dije que cuando quisiera y como quisiera. Pero al día siguiente no quiso verme y al otro me devolvió el anillo que no se había llegado a poner y dijo que no podíamos seguir, que íbamos a ser infelices y lo nuestro no tenía futuro, sólo pasado.

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